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irigí la vista al otro extremo de la cima y descubrí a un hombre que se acercaba a mí a grandes zancadas: un hombre elegante y apuesto. Sus cabellos brillaban como lino centelleante, su capa era azul como el cielo nocturno y llena de estrellas; la túnica era blanca y los pantalones de suave cuero. Sostenía un grueso bastón de serbal en la mano derecha y llevaba un arpa colgada al hombro. En conjunto tenía todo el aspecto de un bardo poderoso: Penderwydd, campeón entre los bardos. Se me partió el corazón al verlo, pues comprendí que ya no había más como él en el mundo.

Luz Omnipotente, ¿dónde están los hombres poderosos y visionarios, cuyas palabras devuelven la vida y despiertan la bondad en el corazón más frío? ¿Dónde están los hombres que se atreven a realizar grandes cosas, cuyas hazañas son legendarias?

—¡Salve, Taliesin! —saludé, dejando de lado mi pena y corriendo a su encuentro.

Pareció no oírme, ya que siguió adelante como si fuera a pasar sin detenerse.

—¡Taliesin, espera! —grité. Se detuvo y se hizo a un lado, pero no me saludó.

—¿Te conozco, hombrecillo? —inquirió, y la pregunta me atravesó como una estocada.

—¿Conocerme? Pero si yo… Taliesin, soy tu hijo.

Me miró fijamente, examinándome de pies a cabeza.

—¿Eres tú, Myrddin? —preguntó por fin, con la bocatorcida en una mueca de desaprobación—. ¿Qué ha sido de ti, hijo mío?

—¿Por qué? —pregunté a mi vez con el corazón encogido—. ¿Tanto he cambiado?

—Te diré la verdad —respondió—. Si no hubieras dicho mi nombre no te habría reconocido.

Señaló el instrumento apoyado en el monolito.

—Ésa es el arpa de Hafgan. ¿Por qué está ahí?

Avergonzado por haberla dejado desatendida, recogí el arpa y la apoyé en mi hombro. Y, aunque la pulsé y rasgueé, no conseguí arrancar del instrumento más que una maraña de ruidos sin sentido. Abrí la boca para cantar y sólo conseguí producir un sonido estrangulado y sin entusiasmo.

—¡Deténte! —exclamó él—. Si no puedes tocar mejor que eso, arroja esa cosa el suelo. Es tan inútil como un palo podrido en tus manos.

Me condujo entonces a la punta más elevada de la colina y señaló el mar azul verdoso que se extendía a nuestros pies como una inmensa faja de ondulante seda. Me indicó que mirara y le dijera qué veía.

—Veo el reino del poderoso Manawyddan —respondí—, tan profundo como extenso, que divide las naciones insulares una de otra.

—¿Y qué es lo que ves ahí? —Indicó la larga extensión de playa a lo largo de la costa.

—Veo las olas, siempre en movimiento, espumeantes siervas del Señor de las aguas embravecidas.

Taliesin dejó caer la mano al costado.

—No son olas —dijo—. Vuelve a mirar, criatura ignorante, y mira con más atención esta vez. Dime lo que ves.

Seguí sin ver más que las olas, y sólo las olas, barriendo la playa. A Taliesin no lo satisfizo esta respuesta.

—¿Cómo es posible que mires y no veas? ¿Es que te ha abandonado el don de la clarividencia?

Alzó la mano a la altura del horizonte y extendió los dedos cuanto pudo.

—No son olas —repitió—. Son las naves de las gentes que huyen de su país. Los ingleses se van, Myrddin, con tal apresuramiento y en tal cantidad que revuelven las aguas.

Mientras pronunciaba estas palabras, las olas se convirtieron en barcos, las blancas crestas se transformaron en velas, y el ondulante movimiento en la estela que dejaban tras ellas cada una de las proas; y había cientos y cientos, y miles y miles de ellos, todos huyendo de las costas de Ynys Prydein en enormes oleadas migratorias.

—¿Adónde van? —inquirí, consciente de que presenciaba un desastre desconocido en la Isla de los Poderosos desde la época de su creación.

—Huyen a reinos muy inferiores al país que los vio nacer —respondió Taliesin entristecido—, donde llevarán vidas groseras bajo gobernantes indignos de ellos.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué abandonan sus tierras y su rey?

—Se van porque tienen miedo —explicó Taliesin con sencillez—. Están asustados porque su esperanza se ha frustrado y la luz que la alimentaba se ha apagado.

—Pero Arturo es su esperanza, y su vida es su luz —protesté—. Sin duda se equivocan al marcharse, ya que el Supremo Monarca sigue vivo en Inglaterra.

—Sí —convino Taliesin—; Arturo vive, pero ¿cómo pueden saberlo? No hay nadie que cante sus hazañas, nadie que lo sostenga con canciones, nadie para ensalzarlo con elogios altisonantes y de este modo encender el ánimo de los hombres. —Me miró con ojos acusadores—. ¿Dónde están los bardos que deben cantar el valor de Arturo y llenar de valentía el corazón de los hombres?

—Yo estoy aquí, padre.

—¿Tú? ¿Tú, Myrddin?

—Puesto que soy el gran bardo de Inglaterra —anuncié con orgullo—, es mi deber y mi derecho. Yo canto las alabanzas a Arturo.

—¿Cómo es eso? —exigió—. No sabes leer lo que está escrito en la piedra; no puedes extraer música del corazón del roble; no puedes beber de la copa de la pasión. Gran bardo de hormigas e insectos puede que sí lo seas, pero no eres un auténtico bardo de Inglaterra.

Sus palabras me dolieron. Incliné la cabeza con las mejillas ardiendo de vergüenza. Había dicho la verdad y no podía replicarle.

—Escúchame, hijo mío —dijo Taliesin. Y, oh, su voz era la salvaje fuerza del viento que sacudía la cima de la colina con su justificado desdén—. En un tiempo podrías haber dado forma al mundo con tu voz y los elementos te habrían obedecido. Pero ahora tu voz se ha debilitado por culpa de palabras indignas de un bardo. Has despilfarrado todo lo que se te había entregado, y se te dio mucho.

No podía seguir soportando su severa reprimenda.

—Por favor, padre —lloré, cayendo de rodillas—, ayúdame. Dime, ¿no hay nada que pueda hacer para que las olas den media vuelta?

—¿Quién puede hacer cambiar la marea? ¿Quién puede hacer regresar la flecha que ha sido disparada? —respondió Taliesin—. Ningún hombre puede volver a colocar la manzana en la rama una vez que ha caído. Aun así, a pesar de que la emigración no puede detenerse, todavía puede salvarse la Isla de los Poderosos.

Cobré ánimo ante estas palabras.

—Te lo ruego, señor, dime qué hay que hacer, y se hará —juré—. Aunque necesite hasta el último aliento y toda mi energía, lo haré.

—Myrddin, hijo amado —dijo Taliesin—, eso es la mínima parte de lo que costará. De todos modos, si quieres saber qué hay que hacer, esto te digo: debes regresar por donde viniste.

Antes de que pudiera preguntar qué quería decir, mi padre alzó las manos a la manera bárdica: una por encima de su cabeza, la otra a la altura de los hombros, ambas palmas hacia afuera; luego giró hacia al monolito, abrió la boca y empezó a cantar.

¡Oh!, el sonido de su voz me llenó de tal añoranza que temí desmayarme. Escuchar el sonido de aquella vigorosa voz mágica era conocer el poder de la Palabra Auténtica. Escuché e interiormente me estremecí al comprender lo que en una ocasión había tenido en mi mano, y de algún modo había dejado escapar.

Taliesin cantó. Elevó la cabeza y la canción surgió a borbotones; las cuerdas vocales se marcaban en su cuello y las manos se crispaban por el esfuerzo. Maravilla de maravillas; el monolito, aquel objeto frío y sin vida, empezó a cambiar; la delgada columna de piedra se redondeó e hinchó y fue estirándose, espesándose, creciendo. Tocones de extremidades aparecieron en la parte superior y se fueron alargando y dividiendo, para convertirse en ramas de muchas ramificaciones que se extendieron hacia afuera y hacia arriba hasta convertirse en la espléndida copa de un roble enorme. Brotaron luego las hojas en lustrosa profesión, de un verde oscuro y con el dorso plateado como las de un abedul.

El árbol desplegó las frondosas ramas sobre la cima de la colina en respuesta a la gloriosa canción de Taliesin, y mi corazón se hinchó hasta casi estallar ante el esplendor del árbol y del cántico que le había dado forma y vida; una canción sin igual en su melodía: extravagante, espontánea, entusiasta, pero también lo bastante atrevida para dejar sin respiración. Entonces, mientras permanecía allí inmóvil y maravillado, el árbol se encendió con brillantes llamaradas y empezó a arder. Rojas lenguas de fuego surgieron como flores danzarinas por entre las ramas. Temí la destrucción del hermoso árbol e hice intención de gritar asustado; pero, en el instante mismo de extender la mano hacia el fuego, me di cuenta de que las relucientes llamas habían partido en dos el árbol, dividiéndolo de arriba abajo: una mitad era de un rojo dorado reluciente, danzarín, llameante, que se recortaba en un azulado cielo nocturno; la otra seguía verde y llena de hojas a plena luz del día.

¡Mirad! En el tiempo entre los tiempos, el árbol ardía sin consumirse.

Taliesin dejó de cantar y se volvió hacia mí. Contemplándome con la escrutadora mirada del maestro que desafía al alumno díscolo, preguntó:

—Ahora dime: ¿qué ves?

—Veo un árbol vivo donde antes había una piedra —respondí—. Veo que este árbol está la mitad en llamas y la otra mitad verde y fresco. La mitad que arde no se consume, y de la mitad que resiste a las llamas brotan hojas plateadas.

Mi padre sonrió; percibí su aprobación, y el corazón me latió con fuerza.

—A lo mejor eres mi hijo después de todo —dijo con orgullo.

Alzando la mano hacia el árbol, separó los dedos y las llamas crecieron más aún, despidiendo chispas hacia el cielo nocturno que una vez allí se convertían en estrellas. Los pájaros acudieron en bandadas a la parte verde del árbol y se refugiaron en sus ramas. Pequeñas manzanas doradas aparecieron entre las hojas; las aves comieron las manzanas y recibieron de este modo alimento y nuevas fuerzas.

—Éste —indicó, volviéndose hacia mí— es el camino que debes seguir, hijo mío. Mira y recuerda. —Me sujetó con fuerza por los hombros—. Ahora, debes marcharte.

—Deja que me quede sólo un poco —supliqué—. ¡Hay tanto que querría preguntarte!

—Estoy siempre contigo, hijo —repuso con dulzura—. Cuídate, Myrddin, hasta que volvamos a encontrarnos.

Lo siguiente que supe fue que me encontraba solo en la cima de la colina ante el árbol medio vivo, medio en llamas. Permanecí allí durante un tiempo, no sé si largo o corto, intentando descifrar el significado de este enigma, repitiendo las palabras: «Éste es el camino que debes seguir». Pero no conseguía dar con la respuesta. Cambió el tiempo; una fuerte ráfaga de viento me azotó, fría y húmeda, y empezó a caer una fuerte lluvia que escocía allí donde tocaba mi piel, como si quisiera expulsarme del lugar.

Envolviéndome en mi capa, miré por encima del hombro por última vez. El solitario roble se había convertido en un bosquecillo y comprendí que tenía que entrar allí. Permanecí inmóvil unos segundos, vacilante, atemorizado. El camino de vuelta pasaba a través del bosquecillo; no había ningún otro. Comprendí… pero seguí sin decidirme.

Luz Omnipotente —dije por fin—, anda ante mí en este oscuro lugar. Sé mi Salvadora y mi Guía a través de todas las cosas, me suceda lo que me suceda. Y si lo tenéis a bien, Señor, ocupaos de que regrese sano y salvo. Me coloco bajo la protección de vuestra Veloz Mano Firme y os suplico que me rodeéis de los campeones celestiales. Aunque penetre en un pozo, dejad que os encuentre también allí; aunque ascienda hasta la luna y las estrellas, dejad que os encuentre también allí. A donde voy, voy con fe, sabiendo que, dondequiera que esté, también estaréis vos; yo en vos, y vos en mí. En la vida, en la muerte, en la otra vida, Luz Omnipotente, dame fuerzas. Te pertenezco.

Con estas palabras, penetré en la arboleda.

El sendero estaba silencioso, el ambiente resultaba cargado y recordaba a una tumba. Ningún amable rayo de luz iluminaba mi camino; era como si anduviera por el país de las sombras, vivo pero a la vez aislado del mundo de los vivos. Los árboles —los gruesos troncos retorcidos, ennegrecidos por la edad y marcados por los devoradores estragos del tiempo— parecían sólidas columnas que sostenían en lo alto un dosel tan verde y oscuro que formaba como un sudario por encima de mí. Caminé sin parar, pero ningún ojo contempló mi paso, ningún sonido de pisadas acompañó el movimiento de mis pies.

Había penetrado en un santuario, un lugar sagrado apartado del ancho mundo, un nemeton. Lo que es más, mientras avanzaba por entre los árboles sentí una extraña familiaridad. Con un escalofrío de reconocimiento, comprendí dónde me encontraba: Bryn Cellí Ddu, el bosquecillo sagrado de la Isla Sagrada. Hafgan, el querido y bendito Hafgan, me había hablado de él cuando yo era un niño.

Dentro de este lugar aislado, percibía los espíritus de la raza druida que flotaban aún en el espeso y oscuro silencio. Tan viejos que se perdían en la memoria de los tiempos, los árboles ya eran vetustos cuando Roma aún era un simple corral fangoso. Habían asistido al ascenso y decadencia de príncipes, reyes e imperios; habían contemplado el lento fluir de los años y visto cómo la rueda de la diosa Fortuna daba vueltas en su incesante girar. Estos árboles habían velado por la Isla de los Poderosos desde los primeros tiempos, cuando el rocío de la Creación estaba aún fresco en el suelo. Brutus de Troya, Alejandro, Cleopatra y el gran Constantino vinieron y desaparecieron bajo su constante e inquebrantable mirada. La Sabia Hermandad había celebrado sus reuniones bajo las retorcidas ramas, y muchos dormían ya en el suelo desnudo debajo de ellos.

Hafgan también me había hablado de aquel día terrible ocurrido tiempo atrás cuando las legiones de Roma atacaron el bosquecillo de la Isla Sagrada. Los bardos de Britania fueron derribados como árboles, acuchillados hasta morir por las espadas romanas al carecer de la protección de una armadura o de un arma. No obstante todo su genio, la mente militar romana no se dio cuenta de que era la arboleda, no la Sabia Hermandad, su auténtico enemigo. Si la hubieran quemado o desarraigado los árboles, habrían triunfado en aquel día, pues habrían acabado de raíz con la comunidad bárdica.

Realistas implacables, hombres de hábitos prácticos y fría lógica, los romanos jamás imaginaron que los árboles, el símbolo del druida, debían ser derrotados. Los astutos druidas sabían que la carne es débil, consume su vida, muere y desaparece; así pues sacrificaron lo perecedero a lo imperecedero. Los que morían servían a los inmortales y de este modo obtenían la eternidad. Los tercos generales romanos, mientras contemplaban inmutables la matanza, jamás imaginaron que era su propia ruina lo que presenciaban; pues cada gota de sangre druida aseguraba una futura victoria y la muerte de cada druida un triunfo.

Los romanos ya no están ahora, pero la Sabia Hermandad sigue viva. Muchos, muchísimos, han comprendido que el final de la búsqueda de la Verdad llegó con la muerte de Cristo en la cruz. Los Hombres Sabios del Roble se han convertido en la Hermandad de Cristo. El poder de la arboleda sagrada es ahora el origen de la santa Iglesia. La Luz Omnipotente se mueve a su gusto. ¡Que así sea!

Al cabo de un rato, mis pasos me condujeron hasta el montículo que sabía encontraría en el corazón del bosquecillo: una redondeada construcción de piedra cubierta de tierra y vegetación, la entrada apenas visible en la penumbra. Se trataba de una tumba, tanto real como simbólica, ya que como todo el mundo sabe los símbolos reales son los más poderosos. Real, porque verdaderamente había gentes enterradas en su interior. Pero también simbólica; porque, entre los huesos de los ilustres difuntos de tiempos pasados, el que busca puede tenderse en una muerte figurada para que sus huesos entren en comunicación con los restos deshechos por los años de sus progenitores.

Ahora era mi turno; yo era quien buscaba ahora. Acercándome a la entrada del montículo, elevé el rostro al cielo pero no pude ver nada a través del espeso techo de ramas entrelazadas excepto un apagado resplandor dorado. Los troncos de los gigantescos tejos aparecían negros bajo el sobrenatural fulgor. Era el tiempo entre tiempos, y ya sentía los pies sobre el sendero. Alzando las manos a cada lado de mi cabeza, grité mi súplica:

A través de cañadas, a través de bosques,

a través de valles largos y desiertos,

santo Jesús, sed mi sostén.

¡Cristo triunfante, sed mi escudo!

Gran Señor de la Misericordia, sed mi paz;

en todo desfiladero, en toda colina,

en todo arroyo, cabo, cordillera y páramo;

cada día al dormir, cada día al despertar,

tanto si es en este mundo como en otro.

Así envalentonado, incliné la cabeza y penetré en el túmulo. Una vez en el interior, pude incorporarme; lo hice y me adentré más en él, pasando junto a aposentos de piedra situados a ambos lados. Llegué ante otro umbral, lo crucé, y seguí adelante. Más aposentos, algunos de los cuales conservaban aún los huesos de los viejos difuntos. Llegué a un tercer umbral y, tras atravesarlo, penetré en otro aposento, redondo como un vientre y casi a oscuras. Mi sombra se hizo pedazos y bailoteó por las paredes que me rodeaban, alimentada por una extraña luz parpadeante que brillaba a mi espalda.

Las paredes de esta cámara habían sido encaladas en blanco y pintadas con dibujos en azul: la espiral y el disco solar, el Mor Cylch y el cuerno de Cernunnos. Pero la pintura blanca se había desconchado y el color azul apenas era una mancha en la roca. Había huesos amontonados pulcramente contra una pared: cráneos redondos y blancos como piedras de río, finas costillas curvas, brazos y piernas.

Me hizo pensar en la temporalidad de todas las cosas mortales, y en lo infinito de la eternidad. Reflexioné sobre el Águila del Tiempo que afila su pico en la montaña de granito que es este mundo nuestro: cuando la pétrea montaña quede reducida a un único grano de arena, el águila levantará el vuelo en dirección a la aguilera de donde salió.

Medité sobre estas cosas mientras me inclinaba y extendía la mano hacia una delgada tibia. De improviso el suelo cedió bajo mis pies… como si de repente se hubiera abierto un pozo debajo de mí. La habitación en que me encontraba era hueca y el suelo, debilitado por los años, no pudo soportar mi peso. Caí a plomo en la oscuridad de Annwn; el reino del Mundo Subterráneo me había tragado y hecho suyo.

Me hundí en el abismo girando como una peonza.

La oscuridad, más negra que el frío abrazo de la muerte, me engulló. El mundo de la luz y la vida desapareció en algún punto allá en lo alto, extinguido como una vela de junco en una ventisca. Deseché toda esperanza y me aferré a mis defectuosos sentidos como alguien que se encuentra súbitamente en medio de una tormenta.

Caí dando volteretas, girando, bajando cada vez más y más mientras dejaba atrás rocas, arroyos, estanques y ríos subterráneos. Allá en el fondo, oí el fragor del agua al chocar contra la roca en una inmensa catarata invisible. Sin dejar de caer a toda velocidad y en línea recta, choqué contra el agua e hice un esfuerzo por nadar, por salir a flote, pero mis ropas eran muy pesadas y mis piernas ya no podían más. Me sumergí bajo la superficie y me hundí irremisiblemente en mi fría tumba acuática.

Rígido como la piedra, mi cuerpo se vio atrapado y arrastrado por veloces corrientes. Volé sobre puntiagudas agujas y enormes grietas que se abrían a una noche interminable, sobre un paisaje tan yermo como desolado. Fui a parar muy por debajo de las raíces del mundo, descendí más que cualquier ballena, planeé por lo más profundo del reino de Afancen un lento vuelo ondulante.

Durante eones de eras terrestres, seguí existiendo en mi elemental vagabundeo: sin respiración, sin visión, sin sentidos, un espíritu puro transportado por la lenta circulación del océano invisible de Annwn. Despojado de toda voluntad, iba a donde las corrientes me conducían. Me convertí en algo ligero y tenue como un simple pensamiento, poseedor tan sólo de la inevitable libertad de ese pensamiento.

De este modo fue Myrddin Emrys transformado y destruido: me convertí en nada…, en menos que nada. Mi viaje no dejaba huellas, nadie lo sabía ni lo contemplaba excepto Dios. Exterior e interiormente, vagando sobre accidentados paisajes del Mundo Subterráneo y de mi propio espíritu estéril: ambas cosas eran una sola y lo mismo para mí; la oscuridad del pozo era mi oscuridad interior, su vacío el mío. Yo era una ondulación en la cresta de una secreta ola. Era una efímera perturbación en las invisibles profundidades.

No era nada.

El silencio de la tumba acabó por engullirme; una inquietud asfixiante, sofocante, sólida como el granito e igual de pesada. Grité mi nombre en voz alta a modo de desafío, pero mi voz no pudo atravesar aquella densa opresión y la palabra cayó a mis pies como si fuera un pájaro, muerto, desde las alturas. Sentía la solidez de aquel lastre de silencio sobre la piel, como si estuviera inmerso en un océano de brea ardiendo.

Vagué no sé hasta dónde, deslizándome con sumo cuidado sobre un accidentado suelo de piedra inclinado, para descender con cada paso, más y más al interior de la inmensa y ávida oscuridad.

De vez en cuando, pasaba junto a una fisura en la que vislumbraba el tenue destello de llamas espeluznantes que chisporroteaban hacia lo alto desde el interior de una profunda celda interior. En una de tales grietas sentí la ardiente ráfaga de un chorro de aire a presión… como el regüeldo llameante de la garganta de un dragón. La bocanada de aire caliente me envolvió con un sonoro siseo, provocando que los ojos me escocieran y un acre hedor sulfuroso inundara mi nariz.

Se me llenaron los ojos de lágrimas; mi nariz goteaba y respiraba con jadeos entrecortados. Tosiendo, medio asfixiado, seguí adelante a trompicones, doblado por los estertores de mis pulmones y el dolor de mis ojos, cada paso un grito de desafío. Poco a poco percibí la presencia de alguien más en la galería, alguien que andaba un poco por delante de mí, según me pareció. Digo que me di cuenta de esta presencia, porque creo que la desconocida me había acompañado desde el primer paso, pero yo había estado demasiado absorto en mi aflicción para advertir su presencia.

Sí, supe, como se sabe en un sueño, que una presencia femenina me precedía, conduciéndome por el pasillo negro como la muerte, haciendo que sus pasos y los míos se acoplaran: deteniéndose cuando yo me detenía, avanzando cuando yo lo hacía.

En una ocasión di un traspié y caí al suelo a cuatro patas. Oí cómo las pisadas seguían adelante y grité: ¡espera!, temeroso de volver a quedar solo.

Mi voz chocó contra la superficie rocosa como si se tratara del dorso de una mano, pero los pasos que sonaban por delante de mí: se detuvieron y luego dieron media vuelta para encaminarse hacia donde yo me encontraba. Escuché cómo las suaves pisadas regresaban… cada vez más próximas hasta que la mujer se detuvo justo frente a mí. Aunque no podía verla, supe que estaba allí.

—Por favor —dije—, espera un poco. No me dejes aquí solo.

No esperaba respuesta de mi fantasmal compañera. No obstante, mi súplica obtuvo respuesta.

—Entonces ponte en pie, Merlín —ordenó la mujer con voz severa—. No te abandonaré.

Aquella voz… ¡yo la conocía!

—¡Ganieda! ¿Eres tú?

Los pasos empezaron a alejarse.

—¡Espera! ¡Por favor, espera! —grité, incorporándome con dificultad—. ¡No me abandones, Ganieda!

—No te he abandonado jamás, mi amor —respondió ella, y la voz resonó desde algún lugar más adelante—. Y jamás te abandonaré; pero debes darte prisa.

Me erguí y avancé tambaleante, desesperado ahora. ¡Tenía que alcanzarla! Seguí adelante a trompicones; mis manos, brazos y codos chocaban de vez en cuando con los salientes de las paredes de roca… Pero, por muy rápido que fuera, ella siempre quedaba unos pasos por delante; no conseguía acercarme ni medio paso más a mi adorada guía.

Corrí y perdí el aliento en la persecución. El pecho me dolía por el esfuerzo, pero no aminoré el paso. Justo cuando creía que iba a desmayarme, sentí en el rostro una ráfaga de aire fresco y frío y distinguí un cierto aclaramiento en la oscuridad que tenía delante, un tenue pero inconfundible clarear de la intensa negrura en la que me movía.

Un apagado manto gris parecido a una falsa aurora flotaba sobre la habitación en la que penetré con un traspié. A menos de doce pasos de distancia se encontraba la adorada Ganieda. Aparecía tal y como había estado el día de nuestra boda: vestida con un elegante manto de lino blanco con una campanilla dorada en todas y cada una de las borlas del dobladillo, los negros cabellos cepillados hasta hacerlos relucir y trenzados con hilos de plata, y en la hermosa frente una corona de flores primaverales. Doblada sobre un hombro, llevaba una capa a cuadros de color púrpura imperial y brillante azul cielo propia de las tribus del norte, los pliegues sujetos con un espléndido broche de oro; brazaletes y aros de oro adornaban las delgadas muñecas y brazos, y sandalias de cuero blanco cubrían sus pies.

Todo esto lo contemplé con facilidad, ya que una luz emanaba de ella, tenue y difusa, pero nítida… como si sus ropas resplandecieran con un fuego fatuo. Me contempló fijamente, el rostro a la vez serio y dulce, las manos cruzadas ante ella.

—Ganieda, eres… —empecé, acercándome.

Extendió una mano para detenerme.

—¡No te acerques más! —dijo con brusquedad; luego añadió en tono más cariñoso—: No está permitido, amor de mis amores.

—Entonces, ¿por qué has venido? Si no es para que estemos juntos…

—No me atormentes, amado mío —respondió, y, ¡ah!, creí que se me partía el corazón—. Estaremos juntos, te lo prometo; pero no aún, mi vida, no aún. Tienes que aguantar un poco más. ¿Estás dispuesto?

—Lo estoy… si al seguir adelante me aseguro la promesa que me has hecho.

—En ese caso escúchame, esposo mío. Créeme cuando te digo que Inglaterra será sometida por la espada del invasor. Por culpa de la rapiña y el asesinato el país se perderá y la gente será destruida. Morirán los reyes sin que nadie los llore, se enterrará a los príncipes sin que nadie les preste atención y los guerreros maldecirán el día en que nacieron. Los altares sagrados de Prydein serán bautizados con la sangre de sus santos y las llamas destruirán todo lo que toquen a su paso.

—Esto me resulta mucho más amargo que mi propia muerte —repuse en tono lúgubre—. Éstas no son palabras para tranquilizar un corazón desfallecido.

—Mi amor —dijo ella en un tono de inmensa compasión—, tú por encima de todos los hombres debes saber que allí donde amenaza un gran peligro aguarda la esperanza. La fe siempre alza su tienda a la sombra del pesar. —Ganieda sonrió, meneando la cabeza despacio—. ¿Es la oscuridad más poderosa que la luz? ¿No es acaso el bien más frágil más poderoso con mucho que el mal más eminente?

Extendió las manos y vi, a su alrededor, figuras de guerreros; docenas de guerreros, cientos de ellos, y cada uno vestido para la batalla: el escudo sobre el hombro, las poderosas manos empuñando la espada y la lanza. Yacían inmóviles, con los ojos cerrados.

—Dime, Ganieda, ¿están muertos o duermen?

—Viven. Mientras los hombres amen el valor y el honor seguirán vivos.

—Entonces ¿por qué duermen?

—Aguardan la llamada del cuerno de guerra —explicó.

—Dime sólo dónde está y lo haré sonar —respondí—. Inglaterra necesita a tales hombres.

—Sí —asintió al punto—, y siempre los necesitará. Pero a éstos… —describió un círculo con la mano— aún no les ha llegado el momento. No temas, cuando llegue lo sabrás.

—¿Y he de presenciar toda esta tribulación?

Ganieda volvió sus ojos entristecidos hacia mí.

—Sí, corazón de mi corazón, vivirás. Ya que eres tú el único que puede convocar a los guerreros para que realicen su inmensa tarea. Y eres tú quien debe conducirlos. —Hizo una pausa, dejando que su mirada paseara por las figuras de los guerreros tendidos a su alrededor—. Te muestro esto para que sepas sin el menor asomo de duda que no irás solo en ese día malhadado. Tus compañeros de armas irán contigo, Merlín. Sólo esperan tu llamada.

Volví a contemplar a los guerreros, y vi entre ellos rostros que conocía: Cai estaba allí, sí, y Bedwyr, y Gwenhwyvar, Llenlleawg y Gwalcmai, Gwalchavad, Bors y Ban y Cador, Meurig y Aedd. Había otros también, los valientes difuntos de batallas anteriores: Pelleas, Custennin, Gwendolau, Baram, Elphin y Gwyddno Garanhir, Maelwys, Pendaran Gleddyvrudd; hombres decididos que no se amilanaban ante nada, todos ellos héroes valientes.

—No soy yo la persona indicada para conducir a tales guerreros —vacilé—. Aunque de buen grado lucharía al lado del mejor de ellos, no soy yo quien debe llamarlos. Sin duda podrá hallarse un monarca digno que pueda conducirlos.

—Si es ése tu deseo —repuso ella, y se hizo a un lado. Y vi detrás de ella a otro guerrero, una figura señorial, una figura que conocía bien.

—Arturo… —exclamé con voz ahogada—. Di que no está muerto.

—Ya te lo he dicho —respondió Ganieda.

—Mientras los hombres amen el valor… ya sé. —La desesperación hizo que mi voz sonara tensa—. Por favor, dilo de todos modos.

—Vive —afirmó categórica—; pero él, como todos los otros, aguarda tu llamada. Y conducirá a los ejércitos de Inglaterra en la batalla que se avecina. Utilízalos bien, mi amor. Son los últimos y, cuando hayan desaparecido, el mundo no volverá a conocer hombres semejantes.

Se dio la vuelta y empezó a alejarse a buen paso.

—Ahora ven conmigo —llamó—, hay más cosas que quiero mostrarte. Pero debemos darnos prisa, porque mi tiempo casi se ha terminado.

Tras dedicar una última mirada a los guerreros dormidos, corrí tras Ganieda y no tardé en encontrarme en otra galería; ésta de roca sin tallar, un túnel natural. Tras varios cientos de pasos, penetramos en una accidentada caverna, en cuyo centro pude distinguir el apagado centelleo del agua; afilados dientes de piedra dejaban caer agua, gota a gota, en el interior del negro estanque.

Ganieda se encontraba junto al borde del estanque.

—Colócate a mi lado, Merlín —dijo, indicándome que me acercara—. Contempla el agua.

—Un cuenco de predicciones —observé, pensando que el estanque estaba lleno con la negra agua de roble de la tradición druídica.

—Es el Cuenco de las Predicciones de Annwn —confirmó ella. Su voz estaba llena de temor—. Mira a su interior, y dime lo que ves.

Miré y vi el apagado espejo de la superficie del agua, agitado por el continuo goteo lento procedente de las agujas de roca situadas en lo alto. Pero bajo las ondulaciones vislumbré a una mujer joven.

—Es una doncella —dije.

La doncella se volvió como si me contemplara desde el estanque. Pero no, no podía verme, porque volvió a darse la vuelta y empezó a andar. De improviso pude distinguir todo lo que la rodeaba e incluso más allá.

—Avanza por un bosque —continué—. Es un bosque muy antiguo y el sendero es estrecho, pero ella lo conoce bien. La muchacha va deprisa, pero no porque tenga miedo; no tiene miedo; no tiene miedo porque sabe adónde va. Ah, eso es, ha penetrado en un prado que hay en el bosque…

Seguí observando, fascinado por esta virgen del bosque que acababa de entrar en el prado en el que había un estanque alimentado por un arroyo de limpias aguas. La muchacha se acercó al estanque, extendiendo las manos. Dos hombres aparecieron entonces de entre los árboles; por su expresión y comportamiento comprendí que estaban sedientos. En cuanto vieron el agua se precipitaron al estanque.

El primer hombre cayó de rodillas junto al arroyo, hundió la mano y bebió, pero el agua se tornó venenosa en su boca y murió, agarrándose la garganta. El segundo hombre se acercó a la virgen del bosque y la consultó, ante lo cual ella sacó una copa y se la ofreció.

Tomando el recipiente entre las manos, el hombre llenó la copa en el arroyo. Bebió de ella y se restableció; se marchó de allí regocijándose de la sabiduría de la doncella.

La imagen cambió y vi otra vez a la doncella, pero más crecida: se encontraba con un pie sobre el gigantesco Yr Widdfa y el otro en las orillas de Mor Hafren; su cabeza tocaba el cielo y las estrellas brillaban en sus trenzas. En una mano sostenía un bosque, y en la otra la copa, la copa maravillosa. Y, a medida que andaba por el país, los espíritus de los antiguos britanos despertaban. Y la Isla de los Poderosos volvía a florecer.

Ganieda me apartó del estanque. Penetramos más en el interior de la cueva descendiendo siempre, de modo que cada vez nos adentrábamos más en el centro de la tierra. A través de grietas y hendiduras a ambos lados, distinguí el rojo resplandor de la roca fundida que se elevaba desde las profundidades. Bajo la tenue luz contemplé criaturas extrañas convertidas en piedra: monstruos de temible musculatura con caparazones óseos y zarpas del tamaño de guadañas, con sus extraños y pesados cuerpos atrapados en posturas de ataque o defensa; reptiles amenazadores, de repugnantes cabezas planas llenas de púas. Los contemplé con atemorizada fascinación, y me pregunté qué espantoso motivo habría dado pie a su creación.

Continuamos descendiendo más y más, hasta dejar atrás las vetas de oro que salpicaban las paredes de mi palacio subterráneo, centelleantes bajo las llamas de los fuegos del subsuelo. Mis ojos pudieron contemplar salas de cristal y piedras preciosas. Sin girar ni a derecha ni a izquierda, mi amada Ganieda me condujo a través de las interminables salas de Annwn hasta que por fin llegamos a una repisa de roca, donde se detuvo.

El lugar resultó ser una orilla de piedra bordeada por un inconmensurable mar subterráneo que pude contemplar gracias a hirvientes manchas de aceite ardiendo que flotaban sobre la superficie de este océano del Mundo Subterráneo. Permanecimos uno junto al otro contemplando el temible piélago, donde jamás soplaba el viento, ni se movían las aguas, ni fluían las mareas. Era una enorme y negra tumba acuática bajo un cielo de piedra, un firmamento de color acerado, sólido, inmutable, inviolable.

—Debo dejarte ahora, Merlín, amor mío —anunció ella, volviéndose hacia mí, los ojos llenos de pena por tener que separarnos—. A donde tú vas yo no puedo regresar, y a donde yo voy tú no puedes entrar.

—No, Ganieda…, todavía no. —Intenté cogerla, pero se apartó.

—Aun así —repuso mi dulce amor—, debemos separarnos. No hay nada más que pueda hacer. Si has de seguir vivo, debes regresar por donde viniste.

Retrocedió dos pasos, posó las puntas de los dedos sobre sus labios, las besó y alzó la delgada mano hacia mí.

—Adiós, mi amor. Recuerda que vendré a buscarte algún día.

—¡Por favor, Gameda! —grité, mientras la pena se apoderaba de mí como una oleada interior—. ¡No me abandones! ¡Por favor!

—Que el Señor te acompañe siempre, Merlín.

Dicho esto desapareció, dejándome allí solo en el saliente de piedra que daba sobre el mar subterráneo. Pero no por mucho tiempo, pues empecé a correr hacia el lugar donde había visto por última vez a Ganieda. Mi pie resbaló con un pedazo de roca suelta y, al caer, mi rodilla golpeó contra el suelo de piedra con un tremendo chasquido.

Cerré los ojos con fuerza por culpa del dolor y, cuando los abrí otra vez, la oscuridad había desaparecido. El luminoso cielo también se había esfumado, y me encontraba una vez más en la sólida proa de una nave.