6

L

os guerreros yacían en el suelo allí donde se habían derrumbado. Agotados, demasiado cansados para moverse, yacían jadeantes, apenas más vivos que los muertos que habían dejado en la cañada. Algunos hombres estaban desplomados, examinando el alcance de sus lesiones como si éstas revelaran el origen del dolor del mundo. Mujeres y niños se apresuraban por entre los desperdigados guerreros con jarras de agua para ayudar a reanimar al derrotado ejército.

Ojos apagados contemplaban mi paso sin apenas reconocerme. No tne detuve, sino que me dirigí a la tienda de Arturo. El Oso de Inglaterra celebraba consejo con sus jefes en el exterior de la tienda.

—Nos ha ido muy mal hoy —anunció Arturo—. Fue tan sólo gracias a la intervención divina que pudimos escapar.

—Es cierto —admitió Cador—. Los vándalos estaban preparados para nosotros hoy…

—Más que preparados —comentó Bedwyr con amargura—; fue como si supieran cada movimiento que íbamos a hacer antes de que lo realizáramos.

Esto provocó un coro de asentimiento en los jefes allí reunidos.

—Sí —dijo Cai, tomando la palabra—, el jabalí se muestra por fin como un luchador. Cuanto más tierra adentro llegan, más feroces se vuelven. —Sacudiendo la cabeza cansino, finalizó—: No lo comprendo.

—Estamos perdiendo esta guerra —declaré, ocupando mi puesto ante ellos—. Y, si persistimos en esta dirección, por cierto que la perderemos, y también a toda Inglaterra.

Arturo aspiró con fuerza.

—Estamos cansados —anunció—, y todos tenemos deberes que atender en otras partes. Volveremos a hablar cuando nos hayamos ocupado de nuestros hombres y descansado un poco. —Los despidió entonces y, mientras se alejaban, dijo—: Ven a mi tienda, Myrddin. Hemos de hablar.

Tan pronto como estuvimos solos se revolvió furioso contra mí.

—¡No puedo creer que hablaras de ese modo enfrente de los hombres, Myrddin! ¿Es que intentas desanimarlos?

—Dije la verdad.

—Hablaste de fracaso y derrota. No encuentro que eso sea provechoso… en especial después de una batalla como la que hemos librado hoy.

—No fue una batalla —respondí—. Fue un desastre.

—¡Me tendieron una emboscada! —declaró—. Ese bárbaro solapado tenía un grupo apostado en el barranco. ¡Fue una trampa! Por el amor de Dios, hombre, fue una trampa. Se me anticiparon y me cogieron por sorpresa. Fue desafortunado…, un desastre, sí. Pero no veo qué bien hace revolcarse en ello.

—No digo esto para apenarte, mi rey. Lo digo para abrirte los ojos a la verdad.

—Pues sí que me apena Myrddin. ¡Me siento agraviado! Hablas de desastre y pérdida… como si yo no lo supiera ya. ¡Bien que lo sé! Soy el jefe guerrero, yo soy el culpable.

—No —repliqué—, si hay que repartir culpas, es a mí a quien que hay que culpar en gran medida. No te he servido como debiera. Te he fallado, Arturo.

—¿Tú? —inquirió sorprendido por esta injustificada admisión—. Siempre has estado a mi lado. Has sido sensato asesor y mi mejor consejero.

—No necesitabas otro consejero —repliqué tajante—. Necesitabas un bardo. Inglaterra necesitaba un bardo auténtico… y tuvo que soportar en su lugar a un ciego entrometido. Ésa es mi culpa y lo reconozco.

Arturo se pasó la mano por los sudorosos cabellos.

—No te comprendo, Myrddin. Fui yo quien condujo a hombres buenos a la más sencilla de las trampas. He perseguido a Twrch Trwyth todo el verano, debiera haberlo sabido. Debiera haberme dado cuenta al momento. Pero ¿por qué quedarnos aquí gimiendo por nuestras culpas?

¿Qué virtud hay en ello?

—Gran virtud si conduce a la salvación.

—Nuestra salvación está tan cerca como la próxima batalla —afirmó él—. La emboscada del Jabalí Negro me mantuvo apartado de la batalla durante demasiado tiempo, o habrías visto un final diferente en el combate de hoy. No volveré a cometer el mismo error, créeme. Y ahora que los nobles irlandeses no tardarán en reunirse con nosotros…

—No has escuchado ni una palabra de lo que he dicho —le espeté—. No se trata de una única batalla o incluso de una guerra. ¡Se trata del fracaso de una visión! ¿Somos hombres mejores simplemente porque tenemos mejores guerreros o mejores armas?

—Con los irlandeses aquí —sostuvo Arturo—, aún echaremos a los bárbaros de este país.

—Escúchame, gran rey: el reino agoniza. La peste y la guerra nos desangran. Si persistimos, moriremos.

—No está la cosa tan mal —objetó Arturo con poca convicción.

—¡Es el fin del mundo! —Arturo me dirigió una feroz mirada, ceñudo y enojado.

—Todavía conseguiremos expulsar al invasor. Es la verdad, te digo.

—Y todos esos muertos sobre el campo de batalla… ¿qué dicen?

—¡Ahh! No se puede hablar contigo.

Arturo dio media vuelta y se dejó caer sobre el sillón de campaña de Uther. Se llevó las manos al rostro y se lo frotó. Me coloqué a su lado.

—Debemos cambiar o de lo contrario moriremos con seguridad. Hemos de regresar por donde vinimos —declaré—. Piensa en esto —lo desafié—. Piensa largo y tendido, Arturo. Pues, hasta que empieces a comprender lo que te digo, Inglaterra está perdida.

La tienda resultaba asfixiantemente cerrada; no podía respirar. Abandoné al Supremo Monarca a sus pensamientos y me marché en busca de un lugar donde pudiera estar solo. Atravesé un campamento sumido en la melancolía de la derrota: silencioso, inmóvil, a la espera de que las sombras de la noche lo cubrieran y lo hicieran suyo.

Los guerreros, agotados y afligidos, permanecían sentados o echados ante hogueras consumidas, hablando en tonos apagados si es que hablaban. Los muchachos conducían los caballos a sus postes, y las mujeres trabajaban vendando heridas. Una especie de velo colgaba sobre el campamento, un letargo más profundo que la simple fatiga… como si todos comprendieran la futilidad del esfuerzo por sí solo para obtener un beneficio duradero.

Vi hombres que dormían, y supe que algunos de ellos no despertarían por la mañana. ¡Jesús, ten misericordia! Vi a varios de los nobles, las cabezas juntas, celebrando consejo; dejaron de hablar cuando me acerqué y me dedicaron miradas sombrías. Hice caso omiso de ellos y seguí mi camino.

Mis pies encontraron el sendero que conducía al arroyo; deambulando por entre los cuerpos adormilados de los que habían venido a beber y se habían desplomado allí, descendí a la orilla, crucé el cauce y continué adelante. El sendero empezó a ascender, subiendo por la ladera, y yo lo seguí; avancé por entre helechos punzantes y espinosas aulagas. Finalmente, me encontré en una hondonada llena de maleza, abierta en la ladera. Una roca plana cubierta de líquenes formaba una pared en la parte posterior, bordeada de matas de bayas de saúco y endrino; crecía un haya a cada lado de la hondonada, dejando la parte delantera abierta a una buena vista del campamento inglés situado abajo.

Me senté con las piernas cruzadas sobre la hierba entre ambos árboles y contemplé cómo el crepúsculo envolvía poco a poco la cañada en sus azules sombras. El cielo mantuvo una débil luz blanquecina durante un buen rato, hasta que por fin dio paso a la noche. Desde mi elevada posición observé y escuché mientras asistía al lento descenso del mundo al reino de la oscuridad.

El corazón se encogió en mi interior, pues me pareció que, a medida que la noche extendía su negra mano sobre la cañada, una gran pena se instalaba en mí. La muerte se había llevado a muchos hombres buenos en este día, su sacrificio olvidado casi. Como gran bardo era mi deber guiar a la gente en sus lamentaciones por los familiares caídos en la batalla. Sin embargo aquí estaba yo, sentado lejos de las preocupaciones de mis hermanos. Una vez más, aquí estaba Myrddin, en este día y siempre, un hombre aparte, soportando todas las cosas, tanto en el triunfo como en la tragedia, a solas.

«¡Debes regresar por donde viniste!». Así hablaba la verdad de mi visión, y así lo creía yo. Pero ¿cómo? Por Dios que no tenía ni idea de cómo podría llevarse a cabo tal cosa, ni por dónde podría yo empezar.

Permanecí sentado contemplando la cañada que poco a poco iba quedando sumida en la oscuridad. Absorto en mis pensamientos, no oí los pasos que se me acercaban por detrás. Cuando por fin los oí, me volví, suponiendo que Arturo había enviado a Rhys en mi busca… pero, nada más volver la cabeza, unos rostros desconocidos cayeron sobre mí surgiendo de la oscuridad y, antes de que pudiera mover una mano, ya me habían cogido.

Cuatro vándalos enormes, armados con gruesas lanzas, me rodeaban. No hice ningún movimiento para resistirme; eso, me convencí al momento, habría sido inútil. Así pues permanecí sentado e hice un esfuerzo por parecer tranquilo y sin miedo.

Era una insignificancia, pero los grandes acontecimientos a veces giran alrededor de tan modestas bisagras. Los vándalos, enfrentados a un enemigo desarmado que no se mostraba ni asustado ni en absoluto alterado, vacilaron. Esto me dio nuevos ánimos. Los contemplé impasible y alcé las manos en un gesto de bienvenida… como si los hubiera estado esperando.

—Os reconozco —dije, sabiendo perfectamente que no me comprenderían. De todos modos no era importante; simplemente quería ser el primero en hablar, con la esperanza de amilanarlos—. Guardad las armas y hablaremos como personas razonables.

Mi treta no funcionó. Uno de los vándalos alzó la lanza e hizo intención de clavármela. La estrecha hoja se cernió sobre mí, suspendida en el aire, pero un rápido grito surgido de las sombras detuvo la mano que iba a lanzarla. Una voz áspera rugió lo que parecía una orden, y el guerrero quedó totalmente inmóvil.

Aguardé con el corazón latiendo con violencia. La lanza seguía suspendida sobre mi cabeza; me encontraba a menos de dos dedos de la muerte.

Entonces, la voz volvió a hablar. En esta ocasión, ante mi total sorpresa, dijo:

—Quédate quieto. Corres un gran peligro.

Con estas palabras, una figura surgió de entre las sombras y fue a detenerse ante mí. Aunque de gran estatura y casi tan fornido como los que lo acompañaban, era más joven que cualquiera de los otros. Lo reconocí al instante como uno de los jabatos del Jabalí Negro: el joven caudillo al que llamaban Mercia.

—Soy muy consciente del peligro que corro —respondí con calma—. No debes tener miedo de mí, Mercia. Estoy desarmado.

Se sobresaltó al ver que utilizaba su nombre.

—¿Cómo es que me conoces?

Yo lo recordaba como uno de los que se habían referido a la juventud de Arturo en aquel primer encuentro.

—Hablas con soltura —le dije—. Hergest te ha enseñado bien.

—¿También sabes esto? —Me miró asombrado.

La verdad es que no podía ser de otro modo; pero no lo mencioné. En su lugar, me llevé la mano a la frente en un expresivo gesto y respondí:

—Soy un bardo; sé muchas cosas.

Entrecerró los ojos con expresión astuta.

—Entonces dime por qué he venido aquí.

Contesté sin vacilar.

—Has venido a espiar el campamento enemigo tal y como has hecho ya muchas noches. Amílcar depende de la información que le llevas para preparar la batalla. Es así como Amílcar consiguió derrotar a Arturo hoy.

—Hergest dijo que eras un hombre de gran sabiduría. —Tenía los ojos desorbitados por el asombro—. El sacerdote siempre dice la verdad… aunque lo perjudique. —Quedaba claro que esta gran estima por la verdad lo impresionaba.

—¿Quieres sentarte conmigo, Mercia? —dije, indicando un lugar en el suelo junto a mí—. Hay algo que me gustaría decirte.

—¿Me esperabas?

Dejé que así lo pensara.

—Hablemos. —No tenía ni idea de lo que iba a decirle. Mi único plan era ganar su confianza y encontrar alguna forma de persuadirlo de que me dejara marchar. Aun así, mientras él permanecía de pie ante mí, temblando de indecisión, un plan se formó en mi cabeza.

—Por favor —seguí sonriendo en lo que esperaba fuese una manera persuasiva y segura de sí—, tenemos poco tiempo; no tardarán en venir en mi busca.

Mercia hizo una señal a sus hombres, y les gruñó una breve orden a la que ellos respondieron alzando las lanzas y retrocediendo. Acto seguido, el vándalo se sentó en el suelo frente a mí con las piernas cruzadas y la lanza en el regazo. Nos contemplamos mutuamente en la mortecina luz.

—¿Qué tienes que decir? —preguntó al fin.

—Se me ocurre que Amílcar no tiene la confianza de todos sus caudillos —dije despacio, observándolo con atención para asegurarme de que comprendía lo que decía. Fue una tosca pero efectiva suposición; no he conocido jamás a un caudillo guerrero que disfrute de la completa y total confianza de todos sus jefes. Bien sabe Dios que incluso Arturo, que luchaba por la supervivencia de Inglaterra, tenía que combatir contra sus propios nobles.

Me estudió durante un buen rato, como si meditara una decisión. Finalmente respondió:

—Es cierto, ha habido muchas disputas desde que vinimos aquí. —Hizo una pausa. Yo asentí, comprendiendo perfectamente… e instando al joven a ahondar más en su confesión. Me complació continuando con tranquilo desafío—. Nuestro renombrado caudillo no goza del favor de todos.

—Creo que vuestro caudillo a menudo va en contra de aquellos que aconsejan prudencia… —sugerí, sin perder de vista el rostro de Mercia en busca de matices en su expresión que pudieran guiarme. Vi lo que esperaba ver y me lancé de cabeza, diciendo—: Tanto más cuando aquellos jefes guerreros no están demasiado bien considerados a causa de su juventud.

Los ojos del joven caudillo centellearon, y supe que había metido el dedo en la llaga.

—Es muy tozudo —concedió Mercia con cautela—. Una vez que ha puesto la mano en algo, no cede jamás… aunque fuera muchísimo más prudente hacerlo.

Su utilización de las palabras «muchísimo más» resultaba más que elocuente. Y empecé a discernir un finísimo destello de esperanza.

—Escúchame, Mercia —dije—. Estás más cerca de tus deseos de lo que crees. Confía y cree.

Me contempló con suspicacia, y temí haberlo presionado en exceso. Mercia lanzó una rápida mirada de soslayo a sus hombres, que nos vigilaban con atención, y les gruñó una orden en voz baja, pero ellos no se movieron ni respondieron. Volviéndose otra vez hacia mí, inquirió:

—¿Sabes realmente lo que pienso?

—Es como te he dicho. Sé muchísimas cosas.

—Jamás traicionaré a mi señor-declaró, y percibí cuál era su temor.

—Busco un arreglo honroso —le aseguré—. La traición no tendrá parte en ello, ni tampoco el engaño. —Lo retuve con la absoluta certidumbre de mi voz—. Pero exijo honor por honor; la lealtad debe recompensarse con lealtad. ¿Comprendes?

Asintió. No había nada de malicioso en su aceptación, pero quería una seguridad.

—Escúchame, Mercia, el honor que exijo tiene un alto precio. Se comprará con sangre.

—Lo comprendo —masculló impaciente. Volvió a mirar de reojo, y luego dijo—: ¿Qué debo hacer?

—Sólo esto. —Utilicé un tono siniestro, alzando la mano en un gesto autoritario—. Cuando llegue el momento de añadir tu voz a los que apoyen la paz, no debes permanecer callado.

No esperaba aquello. Observé cómo se esforzaba por descubrir algún significado oculto a mis palabras.

—¿No hay nada más?

—Es suficiente. En realidad, es más de lo que muchos hombres valientes se atreverían a hacer.

—Jamás se ha puesto en duda mi valentía —protestó, irguiéndose.

—Te creo.

—¿Cuándo sucederá esto?

—Pronto.

Se puso en pie con brusquedad, y se alzó ante mí, a la vez amenazador y cauteloso.

—Podría matarte ahora y nadie lo sabría.

—Sí; eso es cierto.

—Dijiste que debía confiar en ti; sin embargo, no ofreces ninguna prueba de confianza. —Su mano se cerró con fuerza alrededor de la lanza.

—Entonces acepta esto como una señal —respondí, alzándome despacio para colocarme frente a él—. No habrá ningún ataque contra vosotros mañana. Los ingleses permanecerán en el campamento, curando sus heridas. Di esto a Amílcar.

Giró sobre los talones y, tras lanzar una rápida orden a sus hombres, desapareció en la oscuridad. Los hombres permanecieron allí contemplándome, y realmente temí que Mercia hubiera ordenado mi muerte. Me quedé inmóvil… La resistencia era imposible, y la huida no serviría de nada. Las lanzas se alzaron hacia el cielo en un decisivo gesto, y, con un gran esfuerzo, me mantuve impasible.

En un instante, los guerreros habían desaparecido, tragados por la noche.

Agucé el oído por si los oía, pero no me llegó más que el apagado murmullo de voces procedente del campamento situado a mis pies. Al volverme vi que las hogueras ardían con fuerza igual que estrellas caídas al suelo, y la agradable sensación de alivio dio paso a una repentina aprensión.

Luz Omnipotente, ¿qué había hecho?