us ojos…, tus hermosos ojos —susurró Charis; lágrimas de felicidad resbalaban abundantemente por sus mejillas—. ¡Es cierto! ¡Demos gracias a Jesucristo, puedes ver! Pero ¿cómo sucedió? Siéntate enseguida y cuéntame. Debo saberlo. Oh, Merlín, me alegro de que estés aquí. Qué encantadora sorpresa. ¿Puedes quedarte? No, no me lo digas; tanto si es una estancia corta como larga no importa. Estás aquí ahora y eso es lo importante.
—Te he echado de menos, madre —murmuré—. No sabía cuánto te había echado de menos hasta ahora.
—Cuántas ganas tenía de verte, mi Halcón —dijo Charis, atrayéndome hacia ella otra vez—. Y ahora estás aquí… Una plegaria que ha obtenido respuesta.
Charis estaba, como siempre, igual; excepto en pequeños detalles: los cabellos los llevaba al estilo de las mujeres inglesas de alta alcurnia, bien trenzados, con hilos de oro entretejidos en las trenzas; el manto era de color gris pálido, sencillo, largo y totalmente desprovisto de adornos. Esbelta, regia, tenía un aspecto a la vez elegante y misterioso, y la total austeridad de sus prendas aumentaba más que disminuía su porte real. Sus ojos, mientras se deslizaban sobre mi rostro, eran tan agudos como los de cualquier chiquillo curioso, y mostraban una autoridad que no había visto jamás en ellos.
Se dio cuenta de que había advertido el cambio en su atavío, y dijo:
—Tu vista es más que aguda, Halcón, para ver lo que ya no está ahí. —Se alisó el manto con las manos y sonrió—. Sí, ahora visto con más sencillez. Muchas de las personas que vienen al santuario tienen tan poco… No poseen nada, menos que nada, algunos de ellos, y no deseo recordarles su pobreza. No soportaría ofenderlos siquiera con mis ropas.
—Habría de ser alguien muy miserable quien encontrara ofensiva tu vista —respondí alegremente.
Ella volvió a sonreír.
—¿Y por qué tu tosca capa, hijo? No considero nada apropiado a tu rango que te vistas de esta forma.
—Como tú —dije extendiendo las manos—, encuentro más fácil pasar por este mundo sin proclamar mi linaje a cada paso. Ven, estás cansada…
—Lo estaba —me interrumpió ella—, pero el verte me ha reanimado por completo. Siéntate conmigo. Deseo que me cuentes todo lo sucedido en la corte de Arturo desde la última vez que te vi.
—Y a mí me gustaría pasar el día contigo —repuse—, ya que hay mucho que contar. Pero lo que me trae aquí es urgente y no puedo quedarme un minuto más de lo necesario. Lo siento. Debo regresar en cuanto…
—¡Partir antes de haber llegado, como quien dice! —Tanto Charis como yo nos volvimos en tanto que el abad penetraba apresuradamente en la habitación. Elfodd, cubierto con su manto blanco y túnica verde, me saludó con afecto—. ¡Bienvenido, Merlinus! Bienvenido, buen amigo. Acaban de comunicarme tu llegada. Siéntate, hombre, pareces agotado.
—Me alegro de volver a veros, buen abad. Por lo que veo todo os va muy bien. —Parecía estar casi igual; un poco más rellenito quizá, los cabellos más canosos, pero seguía siendo el mismo Elfodd que recordaba—. Charis me acaba de decir que estáis tan ocupado como siempre.
—No dejamos de correr de maitines a vísperas —respondió jovial—. Pero prosperamos. Dios es bueno. ¡Prosperamos!
—Me alegro de oírlo.
—No obstante… —adoptó una expresión más seria—, no sucede así con algunos de los que vienen aquí. Uno que estaba a nuestro cuidado murió anoche, y se ha encontrado a otros dos con la misma enfermedad… Muy mal estaban; ni siquiera tenían fuerzas para arrastrarse colina arriba.
Me contempló con atención, considerando sus siguientes palabras. Sentí que ya sabía lo que iba a decir.
—Merlinus, puede que no sea seguro para ti permanecer aquí. Imploro al Señor que esté equivocado, pero esto se parece mucho a la peste. Si es así, el que murió anoche no es más que el primero de muchos.
—Os aseguro que habrá muchos más —contesté, y expliqué el motivo de mi visita—. Esperaba que conocieras algún remedio. Es por eso que he venido.
—En ese caso que Jesús nos ayude a todos, porque no existe remedio —respondió, sacudiendo entristecido la cana cabeza—. A la pestilencia no se la puede contener. Se desplaza con el viento; con el agua corrompida, lo envenena todo. Nadie está a salvo. —Se quedó callado, meditando sobre la enormidad de la situación que se alzaba amenazadora ante él.
—He estado hablando con Paulinus —dijo Charis, visiblemente excitada—. Él sabe mucho de esta…
—¿Paulinus? —la interrumpió Elfodd. El recuerdo se abrió paso por entre su perpleja expresión como un amanecer—. ¡Oh, Dios sea loado! ¡Paulinus! Bendito sea Jesús, claro, con todo este tumulto, casi lo había olvidado.
—Paulinus ha llegado hace poco —me explicó Charis.
—Procedente de Armórica —añadió el abad—. Ha pasado algún tiempo en el sur de la Galia y, según creo, en Alejandría, donde ha aprendido mucho sobre hierbas curativas que nosotros desconocemos aquí.
—Tienen experiencia sobre la peste en esos lugares —agregó Charis—. Hablábamos de ello justo antes de que llegaras, Merlín. Debes hablar con él enseguida.
—Siervo estúpido —exclamó Elfodd—, ¿en qué estoy pensando? —Dio media vuelta y gritó en voz estentórea—: ¡Paulinus! ¡Que alguien me traiga a Paulinus enseguida!
Un monje apareció en el umbral detrás de él, recibió el encargo, y desapareció a toda prisa para llevarlo a cabo. Aunque la mañana acababa de comenzar, ya empezaba a hacer calor en la celda de Elfodd.
—Vayamos a esperarlo en el claustro, que es más fresco.
Pasamos del bochorno de la celda del abad a un pasillo de columnas. Un único árbol crecía en el centro del patio, dando sombra a la plazoleta. Las hojas del árbol estaban secas e inclinadas por falta de agua.
—Veo que tendremos que traer un poco de agua del lago para el árbol de José —comentó Elfodd.
La tierra está sedienta, pensé, y mis pensamientos se vieron contestados por una voz tranquila que dijo:
—«El martillo del sol bate sobre el yunque de la tierra. Todo lo que es verde se tornará marrón; todo lo que arde se consume».
Nos volvimos y vimos a un hombre de edad, delgado y calvo, que salía de entre las sombras. El rostro era enjuto y tostado por los muchos días, puede que años, pasados bajo el sol meridional. A mi mente vino el resto del trozo de profecía que acababa de citar.
—«Y todo lo que pase por el fuego será purificado» —añadí, sosteniendo su mirada en la mía.
—¡Que así sea! —contestó el monje; inclinó la cabeza en deferencia al abad Elfodd que lo había llamado—. Sabio Ambrosius, mi nombre es Paulinus. Estoy a vuestro servicio.
Se unió a nosotros, saludando a Elfodd y a Charis con sencilla cortesía, y descubrí, con gran sorpresa, que era mucho más joven de lo que en un principio había pensado. La cabeza calva y el aspecto reseco de su piel lo hacían parecer mucho más viejo de lo que era; pero la juvenil intensidad de sus profundos ojos castaños era inconfundible. Iba cubierto con la sencilla túnica casera sin teñir de los monjes, pero mostraba el porte de un noble.
—Te recuerdo, hermano —repuse—, y no preciso presentaciones.
—¡Por el Cordero Sagrado! —exclamó sorprendido—. ¡No puede ser! No era más que un chiquillo la única vez que os vi, y jamás intercambiamos una palabra.
Contemplé su semblante, y recordé a un anciano apoyado en un muchacho que sostenía su bastón. El hombre era el viejo Dafyd que salía del monasterio de Llandaff el muchacho de rubicundas mejillas tenía una oscura melena enmarañada y unos relucientes ojos descarados: los mismos ojos que me contemplaban ahora muy divertidos.
—Estabas en Llandaff con Dafyd —le dije—. ¿Naciste allí? —No sé por qué hice la pregunta. Siempre hay muchos niños en cualquier monasterio; el hecho en sí no tenía gran importancia.
—¡Bien que lo sabéis! —Se echó a reír—. Por los santos y los ángeles, creía que jamás abandonaría aquel lugar. Ah, pero la verdad es que hay ocasiones ahora en las que desearía no haberlo hecho.
Volví a reír y me di cuenta de que había oído esa risa antes, y aquella forma de expresarse. Oh, sí, era un cymry de pies a cabeza.
—¿Eres el hijo de Gwythelyn?
—Uno de seis, y buenas personas todos ellos —respondió—. Para mis pacientes de Dyfed soy Pol ap Gwythelyn. ¿En qué puedo serviros, Myrddin Emrys?
Puesto que Charis ya había discutido aquella posibilidad con él, no vi la necesidad de suavizar el golpe.
—Como sabes, la peste ha llegado a Inglaterra —dije—. Vengo de parte del Supremo Monarca para averiguar qué puede hacerse.
Paulinus se santiguó y, alzando manos y rostro al sol, contestó:
—¡Alabemos al Creador del mundo y a su glorioso Hijo, que actúa de modo misterioso para realizar sus milagros! Bienaventurado soy yo entre los hombres, porque son muchos los llamados pero pocos los elegidos, y en este día he sido elegido. No soy más que un instrumento en la mano del Señor… No obstante mi destino se cumplirá.
Elfodd contempló la escena algo sorprendido por este arrebato. Charis lo observó con curiosidad.
—¿Debo entender que puedes ayudarnos? —pregunté.
—Todo es posible con el Señor —contestó Paulinos.
—Hermano, tu piedad es loable. Sin embargo, te agradecería una respuesta directa en palabras sencillas.
Paulinus aceptó la reprimenda con buen humor, y explicó que hacía tiempo que se preguntaba por qué la mano que lo había conducido hasta lejanas tierras extrañas, en busca de curas y remedios exóticos, lo había mantenido, sin embargo, alejado de quienes más hubieran podido beneficiarse de sus conocimientos. Lo cierto es que había empezado a considerar malgastados sus esfuerzos, creyendo haber malinterpretado su vocación.
—Quería ser una de esas personas que curan —continuó Paulinus—, y temí haberme convertido en un erudito en su lugar. Por eso vine a Ynys Avallach; el trabajo que se realiza aquí es conocido y respetado, incluso en la Galia. Y ahora el Señor, en su infinita sabiduría, ha elevado a su siervo. Mis años de estudios tendrán justificación; mi don recibirá su premio. Estoy listo. —Volvió el rostro de nuevo hacia el sol, y exclamó—: ¡Enormemente sabio es Aquel que todo lo da y merecedor de toda alabanza! ¡Que su sabiduría perdure eternamente!
—¡Que así sea! —grité yo, a lo cual Charis y Elfodd añadieron un sentido «amén». Volviéndome hacia el abad, dije—. Elfodd, debemos celebrar un consejo enseguida. Hay mucho que discutir.
—Desde luego —asintió él—. Vayamos a la capilla, donde podremos hablar más privadamente.
Se dio la vuelta y yo hice intención de seguirlo, pero la vista se me nubló y me tambaleé. Charis me sostuvo.
—¡Merlín! —chilló, la voz llena de preocupación—. ¿Estás enfermo?
—No —me apresuré a contestar, no fueran a pensar lo peor—. Estoy bien, pero muy cansado.
—No has comido desde que dejaste a Arturo —afirmó Charis, y me vi obligado a confesar que así era—. ¿Por qué? —inquirió, y respondió ella misma a su pregunta—. Hay problemas en Inglaterra, y no tan sólo la peste.
Una vez más tuve que admitir que había comprendido perfectamente la situación.
—Entonces ven, Halcón —ordenó—. Te llevo de vuelta a la Torre de inmediato.
—No es nada-Insistí.
—Elfodd y Paulinus se reunirán con nosotros allí —dijo, llevándome con ella.
Como no tenía ni las fuerzas ni la voluntad para oponerme, sucumbí agradecido a sus cuidados y dejé que me condujeran a la Isla de Cristal.