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A

tracamos en la bahía situada a los pies de Muirbolc. Tras ordenar a Barinthus y sus hombres que tuvieran los barcos listos para zarpar, nos encaminamos de inmediato a la fortaleza de Fergus, que encontramos totalmente abandonada. Las casas estaban vacías y la sala silenciosa, aunque había reses en el corral y caballos en el establo. Desmontamos y nos quedamos de pie en el patio, preguntándonos adónde habrían ido, y cuándo. Gwenhwyvar dirigió sus pasos hacia la sala.

—Permitidme —le dijo Llenlleawg, adelantándose como una flecha. Desapareció en el interior y salió al cabo de un instante para anunciar—: ¡No hace mucho que se marcharon! El lecho de cenizas de la chimenea aún está caliente.

Gwenhwyvar volvió a montar.

—Iremos a Rath Mor —decidió—. Puede que Conaire sepa qué ha sucedido aquí.

Hicimos girar a los caballos y corrimos al bosque siguiendo el sendero que conducía a la fortaleza de Conaire. No habíamos cabalgado mucho, sin embargo, cuando Llenlleawg se detuvo en medio del sendero y alzó la mano.

—¡Escuchad!

Me detuve y escuché con atención los sonidos que me rodeaban. Las aves gorjeaban en lo alto, y los caballos aplastaban y arañaban el suelo con los cascos. Más allá, la ligera brisa hacía revolotear las hojas de las ramas superiores y, aún más en lo alto, un halcón emitía su solitario chillido. ¿Era esto lo que había hecho detener a Llenlleawg?

No; había algo más. Ahora lo oía, como si cabalgara con el viento; reconocí inmediatamente en el lastimero sonido a las gaitas irlandesas.

—Es el piobairachd de guerra —dijo el campeón irlandés—. Debe de haber lucha.

—¡Por aquí! —gritó Gwenhwyvar, abriéndose paso entre nosotros y alejándose.

Continuamos por el sendero durante un corto tramo; luego Gwenhwyvar nos desvió del camino al llegar junto a un pequeño arroyo, reducido a poco más que un simple hilillo a través de la maleza.

Se estaba más fresco en la pequeña cañada umbrosa, y mientras chapoteabamos arroyo adelante observé que el sonido de las gaitas era cada vez más fuerte, hasta que, ascendiendo a la orilla del arroyo, surgimos de la sombreada hilera de árboles para ir a parar a un extenso prado rodeado por el bosque, en el que el sol caía de pleno.

Y allí en el prado había dos ejércitos a caballo ataviados y dispuestos para la batalla. Entre éstos, solos y a pie, cara a cara, se encontraban Conaire y Fergus, empuñando la enorme clúimor de doble mango, la antigua espada de los clanes. Ambas hojas centelleaban mientras los combatientes las hacían girar alrededor de sus cabezas.

Gwenhwyvar echó una mirada a las relucientes espadas y azotó su caballo con las riendas.

—¡Ya! —gritó, y cruzó el prado al galope, chillando—: ¡Deteneos! ¡Deteneos, digo! ¡Padre! —llamó la reina, dirigiéndose decidida al centro de la contienda y saltando de la silla antes de que la montura se detuviera—. ¿Estáis locos? ¿Qué hacéis?

—Apártate, hija —respondió Fergus. Iba desnudo hasta la cintura y su cuerpo brillaba empapado en sudor y aceite. Lo habían untado para el combate, y la luz del sol hacía que cada músculo reluciera y centelleara. También llevaba tiras de cuero en las muñecas y en las piernas, desde la rodilla al tobillo. En conjunto, parecía un celta de épocas pasadas mientras se apoyaba, sin resuello, en la inmensa arma—. Esto es un combate a muerte.

—Es absurdo —afirmó Gwenhwyvar—. ¡Guardad las armas los dos! —Aparte de un limpio corte en el brazo de Conaire no había por el momento muchas pruebas de ninguna intensión mortífera.

—Apartas, mujer —le dijo el rey Conaire—. Esto es sólo entre Fergus y yo.

Las gaitas seguían chirriando con fuerza.

—¡Silencio! —chilló Gwenhwyvar a los gaiteros, que se detuvieron bruscamente emitiendo una especie de graznido. Se volvió entonces hacia los dos monarcas con los puños en las caderas y, en un tono que no admitía tonterías, exigió—: Ahora decidme, ¿por qué estáis aquí de pie acuchillándoos el uno al otro como si fueseis Finn mac Cumhail y Usnach Escudo Azul?

—Ni se os ocurra entrometeros en esto —gruñó Conaire—. Pensamos solucionarlo antes de que el sol pase el mediodía.

—Haz lo que puedas, Conaire Crobh Rua —dijo Fergus, cerrando de nuevo la mano alrededor de la enorme espada.

—¡Contestadme! —ordenó Gwenhwyvar, dirigiéndose a Conaire—. ¿Porqué lucháis?

Fergus habló primero.

—Ha amontonado deshonor sobre la tribu de Guillomar, y no puedo permitir que tal insulto quede sin castigo.

—¡Vamos pues! —gritó Conaire—. Veremos quién será castigado aquí. ¡Apartaos, mujer! —Hizo intención de alzar la espada por encima de la cabeza.

Gwenhwyvar colocó la mano sobre la hoja desnuda y la retuvo; con el rostro casi pegado al de él, le espetó:

—Conaire Mano Roja, me diréis lo que ha sucedido y me lo diréis ahora.

—¡No lo haré!

—¡Conaire!

—Fu… fue… —tartamudeó, y la espada empezó a tambalearse—. Es todo cosa de Fergus. Preguntadle a él, pues mi espada habla por mí.

—Tenéis la lealtad de cinco señores, y estáis ligado por potentes juramentos a protegerlos —le dijo Gwenhwyvar, sosteniendo aún la hoja y manteniendo así los brazos de él en lo alto—. Por lo tanto, exijo saber por qué atacáis a uno de vuestros reyes.

—No os diré nada. ¡Preguntad a Fergus!

—¡Os lo pregunto a vos!

Conaire tenía el rostro enrojecido por la rabia y los brazos le temblaban por el esfuerzo de mantener la pesada espada sobre su cabeza.

—¡Mujer, me molestáis enormemente! —rezongó—. Os he dicho que es todo cosa de Fergus.

—¡Embustero! —exclamó Fergus, acercándose—. Apártate, hija. Deja que acabe con él ahora.

—¡Padre! No te muevas. —Volvió el rostro hacia Conaire y conminó—: ¿Hablaréis ya, o debemos permanecer aquí todo el día?

Dirigí una rápida mirada a Llenlleawg y vi que sonreía, disfrutando evidentemente con la disputa. Incluso así, tenía la lanza en la mano y lista.

Con la enorme espada temblando sobre su cabeza, Conaire alzó los ojos al cielo y cedió a las demandas de la reina.

—Sois peor que vuestro padre —bufó enojado—. Dejad que baje las manos y os lo diré.

Gwenhwyvar, satisfecha con su respuesta, soltó la espada y dio un paso atrás.

—¿Bien?

—¡Es ese maldito sacerdote!

—¡Ciaran no te ha hecho nada! —acusó Fergus, abalanzándose hacia él.

Gwenhwyvar lo empujó hacia atrás, y preguntó a Conaire.

—¿Qué sucede con el sacerdote?

—Robó seis de mis reses —se quejó débilmente el monarca.

—Tus reses se desperdigaron cuando tu vaquero se durmió —dijo Fergus—. El sacerdote las encontró.

—¡Y se las llevó a sus corrales!

—¡Ofreció devolverlas!

—¡Oh, sí, ofreció! Lo ofreció… Si yo iba a buscarlas las devolvería.

—¿Y bien? —quiso saber Gwenhwyvar, cada vez más exasperada.

—Lo hace sólo para poder atraparme con ese… ese credo suyo —insistió Conaire—. Me desafía a escucharlo y dice que aún hará un cristiano de mí. ¡Pero yo no quiero saber nada de eso!

—¿De qué tienes miedo? —lo retó Fergus—. Escúchalo y decide. ¡Nadie puede hacerte creer nada que no quieras creer!

—¡Y tú, Fergus mac Guillomar, eres un tonto! —replicó él—. El parloteo de ese sacerdote te tiene hechizado. Es el más malévolo de los hombres y te ha robado el juicio a la vez que la razón. ¡Cristianos! Mírate, Fergus: ya no puedes ni librar tus propias batallas. Ya veo lo que escuchar a los sacerdotes ha hecho contigo, y no seguiré ese camino.

Gwenhwyvar tomó la palabra entonces.

—Yo soy cristiana, también, Conaire —dijo con frialdad—. ¿Me consideráis débil y estúpida?

Conaire alzó un dedo admonitorio.

—Manteneos fuera de esto. No es asunto vuestro.

—¿No lo es? Más bien creo que concierne a todos los que tienen a Jesucristo como su señor.

—En ese caso sacad vuestra espada y colocaos junto a vuestro padre —la desafió Conaire—. Y os daré golpe por golpe lo mismo que dé a Fergus.

—¡Vamos pues! —gritó Fergus—. ¡A ver qué puedes hacer!

—Vamos, parad… los dos —les espetó ella—. Conaire, no tenemos tiempo para esto. Si lo que deseáis es pelea, escuchadme ahora. Las hordas vándalas están arrasando Ynys Prydein. He venido a reunir a los ejércitos de Eiru para ayudar a Arturo.

Fergus se sintió más que feliz de poder escapar de la pelea.

—¿Pensabas ocultárnoslo, hija? Bien, pues mis hombres están listos; nos haremos a la mar enseguida. —Se volvió hacia sus guerreros, que se mantenían a la expectativa—. Despedíos de vuestras familias, muchachos. Arturo nos necesita. —Volviéndose de nuevo a Gwenhwyvar, prosiguió—: ¿Arturo en apuros? No digas más; es suficiente para mí.

—Bueno, a mí no me importa eso. No iré —refunfuñó Conaire con el entrecejo fruncido.

Gwenhwyvar apenas podía creer que el hombre fuera tan obstinado.

—¿Después de todo lo que Arturo hizo por vos? —lo retó—. ¿Es éste el agradecimiento de un noble señor? Inglaterra sufre ahora porque Arturo os ayudó.

—¿Qué clase de rey deja su reino desprotegido? —masculló despectivo, adoptando una actitud de indiferencia.

—¡Lo hizo para salvaros a vosotros! —declaró Gwenhwyvar.

—Peor para él —respondió el irlandés con aire de suficiencia—. No pedí su ayuda, ni tampoco la necesitaba.

—De no haber sido por Arturo estaríais muerto ahora… ¡vos y toda vuestra gente con vos, Conaire Mano Roja!

—¡Y si estuviera muerto no tendría que seguir oyendo hablar de Arturo!

Gwenhwyvar, el rostro rojo de cólera, dio media vuelta.

—Ve, padre, prepara tus naves y hombres. Llenlleawg y yo cabalgaremos a llamar a los señores del sur.

—Este noble no acudirá —insistió Conaire—. Ni ninguno que esté bajo mi autoridad.

—Sigue tu camino, Conaire —le dijo Gwenhwyvar—. Ya no eres importante.

—No iré…

—¡Estupendo!

—… y tampoco permitiré que mis nobles zarpen para Inglaterra —declaró—. Esto no es asunto de Ulahd ni de sus parientes.

—Arturo necesita ayuda y yo se la prometí —repuso Fergus—. Todo lo que tengo se lo debo a él. Lo que es más, pertenece a mi familia por su matrimonio con mi hija. Voy a ir en su ayuda.

—Y yo digo que no irás.

—¡Y yo digo que iré!

—No ir…

—¡Callad! —aulló Gwenhwyvar, encarándose con el rey irlandés—. Podéis elegir no ayudarnos —dijo, con la cólera rezumando por todos sus poros—. Ése es vuestro derecho. Pero no podéis impedir que Fergus vaya si así lo desea.

—No —concedió el otro, adoptando una expresión astuta—, no puedo impedir que vaya. Pero… —lanzó una mirada desafiante a Fergus— si te vas, pierdes tus tierras.

—¡Víbora! ¡Víbora! —exclamó Fergus—. ¡No puedes hacer eso!

—¡Apártate a un lado y ohserva lo que hago!

—No lo escuches, padre —dijo Gwenhwyvar—. Ve a preparar a tus hombres.

—Puesto que te vas —continuó Conaire—, te aconsejo que te lleves a tus sacerdotes y a tu gente contigo, porque te digo muy en serio que no habrá hogar para vosotros si regresáis.

—¡Toma la tierra! —tronó Fergus, irguiéndose con inmensa dignidad—. Y yo retiro mi juramento de lealtad a ti. En una ocasión le di mi palabra a un rey de verdad, pero tú no eres ese hombre. Sigue tu camino, Conaire Crobh Rua. He acabado contigo.

—¿Para qué necesito yo a un noble desleal como tú? —se burló él—. Entregaré tus tierras a hombres que cumplan sus promesas y no corran detrás de sacerdotes de religiones extrañas.

Fergus aspiró con fuerza dispuesto a responder, pero Gwenhwyvar apoyó las manos en su pecho y lo hizo girar.

—Ve ahora. No digas nada más.

—Desde luego —bufó él—, no hay nada más que decir.

Acabó de darse la vuelta y regresó a toda prisa junto a su ejército y los miembros de su tribu que se habían congregado allí. En un instante estaban ya en marcha.

—Yo también me voy, Conaire —anunció Gwenhwyvar—. Mi única pena es que no pueda ocuparme de vos como merecéis. Pero escuchadme bien: llegará el día en que lamentaréis este vergonzoso comportamiento, y en ese día espero que vuestros dioses de piedra os salven.

Se volvió y lo dejó allí boquiabierto contemplando cómo se alejaba. Tras saltar a la silla, Gwenhwyvar hizo volver grupas a su montura y se alejó al galope.

Conaire giró hacia mí y extendió una mano, como si quisiera explicarse.

—Ya habéis dicho lo que teníais que decir, oh rey —le dije—. Espero que vuestras precipitadas palabras os sirvan de consuelo cuando estéis sentado solo en vuestra sala. —Me detuve para permitir que meditara sobre esto—. Pero no tiene por qué terminar así. Dejad la vanidad a un lado; uníos a Arturo y ayudadlo ahora tal y como él os ayudó.

Su apuesto rostro se crispó como un puño.

—Eso no lo haré.

—Que así sea entonces. —Hice girar mi montura y cabalgué en pos de los otros.

Cuando, poco después, llegó a Muirbolc, Fergus empezaba ya a lamentar su decisión y se sentó en un taburete con expresión abatida mientras a su alrededor el clan se preparaba para abandonar su hogar de forma definitiva. Gwenhwyvar hizo lo que estaba en su mano para consolarlo, pero ella misma estaba ansiosa por partir cuanto antes.

—Lo siento —suspiró Fergus—. He perdido las tierras…, tierras que nuestros progenitores poseían desde que el rocío de la creación estaba aún fresco sobre la tierra.

—Hiciste bien —le aseguró Gwenhwyvar—. Mejor un cuenco vacío en compañía de un amigo de verdad que un banquete con un enemigo.

—He perdido las tierras. —Volvió a suspirar, sacudiendo la cabeza entristecido—. Se las he entregado.

—Arturo posee un exceso de tierras —le dijo ella—. Estoy segura de que recompensará tu lealtad con toda generosidad. —Eso fue todo lo que dijo, pero lo recordé durante bastante tiempo.

Dejando a Fergus que supervisara las cosas, nosotros tres continuamos viaje. Llenlleawg iba a la cabeza ya que había recorrido aquel sendero poco tiempo atrás con una misión idéntica. Fuimos primero en busca de Aedd —quizás el más ardiente de los partidarios de Arturo entre los irlandeses del sur, y también el más cercano— y, dos días más tarde, recibimos una calurosa acogida.

—¡Saludos y bienvenidos! —gritó Aedd cuando desmontamos frente a su sala. El sol estaba ya muy bajo, alargando sobremanera nuestras sombras, y nosotros estábamos agotados por el viaje, y satisfechos de abandonar la silla—. Os doy un cordial saludo, amigos míos. —El monarca irlandés extendió los brazos en gesto de bienvenida—. Esperaba volver a veros, pero no creía que fuera tan pronto.

Lo saludamos y abrazamos, y Gwenhwyvar dijo:

—No es una feliz ocurrencia la que nos trae.

—Hay problemas —adivinó Aedd, paseando la mirada por cada uno de nosotros—, ya lo veo.

—Hemos venido a… —empezó Gwenhwyvar.

Pero Aedd no quiso permitir que se rebajara pidiendo su ayuda.

—Habéis venido a compartir la copa de bienvenida con alguien, a quien le gustaría contarse entre vuestros muchos amigos —intervino rápidamente—. Venid, descansad.

Gwenhwyvar, trastornada por su incapacidad para hacerse comprender, volvió a intentarlo.

—Ojalá pudiera —dijo—, pero me temo que debemos…

—No debéis preocuparos por nada mientras estéis aquí —la interrumpió Aedd y, tomándola de la mano, se la llevó en dirección a la sala.

—Quizá debierais explicarlo vos, lord Emrys —sugirió Llenlleawg, observando cómo su reina desaparecía en el interior de la sala.

—Confiemos en Aedd en esto —repuse—. En cualquier caso es tarde y no podemos seguir adelante hoy.

—Podría cabalgar hasta Laigin yo solo —sugirió el resuelto campeón.

—Quedaos —aconsejé—. Comamos y descansemos y ya veremos qué nos trae el nuevo día.

Aedd se comportó magníficamente con nosotros. Envió criados para que nos atendieran mientras estuviéramos bajo su techo; un hombre para Llenlleawg y otro para mí, y una doncella para Gwenhwyvar. Hizo traer la mejor comida y bebida, e indicó a su bardo principal y a sus arpistas que interpretaran música relajante. Cuando acabamos de comer, nos entretuvo en amable conversación, pero no quiso oír ni hablar de los problemas que nos habían conducido a él. De este modo abandonamos la mesa y fuimos a nuestros lechos bien satisfechos con todo, excepto la parte más importante de nuestra misión.

—Hablaré con ese hombre por la mañana —juró Gwenhwyvar—. No dejaré que me esquive otra vez. Está muy bien para él permanecer sentado ante su chimenea tejiendo sus redes de hermosas palabras, pero yo no soy un salmón que se atrape con tanta facilidad. Hablaré con él con las primeras luces del día, y me escuchará.

—Entonces dejémoslo así hasta la mañana —observé—. Es un buen regalo el que nos ha hecho. Hemos disfrutado de una noche de paz, y de la amistad de un noble generoso… lejos del estrépito de la batalla y de las quejas de hombres mezquinos.

La reina se mordió el labio indecisa.

—Espero que tengáis razón. No dejo de pensar en Arturo, y en cómo necesita la ayuda que debemos llevarle.

—Ésa es una preocupación para mañana, radiante criatura.

Sonrió ante el epíteto y realmente se animó.

—En ese caso lo dejaré así. —Se inclinó hacia mí, alzó los labios hasta mi mejilla y me besó—. Que el Señor os acompañe, Myrddin. Dormid bien.

La doncella de Gwenhwyvar apareció con una vela de junco para conducir a la reina a su aposento, y yo las contemplé alejarse, pensando en lo afortunado que era Arturo al tener una esposa con tanta inteligencia y valor. Y, al pensar en ello, pedí perdón a la Luz Omnipotente.

—Un gran estúpido es aquel que no la toma en consideración —musité—. Bajo ese hermoso pecho palpita el corazón de una leona. Sí, y una voluntad como una zarpa de acero en un cuerpo ágil y perfecto.