arinthus rugió una advertencia, y la nave se detuvo con una sacudida en el cieno de un banco de arena cercano. Aedd y Gwenhwyvar desembarcaron al momento, deslizándose con facilidad por encima de la barandilla para luego vadear el corto trecho hasta la orilla, a la espera de que atracaran los otros barcos y trajeran a los caballos. Los contemplé como si aún estuviera soñando, y luego me puse en movimiento para reunirme con ellos.
Cuando me acercaba a la barandilla, Llenlleawg se inclinó sobre el lugar donde yo había estado y recogió un objeto envuelto en tela.
—Emrys —me llamó—, os olvidáis aquí el arpa.
—¿Mi arpa? —Contemplé fijamente el bulto que sostenía. ¿Cómo había llegado eso aquí? Regresé a donde había estado y levanté la tela para dejar al descubierto el arpa que sabía perfectamente que había dejado en el campamento de Arturo.
«Debes regresar por donde viniste».
La comprensión me llegó de repente como una ráfaga de viento, y con ella vino la certeza. ¡Sí!
Levanté la cabeza y elevé la voz en una canción:
Soy un anciano,
soy eternamente joven.
Soy el auténtico Emrys, inmortal,
dotado por el Dador Supremo
con el don de la clarividencia.
Soy un bardo,
un caudillo del conocimiento;
yo no otorgo los secretos de mi arte
a criaturas ignorantes.
Soy un consejero prudente;
soy un juez honrado.
Soy monarca de un reino invisible.
Soy el servidor de la Luz Omnipotente;
aunque esté ciego, seguiré contemplando al Señor.
Que todos los santos y ángeles,
que todas las criaturas celestiales y terrenales
lo atestigüen:
cantor de palabras, cantor del mundo,
Myrddin ap Taliesin soy yo.
Llenlleawg me contempló sorprendido.
—Esto —le dije, levantando el arpa— es el corazón del Roble. En las manos de un auténtico bardo arde con sones que otorgan la vida, pero no se consume. Éste es el camino que debo seguir.
Mientras lo decía, golpeé el instrumento con la palma de la mano y las cuerdas emitieron un sonido parecido a un coro de voces. ¡Un sonido dulcísimo! Se me estremeció el corazón al escucharlo.
¡Que el Dador Supremo sea bueno contigo, Taliesin! ¡Ojalá disfrutes de la paz y la abundancia en la sala celestial del Supremo Monarca y eternamente entones sentidas canciones de alabanza al Señor de la Vida!
—¡Vamos! —grité—. Debemos darnos prisa. Arturo aguarda y yo he estado fuera demasiado tiempo.
—Pero ¡si no hace más que un día que zarpamos! —objetó Llenlleawg.
—No, amigo mío —repliqué—. Yo he estado fuera mucho, mucho más tiempo que ése. Pero he regresado ahora. ¡Reza, Llenlleawg! ¡Reza para que no llegue demasiado tarde!
Impaciente por partir, monté en mi caballo en cuanto llegó a la orilla.
—Esperad a los otros barcos y seguidnos cuando todos los hombres se hayan reunido —indiqué a Aedd—. Nosotros nos adelantaremos hasta el campamento inglés para decir a Arturo que prepare vuestra bienvenida.
Los tres —Llenlleawg, Gwenhwyvar y yo— cabalgamos tan rápido como pudimos, de día y de noche, sin detenernos más que para beber… para encontrarnos con el campamento casi desierto.
Un puñado escaso de guerreros se había quedado para proteger a sirvientes, mujeres y heridos.
—Partieron antes del amanecer —nos dijo uno de ellos—. Los vándalos se han reunido en Glen Arwe. Cinco grupos; casi toda la horda bárbara. —Alzó una mano para indicar la dirección; el esfuerzo le provocó una mueca de dolor, y observé que tenía el brazo hinchado y descolorido.
—¿Glen Arwe? —inquirió Llenlleawg.
—Sí… medio día a caballo en dirección norte —confirmó el guerrero herido—. Limitaos a seguir el ruido… No podéis equivocaron.
—Aedd y los nobles irlandeses nos siguen —le dijo Llenlleawg—. Envíalos tras nosotros en cuanto lleguen.
Con un chasquido de las riendas volvimos a ponernos en marcha. Cansados como estábamos fuimos tan deprisa como pudimos, sin encontrar a nadie en el camino. Pero, como el guerrero había prometido, escuchamos el fragor del combate mucho antes de llegar al lugar donde se desarrollaba el enfrentamiento. El sonido resonaba a lo largo del curso del río —voces ásperas que gritaban, el chasquido y tintineo de armas, el tronar de los cascos de los caballos y de los tambores vándalos— como si todos los ejércitos del mundo se hubieran reunido justo frente a nosotros. Llenlleawg se detuvo cuando penetramos en la cañada. Una capa de humo y polvo oscurecía el camino.
—Quiero ver cómo está la batalla —declaró Gwenhwyvar.
—Tendremos una mejor vista desde allí. —Llenlleawg indicó un lugar situado en la parte alta de la montaña que daba sobre la cañada.
Dimos la vuelta, vadeamos el río —ahora apenas un hilillo de agua deslizándose por la tierra húmeda— y ascendimos por la ladera hasta la cima. Cuando volvimos a detenernos, la cañada se encontraba a nuestros pies envuelta en polvo. Entonces, mientras nos esforzábamos por ver algo, la seca brisa empezó a soplar y las nubes se dispersaron para mostrar el campo de batalla: un espantoso torbellino confuso de hombres y caballos.
Los caballeros ingleses habían entrado en combate conlas fuerzas del Jabalí Negro, y habían conseguido dividir la hueste enemiga en tres enclaves. La táctica usual habría sido continuar hostigando cada división para ir dividiéndolas sus secciones más pequeñas. Sin embargo, en esta ocasión los vándalos resistían y se negaban a dividirse en más grupos.
—No sirve de nada —dijo Llenlleawg, meneando la cabeza despacio tras echar una mirada—. A menos que puedan empujar al enemigo, y pronto, lo mejor que puede hacer Arturo es llamar a retirada; no puede hacer nada.
Realmente parecía que el ataque había fracasado y, si bien aún no estaba en peligro de venirse abajo, parecía muy cerca de ello.
—No lo veo —dijo Gwenhwyvar, escudriñando la arremolinada masa de cuerpos—. ¿Lo veis?
Llenlleawg miró, mordiéndose el labio inferior.
—Es extraño —dijo por fin—. ¿Dónde está Arturo?
Clavé los ojos en aquel caos, buscando allí donde la batalla era más encarnizada la familiar imagen: el remolino centelleante de Caledvwlch y el temerario ataque directo que caracterizaba al impetuoso jefe guerrero de Inglaterra. Pero no pude encontrarlo.
Me embargó el miedo. Imaginaba el cuerpo de Arturo yaciendo destrozado sobre el suelo empapado en sangre, la vida escapándosele por una docena de heridas mientras la batalla rugía a su alrededor. Imaginaba su cabeza separada del cuerpo para adornar una lanza vándala. Lo imaginaba descuartizado…
—¡Allí!
—¿Arturo? ¿Dónde?
—No… no es Arturo. Es otra persona. —Llenlleawg entrecerró los ojos mientras se inclinaba más adelante en la silla. Extendió un dedo en dirección al torbellino de allí abajo—. Cai, me parece. ¡Sí… y tiene problemas! —El campeón irlandés sacó la lanza de su soporte detrás de la silla y se preparó para unirse al combate. Volviéndose a Gwenhwyvar, dijo—: Quedaos aquí… si Arturo está allá abajo, lo encontraré.
Su montura dio un salto adelante y Llenlleawg desapareció por encima del borde de la montaña. Cuando volví a verlo, había llegado a la cañada y corría por el suelo del valle en dirección al lugar donde un grupo de cymbrogi habían quedado rodeados y separados del grupo principal y se encontraban en inminente peligro de verse aplastados.
Contemplé cómo Llenlleawg se lanzaba a la batalla, haciendo huir al enemigo ante su impetuosa carga. Hay quienes, sin duda, pondrían en cuestión la capacidad de un solo guerrero para solucionar tan desesperada situación. Pero era él a quien yo habría escogido para salir en mi defensa, fueran cuales fueran las posibilidades. Y cualquiera inclinado a dudar que una espada más o menos pudiera servir de mucho, seguramente no ha visto jamás al campeón irlandés cuando se apodera de él el frenesí combativo. Puedo asegurar que ningún enemigo enfrentado al espectáculo de Llenlleawg cogido en el awen del combate mantenía su escepticismo por mucho tiempo.
Pero ¿dónde estaba Arturo?
Desmonté y me acerqué al borde del mirador para poder examinar mejor la masa en movimiento que teníamos a nuestros pies. El fragor del combate nos llegaba como el rugir de una tempestad marina; los hombres corrían, se arrojaban a la lucha como olas que chocan unas con otras. La mayoría de los nuestros iban montados, pero el número superior de vándalos y la estrechez de la cañada habían reducido cualquier ventaja que concedieran los caballos. Éste, quizás, era el motivo de que el ataque hubiera sido rechazado y estuviera ahora en peligro de desintegrarse por completo.
Mientras miraba fijamente la refriega, distinguí a Cai, al frente de sus hombres, la espada en continuo movimiento, que intentaba abrirse paso por entre la masa que tenía delante. Se esforzaba por reunir a sus hombres con el grupo más cercano, pero el enemigo obstruía el camino con tanta eficacia que en lugar de abrirse camino a través de él, apenas si podía impedir que lo empujaran más atrás.
Bedwyr, creo, conducía el grupo más cercano al de Cai, pero tenía muchos problemas para evitar que rodearan a los suyos. Cador —o puede que Cadwallo, no podía estar seguro— era impelido, paso a paso y muy a su pesar, lejos de los otros dos. De este modo, los vándalos, avanzando como si fueran una masa líquida por entre los cymbrogi a caballo, introduciéndose en los espacios vacíos para llenarlos, inundándolo todo, implacables en su avance, poco a poco iban cambiando el curso de la batalla.
¿Dónde estaba Arturo?
—¡Mirad! —chilló Gwenbwyvar a mi espalda—. ¡Cador tiene problemas! —Siguiendo el ejemplo dado por Llenlleawg, espoleó su montura al frente y se lanzó ladera abajo para unirse a la batalla. No había forma de detenerla y ni siquiera lo intenté.
Los vándalos utilizaban en su provecho la ventaja numérica y los apretados confines de la cañada para quitar fuerza al ataque de los ingleses, detenerlo y hacerlo retroceder. Ahora daba la impresión de que los jefes guerreros de Inglaterra tenían una desbandada entre las manos. Había que hacer algo y pronto, si se quería que los ingleses escaparan a una cruel derrota.
¿Dónde estaba Arturo?
Paseé la mirada de un extremo al otro de la llanura, pero no distinguí ni señal de él. ¿Dónde podía estar? ¿Y si había caído en combate? Deseché la idea al punto; si hubiera sido derribado ya habría visto alguna señal de ello. A decir verdad, el ataque inglés se habría desmoronado a su alrededor. No, me consolé, no lo veía porque no estaba allí.
Llenlleawg había llegado junto al cercado Cai y ocupaba su puesto en primera línea de combate. Su repentina y casi milagrosa aparición alentó en gran medida a los decaídos cymbrogi, que combatían ahora con renovada energía para librarse de su delicada situación.
Siguiendo el ejemplo de Llenlleawg consiguieron abrirse paso por entre la barrera enemiga que los separaba del grupo de Bedwyr, y no perdieron tiempo en unir las dos fuerzas. Tal táctica demostró tener un valor limitado, no obstante, pues, en cuanto los dos grupos se fusionaron, los bárbaros inundaron el hueco para rodearlos a los dos. Ahora, en lugar de dos grupos semirrodeados, había uno solo rodeado por completo.
¡Arturo! ¿Dónde estás? La batalla está perdida, y al Oso de Inglaterra no se lo ve por ninguna parte. ¿Qué le ha sucedido?
El Jabalí Negro, sin duda asombrado de encontrarse a menos de un tiro de lanza de una victoria segura, abandonó toda reserva. Vi el estandarte del jabalí agitándose con frenesí, y los tambores sonaron a mayor velocidad, retumbando como un trueno colérico e insistente. Al instante, la hueste de vándalos a pie se apelotonó para formar una masa compacta y cargó contra su adversario.
Gwenhwyvar había alcanzado la lucha y reunido sin tardanza todo un grupo de guerreros a su alrededor, pero, pese a sus esfuerzos, no conseguían abrirse paso y se veían reducidos a hostigar la retaguardia; lo que hacían con inmenso aunque ineficaz celo, mientras la batalla principal se desarrollaba en otra parte.
Al percatarse de su dilema, la caballería inglesa cerró filas y desafió el cerco. Bedwyr pareció comprender lo que sucedía e intentó contraatacar, cargando contra la barrera de enemigos, golpeando, empujando, abriendo camino a golpe de espada. Una cuña de jinetes se formó a su espalda en un intento desesperado de abrir una senda hasta los cymbrogi cercados.
Paso a paso, dejando un reguero de sangre a su espalda, fueron avanzando. Feroz la lucha, salvaje la resistencia; el enemigo cedía terreno a regañadientes y a un alto precio en vidas. Vi hombres que se tambaleaban bajo el peso de sus escudos y se esforzaban por defenderse de los golpes del enemigo con armas destrozadas. Vi a otros que eran arrancados de sus monturas en el mismo instante en que derribaban a sus adversarios; vi guerreros que caían bajo los cascos de los caballos, hombres repentinamente desprovistos de miembros que lanzaban terribles alaridos.
Bedwyr estaba ahora casi a punto de rescatar a los cercados cymbrogí. ¡Estaban tan cerca! Un empujón más, un ataque más y rompería la línea enemiga. Bedwyr también lo veía; se alzó en la silla, levantó la espada y exortó a sus guerreros a cumplir con su cometido.
Y los cymbrogi respondieron. Inclinaron las cabezas y se lanzaron al frente por encima de los cuerpos de los caídos. ¡Desgraciadamente! El enemigo también vio que la línea se doblaba hacia adentro como si fuera a quebrarse. Uno de los caudillos de Twrch Trwyth hizo acto de presencia y, con impresionante valentía, se arrojó contra la línea que se combaba. Entre saltos y giros, se enfrentó a Bedwyr golpe por golpe y lo detuvo. Los vacilantes vándalos se animaron al verlo y se reorganizaron tras su fogoso cabecilla.
Se alzaron con un grito y se abalanzaron como una violenta ola para aplastar a los ingleses.
Bedwyr fue rechazado. En tres segundos su valeroso esfuerzo se vio malogrado.
Contemplé toda aquella confusión como si lo hiciera a través de un caldero en ebullición. En todas partes era lo mismo. Los ingleses se veían rodeados y obligados a retroceder, a ceder el terreno duramente ganado… Era la derrota.
El humo y el polvo flotaban hacia lo alto, proyectando un sucio velo sobre el sol. Los gritos de hombres y caballos, el sonoro chasquido de la madera y el hueso, el agudo tañido del metal contra el metal ascendían hacia el blanquecino cielo. Mi mano se cerró con fuerza como si empuñara una espada, y sentí el tirón de la lucha en la sangre.
Regresando deprisa junto a mi caballo, monté y tomé la espada que pendía detrás de la silla. Quise desenvainarla, pero no conseguí sacarla de la funda; a pesar de que tiré con todas mis fuerzas, no conseguí liberarla.
Me quedé perplejo por un instante. Y entonces mis ojos se posaron en mi bastón de serbal, bien guardado bajo la silla. Soy el bardo de Inglaterra, me dije. ¿Para qué necesito una espada?
Sacando el bastón, sopesé el trozo de serbal y lo alcé sobre el campo de batalla, en el secular gesto de un bardo que anima a su gente en el combate. Y, mientras lo hacía, escuché las palabras de Taliesin durante mi visión: «Debes regresar por donde viniste».
Comprendí de inmediato: fue como el fogonazo de un relámpago caído del cielo. Sujeté el bastón con todas mis fuerzas —como si el significado de mi visión pudiera esquivarme si lo soltaba— y permanecí sentado sobre mi ruano lleno de repentina inspiración, la mente convertida en un torbellino. ¡Sí! ¡Sí! Éste…, éste era el camino que debía seguir. ¡No con la espada, sino con el serbal!
Desmonté y llevé el bastón al borde de la ladera y allí me arrodillé, con el bastón de serbal apretado contra mí como si fuera la salvación misma. Con los ojos clavados en la batalla, mi espíritu se revolvió en mi interior. Vi la muerte como un vapor gris que se adueñaba de la llanura, y un nauseabundo olor pútrido se elevó hasta mi nariz. Los vapores se entremezclaron con el hedor y se extendieron por toda la llanura y más allá, para envenenar toda Inglaterra. Eran la peste y la guerra combinadas con el temor y la ignorancia de hombres aterrorizados. Era la fetidez de la corrupción cerniéndose sobre el país.
Y entonces, resonando alto y fuerte, abriéndose paso como un mandoble por entre el tumulto, se oyó el estridente toque agudo del cuerno de caza de Rhys. Su llamada hendió el aire como una lanza arrojada en pleno centro del enemigo. El cuerno volvió a sonar: un insistente grito desgarrador, penetrante y enojado.
Tras la resonante llamada aparecieron Arturo y la Escuadrilla de Dragones, descendiendo como una exhalación por la ladera para lanzarse en medio del tumulto. Su aparición fue tan repentina, la carga tan veloz, que el Jabalí Negro no tuvo tiempo de ordenar a sus fuerzas que se enfrentaran a este nuevo ataque. La horda vándala, sorprendida por este inesperado acontecimiento, se disolvió ante el ataque de Arturo.
El ímpetu del ataque condujo a la Escuadrilla de Dragones casi al centro de las huestes enemigas y provocó que el enemigo se dispersara en todas direcciones. Cuando el Jabalí Negro recuperó el control de sus guerreros, Arturo ya había conseguido romper la línea enemiga por varios sitios. Los ingleses no tardaron ni un segundo en recuperar su libertad; en cuestión de minutos el aspecto esencial de la batalla varió, y la barrera vándala empezó a desmoronarse de forma totalmente desordenada.
Al ver cómo la ventaja se reducía ante sus mismos ojos, el enemigo se enfureció; entre gritos, alaridos y furia mal contenida, volvieron a lanzarse contra la caballería cymbrogi. Lucharon con desesperado valor, arrojándose al hueco abierto en un intento de detener al adversario con sus propios cuerpos.
Ni siquiera Arturo podía oponerse a tan desesperada determinación y, antes que arriesgarse a volver a quedar rodeado y atrapado sin remisión en una lucha que no podía ganar, escogió la huida y abandonó el campo de batalla.
De este modo, cuando la hueste vándala volvió al contraataque, se encontró con el Oso de Inglaterra en plena retirada. Más de un jefe guerrero, alentado por el efímero éxito de su inesperada aparición, habría malinterpretado el momento… y creído que su maniobra por sorpresa le había otorgado la victoria. Arturo era más listo. Así pues, antes de que el enemigo tuviera oportunidad de reagruparse, los cymbrogi se alejaban ya al galope.
El Supremo Monarca dio la espalda a una victoria incierta y escogió en su lugar la salvación de sus hombres, utilizando la momentánea ventaja obtenida por la sorpresa para asegurar un pasillo seguro por el que pudieran escapar. Fue, tal como digo, una circunstancia decretada por la necesidad. Que se cobró un alto precio.
Miré fijamente la ensangrentada cañada, horrorizado. Allí donde la lucha había sido más encarnizada, los cadáveres me impedían ver el suelo; yacían unos sobre otros, amontonados como madera talada. Se veían piernas y brazos desparramados aquí y allá; entrañas enroscadas como brillantes serpientes; también cabezas, esparcidas por entre los cuerpos, boquiabiertas y sin ojos. ¡Y la tierra, Dios del cielo! El suelo estaba teñido de un tono rojo negruzco por efecto de la sangre coagulada.
¡Qué inutilidad! ¡Qué desperdicio!
Mareado por la repugnante extravagancia de la muerte, sentí que mi estómago se revolvía. Di una boqueada, pero no conseguí contenerme y vomité bilis en el suelo a mis pies, para luego desplomarme sollozante por la humillación de haber presenciado —¡no, alentado, ayudado, promovido!— tal depravación. Lloré y maldije la ceguera de mi espíritu.
Luz Omnipotente, ¿cuánto tiempo debe el odio y el derramamiento de sangre imperar en este mundo?
Cerré los ojos y elevé la voz en un lamento fúnebre por los muertos de arribos bandos. Cuando terminé, comprobé que el último inglés había abandonado ya el campo de batalla. Los vándalos se habían retirado cañada arriba, y el terreno permanecía en calma y terriblemente silencioso.
El único movimiento era el de los cuervos carroñeros, que saltaba obscenamente de un cadáver a otro; el único sonido, sus chirriantes graznidos a medida que se reunían para el espantoso festín. Sentí la mácula de la muerte en mi alma y mi corazón. Atenazado por la vergüenza y la pena, las manos temblorosas, volví a montar en mi caballo e inicié el regreso al campamento.