uchas veces he pensado qué otra cosa podría haber hecho —¿quizás debiera haber hecho?— en aquellos terribles días. Sin embargo, los acontecimientos rápidamente sobrepasaron mi limitada capacidad para gobernarlos. Como sucede siempre, aquellas circunstancias que con más ganas desearíamos determinar permanecen siempre lejos de nuestros alcance, mientras que se nos obliga a llevar cargas inesperadas a destinos insospechados. Todos nos encontramos impotentes ante una fuerza demasiado poderosa para contenerla, demasiado inmensa para comprenderla. ¡Que así sea!
Así fue como yo, que hubiera querido modelar los días a mi modo, me vi obligado a permanecer junto al resto del ejército de Inglaterra dispuesto en filas sobre la llanura, contemplando los acontecimientos con aprensión.
Lo veo ahora igual que entonces, siempre ante mí, la misma imagen nítida: Arturo de pie solo bajo el ardiente sol sin escudo ni yelmo, tan sólo Caledvwlch a su lado. El terrible calor da al cielo una apariencia descolorida; la hierba se quiebra reseca bajo el pie.
Arturo aguarda, su sombra encogida y diminuta bajo él, como si no se atreviera a extenderse en toda su extensión. La hueste vándala aparece en el otro extremo de la llanura: guerreros, mujeres, niños. Todos avanzan despacio hasta el lugar del encuentro: la amplia llanura de Lyit Coed, donde los ríos Tamu y Ancer se unen. Había habido una fortaleza en las proximidades, pero los vándalos la quemaron y destruyeron los poblados de los alrededores, matando u obligando a huir a sus habitantes.
Observo el avance del enemigo, una negra línea malhumorada y arracimada cuyos pies dejan tras de sí espesas columnas de polvo blanco. Avanzan despacio y nosotros aguardamos. Aún podemos atacarlos, o ellos atacarnos a nosotros. No hay nacía que lo impida, excepto el Supremo Monarca de Inglaterra de pie solo en la agrietada y ardiente planicie, que espera de buena fe que el Jabalí Negro haga honor a su palabra y se enfrente a él cara a cara.
Una única pregunta ocupa las mentes de todos los espectadores: ¿lucharán los ejércitos o se enfrentará Amílcar con Arturo como ha prometido?
El avance se detiene de improviso y un pesado silencio cae sobre la ardiente explanada. Entonces empieza el estruendo. Los tambores de guerra de los vándalos retumban ensordecedores por la llanura, y por un terrible instante pienso que atacarán.
—¡Quietos! —grita Bedwyr, y su orden se repite por toda la fila—. Que nadie se mueva.
La función de los tambores es asustarnos, hacer que perdamos los nervios. Pero Arturo permanece inmóvil, y nosotros también; los rostros ceñudos, sudorosos, con un nudo en el estómago por la ansiedad y el temor mientras los tambores atruenan nuestros oídos. Ese sonido, cuando se ha escuchado una vez, no se olvida con facilidad. Me parece escucharlo en estos momentos.
Una vez que el invasor se hubo congregado a muy poca distancia de nosotros, el golpear de los tambores cesó repentinamente y la larga fila triple se detuvo. Los vándalos se quedaron mirándonos fijamente en medio de un silencio tan terrible como el aturdidor tronar de sus tambores. Permanecieron inmóviles, sin mover ni un músculo, con las armas deslustradas, pero en perfecta formación, con los grotescos estandartes del jabalí alzados por encima de sus cabezas, en una exhibición del temible espectáculo de su poderío militar.
Arturo siguió sin moverse, paciente, contemplando al temible ejército con expresión inmutable. Al cabo de un rato, uno de los portadores de estandartes abandonó su puesto en la primera fila, avanzó unos pasos y se detuvo. Se reunió con él un grupo de caudillos vándalos, Mercia y el esclavo Hergest a la cabeza. Luego, todos salieron al encuentro del Supremo Monarca en el centro de la planicie. Tras un corto intercambio de palabras —dichas en voz demasiado baja para que pudiéramos oírlas— el portador del estandarte regresó a su puesto en la fila.
—No soporto esto —masculló Gwenhwyvar malhumorada—. Voy a ir a su lado.
Bedwyr se atrevió a detenerla, pero ella se sacudió de encima su mano, saltó de la silla y abandonó a toda prisa la fila para ir a reunirse con Arturo antes de que nadie pudiera impedírselo. El monarca le dio la bienvenida con un leve movimiento de cabeza, y los dos aguardaron juntos mientras la cabeza del negro jabalí en la engalanada lanza de cráneos y cueros cabelludos volvía a avanzar. En esta ocasión anunciaba la llegada de Amílcar en persona.
Los dos caudillos se contemplaron mutuamente desde una distancia de apenas tres pasos. Vi cómo Arturo alzaba la mano en señal de paz. Amílcar no hizo ningún gesto. Arturo dijo algo, a lo que el Jabalí Negro contestó mediante Hergest. Cuando el sacerdote calló, Arturo se volvió a Gwenhwyvar, quien dio una respuesta sin dejar de mirar a Amílcar a los ojos.
A medida que Hergest repetía sus palabras, vi cómo los labios del Jabalí Negro se torcían en una salvaje mueca. Gruñó una respuesta de profundo desprecio, echó la cabeza hacia atrás y escupió. Quizás era esto lo que ella quería, pues en un abrir y cerrar de ojos su delgada espada apareció en su mano y se lanzó sobre el rey vándalo. Fue muy rápida —más rápida que la mano de Arturo que intentó detenerla— y Amílcar se salvó de una herida grave, si no fatal, gracias a la veloz reacción de uno de sus jefes, que desvió a un lado la espada con el asta de su lanza justo cuando ésta hendía el aire a menos de un dedo de la garganta del vándalo.
Amílcar dio un paso atrás a la vez que alzaba su lanza. Arturo gritó, agarró a Gwenhwyvar por el brazo y la apartó físicamente del ataque. El Jabalí Negro, empuñando aún la lanza, lanzó una furiosa perorata, a la que nuestro rey respondió en tono solemne.
En conjunto, la entrevista fue breve. Se intercambiaron unas cuantas frases más, y luego Arturo y Gwenhwyvar giraron bruscamente y regresaron a nuestras filas.
—Nos encontraremos mañana al amanecer —anunció Arturo, sin mencionar lo sucedido en la llanura.
Así empezó una larga espera que nuestro ejército soportó bastante mal. Los hombres descansaron durante las horas de calor mientras el sol realizaba su lentísimo viaje hacia el oeste, pero en cuanto el blanco disco de fuego desapareció tras las colinas empezaron a deambular y a conversar, y a preocuparse.
Era, pensé, hora de recordarles la recompensa que nos aguardaba, y quién era aquel en quien teníamos depositada nuestra confianza. Tras una breve charla con Arturo, se convocó a los jefes guerreros y se les dio instrucciones para que reunieran a sus hombres en la ladera que se alzaba sobre la tienda del consejo.
Con todo el ejército de Inglaterra congregado ante mí mientras un pálido crepúsculo se extendía por el valle, fui a colocarme en mi puesto. La tierra empezaba a verse libre del asfixiante calor, y una suave brisa agitaba la fina hierba. Se había encendido una enorme hoguera, un fuego de Beltane para resucitar el pasado en sus recuerdos. La ascendente luna proyectaba intensas sombras sobre el suelo y, en lo alto, el cielo centelleaba estrellado de un extremo al otro del horizonte.
Los reunidos se agitaban; inquietos, ansiosos, cautelosos, los grupos de guerreros aguardaban, y su propia incertidumbre y temor creaban tensión en el ambiente. Todos sabían la situación de Arturo y los preocupaba. ¿Qué sucedería si mataban a Arturo?, pensaban. ¿Quién los conduciría contra los vándalos entonces? Miles de ellos debían la vida a su habilidad como gran jefe guerrero; ¿qué les sucedería sin él? Me contemplaban con suspicacia; casi podía oír sus ahogados murmullos. ¿Una canción? Sería mucho mejor afilar las armas esta noche.
Apoyé el arpa en mi hombro, y le arranqué unas notas al azar que lancé como guijarros a un mar embravecido. En un principio nadie me oyó —pero seguí tocando— y entonces resultó que en realidad no querían escucharme. Siguieron murmurando, pero sus ojos se desviaban una y otra vez al lugar donde yo me encontraba rasgueando el arpa como si no me diera cuenta de sus murmullos. Entonces, mientras las notas del arpa golpeaban el atemorizado ambiente, mi visión prendió de nuevo en mi interior y resplandeció con la intensidad del mismo sol. Volví a ver el árbol que ardía a medias, y el significado del acertijo inundó mi espíritu. Por primera vez en mucho tiempo volví a sentirme un bardo.
Dejando que el arpa hiciera sentir su voz, continué tocando para abrirme paso a través de sus temores e inquietudes hasta que todos los ojos estuvieron fijos en mí, y ocupé todos sus pensamientos. Poco a poco, la música se fue adueñando de ellos en tanto que los murmullos iban cesando. Cuando toda la ladera quedó en silencio, grité con toda la potencia de mi voz:
—¡Escuchadme! Soy un bardo e hijo de un bardo; mi auténtico hogar es la región de las Estrellas del Verano. Desde los primeros tiempos de nuestra raza, los Guardianes del Espíritu enseñaron que la sabiduría reside en el corazón del roble. —Alcé el arpa por encima de la cabeza y la mantuve en alto para que todos la vieran—. En mis manos sostengo este corazón de roble. Debido a su arte, el bardo libera al espíritu de la sabiduría para que haga su voluntad en el mundo de los hombres. Escuchad pues, y prestad atención a todo lo que os contaré… ¡para que podáis recordar todo lo que sois y en lo que os podéis convertir!
Dicho esto, sujeté bien el arpa y empecé a tocar otra vez. Como un tejedor que teje hilos de plata y oro, mis dedos trazaban el complejo diseño de la melodía, creando un centelleante telón de fondo para el texto que iba a recitar. Seguí tocando, con la mirada fija en los rostros de toda aquella gente; hombres venidos de todas partes de Inglaterra, de Prydein, Celyddon y Lloegres, y también de Ierne. Me parecieron criaturas huecas, de ojos demacrados e inexpresivos; al igual que sus señores, anhelaban escuchar la Auténtica Palabra. Me di cuenta de ello y mi corazón se abrió a ellos.
Luz Omnipotente, me presento lleno de humildad ante tu amorosa presencia. ¡Instalaos en mi interior, Señor, para que pueda conmover los corazones de los hombres!
En ese mismo instante, sentí la aparición del awen… como un ave cautiva durante mucho tiempo que por fin echa a volar. La melodía apareció primero, y su reluciente estela dejó un reguero de frases que tomaron cuerpo nada más tocar mi lengua. Me entregué a la canción; ya no era Myrddin: únicamente existía la canción y yo no era más que un recipiente, hueco, vacío de mí mismo, pero lleno a rebosar con el exquisito vino del Oran Mor.
Canté, y la mágica música brotó pródiga en sus bendiciones. Una nueva canción cobró vida aquella noche, y los hombres quedaron perplejos al escucharla. Esto es lo que entoné:
En tiempos de nuestros antepasados, cuando el rocío de la creación estaba aún fresco sobre la tierra, surgió un rey poderoso y su nombre era Manawyddan. Todo el mundo era su reino, y cada tribu y clan le debían tributo. Todo sobre lo que posaba su mano prosperaba; y a donde mirara, algo bueno y noble obsequiaba su mirada.
Un día, llegaron hasta lord Manawyddan nuevas horribles que le ocasionaron una gran preocupación. El Otro Mundo, se decía, había caído bajo la sombra de un usurpador que trataba a las gentes con suma crueldad. El gran rey decidió entonces entregar la soberanía de su reino al mejor hombre que pudiera encontrar para de este modo poder ir a liberar a los habitantes del Otro Mundo del solapado opresor. Y esto es lo que sucedió.
El gran rey llamó a su presencia a todos sus nobles y les expuso la situación.
—Voy a estar fuera durante un tiempo —les dijo Manawyddan—. No sé si será mucho o poco tiempo, pero no regresaré hasta haber vencido al usurpador, que en estos instantes saquea el Otro Mundo y asola el más hermoso de los reinos.
Sus nobles y senescales le respondieron:
—Llenos de aflicción nos sentimos al escuchar tu propósito —confesaron—. Puede que esté muy bien para los habitantes del Otro Mundo, pero es toda una calamidad para nosotros.
—No obstante —declaró el rey—, esto es lo que he decidido. Depositaré el trono en manos del hombre que escoja, y él ocupará mi lugar hasta que regrese. —Y empezó a tantear entre ellos en busca de quien sería digno de hacerse cargo del gobierno. No era una decisión fácil, pues cada hombre de entre todos ellos era tan digno como el siguiente, y no menos que su hermano.
Por fin, concibió un modo de solucionar el problema.
Hizo que su gran bardo realizara un adorno de oro en forma esférica. Y, cuando estuvo hecho, Manawyddan cogió la esfera y la mostró a sus nobles.
—Han hecho esto para mí —les dijo—. ¿Qué os parece?
—Es muy hermosa, señor —alabaron ellos.
—Realmente es muy hermosa —concedió el monarca—. Y más de lo que pensáis, porque es el símbolo de mi reino. —Alzó la esfera dorada ante ellos—. ¡Tomad! —gritó—. ¡Cogedla!
Con estas palabras, el gran rey arrojó la bola a sus nobles. El primero de ellos extendió los brazos y la cogió, sujetándola contra el pecho.
—Gracias, noble amigo. Puedes irte.
El hombre dio la vuelta para marchase, pero el rey se lo impidió hasta que le fue devuelta la pieza de oro. Pero, en cuanto la recuperó, volvió a lanzarla a otro, que la atrapó en su puño.
—Gracias, noble amigo. Puedes irte.
El jefe guerrero hizo intención de marcharse, pero el rey se lo impidió hasta que le fue restituida su preciosa esfera. Y esto se repitió con cada uno de los allí presentes. Cada vez que el monarca arrojada la bola de oro, ésta era atrapada y devuelta a él… hasta que le tocó el turno a Lludd.
La bola se elevó por los aires y descendió. Pero el noble no consiguió cogerla. Al ver cómo el inapreciable objeto se escurría de su mano Lludd cayó de rodillas.
—Perdonadme, majestad —exclamó—. No soy digno de tocar algo de tanto valor.
El monarca, sin embargo, lo obligó a levantarse.
—No es así, Lludd —le dijo—. Eres tú el único digno de gobernar mi reino hasta que regrese. —Diciendo esto, el gran rey levantó la bola y la depositó firmemente en la mano de Lludd al tiempo que lo exhortaba—: Te entrego también toda la autoridad que yo poseo; guárdala hasta que vuelva a mi reino.
Nadie volvió a ver al rey Manawyddan después de eso, aunque a menudo les llegaban noticias de sus maravillosas hazañas en los reinos del Otro Mundo. Lludd, entretanto, gobernaba bien y con prudencia; y los reinos a su cuidado florecieron y crecieron en importancia. Para que todos pudieran aprovecharse de su sabiduría, Lludd instaló nobles en cada reino para que estuvieran a su servicio y le hicieran llegar las necesidades de los habitantes del lugar.
Uno de estos señores era un camarada llamado Mab Rígh, que velaba por su isla-reino con dedicación y devoción. De día o de noche, fuera cual fuera el problema que presentaran ante él sus súbditos, él le prestaba toda su atención.
Y sucedió que el reino de Mab Rígh fue atacado por un enemigo extraño y formidable en forma de tres plagas, cada una más peculiar que la anterior.
La primera plaga fue la llegada de un ejército enemigo llamado los coranyid, cuyos conocimientos se derivaban del hecho de poder escuchar cualquier cosa que se dijera en cualquier parte. Por muy bajo que se hablara, el viento siempre les hacía llegar las palabras. De este modo, nadie podía decir nada contra ellos, y resultaba imposible dar un paso en su contra porque siempre se enteraban del plan y lo esquivaban. Los coranyid lo asolaban todo; allí por donde pasaban no quedaba nada.
La segunda plaga fue un grito terrible que surgió durante el Beltane en todas las cimas de las colinas, sobre cada hogar y bajo todos los techos del reino. Era un grito que indicaba un padecimiento tan atroz que partía el corazón de todos los que lo oían, y no hubo ser vivo en todo el país que no lo oyera. Los hombres perdían sus energías y las mujeres su vigor; los niños se desvanecían y los animales enloquecían. Todas las criaturas del género femenino que estaban encinta, abortaban. Árboles y campos se volvieron estériles, e incluso el agua se tornó malsana y amarga.
La tercera plaga fue el inexplicable robo de comida en las casas de los jefes guerreros y los nobles. Por mucha comida que se preparara, nunca quedaba nada a la mañana siguiente: en el caso de la carne, ni siquiera se encontraba un mísero hueso grasiento; si se trataba de pan, ni una miga; si era estofado, ni una sola gota de caldo. Aunque prepararan comida suficiente para todo un año, al amanecer la mesa estaba vacía.
Estas plagas angustiaron de tal modo a la población que ésta elevó un patético lamento. Mab Rígh se vio impelido a reunir a todas las tribus para decidir qué podía hacerse. Todos estaban desconcertados por aquellas calamidades; nadie sabía qué las había provocado, ni tampoco sabía decir nadie cómo podría la isla librarse de ellas. Durante tres días y tres noches pensaron sobre lo que podrían hacer, y al final Mab Rígh convocó a sus jefes guerreros y, tras encomendarles el cuidado de los habitantes del reino, abandonó la isla para ir a pedir consejo a su sabio colega.
Se preparó una nave en secreto, y se alzó la vela en plena noche para que nadie supiera lo que iba a hacer Mab Rígh. La nave surcó las aguas como una gaviota, y Lludd, contemplando el mar un buen día, vio que las velas de su camarada venían hacia él. Ordenó que se preparara un bote, y se hizo a la mar al momento para ir a su encuentro. Lludd recibió a Mab Rígh con gran alegría, lo abrazó con afecto y lo llenó de regalos de bienvenida.
Sin embargo, a pesar de este recibimiento, la sonrisa de Mab Rígh no tardó en borrarse, y su frente se arrugó preocupada.
—¿Qué ha sucedido para que tengas este rostro afligido? —inquirió Lludd cuando regresaron a su elegante sala.
—Infortunio sobre infortunio, y aflicción sobre aflicción —respondió él, sacudiendo la cabeza pesaroso—. Sabes que no soy persona melancólica por naturaleza.
Lludd estuvo totalmente de acuerdo en ello.
—Es cierto. Pero cuéntamelo, por favor, si es que tienes fuerzas para ello. Quisiera oír qué es lo que te ha reducido a este estado.
—Soy el más afligido de los hombres, hermano —repuso Mab Rígh—. Mi isla está asediada por tres plagas, cada una peor que la otra. En pocas palabras, se nos acosa, agravia y atormenta en todo momento. He venido en busca de tu ayuda y consejo, porque ya no sé qué hacer.
—Has hecho bien en venir a verme —le dijo Lludd—. Juntos descubriremos el remedio para los males que han caído sobre vosotros. Habla y que empiece la curación.
Mab Rígh se animó ante estas cariñosas palabras y recuperó su valor.
—Hablaré —dijo—, pero primero hemos de buscar una forma de proteger nuestras palabras. —Y le habló sobre la plaga de los coranyid, y cómo el viento transportaba hasta ellos cualquier cosa que se dijera.
—Eso no es difícil —contestó Lludd con una sonrisa. Ordenó a su herrero que hiciera un cuerno de plata según sus instrucciones. Y se hablaron el uno al otro a través de él. El viento no podía transportar las palabras a los malignos coranyid, pero el cuerno de plata produjo un resultado adverso: cualquier palabra buena que se pronunciara en un extremo salía por el otro repulsiva y contradictoria.
Esto dejó muy perplejo a Lludd, hasta que se dio cuenta de que un demonio se había instalado en el interior del cuerno, y que era esta criatura perversa la que tergiversaba todas sus palabras para sembrar la discordia entre ellos.
—Ya lo ves —declaró Lludd—. Ésta es justo la tribulación a la que te enfrentas; pero no te inquietes. Sé muy bien cómo ayudarte.
Habían llegado sacerdotes de un lejano país, y el rey los envió en busca de vino; cuando lo trajeron, vertió el vino en el interior del cuerno de plata. El poder de la bebida expulsó inmediatamente al demonio. Después de esto, Lludd y Mab Rígh pudieron hablar sin obstáculos. Y el segundo contó a su camarada todo lo que sabía sobre las tres plagas devastadoras, y Lludd escuchó con rostro grave y solemne.
Cuando Mab Rígh finalizó, Lludd se retiró durante tres días y tres noches para meditar sobre lo que debía hacerse. Llamó junto a él a sus sacerdotes y bardos y celebró consejo con tantos sabios como pudo reunir. Al cabo de los tres días, regresó a su sala e hizo llamar a su colega.
—¡Regocíjate, hermano! —saludó Lludd—. Tus problemas pronto terminarán.
—¿Has tenido éxito allí donde otros fracasaron? —preguntó Mab Rígh.
—Así ha sido —respondió él—. He aquí el remedio. —Mientras hablaba, descubrió un saco de grano.
Mab Rígh contempló el saco y la felicidad murió en su pecho.
—Perdona que dude de ti, hermano —dijo sombrío—, pero me parece ver un saco de grano en tu mano. Si el grano solo pudiera servir, jamás te habría molestado.
La sonrisa de Lludd se hizo más amplia.
—Ah, eso simplemente muestra lo mucho que te has apartado del auténtico sendero. Ya que esto no es grano corriente. ¡Claro que no! Se trata de un grano extraordinariamente poderoso cuyas propiedades pueden contra todo mal. Ahora escucha con atención. Esto es lo que debes hacer. —Y empezó a explicarle la mejor forma de librar a su isla de las tres plagas devastadoras.
Alzando un dedo, Lludd dijo:
—La plaga de los coranyid, a pesar de lo angustiosa y peligrosa que pueda ser, es la más fácil de remediar. Toma una tercera parte del grano y sumérgelo en cubas limpias llenas con agua extraída de un arroyo de aguas claras; tapa las cubas y déjalas así durante tres días y tres noches. Entretanto, haz correr la voz por todo tu reino de que has descubierto una bebida más saludable que la mejor cerveza y más reconfortante que el agua, e invita a tus súbditos a que vengan a probar esta bebida maravillosa. Como es natural, los coranyid se infiltrarán entre los tuyos. Entonces, no tienes más que coger el agua en la que habrá estado sumergido el grano y rocíar con ella todas las cabezas y la curación está asegurada. Tu gente vivirá, pero los perversos coranyid morirán.
Las palabras de Lludd devolvieron la confianza a Mab Rígh. Su corazón se llenó de alegría al escuchar cómo se podría salvar a su pueblo. No obstante, las siguientes palabras de Lludd lo redujeron de nuevo a la desesperación.
—Curar la segunda plaga —prosiguió el monarca— resultará tan difícil como fácil de curar es la primera. Tengo la impresión de que el terrible grito que asola la tierra proviene de una serpiente maligna que repta fuera de su madriguera la vigilia de cada Beltane en busca de comida. Tal es su hambre que chilla con todas sus fuerzas, y éste es el grito que oís.
—¿Cómo podemos deshacernos de tal criatura? —inquirió Mab Rígh meneando la cabeza desolado.
—Lo que al hombre corriente le resulta imposible de destruir, es posible destruirlo con este grano maravilloso. Esto es lo que debes hacer: mide la longitud y anchura de la isla y divídela en cuatro partes para encontrar el centro exacto. Allí donde encuentres el centro, cava un pozo profundo y cúbrelo con una tela fuerte tejida con lana virgen. Luego, toma una tercera parte del grano y colócalo en una cuba y llena la cuba con la sangre de nueve ovejas. Coloca el recipiente en el centro de la tela. Cuando la serpiente salga en busca de algo que devorar, olerá la sangre de las ovejas y se deslizará sobre la tela para llegar a la cuba. Su peso provocará que la tela se hunda en el pozo, y en ese momento debes sujetar rápidamente los extremos de dicha tela y atarlos bien todos juntos. Saca entonces la tela y arrójala al mar, con la serpiente y todo lo demás.
Mab Rígh no cabía en sí de contento. Dio palmadas y aclamó a grandes voces la sabiduría de Lludd. Pero las siguientes palabras del monarca lo sumieron en una desesperación tan terrible que parecía como si jamás hubiera conocido la felicidad en toda su vida.
—La tercera plaga es la más difícil de todas —declaró—. Y, si no fuera por el poder de este grano, no habría esperanzas para ti.
—¡Oh, infortunio! —exclamó Mab Rígh—. ¡Y más infortunio aún, ya lo temía yo desde el principio!
Lludd sujetó a su colega por los hombros y le dijo con severidad:
—¿Es que no has escuchado lo que he dicho? El grano que te entrego es la cura para cualquier mal que os pueda acontecer. Pero escucha con atención. La tercera plaga la ocasiona un gigante poderoso que se ha refugiado en tu reino. Este gigante es astuto como un hechicero, y, cuando preparáis un banquete, sus conjuros y hechizos hacen que todo el mundo se duerma. Mientras el reino duerme, llega el gigante y se lleva toda la comida. Así pues, debes montar guardia si quieres atrapar al gigante. Coloca una tina de agua fría cerca de ti; cada vez que sientas sueño, métete en el agua y reanímate. Pero esto no es más que el principio; hay más. —Y le contó qué otra cosa debía hacer para librar a la isla del perverso gigante.
Cuando hubo terminado, Mab Rígh se despidió de su camarada, tomó el saco de grano y navegó de regreso a su reino tan deprisa como sus velas y el mar podían conducirlo. Cuando llegó a su hogar, saltó a tierra y se encaminó directamente a su sala, donde preparó la libación tal y como se le había dicho, repartiendo el grano y el agua en recipientes limpios. Acto seguido llamó a su pueblo para que probaran la prodigiosa bebida, y, como era de esperar, los malvados coranyid se enteraron y corrieron a la asamblea dispuestos a hacer de las suyas.
En cuanto los vio a todos reunidos, Mab Rígh hundió un cuenco en el agua y arrojó su contenido sobre la desprevenida multitud. Los asistentes, empapados, intercambiaron miradas de sorpresa, y los coranyid aullaron de rabia. Sin hacer caso de la protesta, Mab Rígh volvió a llenar rápidamente el cuenco y lanzó el líquido sobre la gente. Sus súbditos se echaron a reír esta vez, pero los demonios chillaron y adoptaron su auténtico aspecto grotesco. Suplicaron a Mab Rígh que abandonara su plan, pero el monarca hizo oídos sordos a sus exclamaciones y, tras llenar una vez más el cuenco, roció a la gente con el contenido.
Los infames coranyid se consumieron y murieron, por lo que el pueblo quedó libre. Y todo el mundo aclamó al rey y su sabiduría, y celebró los poderes del agua milagrosa. Sin perder un instante, Mab Rígh emprendió la medición de la isla a lo largo y a lo ancho; cuando lo hubo hecho, dividió la tierra en cuartos y de este modo averiguó dónde estaba el centro. Ordenó entonces que se cavara un profundo pozo en el centro; e hizo que se tejiera una tela enorme con el primer esquileo de todas las ovejas de la isla.
Una vez tejida, se transportó la tela de lana de oveja sin teñir hasta el lugar y la extendieron sobre el enorme pozo; luego se depositó una tercera parte del grano en una cuba junto con la sangre de nueve ovejas y colocaron el recipiente en el centro de la tela. Dio la casualidad que la noche siguiente era la víspera de Beltane, y la serpiente salió de su madriguera subterránea y rápidamente olió la sangre de las ovejas. El perverso animal, atraído por la cuba, se arrastró hasta la tela y se enroscó alrededor del recipiente, dispuesto a darse un festín. Pero, antes de que pudiera ni siquiera introducir la lengua en el interior, la tela se hundió en el pozo.
Mab Rígh, que había permanecido oculto no muy lejos del lugar, corrió hasta allí y sujetó los extremos de la tela antes de que cayeran, los ató y sujetó el nudo con cuerdas resistentes. Él y sus hombres sacaron el fardo del pozo y lo arrastraron hasta un promontorio elevado, mientras la serpiente no cesaba de chillar. Tras acarrear el pesado bulto hasta lo alto del acantilado lo lanzaron al mar. El animal no cesó de revolverse y de gritar mientras caía, pero de nada le sirvió, y de esta forma terminó el terrible grito y nunca más volvió a escucharse en el reino.
Y el pueblo, que se había reunido en la cima del acantilado, entonó un canto de liberación mientras la serpiente se perdía de vista. Luego, levantaron a Mab Rígh en hombros y lo llevaron de vuelta a su sala a celebrar la victoria.
Prepararon un banquete enorme y fabuloso, utilizando el resto del grano que convirtieron en masa y cocieron. La masa produjo pan suficiente para alimentar todo el reino durante treinta y tres días.
Se sirvió el festín, y todo el mundo se sentó a comer. Pero, antes de que el dedo más pequeño pudiera posarse sobre el más diminuto de los pedazos, los reunidos empezaron a sentir sueño. Entre enormes bostezos, todos apoyaron las cabezas sobre la mesa y se durmieron. Mab Rígh también se encontró bostezando y frotándose los ojos; sentía unas enormes ganas de dormir, pero recordaba las palabras de su rey. En cuanto sus ojos empezaron a cerrarse y su cabeza a inclinarse sobre el pecho, se introdujo en el tonel de agua fría que tenía al lado. El contacto con el helado líquido lo despertó al instante.
Mientras se estremecía en el interior del tonel de agua, se escuchó el sonido de fuertes pisadas sobre las pisadas de la chimenea. Un segundo más tarde, una sombra sobrevoló la sala y un hombre gigantesco apareció ante la mesa del banquete. El inmenso ser iba vestido de cuero de la cabeza a los pies, y sostenía un enorme mazo de piedra; un gran escudo de roble sujeto con tiras de hierro colgaba a su espalda, y de su ancho cinturón pendía un hacha con la cabeza de hierro. Támbién llevaba un cesto hecho de mimbre que empezó a llenar de comida: pan y carne y víveres de todas clases caían al cesto de forma incesante. Mab Rígh observaba lleno de asombro, preguntándose cómo podía un recipiente contener tanto sin llenarse jamás. Por fin, el gigante acabó de limpiar la mesa hasta la última miga; sólo entonces se detuvo —y fue únicamente para comprobar si había pasado algo por alto— y, al ver que la mesa estaba limpia del todo, el inmenso hombretón se dio la vuelta y empezó a perderse en la oscuridad otra vez. Mab Rígh se lanzó tras él, salpicándolo todo al saltar fuera del agua.
—¡Deténte! ¡En nombre de aquel que nos gobierna a todos, ordeno que te detengas!
Esto era lo que Lludd le había dicho que dijera, y el gigante se detuvo, giró sobre sus talones y levantó el mazo de piedra.
—Si no eres más hábil con tus armas que protegiendo tu banquete —respondió el coloso en una voz capaz de hacer temblar las colinas de los alrededores—, no tardaré en añadir tu pellejo a mi barreño de mimbre.
Mab Rígh tenía la respuesta preparada.
—Aunque has cometido infinitos crímenes y transformado la alegría del hombre en lamentos de pena —dijo—, declaro que no darás un paso más.
El gigante se mofó de él, diciendo:
—¿No vas a defender tu banquete, hombrecillo? Te advierto que no se me convence fácilmente en contra de mi voluntad. —Y, alzando el mazo por encima de su cabeza, lo descargó con violento ímpetu.
Mab Rígh saltó con destreza a un lado, y el mazo cayó sin producir daño. El gigante dio media vuelta y empezó a alejarse. Dio un paso, y luego otro, y, al ir a dar el tercero, se tambaleó hacia atrás por el peso del cesto de mimbre. Intentó dar otro paso al frente, pero el cesto se había vuelto de improviso tan pesado que no podía sostenerlo.
—¿Qué clase de pan es éste? —gimió—. ¿Se vuelve más pesado con cada paso que doy?
En ese instante, el cesto resbaló de sus manos y se hizo añicos contra el suelo. El coloso vio cómo las hogazas de pan y los pedazos de carne rodaban por el suelo y cayó a cuatro patas para recuperar su festín. Agarró un pan redondo con las manos y lo levantó; pero el pan era demasiado pesado para él y, no obstante su enorme fuerza, el sobrenatural peso pudo más y el gigante se desplomó bajo el pan como si se tratara de la muela de molino más pesada que jamás hubiera molido grano.
Dejando de lado su asombro, Mab Rígh avanzó hasta la hogaza más próxima, la cogió con una mano, la levantó y la sostuvo en alto sobre la cabeza del titán.
—Tengo otra hogaza para ti —anunció el señor de la isla—. Puesto que eres un gigante glotón, te la daré. Añade ésta a la que sujetas sobre el pecho.
El gigante, al ver el pan colocado sobre su cabeza, exclamó:
—Por favor, me rindo. No me hagáis más daño, pues, aunque no os deis cuenta, la hogaza que sujeto me ha debilitado casi hasta el punto de acabar con mi vida.
Mab Rígh, que temía una añagaza, replicó:
—¿Cómo puedo creerte a ti que has robado la vida de las bocas de mi gente?
El gigante lloró y gimoteó diciendo que la hogaza lo estaba aplastando.
—Señor, ya no puedo soportar más este peso —dijo—. A menos que me liberéis, estoy muerto. Si es mi vida lo que deseáis, entonces la tenéis, señor, y mi palabra con ella. Liberadme y jamás molestaré a nadie que haya probado el pan con el que me habéis vencido.
Sin soltar el pan, Mab Rígh replicó:
—Tu vida es poco pago por el daño que has ocasionado a mi gente, pero por el bien de todos te liberaré. —Dicho esto levantó la hogaza de pan que había vencido al gigante—. Márchate —ordenó al coloso—. Nunca más volverás a quitarnos ni un bocado ni una migaja.
El gigante se levantó y se sacudió el cuerpo; luego, haciendo honor a la palabra dada, se despidió de Mab Rígh y se marchó hacia el este sin que jamás se lo volviera a ver por la isla. Y de este modo el reino quedó libre de las tres plagas, y sus habitantes pusieron fin a su largo suplicio. Tan grande como había sido su aflicción fue entonces su alegría, y se deleitaron en su liberación.
Durante treinta y tres días, los habitantes de la isla se regalaron con el pan que los había salvado, y por mucho que comieran siempre quedaba tres veces más cuando terminaban. ¡Es un banquete que jamás finalizará!
Aquí termina la canción de Mab Rígh y del Grano Salvador. Que la escuchen aquellos que quieran.