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M

antuve mi vigilancia toda la noche, corazón y mente aferrados con fuerza a la débil esperanza que se me había concedido: la salvación de Inglaterra y del Reino del Verano. Puesto que incluso los sueños más irresistibles pueden desvanecerse en el aire al recibir la dura luz del sol, aguardé a ver qué traía el nuevo día: esperanza reavivada o desesperación confirmada.

El amanecer trajo un propósito claro. Me alcé, dando gracias al Supremo Monarca del Cielo y a todos sus santos y ángeles por el arma que habían puesto en mis manos. Mientras el sol se alzaba rojo como la sangre sobre la cordillera oriental, regresé al campamento donde los hombres empezaban ya a moverse y a prepararse para la nueva batalla.

Me dirigí directamente a la tienda de Arturo y él me dejó entrar, bostezando y rascándose. Mientras lo seguía al interior, no pude evitar darme cuenta de que Gwenhwyvar no se encontraba allí.

—Le gusta bañarse temprano —explicó Arturo.

—Y yo prefiero hablar contigo a solas primero —respondí, y le conté mi fortuito encuentro con Mercia, y lo que el joven caudillo me había dicho sobre las disensiones entre los vándalos. El rey se sentó en su sillón delante de mí, sacudiendo la cabeza—. ¿Comprendes lo que te digo?

Arturo frunció el entrecejo. No, no comprendía nada.

—¿Por qué debemos quedarnos en el campamento?

—Porque se lo prometí a Mercia —repuse—. Se lo concedí a cambio de mi vida.

Antes de que Arturo pudiera poner más objeciones, se acercó Bedwyr a la tienda y llamó al rey.

—Estoy aquí, hermano —contestó Arturo—. Me reuniré contigo enseguida.

—Bien —dije—, ¿qué harás?

Vaciló; me contempló ceñudo y se frotó el rostro con las manos.

—¡Oh, muy bien! —contestó por fin—. No te dejaré por embustero. De todos modos, hay muchos entre nosotros que agradecerán un día de descanso.

Salimos de la tienda para reunirnos con Bedwyn.

—El ejército está preparado —anunció—. Los jefes aguardan tus órdenes.

—No habrá batalla hoy-le dijo Arturo sin rodeos.

Bedwyr me dirigió una sorprendida mirada.

—¿Por qué, Oso? ¿Qué ha sucedido?

—He cambiado de idea. He decidido dar a los hombres un día de descanso.

—Pero ¡todos están preparados! Hemos reunido el mayor ejército desde…

—Díselo, Bedwyr. Di a todos que no habrá lucha hoy.

—Se lo diré —refunfuñó y, dando media vuelta, se alejó a toda prisa. Apenas se había marchado Bedwyr cuando oímos gritos en el perímetro más alejado del campamento, donde había estallado todo un alboroto.

—¿Ahora qué? —farfulló Arturo, lanzándome una mirada furiosa como si fuera cosa mía. Bedwyr, que había oído todo el escándalo, regresó corriendo junto al rey.

Rhys apareció también a la carrera y gritando:

—¡Vándalos!

—Aquí se acaba nuestro día de descanso, Oso —gruñó Bedwyr—. ¿Darás la orden?

—¡Espera! —lo detuve—. Aún no.

Rhys se precipitó a donde nos encontrábamos.

—¡Vándalos! —exclamó jadeante—. Cinco de ellos. Avanzan con ramas de sauce. El esclavo va con ellos. Creo que quieren parlamentar.

Bedwyr y Rhys miraron a Arturo, a la espera de lo que fuera a decir. Arturo me miró a mí.

—Yo no sé nada de esto —me apresuré a decir.

—Muy bien —decidió Arturo—, dejad que vengan a verme y oiremos lo que tengan que decir.

Aguardamos ante la tienda mientras Rhys conducía a los emisarios enemigos hasta nosotros. Tal y como había dicho, eran cinco: los cuatro jefes guerreros que ya habíamos conocido antes, incluido Mercia, y el sacerdote prisionero, Hergest. Todos los nobles ingleses vinieron corriendo para ver qué sucedía, de modo que los emisarios llegaron en medio de toda una multitud de espectadores. Gwenhwyvar, Cai y Cador se abrieron paso entre los reunidos para ir a colocarse junto a Arturo.

—Se os saluda, lord Arturo —empezó Hergest—. Pedimos vuestra indulgencia para hablar con vos y regresar a nuestro campamento sin sufrir daño.

—Habla libremente, sacerdote —respondió Arturo-Te doy mi palabra de que no os sucederá ningún mal mientras estéis bajo mi protección. ¿Por qué habéis venido?

Antes de que el sacerdote pudiera responder, uno de los caudillos bárbaros —el llamado Ida, creo— señaló a todos los hombres allí apelotonados, y profirió una larga queja en su áspera lengua.

—Dice que vuestra palabra no tiene valor —nos comunicó Hergest—. Merlín prometió que no cabalgaríais hoy y sin embargo vemos que os preparéis para la batalla.

Bedwyr me dirigió una mirada inquisitiva, a la que hice caso omiso. Arturo replicó:

—No fui informado de la palabra dada por Myrddin hasta hace un momento, y acabo de dar la orden de retirada. De todos modos, estamos dispuestos a combatir si se nos provoca.

Mientras el esclavo repetía las palabras de Arturo, busqué con la mirada los ojos de Mercia. Éste vio que lo observaba y, con una apenas perceptible pero deliberada inclinación de la barbilla, me dio a entender que aceptaba esta explicación.

—También nosotros estamos listos para la lucha —proclamó Hergest, reanudando su comunicado—. No obstante, Amílcar piensa que el jefe guerrero Arturo ha permanecido durante demasiado tiempo escudado tras sus guerreros. El Jabalí Negro piensa que los dos reyes deben encontrarse y demostrar ante ambos pueblos cuál de ellos es el mejor caudillo.

—Desde luego —manifestó Arturo—. ¿Y ha dicho Amílcar cómo se propone realizar esta demostración?

El esclavo transmitió la respuesta a Ida, quien contestó con una mueca despectiva y otro largo discurso.

—Ida dice que Amílcar se encontrará con Arturo en la llanura situada junto al río que se extiende entre nuestros campamentos, y llevará consigo aquellas armas que el guerrero inglés prefiera. Cuando el sol haya dejado atrás el mediodía, los dos lucharán. El combate continuará hasta que uno u otro de ellos muera. —Hergest calló, e Ida volvió a tomar la palabra—. Amílcar lanza este desafío, aunque no espera que Arturo lo acepte —añadió el esclavo.

—Di a Amílcar que consideraré su desafío —respondió Arturo sin perder la calma—. Le llevaré mi respuesta a la llanura a mediodía.

Hergest repitió las palabras de Arturo, tras lo cual los caudillos enemigos, cumplido su deber de transmitir el mensaje, se volvieron para marcharse.

—¡Owain! ¡Vrandub! —llamó Arturo, escogiendo a dos nobles de entre los allí reunidos—. Encargaos de que abandonen el campamento por donde vinieron sin ser molestados. —A los demás les dijo—: Regresad con vuestros hombres y explicad el desafío. Nos reuniremos al mediodía y cabalgaremos hasta la llanura.

En tanto que los hombres se apresuraban a cumplir sus instrucciones, Arturo indicó a sus consejeros que lo acompañaran a la tienda del consejo. Gwenhwyvar, Cai, Bedwyr, Cador, Llenlleawg y yo nos reunimos con el Supremo Monarca para decidir qué hacer.

—Es una buena señal —dijo Bedwyr mientras nos sentábamos ante la mesa—. Significa que el Jabalí Negro sabe que hemos aumentado nuestro número, y tiene miedo.

—¿Qué es esta promesa de no luchar hoy? —inquirió con aspereza Gwenhwyvar; la pregunta iba dirigida a mí. Rápidamente relaté cómo había sido sorprendido y apresado por Mercia. Cador se declaró muy sorprendido ante esto y dijo:

—¿Os dejó marchar si prometíais no luchar hoy?

—No —repuse—, no fue así. Primero hablamos. Me dio a conocer que existen disensiones en el campamento vándalo. Amílcar ha perdido la confianza de algunos de sus jefes y…

—¡Lo veis! —exclamó Bedwyr—. ¡Yo tengo razón! El Jabalí Negro está asustado. Los vándalos ya no pueden resistir al poderío de Inglaterra.

—El combate individual es la única lucha que puede ganar —intervino Cai—. Sugiero que ataquemos con todas nuestras fuerzas. Es la oportunidad que estábamos esperando.

—A lo mejor —replicó Arturo— es una oportunidad para terminar la guerra sin más derramamiento de sangre.

—¡A lo mejor es una trampa! —hizo notar Gwenhwyvar en tono cortante.

—No se puede confiar en los bárbaros —dijo Cador rápidamente—. Incluso aunque derrotaras a Amílcar, ¿qué te hace pensar que harían honor a cualquier promesa de paz que hicieran?

Era una buena pregunta; una pregunta que predominaría en las mentes de todos los guerreros ingleses. Yo tenía la respuesta preparada.

—No importa —contesté.

El silencio de los allí reunidos me contradijo.

—Es verdad, no importa —insistí—, pues sin Amílcar la guerra sencillamente no podrá seguir adelante. ¿No os dais cuenta? —Las incrédulas miradas de Cador y los otros me confirmaron que no lo veían así.

—¡Mirad! —dije—. Tanto si es una trampa… —incliné la cabeza hacia Gwenhwyvar al decirlo—, como si resulta que Amílcar no cumple, o lo que sea, a nosotros no nos afecta en absoluto. En el mismo instante en que caiga muerto sobre el campo de batalla ante los ojos de sus hombres, la invasión cesa y la guerra termina.

—¿Cómo lo sabéis? —inquirió Cador.

—Mercia me lo dijo —respondí.

—¿Y le creísteis?

—Desde luego. Tenía mi vida en sus manos. Que no exista ninguna duda: una palabra suya y mi muerte era segura. Pero me dejó vivir para que supiera que había dicho la verdad.

—¡Es un bárbaro! —acusó Cador—. Os diría cualquiercosa para que creyerais esta mentira. Pero a mí no se me convence con tanta facilidad.

—Puede que sea una mentira —contesté— o puede que no. Yo opino que debemos ponerlo a prueba y ver qué sucede. Si estoy en lo cierto, la guerra terminará.

—Pero ¿y si estás equivocado? —quiso saber Caí—. ¿Qué sucederá entonces, eh?

—Entonces la guerra continuará —declaré solemne—, e Inglaterra se convertirá en la tumba de los campeones.

Todos callaron y examinaron la situación detenidamente. Antes de que pudieran reanudar sus objeciones, Rhys introdujo la cabeza en la tienda para anunciar que el sacerdote Paulinus había regresado al campamento.

—Que entre —dijo Arturo.

El monje, demacrado y enflaquecido como un hueso roído hasta el cartílago, entró y casi se desplomó a los pies de Arturo. Automáticamente, el monarca lo ayudó a incorporarse y lo sentó en su sillón.

—Algo de beber, Rhys —ordenó Arturo—. ¡Deprisa!

—Perdonadme, señor —dijo Paulinus. Vio que los otros lo miraban y se puso en pie con esfuerzo.

Arturo lo obligó a regresar a su asiento con la mano.

—Siéntate. Descansa. Has cabalgado mucho, como podemos ver. Recupera fuerzas y dinos qué noticias traes.

Rhys apareció con una copa y la depositó en las manos del monje. Paulinus bebió con avidez y se secó la boca con la manga del hábito.

—Ojalá trajera mejores noticias, señor-repuso.

—¿Son muy malas? —preguntó Gwenhwyvar, acercándose.

—No son buenas —respondió él—. La fiebre se extiende a pesar de todos nuestros esfuerzos. Las carreteras que conducen a Londinium están cerradas, pero la gente sigue insistiendo en viajar por el río; parece que no podemos hacer nada para detenerlos. De este modo, la peste se desplaza por los senderos fluviales. —Hizo una pausa, tomó un nuevo trago, y concluyó—: Hemos conseguido rescatar algunos poblados donde la enfermedad aún no se había afianzado, pero casi toda la zona del sur de Londinium ha sucumbido.

Paulinus volvió a beber y devolvió la copa a Rhys.

—Tres de los nuestros han enfermado, uno ha muerto, y no espero que los otros vivan.

Arturo se colocó frente al sacerdote, con las manos en las caderas y los puños apretados, pero no había nada que golpear. Paulinus, al ver la frustración de su rey, se incorporó lentamente.

—Lo siento, señor. Desearía poder tener mejores nuevas. Esperaba… Todos esperábamos…

—Hacéis todo lo que podéis, lo sabemos —lo interrumpió Gwenhwyvar—. Id ahora; hablaremos cuando hayáis descansado.

Indicando a su senescal que se aproximara, Arturo ordenó:

—Rhys, ocúpate de que nuestro amigo coma algo y tenga un lugar donde descansar. —Paulinus se despidió y, una vez que se hubo marchado, Arturo se volvió hacia nosotros—. No puedo detener la peste —dijo en voz baja—. Pero, si puedo acabar la guerra con el Jabalí Negro, considero que es un riesgo digno de correrse. Lucharé con Amílcar.

Un poco antes del mediodía, los señores de Inglaterra y sus jefes guerreros volvían a estar reunidos y aguardaban ante la tienda del Supremo Monarca. Arturo los saludó uno a uno y alabó su lealtad. Acto seguido, dijo:

—Camaradas, todos conocéis el reto del Jabalí Negro. He meditado cuidadosamente la cuestión, y he decidido que, si existe una posibilidad de terminar la guerra derrotando a Amílcar en combate singular, debo aprovechar esa oportunidad. Por lo tanto, aceptaré el desafío del bárbaro y me encontraré con él en la llanura.

La decisión provoco un alboroto general.

—¿Es esto sensato, Arturo? —inquirió Ector en voz alta—. Desde luego, todos estamos listos para cabalgar a tu lado. —Una docena de voces secundó el ofrecimiento.

—De eso no tengo duda —respondió él, alzando las manos para pedir silencio—. A decir verdad, muchos hombres buenos me han apoyado ya y, ¡desgraciadamente!, han muerto demasiados. Os aseguro que, de no ser por la lealtad de todos los nobles ingleses, no podríamos haber llevado al enemigo a esta situación desesperada. Estoy convencido de que la voluntad de continuar esta lucha está en Amílcar y, por lo tanto, una vez que haya muerto, la guerra terminará.

—Pero ¿y si os matan a vos? —gritó Cunomor, elevando la voz por encima del tumulto—. ¿Qué sucederá entonces?

—Si muero —replicó Arturo—, quedará en vuestras manos decidir qué ha de hacerse. La muerte de un hombre importa poco, comparada con la muerte y la destrucción que se ha padecido y con todo lo que sin duda seguirá.

—¡Vinimos a luchar por vos! —chilló Meurig—, no a quedarnos quietos y contemplar cómo lucháis solo.

—¡Luchamos por Arturo! —añadió Ogryvan—. ¡No él por nosotros!

Esto ocasionó un clamor que siguió durante algún tiempo. Cuando empezó a apagarse, otro gritó:

—¡Lord Arturo! —La voz era desconocida para muchos. Los nobles se volvieron y Aedd avanzó al frente—. El hombre que gane este combate obtendrá gloria eterna y su nombre se cantará en las salas de los reyes por los siglos de los siglos. Por lo tanto, aunque yo soy el más insignificante entre vuestros nobles, suplico el favor de serviros. Dejad que me enfrente a ese Amílcar el bárbaro en vuestro hogar. Gran rey, dejad que sea vuestro campeón en esta lucha.

Aedd, que Dios lo bendiga, hablaba muy en serio; de buena gana habría cambiado su vida por la de Arturo, pero el Supremo Monarca no podía permitirlo.

—Os lo agradezco, lord Aedd —respondió—, y no olvidaré vuestra oferta. Pero parece que Amílcar me considera un tirano como él mismo… por lo que cree que, si me derrota, la defensa de Inglaterra se derrumbará. Debemos animarlo en esta creencia. Mi vida debe ser el trofeo.

Los otros reyes no se sentían demasiado contentos con esta decisión. Pero, aunque muchos la discutieron, ninguno pudo sugerir un plan mejor y, de este modo, Arturo se salió finalmente con la suya.

—¡Bien! Está decidido —concluyó el Supremo Monarca—. Reunid a vuestros ejércitos. Iremos al encuentro de Amílcar ahora.