3

D

esperté a la mañana siguiente en medio de un mal acallado alboroto en el exterior de la cabaña donde dormía. Me incorporé en el lecho. El sol había salido, pero no hacía mucho; la luz era débil, el aire inmóvil, aunque tintineaba con el sonido que me había despertado: el cascabeleo de los arreos de un caballo.

Al cabo de un instante volvió a escucharse el sonido, pero no era el de un único caballo. Entretanto, el golpeteo de pies desnudos dio paso a un rumor de voces agitadas. Aparté a un lado la manta de piel de cordero, me alcé del jergón y empecé a vestirme a toda prisa. Agarrando mi bastón, salí fuera.

Nada más abandonar la cabaña vi los primeros caballos que llegaban y supe al momento lo que Aedd había hecho. Sin decirnos ni darnos a entender nada, el astuto rey había enviado mensajeros a cada uno de los otros señores del sur y éstos habían reunido inmediatamente sus ejércitos y cabalgado toda la noche para poder llegar al amanecer. Era su forma de agasajar a sus huéspedes.

—Bendito sea —dijo Llenlleawg cuando vio a los guerreros del patio—. He aquí a un noble celta.

Como un soberano de otras épocas, Aedd se había ocupado de las necesidades de sus huéspedes con elegante y modesta generosidad. Era una virtud que aún se ensalzaba en las canciones pero que raras veces se encontraba en la vida real, por lo que no era extraño que se la creyera desaparecida por completo de este mundo. Pero he aquí un hombre, un rey en algo más que el nombre, que se mantenía fiel a las viejas tradiciones. Esta nobleza lo elevó y ensalzó a nuestros ojos, y en la estima de todos los que oirían hablar de ello en el futuro.

Habían venido los tres señores del sur: Laigin, Diarmait e Illan; con todas sus tropas, que superaban los doscientos hombres, y todos a caballo. En la fortaleza de Aedd no había sitio para todos, y la mayoría esperaban al otro lado del foso. Gwenhwyvar, a quien también había despertado el ruido, hizo su aparición y corrió hasta donde nos encontrábamos Llenlleawg y yo contemplando cómo Aedd daba órdenes a los guerreros.

Al ver que habíamos descubierto su sorpresa, Aedd se reunió con nosotros.

—¿Les habéis dicho que Arturo los necesita? —inquirió Gwenhwyvar.

—¿Y rebajar a ese gran rey? —replicó Aedd, regañándola con dulzura—. Jamás diría algo así.

Gwenhwyvar contempló el abarrotado patio y se admiró.

—Pero debéis haber revelado algo de la urgencia de nuestro apuro para traerlos a tal velocidad.

—Señora… —Aedd sonrió de oreja a oreja—, me he limitado a decirles que Arturo deseaba aumentar su alegría con el placer de su compañía en sus diversas aventuras. Puede que haya mencionado alguna remota posibilidad de lucha. Lo cierto es que se pelearon entre ellos para acudir los primeros a la llamada.

—Mi señor y yo os damos las gracias —dijo la reina—. Espero que vuestra amabilidad sea recompensada con largueza.

Aedd inclinó la cabeza; luego, con un veloz movimiento, le cogió la mano y la besó. Gwenhwyvar se sonrojó turbada.

—Ésta es mi recompensa —declaró él—. No deseo otra cosa. En cuanto a éstos… —alzó la mano en dirección a los nobles y guerreros allí reunidos—, la oportunidad de combatir junto a Arturo y darle ánimos con su valor irlandés es todo lo que piden.

Uno de los nobles, que se acercaba justo entonces —Illan, creo que era— escuchó el comentario.

—Arturo ha demostrado debidamente su rectitud —manifestó—. Ahora nosotros debemos demostrar la nuestra, o considerarnos para siempre gentes con las que no vale la pena contar.

De nuevo volví a percibir el eco de un sentimiento más antiguo en sus palabras. Llenlleawg lo había reconocido y le había dado un nombre, y tenía razón. Aquí en esta Isla Esmeralda, las antiguas costumbres aún persistían. Los irlandeses, no obstante todos sus defectos, aún se mantenían fieles a los ideales de sus antepasados y se aferraban a las creencias de una época anterior… en la que los reyes eran algo más que perros ansiosos de poder siempre atacándose unos a otros y asesinando a los miembros más débiles de la jauría.

Claro que había reyes irlandeses tan codiciosos como cualquiera. Pero reconfortaba ver que estos pocos, al menos, no eran como sus hermanos.

—Debo advertiros —decía Gwenhwyvar— que existe una epidemia en Inglaterra. Hay peste, y mueren más de las fiebres que a manos de los vándalos.

—Un enemigo es muy parecido a otro —respondió Aedd—. A cada uno lo combatiremos según corresponda. La peste será para nosotros tan sólo otro adversario al que enfrentarse y derrotar. No huiremos del combate.

—¿Es que hemos de envejecer aquí parados? —llamó Laigin—. Hay honores que obtener, y yo pienso hacerme con mi parte.

—¡Eso! —gritó Diarmait—. ¿Por qué permanecer aquí ni un momento más cuando podríamos estar obteniendo fama eterna? —Al oír esto todos los presentes expresaron a grandes gritos su voluntad de ponerse en marcha.

Gwenhwyvar, abrumada por el vehemente afecto de sus compatriotas, se volvió una vez más para dar las gracias al monarca. Pero él no quiso ni oír hablar de ello.

—Ya veis cómo están las cosas —dijo Aedd—. Exigen su porción de gloria. Enviadlos ahora, porque ya no puedo retenerlos más.

Gwernhwyvar dio unos pasos en dirección a los nobles.

—Compatriotas y amigos —manifestó—, si Arturo estuviera aquí ante vosotros de ningún modo podría datos las gracias con más vehemencia de lo que lo hago yo. Id y reuníos con él; seréis bien recibidos. Pero, a pesar de ello, no penséis en incrementar vuestra fama, porque os aseguro… —se detuvo con los ojos llenos de lágrimas—… que ninguna gloria que obtengáis en la batalla podrá igualar a la que ya habéis obtenido en este día.

Los nobles irlandeses, y aquellos hombres que se encontraban lo bastante cerca para oír, se sintieron grandemente animados por las palabras de Gwenhwyvar. No bien había acabado de hablar que Diarmait gritó:

—¡Una bendición! ¡Enviadnos con una bendición!

—Myrddin, ¿podríais? —inquirió Aeed, volviéndose hacia mí.

Me coloqué junto a Gwenhwyvar y alcé el bastón. Estirando la otra mano hacia arriba con la palma hacia fuera, recité:

Que poseáis la resistencia de una fortaleza,

que os acompañe el vigor de un monarca,

que la fuerza del amor y el orgullo por la tierra natal

os dé fuerzas en todo momento.

Que Jesucristo os rodee con su protección,

que los ángeles os resguarden de todo mal,

que la ayuda del Señor os sostenga

en lo más reñido de la batalla y en

los entresijos de la lucha.

Que Cristo se interponga entre vosotros

y todo aquello que os pueda dañar,

que el Padre Celestial cierre el paso

a todas las cosas perversas,

que el dulce Jesús se instale en vuestros hombros,

convirtiendo todo daño en bien,

defendiéndoos con su Veloz Mano Firme,

¡siempre en vuestra defensa con su Veloz Mano Firme!

Dicho esto, los envié a Muirbolc y a las naves que esperaban. Aedd nos invitó a comer con él antes de partir, pero Gwenhwyvar declinó la oferta.

—Desayunaremos mientras cabalgamos, me parece, o nos dejarán atrás.

Abandonamos la fortaleza en cuanto nuestras monturas estuvieron dispuestas. Aedd hizo venir al más importante de sus bardos y a uno de sus nobles y les encargó el gobierno del caer en su ausencia, diciendo:

—Os doy plena libertad para servirme en cualquier causa mientras estoy ausente. Si algún mal aconteciera, os encargo que procuréis siempre lo que sea mejor para mi gente. Si vuestra suerte es buena, entonces os insto a buscar la forma de aumentarla y a repartir sus beneficios entre todos aquéllos a vuestro cuidado.

Bardo y jefe guerrero juraron seguir la voluntad del rey y extender su renombre, tras lo cual Aedd se despidió de ellos y abandonamos la fortaleza en medio de una blanca nube de polvo.

Una vez de regreso en Muirbolc, desmontamos y permanecimos de pie en la ladera del acantilado que daba sobre la bahía mientras los guerreros y la tripulación se ocupaban de subir a bordo a los caballos, tarea que la violenta subida de la marea dificultaba sobremanera. No obstante, en cuanto se consiguió vendar los ojos a los animales, el proceso de subirlos a las naves siguió adelante sin ningún problema. Los primeros barcos no tardaron en hacerse a la mar.

Volviéndose a Aedd, Gwenhwyvar posó la mano en su brazo.

—Gracias, amigo mío —dijo—. No sabéis lo mucho que vuestra cortesía y solicitud me han animado.

—Ni lo mencionéis —respondió él—. Lo que he hecho no es más que una insignificancia cuando se compara con lo que vos y Arturo me habéis dado.

—Señor —se asombró ella—, ¿qué os hemos dado… excepto la oportunidad de morir en tierra extranjera combatiendo a un enemigo que ya no significa una amenaza para vos?

—Señora —repuso el monarca irlandés—, me habéis concedido la oportunidad de empuñar la espada junto al héroe más insigne de esta era. Si muero, no me importa. Al menos mi sangre se mezclará con la de campeones, y penetraré en la hermosa sala celestial en compañía de hombres de inmenso y terrible renombre. ¿Qué guerrero osaría desear más?

Fuimos al encuentro de los barcos entonces, descendiendo con sumo cuidado por la ladera hasta llegar a la orilla. Mientras Llenlleawg subía los caballos, Aedd, Gwenhwyvar y yo nos encaminamos a toda prisa hasta nuestra nave, que se encontraba un poco más alejada de tierra. Los irlandeses utilizaron pequeños botes circulares de piel curtida —apenas mayores que escudos de cuero— para trasportarnos y evitar que tuviéramos que vadear por entre las olas.

Barinthus nos ayudó a subir a bordo, inclinando casi todo el cuerpo por encima de la barandilla para estabilizar la pequeña barquilla.

—El viento está a punto de cambiar y el mar está encrespado. Ojalá estuviéramos ya en marcha, lord Emrys —anunció en cuanto estuvimos todos a bordo—. Tendremos una buena travesía si partimos enseguida.

—Entonces hazlo, amigo mío —lo insté—. En marcha, los demás te seguirán.

Regresó a toda prisa a la caña del timón y empezó a gritar órdenes a todos los que se encontraban al alcance de su voz. La enorme vela cuadrada se elevó y se desplegó sobre chirriantes sogas, se agitó en el viento, se hinchó, y la nave fue apartándose de tierra. Al poco navegábamos impelidos por un viento fresco. El sol, cerca ya de la línea del horizonte, arrojaba sus amarillos rayos sobre las verdes olas, encendiendo sus crestas y sembrando de oro los líquidos pliegues.

Poco a poco, los colores verdes y dorados del agua y la luz se fueron oscureciendo hasta adquirir los tonos azulados y grises de la noche a medida que el anochecer iba adueñándose del mar. Bajo un cielo despejado y lleno de estrellas, danzaba y centelleaba el líquido elemento, hendido a nuestro paso por la afilada proa del barco para arremolinarse luego tras nosotros en pozos de derretida luz de luna. El aire se mantenía cálido, aunque de vez en cuando surgían ráfagas de contracorrientes que me salpicaban el rostro. Permanecí despierto, contemplando el brillante cielo y el lento trayecto de la refulgente luna por la bóveda celeste.

Darse cuenta de lo prodigiosas que pueden ser las cosas triviales, pensé, ése es el auténtico regalo de un Creador terriblemente generoso, que siempre invita a sus criaturas a contemplar la exuberancia de su excelente obra. Existe una alegría profunda y duradera en este mundo nuestro, y nosotros, inmersos en la penosa tarea de existir, a menudo lo olvidamos o lo pasamos por alto. Pero mira: ¡está por todas partes! Incesante, implacable, tan segura como el amanecer y constante como el latir del corazón. Permanecí, como digo, en la proa toda la noche, sin más compañía que las estrellas y el silencioso y vigilante Barinthus. Hacia el alba contemplé cómo la suntuosa oscuridad del cielo oriental empezaba a desvanecerse. Presencié el amanecer con ojos seducidos por los velados misterios de la noche.

La luz del amanecer pintó el cielo con el rojo de la sangre y los estandartes, tiñendo las oscuras aguas. El juego de la líquida luz y la sinuosa sombra me provocó un sentimiento de melancolía, y percibí la llegada del nuevo día como la aproximación de una presencia depredadora. Sentí un escalofrío en la nuca, un nudo en el estómago. Mi visión se tornó muy aguda.

La nave surcaba las aguas y el amanecer centelleaba como metal fundido en su flujo, arremolinándose, borboteando, moviéndose. Alcé los ojos en dirección a la orilla opuesta, que ahora sólo era una silueta en sombras que se recortaba en un cielo envuelto en llamas. De improviso, me pareció como si el barco ya no se moviera por el agua, sino que se deslizara por interminables nubes enroscadas; como si atravesara igual que un fantasma la esencia misma de este mundo.

A mi espalda, el mundo de los sentidos y la sustancia, desnudo y sólido, desapareció de la vista; ante mí se abría el reino centelleante e insustancial del Otro Mundo. La nave, su fornido piloto y mis compañeros de viaje se esfumaron, como arrebatados por una bruma que todo lo ocultaba. Noté cómo mi espíritu se arremolinaba en mi interior, se desprendía de la insulsa e insensible carne y se elevaba libre por los aires. Un viento fresco me azotó el cuerpo; mi lengua saboreó un airecillo dulzón. En menos de tres segundos, mis pies se posaron en una orilla muy lejana.

Una mujer que llevaba un vestido largo de brillante color azul mar me aguardaba. De rostro y cuerpo muy hermosos, alzó una delgada mano y me hizo señal de que la siguiera. Avancé como alguien que carece de voluntad o raciocinio mientras protegía con la mano mis deslumbrados ojos. Busqué el sol, pero ya no pude verlo. El cielo mismo relucía con la intensidad de un brillante sol blanco, un firmamento radiante que reflejaba una inmensa fuente de luz invisible que estaba presente por todas partes, sin proyectar sombras.

La mujer me condujo al pie de una elevada colina situada a poca distancia de la orilla; el estuario había desaparecido y un centelleante mar verde se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Ascendimos la colina; la amplia ladera estaba cubierta de una hierba tan verde que brillaba bajo la luz dorada como una esmeralda herida por los rayos del sol.

En lo alto de la colina, una roca en posición vertical señalaba como un largo dedo en dirección al brillante cielo. La mujer, de larga melena negra como el azabache y ojos verdes que relucían con la diáfana luz de la sabiduría, elevó la mano hasta la piedra y, con una voz suave como la brisa que ondulaba la hierba en la cima de la colina, preguntó:

—¿Puedes leer la piedra, hombrecillo?

Me acerqué al monolito y vi que su tosca superficie estaba toda ella tallada con espirales, lazos y complejos diseños de épocas antiguas. Contemplé los antiguos dibujos, dejando que mis ojos recorrieran la complicada tracería de las ingeniosas líneas. Aunque lo había visto incontables veces en tiempos pasados, no conseguí descifrarlo.

—No sé leerlo —confesé y al apartarme de la piedra vi que el rostro de la mujer se nublaba y las lágrimas empezaban a manar de sus preciosos ojos. Enterró el rostro en las manos y los sollozos estremecieron los delgados hombros—. Señora —dije con voz tensa por la excitación—, ¿por qué lloráis?

—De pena porque esta confesión brote de tus labios. Porque tú, por encima de todos los hombres, deberías hacer caso de los símbolos tallados en la piedra.

—Sé leer palabras —repliqué—. Dadme palabras y comprenderé su significado.

Ella alzó los llorosos ojos y me miró con una expresión en la que se leía el más profundo dolor y pena.

—¡Ay de mí —se lamentó—, ha caído sobre nosotros la perdición! Hubo un tiempo en que habrías contemplado estos mismos signos y su significado habría sido claro para ti. Éste es mi lamento: entonces tú, Hijo del Polvo, podrías haberlos leído como los hombres leen sus preciosos libros ahora.

Esto último lo dijo mientras se daba la vuelta y se alejaba. Hice intención de seguirla, pero alzó la mano y me indicó que me quedara.

—Otro vendrá después de mí, alguien que te conducirá de vuelta por donde viniste.

Estas palabras me hicieron pensar que regresaría al mundo que había abandonado; pero, o bien estaba equivocado, o ella había querido indicar otra cosa con sus palabras, porque esperé pero nadie apareció. Sin embargo, algo me mantuvo en aquella elevada colina durante un día y una noche.

Dormí durante el período de oscuridad y al despertar vi una doncella que se aproximaba. Fue a detenerse junto a la gran piedra.

—Te saludo —dijo, y sonrió. Sus dientes eran uniformes y blancos, la frente amplia y despejada; los ojos brillaban. Se cubría con un manto verde y dorado, y sus pies estaban descalzos.

En las manos sostenía un bulto envuelto en ropa, que abrió para mostrar un arpa. El arpa no era otra que la mía, ya que la reconocí.

—¿Qué es esto? —preguntó en una voz que habría atraído a todas las avecillas del cielo. Y, antes de que pudiera responder, añadió en tono de advertencia—: Aunque creas que lo sabes, sin duda no lo sabes en absoluto.

—Sería muy ignorante si no conociera lo que yo mismo he sostenido y tocado miles de veces —respondí—. Es mi arpa.

Sacudió la cabeza entristecida.

—Aunque dices que es un arpa y pronuncias la palabra con rotundidad, está claro que no la conoces. Pues, si hubieras hablado con sinceridad, este instrumento habría interpretado su nombre en voz alta. El sonido mismo de tu voz habría invocado la música.

La doncella dio media vuelta, y con tristeza inconmensurable apoyó el arpa contra el monolito tallado con runas.

—Otro vendrá después de mí que te conducirá de vuelta por donde viniste —se despidió, y desapareció, dejándome solo otra vez.

Transcurrieron tres días y tres noches, y al despertar el cuarto día me encontré con un joven alto de pie junto a la piedra… tan inmóvil que parecía parte de ella. Al igual que la mujer, sus cabellos eran oscuros y los ojos verdes. La capa era azul como el cielo y la camisa verde hoja, los pantalones amarillo dorado y el cinturón blanco como una nube. Sostenía una copa o cuenco muy grande.

Nada más verlo, me incorporé y me coloqué ante él.

—Os he estado esperando —dije, repentinamente irritado por el retraso.

—Aunque cada latido de tu corazón significara un millar de años —respondió— no has aguardado ni la mitad de lo que yo te he esperado a ti. —La cólera se apoderó de sus ojos como rayos que hendieran negros nubarrones—. Te he esperado toda mi vida.

—¿Quién sois?

—Soy el Rey del Verano.

—Soy vuestro siervo, señor —dije, arrodillándome ante él.

—Ponte en pie, hombrecillo. Jamás fuiste mi siervo —se mofó—. Pues ¿cómo es que un siervo no reconoce a su señor?

—Pero nunca os había visto —insistí—. Incluso así, aquí me tenéis listo para serviros en todo.

—Apártate de mí, criatura pérfida. Pues si hubieras sido mi siervo habrías oído mi llamada. Y sabrías qué es lo que sostengo en las manos.

—¿Cuándo me llamasteis, señor?

—Myrddin —repuso con voz llena de dolor—, siempre te he llamado. Desde antes del principio del mundo he entonado tu nombre.

—¡Por favor, señor —exclamé—, perdonadme! No os oí…, no sabía…

Con una mirada mezcla de dolor y repugnancia, deposító la copa que sostenía junto a la piedra al lado del arpa. Luego empezó a alejarse.

—¡Señor, os lo ruego! —lo llamé.

Se detuvo y volvió la cabeza.

—Después de mí vendrá otro que te conducirá de vuelta por donde viniste.

El Señor del Verano se desvaneció entonces, y volví a quedarme solo. Contemplé la piedra y los símbolos tallados en ella; miré el arpa, pero no la toqué; y medité sobre el significado de la copa.

Tres días transcurrieron en mi solitaria cima, y tres negras noches. Me llegó un sonido mientras dormía, y desperté. Me incorporé y permanecí inmóvil, a la espera de volver a oír el sonido que me había despertado. Casi al momento, escuché a alguien que cantaba con voz clara y potente. El corazón se me aceleró. Conocía la voz… aunque sólo la había oído una vez antes de ahora; no existe ninguna otra como ella en este mundo ni en ningún otro. La oí y, ¡oh!, la reconocí.

¡Taliesin!