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na vez que hube comido y descansado un poco, llegaron los sacerdotes para unirse a Charis y a Avallach en la deliberación sobre la situación a la que nos enfrentábamos. Nos reunimos en el pozo solar situado frente a los aposentos de Avallach, donde se había colocado un toldo de tela roja para crear una zona resguardada de la luz y el calor del sol. Nos trajeron sillas y celebramos consejo bajo el dosel, como si se tratara del interior de una tienda de campaña romana. Resultaba de lo más apropiado, ya que nuestra conversación era tan trascendental como cualquier campaña militar, y no menos apremiante.

—Por lo que habéis dicho —aventuró Paulinus—, creo que se puede decir que la enfermedad sigue a la flota vándala. Allí donde recalan sus quillas, surge la pestilencia.

—Si eso es así —dije—, me pregunto por qué a los cymbrogi aún no los ha afectado. Llevan combatiendo a los bárbaros desde el principio, y sin embargo ninguno de ellos ha caído enfermo. También —señalé— los vándalos asaltaron Ierne antes de venir a Inglaterra, pero no he oído a nadie de allí que mencionara la peste.

El monje consideró mis palabras con atención.

—Entonces —concluyó— debe de tener otro origen. —Volviéndose a Elfodd, preguntó de improviso—. El hombre que murió anoche… ¿dónde vivía?

—Pues, vivía por aquí —respondió el abad—, en Ban Curnig; se encuentra algo al oeste. Pero era un granjero; no creo que haya estado nunca en un barco, ni cerca de uno.

—Ya veo. —Paulinus frunció el entrecejo—. Entonces no sé qué decir. Jamás he oído hablar de una peste que surja de otro sitio que no sea un puerto, y nos encontramos a una buena distancia del mar.

Todos nos quedamos callados mientras pensábamos en cómo resolver este misterio.

—¿Qué hay de los otros? —inquirí al cabo de un rato—. Dos más murieron; ¿también eran granjeros?

—No lo sé —repuso Elfodd—, y ellos no pueden decirnos nada ahora.

—Uno de ellos era un comerciante —dijo Charis—. Al menos, eso pensé. He visto demasiadas veces la bolsa de un mercader como para no reconocer una cuando la veo.

Avallach se puso en pie y llamó a uno de sus criados. Tras una rápida consulta el sirviente se marchó a toda prisa.

—Pronto sabremos lo que puede averiguarse de la bolsa de un mercader.

—Mientras esperamos —sugirió Elfodd a Paulinus—, dinos lo que sabes sobre esta pestilencia.

Ante su pregunta, el monje empezó a relatar todo lo que sabía de la enfermedad y de los varios modos y métodos que había aprendido para tratar a las víctimas. Existían pociones de hierbas y plantas que se creía que ofrecían un cierto alivio; debía utilizarse agua potable —es decir, agua recogida únicamente de arroyos de corriente rápida— para beber; había que tostar el grano antes de comerlo o sino tirarlo, en especial grano en el que había habido ratas; era necesario limitar los viajes, pues la enfermedad parecía extenderse con más rapidez cuando las personas iban de un lado a otro sin cortapisas. A los muertos había que quemarlos, junto con sus ropas y posesiones y, para mayor seguridad, también sus casas y graneros. El fuego ofrecía una cierta protección, ya que, una vez expulsada por medio del fuego, la peste rara vez volvía a aparecer en aquel lugar.

—No os daré falsas esperanzas —advirtió Paulinus—. Existen diferentes clases de peste: todas son mortales. En el caso del Devastador Amarillo, como en la guerra, se trata de un combate a muerte. Muchos morirán, los débiles y los ancianos primero. No puede evitarse. Pero las medidas que he sugerido significan la salvación de muchos.

El criado regresó al poco, con una bolsa de cuero que entregó a Avallach.

—Veamos —dijo el Rey Pescador, desatando las correas. Volcó el contenido de la bolsa sobre la mesa que teníamos delante, y una serie de monedas cayó sobre ella… pero nada más.

—Esperaba encontrar algo que nos dijera de dónde venía este mercader —suspiró pesaroso el monarca.

Mis ojos se clavaron en el pequeño montón de monedas, y me pareció ver el destello de la plata bajo la luz del sol. Aparté rápidamente a un lado las monedas de poco valor, y me encontré con un denario de plata. ¡Londinium! ¡Desde luego, aquel pozo negro al aire libre podía generar un millar de plagas!

—Abuelo —dije, levantando la moneda—, la bolsa ha hablado con toda elocuencia. ¡Fíjate! El hombre ha estado hace poco en Londinium.

—¿Cómo lo sabéis? —inquirió Elfodd con gran asombro.

—Aparte de Eboracum, ése es el único lugar donde podría cambiar su mercancía por plata como ésta.

—Es cierto —añadió Paulinus—. Si hubiera caído enfermo en Eboracum, me parece que habría muerto antes de cruzar siquiera el Ouse.

—Y Londinium es un puerto —acotó Charis.

Elfodd asintió, aceptando la evidencia.

—De modo que nuestro amigo estuvo hace poco comerciando en Londinium y regresaba a casa cuando cayó enfermo. ¿Cómo nos ayuda esto?

—Se puede advertir a la ciudad y cerrarla —respondió Paulinus—, con lo que se conseguiría contener en gran medida la enfermedad, ya que se sabe que pueden caer enfermos incluso aquellos que simplemente atraviesan una ciudad afectada por la peste.

—Muy bien —decidió Elfodd—. Ahora, pasemos a la cuestión de remedios…

—No hay que hablar de remedios —avisó Paulinus—, donde no existe ninguno.

—Aun así —dije yo—, mencionaste elixires que podían ofrecer alguna ayuda. ¿Cómo se preparan?

Paulinus, sombrío a la luz de la desalentadora perspectiva que se nos presentaba, contestó:

—Con los ingredientes a mano, preparar las pociones resulta facilísimo. —Se llevó un dedo al labio inferior—. Me parece… Sí, la mejor que conozco utiliza como principal elemento una hierba acuática. Tengo entendido que en esta zona abunda precisamente esta planta… y las otras hierbas son muy fáciles de encontrar.

—Necesitaremos una gran cantidad —señaló Charis.

—Los hermanos facilitarán todo lo que se necesite —prometió el abad Elfodd—. Tenemos entre nosotros hombres muy versados ya en tales cuestiones, y ellos pueden enseñar a otros. Llegar a todos los poblados y granjas resultará mucho más difícil.

—Dejadme eso a mí —dije. Un plan empezaba a formarse en mi mente—. Ahora, Paulinus, debes contarnos todo lo que sepas sobre cómo preparar ese remedio y su utilización. Todo —recalqué—, hasta el detalle más nimio, tenlo bien presente, puesto que tus instrucciones se transmitirán a todos los poblados y ciudades del país.

Paulinus, el renuente erudito, demostró ser un profesor capaz cuando empezó a describir el proceso de la fabricación del elixir y cómo se debía utilizar para que produjera el efecto más beneficioso. Mientras él hablaba, me sentí admirado ante la claridad de su disciplinada mente. Sus años de estudio no habían sido en vano, como él temía; lo que es más, pude percibir su regocijo al escuchar por fin la llamada que durante tanto tiempo había esperado.

—Desde luego, es infinitamente mejor prevenir la enfermedad —concluyó el docto monje—. El pequeño beneficio que ofrece el remedio no sirve de nada si la poción no se administra al principio de la fiebre. Con la poción existe una muy pequeña posibilidad de mejora. Sin ella —advirtió—, nada sirve, excepto la oración.

—Comprendo —contesté. Volviéndome hacia Avallach, que había mantenido un sombrío y atento silencio durante nuestra conversación, dije—: Estarás en peligro aquí. Quisiera que vinieras a Caer Melyn conmigo, pues la abadía muy pronto será a la vez refugio y hospicio.

—Hijo —respondió Avallach en tono cariñoso—, ya lo es. Esta enfermedad no hace más que aumentar nuestro trabajo. Y en la misma medida que se multiplica la labor también lo hace la gloria. Soportaremos lo que nos envíe el Señor, dependiendo no de nuestras propias fuerzas sino de Aquel que nos sostiene a todos. Y, si la oración puede servir de algo —añadió, alzando la mano con la palma hacia arriba, a la manera de un suplicante—, me dedicaré a ella con todo mi corazón.

Quedaba claro que no lo convencería de hacer otra cosa, de modo que no insistí más.

—Que tus plegarias se demuestren más potentes que cualquier elixir-le dije.

Cuando concluyó nuestra conversación algo más tarde, dejamos a Avallach que descansara y nosotros —Paulinus, Elfodd, Charis y yo mismo— descendimos hasta el lago, donde el monje nos mostró la planta que daba a la poción sus poderes curativos. Tras quitarse túnica y sandalias, y arremangarse los pantalones, vadeó por el agua, encorvado y con las manos apoyadas en las rodillas mientras los oscuros ojos escudriñaban los verdosos y fríos fondos.

De improviso, se detuvo, introdujo el brazo en el agua y sacó una planta con largas hojas verdes y racimos de pequeñas flores de color rosa pálido en un tallo carnoso.

—Esto —dijo, señalando la gruesa raíz marrón—, cuando se tritura junto con las hojas y tallos del ajo y del brillan mawr en cantidades iguales, y todo ello preparado como os he dicho, facilita toda la mejora que podemos dar. —Luego, como si saboreara el remedio, añadió—: Creo que un poco de licor de rhafnwydden lo hará más sabroso.

Regresando a la orilla, se procuró rápidamente las otras plantas que había mencionado, pues lo cierto es que éstas crecen sin problemas en los bosques y en la mayoría de las corrientes de agua de todo Ynys Prydein. Satisfecho con sus ingredientes, Paulinus nos condujo a la abadía, donde, tras obtener los utensilios necesarios, se dispuso a preparar la poción, mostrándonos cómo deshilachar los tallos y raíces de las plantas antes de triturarlos y hervirlos con un poco de agua salada en un cazo. El agua se volvió amarilla y despidió un olor parecido al de huevos podridos.

Cuando consideró que estaba preparada, Paulinus extrajo un poco del lechoso líquido con un cucharón, y sopló sobre él con suavidad.

—Hay diferentes modos de determinar si está bien hecha —dijo—, pero éste es el mejor. —Y se llevó el cucharón a los labios y bebió el contenido—. Sí; está lista.

Ofreciéndonos el cucharón a cada uno por turnos, nos dio a beber la pócima.

—Probad. —Instó—. No produce ningún daño.

—Picante —decidió Charis, arrugando ligeramente la nariz— y amarga… aunque no desagradable.

Me pasó el cucharón, y tomé un sorbo; el líquido escocía un poco en la lengua.

—Si se da cuando la fiebre acaba de aparecer —nos informó Paulinus—, se asegura el mejor resultado, tal y como he dicho.

Alabé la sagacidad del monje, y añadí:

—Esta peste será un desafío incluso para el mejor de los hombres. Le serías de utilidad a tu rey en la lucha. ¿Quieres venir conmigo?

—Iré con vos, lord Emrys —respondió él sin apenas pensarlo; luego se volvió respetuosamente hacia su superior—. Si el abad Elfodd autoriza mi ausencia.

—Paulinus —dijo Elfodd en tono paternal—, has sido llamado por el Supremo Monarca. Debes ir. Y, puesto que hemos conseguido salir adelante antes de que tú vinieras, me atrevería a decir que también nos las arreglaremos cuando no estés. Sí, ve. Te doy mi bendición. Regresa cuando hayas finalizado tu tarea.

—Soy vuestro hombre, lord Emrys —anunció Paulinus, inclinando la cabeza.

—Estupendo.

—Prepararemos tanta poción como nos sea posible antes de que os marchéis —ofreció Charis—. Os pondréis en marcha con una buena provisión.

Elfodd aprobó la oferta.

—Los hermanos están a vuestro servicio. Muchas manos agilizarán el trabajo.

—Gracias a los dos. Sabía que no podía equivocarme al venir aquí. —A Paulinus le dije—: ¡Deprisa, pues! Partiremos en cuanto estés listo.

Charis y yo dejamos a Elfodd y a Paulinus organizándolo todo y regresamos a palacio. Mi madre no dijo ni palabra mientras andábamos, de modo que pregunté:

—¿Estás asustada?

—¿De la peste? —repuso con cierta sorpresa—. En absoluto. Durante los años que he pasado en la Isla de Cristal, he visto todo lo que la enfermedad puede hacer, Halcón. Ya no le temo a la muerte. ¿Por qué lo preguntas?

—Ven conmigo.

—Oh, Merlín, no me atrevo. Me gustaría, pero…

—¿Por qué no?

—Me necesitarán aquí.

—En efecto, tus conocimientos serán bien recibidos donde quiera que vayas —afirmé—. Arturo encontraría un lugar digno de tu experiencia y renombre. —Hice una pausa—. Sé que nada le gustaría más que volver a verte… y a Gwenhwyvar, también.

—Y a mí nada me gustaría tanto, te lo aseguro. Pero mi lugar está aquí. He vivido tanto tiempo sobre mi peñasco, que no podría abandonarlo ahora… en especial en estos momentos tan difíciles.

—Ojalá poseyera yo tu valentía.

—Bendito seas, Halcón mío. Puede que cuando las actuales dificultades hayan pasado, vaya a Caer Melyn y me quede un tiempo contigo. Sí —dijo, tomando una decisión—. Lo haré.

Mientras esperaba a que Paulinus se reuniera conmigo, cabalgué hasta la Colina del Santuario. Se me ocurrió que podía pasar unos instantes orando en la pequeña capilla de juncos y barro antes de regresar a la contienda. Los monjes de la abadía mantienen limpio y en condiciones el santuario, que está situado sobre la pequeña colina que se alza junto a la Torre. Veneran el lugar, puesto que fue éste el primer lugar de Inglaterra al que llegó la Palabra Sagrada por boca de José, el próspero mercader de estaño procedente de Arimetea. El santuario es una construcción sencilla, de paredes encaladas y con un techo de juncos sobre una única habitación con un pequeño altar de piedra.

Desmonté frente a ella y penetré en la fresca habitación en penumbra para arrodillarme sobre el suelo desnudo ante el altar. La sensación de la presencia del Redentor en aquella tosca capilla permanecía tan potente como siempre; es un lugar muy antiguo y sagrado. Aquí fue donde Arturo tuvo su visión y recibió su llamada, la noche antes de que la Dama del Lago le entregara la Espada Soberana. Aquí, también, contemplé yo el Grial, ese misterioso y evasivo símbolo de la gracia y el poder de Dios.

Arrodillándome en aquel humilde lugar, dije mis plegarias, y, cuando me volví a levantar para reanudar mi camino, lo hice con renovadas energías tanto en mi corazón como en mi espíritu.

Paulinus y yo abandonamos Ynys Avallach poco después; Arturo esperaba y yo estaba ansioso por poner en marcha mi plan. Mi idea era ésta: todos los viajes a Londinium y desde ésta debían cesar, para la cual había que cerrar cada carretera y camino fluvial; al mismo tiempo había que advertir a todos los poblados y lugares habitados y facilitarles el elixir. En cuanto a esto último, haría que Paulinus enseñara a diez cymbrogi cómo preparar la poción; estos diez, armados con sus conocimientos, recorrerían de punta a punta Ynys Prydein transmitiendo la noticia de la peste e instruyendo a otros sobre cómo combatirla. Cada monasterio y abadía se convertiría, al igual que la Isla de Cristal, en un refugio; los monjes y sacerdotes prepararían la poción curativa y la distribuirían entre los poblados adyacentes, a la vez que enseñaban a las gentes las diferentes formas de combatir la enfermedad.

Era, reflexioné, una pobre estrategia con la que luchar contra un enemigo tan poderoso como el Devastador Amarillo. Aun así, era la única arma que poseíamos y debíamos utilizarla como pudiéramos, aprovechando cualquier ventaja y oportunidad para atacar… y atacar deprisa.

En consecuencia, Paulinus y yo cabalgamos a toda prisa siguiendo el Briw, desandando el camino hasta el lugar de desembarco donde Barinthus y la embarcación aguardaban. Era ya bien entrado el día siguiente, y con el sol casi oculto, cuando saludé al piloto. Mientras él y Paulinus hacían subir a los caballos, permanecí inmóvil contemplando cómo la oscuridad se intensificaba en el valle de Mor Hafren y se extendía como una mancha de aceite sobre el agua.

Era la muerte lo que vi, la disolución del Reino del Verano, la más bella de las flores destruida ante mis ojos nada más iniciar su floración. Me invadió el desánimo.

Luz Omnipotente, ¿qué más puede hacer un hombre?

El sol ya se había puesto cuando llegamos a la otra orilla; no obstante, la noche era clara, de modo que seguimos nuestro camino sin detenernos más que una vez para descansar y dar de beber a los caballos. Cabalgamos durante todo el día siguiente y gran parte de la noche —vigilantes por si aparecían los vándalos, pero sin tropezar con ninguno— y llegamos al campamento inglés antes del amanecer. A nuestra llegada, uno de los centinelas nocturnos despertó a Arturo, quien abandonó el lecho para venir a darnos la bienvenida.

Me disculpé por la intrusión, pero él no quiso ni oír hablar de ello.

—De todos modos no habría tardado en despertar —aseguró—. Ahora disponemos de un momento de tranquilidad para conversar.

Me indicó que me reuniera con él en su tienda, donde una pequeña fogata ardía en el exterior.

—Gwenhwyvar todavía duerme —explicó cuando nos sentamos junto al fuego.

—Me pareció ver más barcos en Mor Hafren —comenté mientras me acomodaba.

—Lot está aquí, como ya sabes —repuso Arturo—. Idris y Cunomor han llegado por fin, y Cadwallo llegó el día siguiente a tu marcha. Están con Gwalchavad, que manda un ataque en el sur. Si todo va bien regresarán al amanecer.

Rhys apareció con un cuenco y un poco de carne fría y pan seco. Ofreció el recipiente primero a Arturo, que lo empujó hacia mí.

—Ya comeré algo más tarde —dijo—, pero tú has cabalgado mucho. Come, y cuéntame cómo te ha ido en la Isla de Cristal.

—Fue la mano de Dios la que me guió hasta allí, Arturo —empecé, mientras partía el pan—. Tenía razón con respecto a la peste.

—Lo sé —respondió él—. Llenlleawg me contó lo de Caer Uisc. Me equivoqué al oponerme a ti.

Quité importancia a su disculpa con un gesto.

—Traigo información sobre una poción curativa… entre otras cosas.

—Creo que dijeron que te acompañaba un monje.

—Ve a buscar a Paulinus —indiqué a Rhys—; Arturo lo recibirá ahora.

Entre bostezos —casi tambaleándose por el cansancio— apareció el monje. Arturo le lanzó una mirada dubitativa.

—Se te saluda, hermano-dijo amablemente.

Paulinus inclinó la cabeza vacilante.

—Y yo a vos —respondió, pero, sin pensar en el honor que se le ofrecía, no añadió ninguna otra clase de saludo.

—¡Paulinus! —lo reprendí con aspereza—. Sacúdete de encima el letargo, amigo. ¿Es que el Supremo Monarca de Inglaterra no merece tu atención?

El monje abrió los ojos de par en par al tiempo que se erguía muy tieso.

—¡Lord Arturo! Perdonadme, mi rey; no sabía que erais vos. Pensé… —Señaló vagamente en dirección a la tienda como si aún esperase que un rey diferente apareciera—. Pensaba que seríais mucho más viejo.

A Arturo lo divirtió esto.

—¿Quién pensabas que era, entonces?

—Os tomé por un senescal —farfulló Paulinus, muy contrariado—. El Pendragon de Inglaterra… Disculpadme, señor. Que el Señor Jesucristo tenga misericordia, no era mi intención ofender.

—Te perdono de buena gana —repuso Arturo—. Veo que necesitas dormir y no te lo impediré. Ven a verme cuando hayas descansado y hablaremos. —A Rhys le indicó—: Encuentra a este monje un lugar en el que apoyar la cabeza donde no lo despierten todos los que pasen. Y dale algo de comer si tiene hambre.

—Gracias, señor-respondió agradecido Paulinus. Luego, contento de verse libre de nuevas vergüenzas, nos dedicó una torpe inclinación de cabeza y se escabulló en pos de Rhys.

El Supremo Monarca lo observó partir, sacudiendo ligeramente la cabeza.

—Confío en que sabrás lo que haces.

—Servirá —le aseguré—. Carece de experiencia en el trato con reyes: ha pasado más tiempo en compañía de plantas y hierbas curativas que en la de nobles y príncipes.

—Entonces es lo que necesitamos ahora —concluyó Arturo y, en tono amargo, añadió—: no otro noble codicioso que crea saber mejor que su rey cómo hacer la guerra al invasor.

—¿Las cosas van mal, entonces?

Arturo recogió un palo, lo partió, y arrojó los pedazos al fuego lentamente, uno detrás de otro.

—Hay quien diría eso.

—¿Cómo está la situación?

Contempló el fuego con el entrecejo fruncido. A su espalda el cielo se iluminaba para dar paso a un brillante amanecer.

—El Jabalí Negro y sus jabatos han huido a las colinas —explicó, y percibí la frustración en su voz—, y cuesta una barbaridad llegar hasta ellos. Con cada ataque no hacemos otra cosa que empujarlos más al interior de las cañadas. —Arrojó un nuevo palo al fuego—. Te aseguro, Myrddin, que son más difíciles de erradicar que los tejones.

Se interrumpió y pareció animarse un poco.

—Ahora que Lot, Idris y los otros han venido podremos obtener mejores resultados. El Señor sabe que hacemos todo lo que podemos.

Gwenhwyvar, a quien nuestra conversación había despertado, salió silenciosamente de la tienda, cubierta con un delgado manto blanco, el cabello sujeto con una tira de suave tela blanca. Se sentó al momento junto a Arturo, que la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí.

—Saludos, Myrddin —dijo—. ¿Nos traes una buena noticia?

—No, la noticia no es buena. La peste ha caído realmente sobre nosotros, y no existe cura.

—En ese caso debemos prepararnos lo mejor posible.

—Pero mi viaje ha traído un pequeño consuelo —añadí con rapidez—; pues me acompaña un monje que sabe mucho sobre la enfermedad y va a ayudarnos. También he averiguado esto: probablemente la pestilencia procede de Londinium; los muelles de la ciudad los utilizan muchos navíos extranjeros. Paulinus dice que la peste a menudo acompaña a las naves mercantes.

Gwenhwyvar captó todas las implicaciones de mis palabras al instante.

—Londinium… —exclamó—. Pero ¡Cador se dirige hacia allí en estos momentos!

—Lo detendremos —aseguró Arturo—. Puede que no haya llegado aún a la ciudad.

—Hay que cerrar Londinium al tráfico de personas —insté—. Hay que vigilar todas las carreteras, y los ríos. Nadie debe entrar o salir hasta que la enfermedad haya seguido su curso.

—Eso significa que no podemos contar con suministros procedentes de los mercados de Londinium —dijo Gwenhwyvar—. Jesús bendito… —Se apoyó instintivamente en su esposo en busca de consuelo—. ¿Qué vamos a hacer, Artús?

—Combatiremos a este enemigo como a cualquier otro.

—Pero no es como cualquier otro enemigo —le espetó ella—. Se extiende con el viento. Mata sin contemplaciones, y ni la espada ni el escudo sirven contra él.

—Todo lo que pueda hacerse, lo haremos.

—Debo ir a ver a mi padre —declaró ella—. Deben saberlo.

—No —se opuso él con sequedad—. Tú no irás.

—Pero debo advertir a mi gente. Puede que…

—Se les advertirá —respondió él con firmeza—. Pero te necesito aquí. —Su tono eliminaba toda disensión.

—Primero, hay que decírselo a los nobles —sugerí—. Querrán avisar a los suyos. La enfermedad no puede haberse extendido tan lejos aún.

—¡Rhys! —gritó Arturo, poniéndose en pie. El senescal apareció al instante junto a él—. Convoca a los nobles para que vengan a verme al momento. —Mientras Rhys se alejaba corriendo, el monarca añadió—: Qué saldrá de esto, sólo Dios lo sabe.

Los nobles acudieron a la llamada de Rhys y se congregaron alrededor de la fogata del monarca formando un círculo de rostros: algunos preocupados, otros simplemente curiosos. Arturo no les pidió que se sentaran, sino que permaneció de pie ante ellos con expresión grave y solemne; no malgastó palabras.

—La peste ha llegado a Inglaterra —se limitó a decir—. Debéis enviar jinetes a advertir a los vuestros.

Los nobles contemplaron a Arturo con asombro, e intercambiaron miradas en busca de una explicación.

—¿Es cierto? —se preguntaban con voz sobresaltada—. ¿Cómo puede ser?

—Tened por seguro que es así —contestó el rey—. La peste sigue a la flota mercante; comerciantes extranjeros han traído esta pestilencia a nuestra tierra.

—Dinos —inquirió uno de los otros reyes—, ¿cuál es la naturaleza de esta pestilencia? ¿Cómo hay que combatirla?

Arturo indicó que les explicara todo lo que sabía.

—A esta peste se la conoce desde la antigüedad como el Azote del Este —empecé—. Se trata de la peste amarilla, una enfermedad que se extiende con la rapidez y voracidad del fuego. Se la conoce por las siguientes señales: el cuerpo fluctúa entre una fiebre intensa y un frío ateridor; las extremidades tiemblan y se estremecen; fluidos nocivos hinchan el cuerpo, pero de nada sirve purgar la vejiga. Cuando se acerca el final, la piel se vuelve amarilla y la víctima vomita sangre. La muerte acaba con todo este sufrimiento en el espacio de dos días…, tres como máximo.

—No obstante, nos queda una pequeña esperanza —continuó Arturo—. Está con nosotros un monje que conoce cuál es la mejor manera de combatir a este Devastador Amarillo. Ahora llamad a aquellos mensajeros que consideréis más apropiados para que cabalguen hasta vuestros clanes y tribus y les adviertan del peligro.

—¡Mensajeros! —exclamó Ogryvan—. Iré yo mismo. Mi gente no se enterará de su existencia por un simple mensajero. No abandonaré mi reino en esta crisis.

Otros hicieron objeciones similares, pero Arturo se mantuvo firme.

—Os necesito aquí —declaró—. Estamos en guerra. No os podéis ir.

—¿Que no podemos ir? —rugió Brastias—. ¡O doy mi ayuda libremente o no la doy! Yo solo decido cuándo he de venir y cuándo he de marcharme.

—Soy vuestro rey —les recordó Arturo, la voz tan afilada como Caledvwlch—. Puesto que me habéis jurado lealtad, mantengo mi autoridad sobre vosotros. Tengo el derecho de ordenar, y os ordeno que os quedéis.

—También yo soy un rey —replicó Brastias altanero—. La lealtad que juré no es más que el símbolo de la soberanía de que disfruto. Si no puedo mandar ni siquiera sobre mis propios movimientos, para decir si me quedo o me voy, entonces tengo tanta autoridad como el más humilde de los siervos de mi casa.

Arturo le dedicó una mirada de fulminante desdén, e hizo un supremo esfuerzo para controlar su cólera antes de hablar.

—Tú sabes mejor que nadie qué clase de monarca eres —contestó en voz baja—. Y no osaré discutir tu afirmación. Pero cometes una injusticia con aquellos que consideras por debajo de ti si comparas su categoría con la tuya.

Brastias se encolerizó, pero Arturo no le dio tiempo a responder.

—El tiempo es precioso para aquellos a quienes debemos avisar, y lo desperdiciamos parloteando sobre derechos y reinos. Llamad a vuestros jinetes y enviadlos a hablar con Myrddin. Él les dará instrucciones.

La orden provocó una gran confusión. Los restos de calma nocturna se vieron hechos añicos por los gritos de alarma que provocaba la terrible noticia al correr de campamento en campamento. Arturo reunió a la Escuadrilla de Dragones y escogió a tres de entre los voluntarios para que cabalgaran al norte y transmitieran la información a los nobles que venían de camino a reunirse con nosotros —Ector en especial— y a cualquier poblado por el que pasaran. También seleccionó una fuerza armada —doscientos hombres, que serían muy echados en falta entre nuestras filas— para que sitiaran Londinium. A éstos los envió a toda prisa con la esperanza de que pudieran detener a Cador en su viaje a los mercados.

Mientras este pequeño ejército partía, aquéllos más cercanos a Arturo celebraron consejo con él: Gwenhwyvar, Bedwyr, Cai, Llenlleawg y yo mismo.

—¿Puede hacerse algo? —preguntó Cai, diciendo en voz alta la pregunta que todos teníamos en la mente.

—Rezar —respondió solemne Arturo—. Rezar al Señor para que elimine esta pestilencia de nuestro país. O, si eso no puede ser, que nos muestre la forma de sobrevivirla. Ciertamente, mucho me temo que, a menos que el Señor nos ayude, esta prueba puede resultar el final de Inglaterra.