eco…, seco…, seco. Y abrasador. La tierra se agrieta. Los ríos pierden caudal. Ni una nube cubre el ardiente cielo, y el suelo se reseca bajo un sol implacable. Los manantiales sagrados dejan de manar, y los recipientes vacíos levantan ecos en los pozos santos. No hay ni un soplo de aire o brisa que refresque la tierra. Los animales están sedientos; les fallan las fuerzas y caen y, tras caer, mueren.
Mientras tanto, la peste se desliza por los senderos de las tierras bajas como una niebla invisible. Uno tras otro, caers, poblados y haciendas reciben la visita del Devastador Amarillo. Fortalecida por la sequía, que expulsa a las gentes de sus casas en busca de agua, la peste se extiende furtivamente por el país. Los niños lloran y las mujeres murmuran en sus intranquilos sueños; los hombres protestan con amargura que todo ello es culpa de Arturo.
Los reyezuelos lo culpan y urden felonías en sus corazones.
—No estarían así las cosas si yo gobernara el país —se jactan—. Pondría fin a este invasor y erradicaría toda enfermedad de nuestras costas.
Y dicen todo esto como si los vándalos no fueran más que un pastor borracho y la peste su perro sarnoso. Me deja sin hablar ver con qué rapidez los hombres abandonan a aquel a quien juraron servir hasta la muerte pasara lo que pasara. Pero, cuando la fe se pierde, los hombres abandonan todo aquello que los sostiene. Huyen del origen de su incertidumbre y se precipitan en la traición y el escepticismo.
¡Mirad! El Mar Angosto es como un campo arado con miles de surcos abiertos por las naves inglesas que navegan hacia Armórica. Acobardados, hombres que fueron valerosos hunden el remo en el agua, no sea que la tierra que los vio nacer vaya a convertirse también en la tierra que los vea morir.
Claro que su miedo puede disculparse. No hacen más que lo que permite su titubeante coraje. Mucho peor —y para siempre sin perdón— son aquellos que se esfuerzan por utilizar el sufrimiento y la pena de otros para hacer progresar sus envanecidas ambiciones.
En estos momentos hay cuatro que se enfrentan abiertamente a Arturo: Gerontius, Brastias, Ulfias y Urien. A los dos primeros los comprendo. ¡Los conozco tan bien! Ulfias es débil y está ansioso por complacer a su belicoso vecino; ha decidido que la paz con Brastias vale más que la lealtad a Arturo, y en eso está muy equivocado.
Si al menos hubieran abandonado el campamento…
Pero no, se dedicaban a pasear de un lado a otro envenenado el aire con sus quejas, provocando el resentimiento a la menor oportunidad, influyendo en los más indecisos con sus insidiosas calumnias. Los hermanos más débiles —hombres como Urien— los escuchaban y se veían llevados por mal camino.
No puedo menos que asombrarme con respecto a Urien. Su fogoso entusiasmo se ha consumido; su ardor, tan vivo y fervoroso al principio, se ha enfriado. Sucede así a veces, el Señor bien lo sabe: cuanto más vivo el fuego, más rápido se consume. No obstante, había esperado algo mejor de Urien Rheged. Aunque joven e inexperto, y penosamente ansioso por complacer, parecía un noble lo bastante serio. Con madurez y experiencia, podría haberse convertido en un gobernante capaz y honorable, y habría encontrado en Arturo un amigo fiel y generoso.
¿Qué, me pregunto, lo volvió en contra de Arturo? ¿Qué flaqueza percibió, o, más posiblemente, imaginó? ¿Qué reluciente incentivo le ofreció Brastias, qué promesa irresistible, para convertir la ardiente lealtad de Urien en cenizas mojadas?
Lamentablemente, incluso los votos más sagrados se olvidan a menudo ante palabras que se lleva el viento. ¡Oh, suéltalo, entrometido! No se puede obligar a un corazón que no quiere atarse, aún menos a uno que no rinde homenaje a nada que no sea él mismo. ¡Que así sea!
Así, pues, es como nos encontró el Lugnasadh: con la peste haciendo estragos entre la gente y el Jabalí Negro arruinando todo el país.
Como los podencos de la Cacería Salvaje, perseguíamos al invasor de norte a este, penetrando cada vez más en las sombreadas cañadas, pero, de algún modo, los vándalos siempre permanecían justo fuera de nuestro alcance. Se negaban a luchar, prefiriendo huir, y casi siempre viajaban de noche. Avanzando por cordilleras y valles regados por ríos, seguían los antiguos senderos de Albión en dirección al fértil centro del país.
Siguiendo estas rutas, Arturo enviaba por delante a mensajeros veloces para advertir a los poblados que se acercaba el invasor; pero incluso esta simple tarea era dificultada por el hecho de que el astuto Amílcar había dividido sus fuerzas, y vuelto a dividirlas otra vez. En aquellos momentos existían no menos de siete ejércitos enemigos sueltos por el país, cada uno bajo el mando de un caudillo vándalo decidido a penetrar todo lo posible tierra adentro, que lo arrasaban todo a su paso.
A Twrch Trwyth no parecía importarle en absoluto que sus jabatos se desperdigaran mientras él escapaba al norte y al este con el grueso de la horda vándala. Sin duda existía algún propósito para aquel insensato planteamiento, pero yo no podía discernirlo.
Con todo, proseguimos la persecución de modo implacable, atrapándolos cuando nos era posible, combatiendo cuando se nos presentaba batalla… pero por lo general llegando siempre un día después de su último ataque. La inutilidad nos perseguía y el constante sol nos quemaba la espalda. Las provisiones empezaron a escasear —un problema constante, acuciante como el dolor de nuestros estómagos vacíos— pues, con Londinium en cuarentena, nos veíamos obligados a comprar grano y reses en mercados más pequeños tan distantes como Eboracum, y la simple tarea de conseguir la suficiente cantidad no sólo resultaba tediosa sino que también nos ocupaba un tiempo precioso. Entretanto, los reyezuelos se dedicaban a pelar entre ellos y a disputar a Arturo su liderazgo.
Esto habría bastado para causar la ruina de muchos hombres de menor calibre. Pero Arturo tenía también que luchar contra la peste; y ésta se mostraba tan obstinada como el Jabalí Negro.
Yo veía cómo Paulinus adelgazaba y su rostro adquiría un aspecto demacrado. ¿Cómo no iba a ser así? Descansaba poco y apenas dormía. Trabajaba como un esclavo enloquecido para enseñar, organizar, preparar y distribuir su medicina. El tímido monje se había convertido en un guerrero valiente, tan implacable a su manera como cualquiera de los jefes guerreros de Arturo, empeñado en una batalla no menos feroz que cualquiera de las libradas contra Amílcar.
En cuanto llegaba la noticia de que en un poblado o hacienda se había declarado la peste, allí quería estar Paulinus. Sin pensar en sí mismo, lo entregaba todo en la contienda y de este modo iba adquiriendo renombre en la guerra contra el Devastador Amarillo. Otros vieron su ejemplo y se sintieron inspirados a seguirlo, y, así, acompañado de un puñado de hermanos procedentes de Llandaff que se habían unido voluntariamente a la lucha, cargaba con la tarea de combatir la peste.
Pero la enfermedad, como el invasor, iba muy, muy por delante de nosotros sin jamás aminorar el paso. No parecía existir modo de sojuzgar a ninguno de ellos. Así pues, cuando sus nobles empezaron a desertar, Arturo se lo tomó muy a pecho.
—Tómalo con calma, Oso —dijo Bedwyr en un intento por calmar al monarca—. No necesitamos a personas como Brastias que estén todo el día echando chispas.
Estábamos reunidos en la gran tienda de reuniones, pero Arturo, enojado con los desobedientes reyezuelos, no los había llamado y ahora permanecía sentado con los codos sobre la mesa, el entrecejo fruncido, mientras aquellos que gozaban de la confianza del Supremo Monarca intentaban animarlo.
—Es mejor deshacernos de ellos, opino yo —añadió Cai.
—Tienes razón. Oso —intervino Cador—, no se han llevado más de trescientos jinetes en total.
—¡Jesús bendito, no es la pérdida de unos cuantos caballos lo que me inquieta! —rugió Arturo—. Tres me han desafiado a la cara. ¿Cuánto creéis que tardará la desmoralización en afectar al resto?
Gwenhwyvar, bríllante serafín cubíerto con un fresco manto blanco, se inclinó sobre él.
—Permite que vaya en busca de los míos —lo apaciguó—. Los reyes de Eireann están dispuestos; lo cierto es que están ansiosos por pagar la deuda que tienen con Inglaterra. No tienes más que pedir.
—No nos vendría mal reemplazar a los jinetes y guerreros que hemos perdido —arguyó Bedwyr—. Puede que la llegada de los caballeros irlandeses avergüence a los que tienen poca voluntad y anime a los leales.
—Eso no sería mala cosa —manifestó Gwalchavad, y añadió—: Doy la bienvenida a cualquiera que esté a mi lado en esta lucha.
Gwenhwyvar tomó la mano derecha de Arturo entre las dos suyas.
—¿Por qué vacilas, esposo mío? No existe vergüenza ni mal en esto. —Le estrechó la mano y la presionó con la misma fuerza con la que intentaba hacer valer sus argumentos—. Cuanto antes me marche, más pronto regresaré. Ni te darás cuenta de que me he ido.
Arturo consideró sus palabras. Parecía a punto de ceder.
—¿Qué dices tú, Myrddin?
—Tus sabios asesores te han dado buenos consejos —respondí—. ¿Por qué preguntarme a mí?
—Pero te pregunto —refunfuñó él.
—Muy bien —asentí. Pero, antes de que pudiera dar mi respuesta, el cuerno de caza resonó en el exterior: un toque corto, seguido de otros dos.
—Alguien ha llegado —dijo Cal, poniéndose en pie de un salto. Se detuvo un instante para añadir—. ¿Los traigo a tu presencia, Oso?
—Primero averigua quién es —indicó Arturo agriamente.
La señal de Rhys indicaba a un recién llegado en el campamento. Cai se marchó y nosotros nos dispusimos a recibir a nuestros huéspedes.
Al cabo de un instante se escuchó la voz de Cai que decía desde el exterior:
—Arturo, deberías salir. Seguro que querrás ver a estos visitantes.
Arturo suspiró, apartó su silla —la gran silla de campaña de Uther— y se levantó despacio.
—¿Qué sucede ahora? —refunfuñó. Apartando a un lado el faldón de la tienda, salió al exterior y yo lo seguí. Cai se encontraba a poca distancia de la tienda, mirando colina abajo en dirección al arroyo.
Ascendiendo por la suave pendiente en dirección a nosotros se veía a un grupo de clérigos: tres obispos, no menos, con treinta o más monjes. Los obispos lucían majestuosas vestiduras sacerdotales: largas túnicas oscuras y relucientes adornos de oro; calzaban suaves botas de piel y sostenían bastones con empuñaduras de oro. Los que los acompañaban iban ataviados con vestiduras más humildes de lana cruda.
—Que el cielo nos proteja —masculló Gwalchavad en voz alta—. ¿Qué hacen éstos aquí?
—Calma, hermano —aconsejó Bedwyr—. Puede que hayan venido a prestar su ayuda contra la peste. Cualquier ayuda en esa batalla sería muy bien recibida.
—No tienen el aspecto de hombres que vienen a ofrecer ayuda —observó Gwenhwyvar—. Más bien todo lo contrario, me parece.
Su percepción femenina era tan aguda como su vista, pues los entrecejos fruncidos y los labios apretados de los que se acercaban sugerían un propósito solemne y, una decisión inflexible. El obispo que iba a la cabeza golpeaba el suelo con su báculo como si aporreara serpientes, y los que lo acompañaban avanzaban con piernas rígidas, los hombros erguidos y las barbillas levantadas. En otro momento, podría haber sido motivo de risa. Pero no en este día; el Oso de Inglaterra no estaba de buen humor.
Rhys fue a ocupar su puesto junto a Arturo cuando los sacerdotes se detuvieron ante nosotros. No reconocí a ninguno de ellos, ni tampoco a sus acompañantes. Su llegada, como es natural, había atraído la atención de los hombres del campamento, curiosos por ver qué tendrían que decir tan ilustres visitantes. Muy pronto un centenar o más se había congregado a nuestro alrededor, lo que pareció satisfacer a los obispos. En lugar de colocarse cara a cara con el Supremo Monarca, se detuvieron una docena de pasos más allá, como si desearan obligar a Arturo a ir hacia ellos. Aquello me pareció muy mal augurio.
—¡Salve, hermanos en Cristo! Salve y bienvenidos —saludó Arturo—. En nombre de nuestro Señor Jesucristo, os doy la bienvenida.
—Salve a ti —respondió el obispo que iba a la cabeza. No se dignó reconocer el rango del Supremo Monarca; ni tampoco ofreció a su soberano, ni lo hizo ninguno de los otros, el acostumbrado beso, mucho menos la sencilla cordialidad de una amable bendición.
Puesto que era mejor hombre que yo, Arturo hizo como si no se diera cuenta de la injustificable insolencia del clérigo.
—Honráis nuestro tosco campamento con vuestra presencia, amigos míos. Os doy de nuevo la bienvenida en nombre de nuestro Señor y soberano —dijo en tono afable… amontonando, como si dijéramos, carbones encendidos sobre sus cabezas.
Gwenhwyvar, que no quería quedarse atrás, tomó la palabra:
—Habríamos dispuesto un mejor recibimiento de haber sabido que veníais —dijo con suavidad—. De todos modos, no carecemos de la más elemental cortesía. —Sonreí ante esta leve censura a los malos modales de los obispos. Ella se volvió entonces hacia Rhys—. Trae la copa de bienvenida —ordenó.
—No, mi señora —replicó el obispo, alzando una mano autoritaria. Era un hombre corpulento, sólido como una cuba de cerveza en sus largas vestiduras; su principal adorno era una enorme cruz de oro que le colgaba del cuello, suspendida de una pesada cadena también de oro—. No compartiremos la copa común hasta que hayamos dicho lo que hemos venido a decir.
—Hablad, pues —intervino Bedwyr, en tono ligeramente amenazador ante la desfachatez del religioso—. El Señor bien sabe que habéis conseguido despertar nuestra curiosidad con vuestra osadía.
—Si nos consideráis demasiado atrevidos —contestó elobispo con arrogancia—, entonces realmente sois más tímidos de lo que suponíamos.
—Me da la impresión —manifestó Cador, imitando a la perfección el tono glacial del otro— que suponéis demasiado. —Luego, antes de que el airado obispo pudiera responder, cambió de táctica—. ¡Ah, perdonadme! —continuó con voz melosa—. A lo mejor no sabéis quién es aquel que se os dirige con tanta cortesía. —El joven rey alzó la mano en dirección a Arturo y siguió—: Os presento a Arturo ap Aurelius, rey de Prydein, Celyddon y Lloegres, Gran Dragón de la Isla de los Poderosos y Supremo Monarca de toda Inglaterra.
El pomposo clérigo casi estalló al escuchar esto. Dirigió una mirada furiosa a Cador y masculló:
—Sabemos bien quién es aquel que hemos venido a ver.
Una vez más, Cador tenía ya preparada una respuesta apropiada.
—Entonces debo pediros de nuevo que me disculpéis —dijo alegremente—, pero daba la impresión de que teníais alguna duda sobre el rango del hombre al que os dirigíais. Mi intención era simplemente aliviar el peso de vuestra ignorancia… si es que se trataba de ignorancia… ya que no imagino que tan grave insulto pueda haber sido intencionado.
Comprendiendo que llevaba las de perder, el rudo obispo inclinó la cabeza despacio.
—Os agradezco vuestra solicitud —respondió y, volviéndose a Arturo, continuó—: Si he ofendido al poderoso Pendragon, debo solicitar su perdón.
Arturo empezaba a perder la paciencia.
—¿Quién sois y por qué habéis venido? —inquirió sin rodeos.
—Yo soy Seirol, obispo de Lindum —anunció orgullosamente—, y éstos son mis hermanos: Daroc, obispo de Danum, y el abad Petronius de Eboracum. —Alzó el báculo en dirección a sus hermanos obispos, cada uno de los cuales alzó a su vez una mano pálida en señal de paz—. Hemos venido con representantes de nuestras iglesias, como podéis ver. —Con esto se refería al grupo de monjes que los acompañaba—. Venimos investidos de la autoridad del obispo Urbanus de Londinium, que envía esto con su sello. —Mostró un rollo de pergamino que llevaba el sello y la firma del obispo.
—Os habéis alejado mucho de vuestro hogar, hermanos —comentó Arturo—. Lindum se encuentra a muchos días de viaje hacia el norte… lo mismo que Eboracum; y Londinium no está tampoco a corta distancia. El asunto debe ser de cierta magnitud para haceros viajar tan lejos en días tan agitados.
—Bien que lo sabéis, señor —afirmó Seirol autoritario—. Hemos soportado muchas penurias… y esto para que no tuvierais motivo para dudar de nuestra resolución.
—A mí me parecéis muy resueltos —respondió el Supremo Monarca.
Bedwyr, que percibía un peligro inminente, advirtió en voz muy baja:
—Ve con cuidado, Oso.
El obispo Seirol aspiró con fuerza, enojado.
—Había oído hablar de los groseros modales de vuestro gran rey —dijo desdeñoso—; desde luego ya esperaba verme insultado.
—Si nos consideráis demasiado, groseros —observó Cai—, entonces realmente sois hombres más delicados de lo que suponía. —Muchos de los espectadores se echaron a reír, y los religiosos se removieron incómodos.
El obispo paseó una mirada ceñuda por la concurrencia; luego alzó despacio el báculo y dio un golpe seco en el suelo con él.
—¡Silencio! —chilló—. Preguntáis por qué hemos venido aquí. Os lo diré. Hemos venido a realizar nuestro más justo y santo deber al exigiros a vos, Arturo ap Aurelius, que renunciéis a vuestro trono y entreguéis el Reino de Inglaterra a otro.
—¿Qué? —La incrédula exclamación había brotado de Bedwyr, pero el pensamiento estaba en las mentes de todos—. ¿Que Arturo renuncie al trono?
—Esto es realmente un asunto de cierta magnitud —señaló Arturo con sequedad—. A menos que seáis más locos de lo que parecéis, debéis tener un buen motivo para esta grave sugerencia. Quisiera oírlo ahora, sacerdote.
El obispo Seirol frunció el entrecejo, pero, como no consiguió discernir si la respuesta de Arturo lo ofendía o no, se irguió con orgullo y procedió a dar la explicación que llevaba preparada. Blandiendo el báculo, proclamó:
—Puesto que hemos arrastrado muchos peligros, no penséis que se nos disuadirá fácilmente. El país está en desorden y la gente pasa penurias. Se nos acosa continuamente. La peste y la guerra han sido el fin de muchos, y el país exige justicia.
—Estamos al tanto de estas penalidades —aseguró Cador—. Si echáis una mirada a vuestro alrededor, observaréis que en estos instantes os encontráis en un campamento de guerra situado en primera línea de batalla. ¿O acaso creíais que esto era Londinium o Caer Uintan, y que estábamos todos bien ocultos y a salvo tras altas murallas?
La cólera del obispo Daroc estalló.
—Vuestra impertinencia es impropia de vos, lord Cador. ¡Oh, sí, también os conocemos a vos! Haríais bien en tomar en consideración nuestras acusaciones, que afectan la eterna seguridad de vuestra alma.
—Yo pensaba —respondió él con frialdad— que tan sólo Dios mandaba sobre mi alma. Y, puesto que he depositado mi confianza en él, decid y haced lo que queráis: no temo a ningún ser mortal.
El obispo Seirol siguió adelante con su ataque.
—¡Escuchadme, orgulloso monarca! ¿Negáis que el enemigo invade el país impunemente? ¿Negáis que la peste está consumiendo al país?
—¿Cómo —replicó Arturo despacio— podría yo negar lo que puede ver incluso el ojo menos agudo? Debéis saber que he enviado mensajeros a todo lo largo y ancho del país con el aviso.
Una expresión de triunfo transformó el rostro del clérigo. Alzó los brazos extendiéndolos y se volvió a un lado y a otro, exultante en su imaginada victoria.
—¡Escuchadme, guerreros de Inglaterra! —exclamó Seirol con voz atronadora—. ¡Estos dos padecimientos gemelos que son la peste y la guerra han caído sobre nosotros por la inmoralidad de un hombre! —Lanzó una mano en dirección a Arturo y chilló—: Arturo ap Aurelius, habéis sido condenado por el Señor. Lo cierto es que el mal que asola el país proviene únicamente de vuestra propia iniquidad, y de la perversidad de vuestro reinado.
La acusación flotó en el aire durante un largo y terrible momento. Luego la voz de Cai quebró el estupefacto silencio.
—¿Iniquidad y perversidad? —repitió con profundo desprecio—. Oso, ya hemos escuchado suficientes insultos de este sapo inflado. Permite que los expulse del campamento a patadas.
—¿Con qué derecho venís aquí a difamar al rey de Inglaterra? —exigió Gwenhwyvar agriamente.
—¡Soy el obispo de Lindum! —chilló Seirol—. Hablo en nombre de la santa iglesia de Cristo en la tierra. Puesto que no existe más que un Redentor, estamos unidos en un solo cuerpo. Así pues, cuando hablo, hablo en nombre de Dios.
—Yo soy Caius ap Ectorius de Caer Edyn —escupió Cai, adelantándose hacia el religioso, la mano en la empuñadura de la espada—. Y yo digo que sois un charlatán infecto, y hablo en nombre de todos los aquí presentes.
Lo absurdo de la acusación de Seirol nos impedía tomarla en serio. Pero los obispos hablaban con total seriedad. Se habían preparado a conciencia para lanzar esta ridícula acusación y pensaban decir la última palabra.
El abad Petronius, las facciones contraídas en una mueca asesina, se abrió paso al frente.
—Matadnos si queréis —siseó—. No esperábamos menos de vosotros. Todo el mundo sabrá que padecimos martirio en el cumplimiento de nuestro deber a manos de criminales pervertidos y rencorosos.
—Seguid hablando de este modo a vuestro rey —advirtió Bedwyr en voz baja y cargada de amenaza—, y no os desilusionaremos, sacerdote.
—¡Matanzas y asesinatos es todo lo que conocéis! —acusó el obispo Daroc—. La suerte no acallará nuestras voces. ¡La verdad no será silenciada! ¡Nuestra sangre clamará justicia desde el mismo suelo!
—¿Lo comprobamos? —inquirió Gwalchavad.
Arturo alzó una mano.
—Calma, hermanos —dijo, con voz ecuánime. Miró a Seirol—. Habéis presentado grave queja contra mí, amigo. Ahora quisiera escuchar vuestras pruebas.
Los obispos intercambiaron miradas y una expresiónparecida a la preocupación pasó por el sonrojado rostro de Seirol. Habían considerado manifiesto el cargo y no habían esperado un desafío directo. He aquí cómo los arrogantes y fariseos son siempre muy rápidos en detectar la mota en el ojo ajeno, mientras que nunca ven el tronco en el propio. Temblaban ahora, pues por primera vez empezaban a dudar de sí mismos.
—Bien, estoy esperando —los instó Arturo—. ¿Dónde están vuestras pruebas?
—Tened cuidado, sacerdotes difamadores —advertí, dando un paso al frente—. Os encontráis en presencia de aquel cuyo honor está por encima de todo reproche; pero, en lugar de alabarlo como debierais, lo impugnáis con sucias calumnias. ¡Vergüenza debiera datos! Sí fuerais hombres de honor os postraríais boca abajo y suplicaríais perdón por vuestros pecados. ¡Si fuerais auténticos siervos de Cristo caeríais de rodillas para implorar indulgencia! —vociferé, y el aire se estremeció—. Rogad misericordia al rey de reyes en la tierra, que ostenta legítimamente el gobierno de este país de manos del Supremo Monarca del Cielo. Arrodillaos ante él, pues en verdad os digo: estáis a punto de perder vuestras miserables vidas.
Nadie les había hablado así jamás, y los pérfidos monjes se quedaron boquiabiertos de horror e incredulidad. Estaban tan devorados por la idea de la condenación y de su propia importancia que no podían aceptar la verdad tal y como se la planteaba.
El obispo Seirol, enfurecido por mi arrebato, se lanzó al frente furioso, sin pensar.
—¡Pedís pruebas! —exclamó—. ¡Pedís pruebas! Os digo que la prueba de mi acusación se encuentra junto a vos, gran rey.
Dicho esto, el religioso alzó su báculo pastoral y miró a su alrededor. Con un molinete de exagerada pompa, colocó el bastón en posición horizontal y señaló. Sentí cómo la sangre se me subía a la cabeza mientras me preparaba para responder a su alegato; me enfrentaría y respondería al calumniador monje golpe por golpe. Pero no fue a mí a quien señaló.
No, ese injusto honor recayó en Gwenhwyvar.
—¡Mirad! —se pavoneó el obispo—. Ahí la tenéis llenade desfachatez y desvergüenza a la vista de todos. ¿Qué otra prueba necesito?
Tanto Arturo como Gwenhwyvar se quedaron estupefactos ante este extraordinaria declaración. La naturaleza de la acusación se les escapaba, pero no a mí; comprendí perfectamente lo que el inicuo clérigo insinuaba.
—Por el amor de Cristo —susurré con aspereza—, retiraos y no digáis nada más.
—¡No me retiraré! —exclamó Seirol exultante. Imaginaba ahora haber ganado el caso, e intentó dar mayor relieve a su victoria—. ¡Esta mujer es irlandesa! —dijo, con voz preñada de insinuaciones—. Es extranjera y pagana. Vuestro matrimonio con ella, oh rey, está en contra de la ley de Dios. Tan seguro como que estáis junto a ella ahora, afirmo que estáis condenado.
Petronius, envalentonado por el ejemplo de su colega, entró en la discusión.
—Desde el principio del mundo —acusó—, jamás hubo peste en Inglaterra… hasta que os convertisteis en rey y tomasteis a esta mujer, a esta irlandesa pagana como vuestra reina.
Resultaba difícil decidir qué consideraba peor: que Gwenhwyvar fuera pagana o que fuera irlandesa; o, probablemente, que fuera mujer.
El obispo Daroc atrajo entonces la atención hacia sí.
—Se trata del castigo de Dios sobre todo nosotros por los crímenes de este monarca inmoral. Al Señor no se lo burla. Sus leyes perduran eternamente, y su castigo es veloz.
Arturo, serio y calmado, respondió en una voz tan ecuánime y contenida, que escucharla heló la sangre en las venas a aquellos que lo conocían bien.
—No soy un estudioso de las Sagradas Escrituras, eso lo confieso. Mi vida se dedica a otros menesteres.
—A matanzas y luchas dedicáis vuestra vida —se mofó Petromus… y fue rápidamente silenciado por la forma en que Arturo enarcó las cejas.
—Pero decidme ahora —continuó Arturo, alzando ligeramente la voz—, ¿no es pecado dar falso testimonio contra un hermano?
—Bien que lo sabéis —respondió Seirol con suficiencia—. Bajo la ley de Dios, se condenan todos aquellos que cambian una verdad por una mentira.
—¿Y no es cierto que esta misma ley que invocáis invita a aquel que quiere condenar a otro a primero demostrar que está libre de culpa?
El religioso casi se echó a reír a la cara de Arturo.
—No penséis en volver esa gran enseñanza en vuestra defensa —replicó Seirol—. Fui confesado al alba y no llevo en mí la menor mácula de pecado que pueda utilizarse en mi contra.
—¿No? —dijo Arturo, y en su voz se percibió el retumbo que advierte de la inminencia de la tormenta—. En ese caso escuchadme, monje insolente. Habéis pecado tres veces desde que llegasteis a este campamento. Y por esos pecados os pido cuentas.
—¿Osáis calumniar a un obispo de Cristo? —acusó el ultrajado clérigo—. No he pecado una sola vez, mucho menos tres.
—¡Embustero! —rugió Arturo, decidió por fin a atacar. Alzó un apretado puño y poco a poco estiró un dedo—. Me acusáis de iniquidad y maldad, e invocáis sobre mí el castigo divino. Sin embargo, cuando exijo pruebas de estas acusaciones, no ofrecéis ninguna; en lugar de ello, lleváis vuestro ataque hasta la mujer que el mismo Dios me ha dado por esposa.
»En cuanto a Gwenhwyvar… —estiró lentamente un segundo dedo—, llamáis pagana a alguien que, como vos mismo, es un cristiano nacido del agua; bautismo del cual puede testificar Charis de Ynys Avallach y el mismo abad Elfodd. Y puesto que, como tan oportunamente nos habéis recordado, no existe más que un Redentor y todos los que lo invocan están unidos en un solo cuerpo, juzgáis con falsedad y llamáis pagana a quien en realidad es vuestra hermana en Cristo. Así pues, condenáis doblemente a alguien que es inocente.
Unicamente entonces sintió el religioso cómo el suelo se abría bajo sus pies, y el color desapareció de su rostro. Los que lo acompañaban no percibieron aún el golpe fatal, aunque mientras contemplaban la escena éste caía ya sobre sus ignorantes cabezas.
Arturo estiró otro dedo.
—Por último, mentís al decir que estáis libre de pecado, pues habéis pecado a la vista de todos estos testigos desde el primer momento en que empezasteis a hablar. No dudo de que seguiríais añadiendo un pecado a otro si os permitiera seguir hablando.
El obispo Daroc se irguió indignado.
—No se nos juzga a nosotros aquí.
—¿No? —replicó Arturo—. Siempre queda sometido a juicio aquel que da falso testimonio contra su hermano. El sol aún no ha llegado al mediodía y ya habéis, según vuestras propias palabras, «cambiado una verdad por una mentira»… y no sólo una vez, sino tres veces. Por esto os condenáis por vuestra propia boca. ¿Qué tenéis que decir a esto, sacerdote? —prosiguió Arturo, inflamado de justa cólera—. Os escucho, pero no oigo vuestra respuesta. ¿Puede ser acaso que cuando no tenéis ninguna mentira en los labios no tenéis nada que decir?
El mortificado obispo, al no tener respuesta que ofrecer, lanzó una mirada furiosa a Arturo, pero mantuvo la boca bien cerrada.
—Demasiado tarde para mostrar sensatez —le dijo Arturo—. Ojalá hubierais pensado en ejercitarla antes. Tal y como están las cosas, habéis malgastado mucha en un largo y peligroso viaje cuyo fin era hacer ostentación de vuestra estupidez. No dudo que hubierais conseguido lo mismo sin salir de Lindum. ¿O es que hay todavía otro motivo para vuestra visita? ¿Alguna otra queja contra vuestro rey?
Sin poder evitarlo, el obispo Daroc echó una rápida mirada hacia donde se encontraba Cador, traicionando de este modo la auténtica naturaleza de la queja de los sacerdotes. Sus orejas enrojecieron y el color subió a sus mejillas.
—¡Eso es! —La comprensión iluminó como un amanecer el rostro de Arturo—. Myrddin me advirtió sobre los hombres de la iglesia y las posesiones terrenas. Qué bien os conoce.
—Desde luego, señor —comentó Cador—. Deberíais haber oído sus chillidos cuando sugerí que necesitábamos las baratijas de oro que acumulaban polvo en sus arcas.
Arturo se dirigió a los obispos con voz atronadora.
—Habéis mentido a vuestro rey y dado falso testimonio contra vuestra reina… sólo porque yo busqué socorro y sustento para mis hombres en las riquezas de la iglesia que he jurado defender. Vuestro egoísmo y orgullo, ¡únicamente eso!, os trajo aquí, y todos los que han presenciado esta vergonzosa conversación contemplan ahora con toda claridad vuestra codicia y pobreza de espíritu. —Sacudió la cabeza lentamente—. Vosotros no sois cristianos. Escuchadme, hijos de las víboras. Por vuestros pecados seréis desnudados y azotados y expulsados de este campamento. Se os conducirá ante Llandaff, donde el santo Illtyd, auténtico sacerdote de Cristo, decidirá vuestro castigo. Rezad para que tenga más compasión que yo, porque os digo con toda claridad que le aconsejaré que os eche de la iglesia, no fuera a ser que desprestigiarais al mismísimo Jesucristo con vuestro orgullo e impía vanidad.
Dicho esto, el Supremo Monarca extendió la mano y quitó a Seirol la cruz y la cadena que pendía de su cuello.
—Ya no necesitaréis esto, creo; y nosotros podemos utilizarlo aquí para comprar comida y bebida para los guerreros hambrientos.
Dio la espalda al balbuceante clérigo y llamó:
—¡Gwalchavad! ¡Cador! Conducidlos a Llandaff y contádselo todo a Illtyd: exhortadlo a que imponga un castigo apropiado.
Cai contempló cómo los odiosos sacerdotes eran sacados de allí.
—Deberías haber dejado que yo me ocupara de ellos, Oso —dijo—. Dios bien sabe que ya han sido la ruina de muchos.
—Es mejor que sea Illtyd quien aplique el castigo —respondió Arturo—. Porque él es un hombre santo y de esta forma ellos no podrán consolarse con el secreto pensamiento de que fueron malinterpretados u obligados injustamente por un pagano.
Hizo intención de alejarse, pero Gwenhwyvar se colocó entonces frente a él con las manos en las caderas, las bien formadas cejas fruncidas y los oscuros ojos llameantes.
—Este asunto aún no se ha terminado, oh rey —manifestó—. Se me ha injuriado por mi linaje a la vista de todos los aquí presentes. Mi honor exige satisfacción.
Sospechando una sutil estratagema, Arturo ladeó la cabeza.
—¿Qué sugieres? —inquirió cauteloso.
—Sólo esto: que yo zarpe de inmediato hacia Irlanda y reúna a nobles que, por la fuerza de su devoción, harán que los descreídos ingleses de todo el país se estremezcan de envidia al ver el homenaje que mi noble raza ofrecerá.
Las últimas sombras de enojo desaparecieron del rostro de Arturo. Contempló a su esposa: fina evaluación entremezclada con profundo aprecio y… ¿qué? ¿Gratitud? Reconocimiento, sí. Vio en ella un espíritu tan inquebrantable y entusiasta como el suyo, furiosamente leal y firme en todo momento y, al igual que él, muy por encima de un puñado de monjes falaces y nobles titubeantes.
Con una sonrisa, el Oso de Inglaterra cedió.
—Los hombres valientes son siempre bienvenidos a mi lado —declaró en voz alta para que todos los oyeran—. Y, si los nobles de lerne demuestran ser siervos más leales de Inglaterra que los propios hijos de Inglaterra, que así sea. Que aquellos que abandonan fe y lealtad lleven el nombre de su deshonra. La maldad y el engaño no tienen cabida en mi reino, y cualquier hombre que abrace la verdad es amigo mío.
Gwenhwyvar lo besó entonces, y el abrazo fue celebrado por las guturales aclamaciones de todos los que los miraban. La reina partió en la siguiente marea con suficientes naves para traer de vuelta a los irlandeses: doce barcos y hombres suficientes para tripularlos. A requerimiento de Arturo, Llenlleawg y yo la acompañamos.