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lenlleawg y yo avanzamos por las cimas de las colinas hasta estar bien lejos de cualquier campamento bárbaro, y, cuando por fin hicimos descender los caballos hasta el valle, el sol se alzaba ya rojo y ardiente por el este. Llenlleawg iba a la cabeza, algo adelantado, vigilando con atención el sendero y las montañas a ambos lados del camino, no fuéramos a tropezarnos con vándalos extraviados. Pero el camino permaneció vacío y seguro… hasta que, al doblar una curva sin visibilidad justo pasado el mediodía, el campeón irlandés se detuvo bruscamente.

—Alguien viene hacia aquí. Tres jinetes, puede ser que más.

Escudriñé el sendero que recorría la orilla ante nosotros, pero no vi nada.

—Ahí. —El irlandés señaló en dirección a la pedregosa ribera y a la derecha. El blanco sol en su cénit encogía las sombras y hacía que todo pareciera plano y descolorido. Miré a donde indicaba Llenlleawg y descubrí que lo que había tomado por las grises formas de unas rocas eran en realidad jinetes que avanzaban con mucho cuidado por la orilla.

—¿Nos han visto?

—No lo creo —respondió con una leve sacudida de la cabeza.

Nos quedamos inmóviles un rato, a la espera de que los desconocidos estuvieran más cerca. Puesto que los hombres iban a caballo, no pensé que pudiera tratarse de vándalos, pero aguardamos de todos modos. Los desconocidos también se mostraban cautelosos; se movían despacio, deteniéndose a menudo para examinar el sendero que se extendía ante ellos, y, en cuanto nos vieron, unos de ellos dio media vuelta y se marchó al galope por donde habían venido, dejando que los otros dos siguieran adelante.

—Vayamos a su encuentro —dijo Llenlleawg, sacando una lanza de detrás de su silla. Nos adelantamos despacio, y no estábamos a más de un tiro de lanza cuando Llenlleawg lanzó un grito de alegría y azotó a su montura para que echara a correr—. ¡Es Niul! —me chilló—. ¡El hombre de confianza de Lot!

Se adelantó a toda velocidad, saludando a los jinetes a grandes voces. Galopé tras él mientras Llenlleawg y Niul, inclinándose fuera de la silla, se abrazaban.

—¿Qué haces aquí, primo? —exclamó el llamado Niul—. Creí que se trataba de un auténtico cruachag que surgía del río para llevarnos con él. —Lanzó una carcajada. Una ojeada a las cicatrices del brazo con el que sostenía el escudo y a la mellada espada que pendía sobre su muslo me indicó que este guerrero veterano temía a pocas cosas en este mundo.

Sin esperar a que nos presentaran, se volvió y saludó:

—¡Salve, Myrddin Emrys! —Al ver mi sorpresa, volvió a reír—. No me recordáis y no os lo reprocho.

Mientras hablaba, un recuerdo me vino a la mente. Recordé una habitación en una casa: la habitación de Gradlon, el mercader de vino de Londinium, la primera vez que vi a Lot. Este hombre, uno de los jefes de Lot ahora, se encontraba allí.

—Es cierto que no recuerdo tu nombre, si es que alguna vez lo oí —confesé—. Pero tú, creo, asististe al primer Consejo de Reyes en Londinium. Compartimos una jarra de cerveza, pues me acuerdo de que Lot no quiso beber vino.

—Por el Dios que os hizo, lord Emrys… —Niul se echó a reír, disfrutando con aquel encuentro—, sois una maravilla. Totalmente cierto. Por mi vida, que no era más que un muchacho entonces. Sí, compartimos una jarra de cerveza; Lot no quiso beber otra cosa. Pero ¿dónde está Pelleas? ¿Cómo es que os acompaña esta fiera salvaje de irlandés?

—Pelleas está muerto —respondí—. Hace ya muchos años.

La pena le robó la alegría a su sonrisa.

—¡Ah, una muy triste pérdida! —Meneó la cabeza—. Perdonadme, no lo sabía.

—La madre de Niul y la mía son familia —explicó entonces Llenlleawg—. Niul se crió en casa de Fergus. Crecimos juntos.

La urgencia de mi viaje me apremiaba, de modo que, aun a riesgo de parecer grosero, dije:

—¿Está Lot aquí?

—Nos sigue los pasos —contestó Niul—. Está con el ejército a poca distancia de aquí. Venid, os conduciré a él.

Rodeando la base de una colina enorme, el valle se curvaba y ensanchaba cada vez más. Una vez doblada la curva pude ver, desperdigado por el valle, un ejército de unos quinientos hombres: trescientos a pie y el resto a caballo; una visión ciertamente alentadora.

Dos jinetes se separaron de la primera fila de guerreros para ir a nuestro encuentro. A Lot lo habría reconocido en cualquier parte: su atrevida capa de cuadros rojos y negros, sus trenzas, su gran torc de oro, las marcas azules del clan en sus mejillas. Él también me reconoció y me saludó con evidente placer:

—¡Salve, Emrys! Se os da la bienvenida. Ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez que nos vimos… Demasiado, me parece.

Yo lo saludé también, y nos abrazamos como auténticos amigos.

—Vaya, una vez más sobre la silla y con la espada en la mano…, ¿no es así, Myrddin Emrys?

—Preferiría que no fuera así —respondí—. No obstante, me alegro de veros. En nombre del Supremo Monarca, os doy la bienvenida, Lot.

—Nos encontramos con Llenlleawg y Emrys al otro lado de aquella curva de allí abajo —intervino Niul—. Van solos.

—Y nosotros aquí esperando a estos feroces vándalos sobre los que Gwalchavad nos advirtió —manifestó Lot a modo de explicación.

—Continuad por el camino que seguís y no tardaréis en encontrar tantos como queráis —aseguró Llenlleawg—. Cincuenta mil o más.

—¿Es eso cierto? —inquirió Lot—. Gwalchavad no dijo que hubiera tantos.

—No lo sabía —respondí—, ni tampoco nosotros.

Llenlleawg les explicó entonces dónde encontrar a Arturo y la mejor forma de evitar a los bárbaros.

—¿Vendréis con nosotros, Emrys? —preguntó Niul.

—Por desgracia, no puedo —contesté—. Llenlleawg y yo tenemos otros asuntos, no menos urgentes.

—Entonces no os haremos perder más tiempo —dijo Lot—. Hasta que nos volvamos a encontrar, Myrddin, me despido de vos y os deseo un buen viaje de vuelta.

Continuamos nuestro camino, y ellos el suyo, y muy pronto nos perdimos mutuamente de vista. El valle se fue ensanchando y, cuando empezaba ya a oscurecer, distinguí las aguas de Mor Hafren que brillaban en la distancia. Acampamos en el sendero mismo y volvimos a ponernos en marcha antes del amanecer.

El sol no se había alzado aún por encima de las colinas circundantes cuando, volando muy alto en el despejado cielo azul, vi las negras figuras de aves carroñeras que describían círculos sobre un punto situado algo más al norte.

—Eso es Caer Uisc —dije.

Sin una palabra, Llenlleawg se desvió en dirección al poblado. Llegamos al poco rato y lo encontramos arrasado por el fuego. Examiné el ennegrecido redondel formado por los maderos quemados de la empalizada. Aquí y allá, bajo las derrumbadas techumbres de madera se veían algunos objetos que todavía resultaban reconocibles: La esfera de un caldero volcado, un trípode reducido a tiras de hierro retorcido, jarras rotas por el calor a docenas y —¡que el Señor se apiade de nosotros!—, medio enterrados entre montones de cenizas frías, los cuerpos carbonizados de víctimas de la peste, jóvenes y viejos sin distinción. Los pájaros picoteaban los cadáveres, limpiando los huesos.

—El Jabalí Negro ha hecho esto —declaró Llenlleawg con amargura.

—No —repliqué, volviendo a contemplar las llamas y a escuchar el llanto de mi visión. Aquí estaba la confirmación… si es que se necesitaba alguna—. Twrch Trwyth no es el culpable. Las gentes de Caer Uisc han quemado su propio poblado.

Llenlleawg se sobresaltó al escuchar esto.

—¡No puede ser! —protestó, e hizo intención de desmontar para examinar la escena más de cerca.

—¡Quieto! —ordené—. Que ni siquiera un poco de ceniza toque tu bota. —Volvió a sentarse en la silla y abrió la boca para protestar, pero lo acallé con un gesto y continué—: Muy pronto conocerás a este asesino. Cuando regreses a Caer Melyn, di a Arturo… ¡sólo a Arturo, tenlo bien presente!… lo que has visto. Dile también que la visión de Myrddin era cierta. ¿Lo comprendes? No digas nada sobre Caer Uisc a los otros. Nosotros no hemos estado nunca aquí, Llenlleawg.

Acostumbrado a obedecer órdenes, el guerrero aceptó mis instrucciones.

—Es mejor que no perdamos tiempo —añadí, haciendo girar a mi caballo—. El día avanza deprisa.

Cabalgamos a toda velocidad hasta el puerto de Caer Legionis, donde la flota de Arturo, a la que se habían unido ahora las naves de Lot, estaba anclada. Barinthus saludó nuestra llegada; el valiente piloto se había quedado allí con un puñado de hombres para proteger y cuidar de los barcos.

—¿Qué noticias hay? —gritó—. ¿Qué se sabe de la batalla?

—Sólo hemos luchado una vez —respondió Llenlleawg—. Una escaramuza interrumpida. No hubo victoria.

Desmontamos y saludamos al piloto; varios otros vinieron corriendo para oír lo que teníamos que contar. Expliqué cómo se encontraba la situación entre Arturo y Amílcar, y pregunté:

—¿Habéis visto algo?

—Lot llegó ayer al mediodía —dijo Barinthus.

—¿Nada más?

—Nadie pasa por aquí sin que nos demos cuenta —aseguró el fornido marinero—. Vigilamos día y noche, y ni amigos ni enemigos han aparecido… excepto Lot, como he dicho, y vosotros. —Se detuvo, previendo mi orden—. Estoy a vuestra completa disposición, sabio Emrys. ¿Adónde queréis ir?

—A Ynys Avallach —repuse, señalando la vasta extensión de Mor Hafren que relucía como oro batido bajo la moribunda luz del día—. Veo que la marea empieza a bajar. La necesidad es imperiosa; no puede esperar.

—Se hará —dijo el piloto—. Yo mismo os llevaré.

—También —añadí— sería sensato apartar los barcos de la orilla. No los necesitaremos de momento, creo.

—Ya lo había pensado —contestó Barinthus, en un tono que dejaba bien claro que ya no tenía que preocuparme por la seguridad de las naves.

Se volvió y comenzó a gritar órdenes a voz en cuello; los que se encontraban junto a él corrieron a sus tareas. Indiqué entonces a Llenlleawg que podía regresar junto a Arturo, y, para cuando mi montura y yo estuvimos a bordo de la nave, se empezaba ya a trasladar el resto de la flota del Supremo Monarca a aguas más profundas… bien lejos del alcance de bárbaros merodeadores.

Surcando la marea cada vez más baja, Barinthus guió con gran destreza el barco alrededor de los bancos de arena y no tardó en conducirnos a la orilla opuesta, al punto donde el pequeño río Briw se une al más caudaloso Padrud, formando una enorme marisma durante la marea baja.

—Parece que va a ser un desembarco un poco fangoso —advirtió—. Esto es todo lo cerca que me atrevo a llegar.

Así pues, me vi obligado a desembarcar con el agua llegándome hasta la cintura. Tirando de mi caballo, chapoteé por el agua y avancé penosamente por la marisma hasta llegar a tierra firme, donde monté y me lancé tierra adentro. La noche se me echó encima durante el camino, pero no me detuve; quería llegar al hogar de mi abuelo lo antes posible. Avanzando sin tregua, avisté el peñasco cuando el sol volvía a salir.

No creo que existan imágenes más bellas en este mundo que el palacio del Rey Pescador bajo los dorados rayos del amanecer. Las esbeltas torres y elegantes muros de piedra blanca —todo ello con una tonalidad entre rosa y miel bajo la luz del alba— creaban un refulgente reflejo en el lago que rodeaba el peñasco, con Yrnys Avallach elevándose sobre el llano pantano como una isla en un mar azul verdoso.

Habían transcurrido años desde la última vez que lo había visto; varias vidas, parecía. A pesar de ello, seguía tal y como lo recordaba de la primera vez, y el corazón se me inflamó con repentina añoranza. El palacio de Avallach siempre había sido un refugio para mí, y percibí cómo su familiar serenidad me llamaba, igual que una fresca brisa sobre las sombrías profundidades de las innumerables charcas resguardadas del lago.

Jesucristo bendito, mantén este lugar cerca de tu amoroso corazón, y sosténlo en la palma de tu Veloz Mano Firme. Si la bondad perdura en algún lugar de este mundo terrenal, permite que reine aquí, ahora, y que tu nombre sea alabado entre los hombres.

Rodeé el lago, pasando bajo la colina en la que se alzaba la abadía y llegué a la calzada que cruza las aguas hasta el peñasco. Ynys Avallach, verde ahora como una esmeralda bajo los rojos rayos del sol, parecía un lugar sobrenatural; impresión que se agudizaba más al encontrarse uno con los habitantes del lugar. Seres Fantásticos, desde luego, llenos de gracia en todo, un deleite para la vista; incluso el más humilde mozo de cuadra posee un porte de gran nobleza. Dos mozos se precipitaron a mi encuentro para hacerse cargo de mi montura. Avallach, último monarca de esa raza en extinción, apareció y me lanzó un saludo mientras yo pasaba bajo el abovedado arco de la entrada.

—¡Merlín! —Su voz resonó como un alegre trueno. Antes de que hubiera podido desmontar del todo, él me arrancó de la silla y me envolvió en sus fuertes brazos—. Merlín, hijo mío, hijo mío. Quédate aquí. Deja que te mire. —Me mantuvo a distancia; luego volvió a abrazarme y me aplastó contra él.

Arturo, a pesar de su gran estatura, no es más que un muchacho al lado del Rey Pescador. Volví a sentirme como un mozalbete.

—Que la paz de Cristo esté contigo, Merlín, hijo mío —dijo Avallach, abriendo de par en par los brazos—. ¡Bienvenido! Entra en mi sala… Alzaremos la copa juntos.

Abandonando el patio enlosado, cruzamos un pórtico techado y penetramos en el palacio a través de dos enormes puertas.

—Charis no está aquí en este momento —me informó el Rey Pescador mientras llegaba la copa de bienvenida—. Uno de los sacerdotes la llamó esta mañana. La vienen a buscar siempre que la necesitan en el santuario.

—¿Dijeron por qué? —inquirí con el corazón en un puño, rezando para que no fuera lo que temía. ¿Podía la peste extenderse con tanta rapidez? No lo sabía.

—Un enfermo —respondió Avallach. Tendió la copa para que se la llenaran y luego me la puso en las manos—. Bebe, Merlín. Vienes de muy lejos, y el viaje ha sido caluroso. Los aldeanos dicen que hay sequía.

Sonreí. Avallach llamaba «aldeanos» a todos y cada uno de los que habitaban a la sombra de la Torre, como si él fuera un noble con florecientes poblaciones llenas de súbditos leales. Lo cierto es que, aunque aún vivían algunas gentes en aldeas desperdigadas por las marismas, la mayoría de los que atravesaban las Tierras del Verano eran peregrinos que iban al santuario en busca de alguna gracia.

—Entonces la encontraré en la abadía —anuncié, y tomé un sorbo de la deliciosa cerveza antes de pasar la copa a Avallach.

—Eso imagino —dijo él, alzando la copa y observándome por encima del borde. Se interrumpió y ladeó la cabeza mientras me estudiaba con atención—. ¡Dios misericordioso! —exclamó de improviso—. ¡Myrddin, puedes ver!

—Es cierto, abuelo.

Me contempló como si fuera una maravilla.

—Pero… ¿cómo sucedió esto? ¡Se te ha devuelto la vista! ¡Cuéntame! Cuéntame al momento.

—No hay mucho que decir —respondí—. Estaba ciego, como bien sabes. Pero un sacerdote llamado Ciaran posó las manos sobre mí y el Señor tuvo a bien curarme.

—Un milagro —susurró Avallach, como si ésta fuera la explicación más natural; como si los milagros fueran algo del todo corriente, tan frecuente como la salida del sol por el este cada día, tan maravilloso e igual de grato. Claro que, en su mundo, puede que lo fueran.

La conversación giró entonces hacia los pequeños acontecimientos de las marismas: la pesca, el trabajo en el santuario y la abadía, el esfuerzo de los monjes y el cada vez más amplio círculo de creyentes. Me maravilló, aunque no por primera vez, lo poco que los traumas y agitaciones del momento importaban en este lugar. Acontecimientos de gran significación en el amplio mundo o bien resultaban desconocidos aquí o pasaban como incidentes de poco relieve. El palacio del Rey Pescador, como el peñasco sobre el que se alzaba, se mantenía al margen de los estragos y trastornos de la época, como un auténtico refugio, un santuario de paz en un mundo atormentado por las preocupaciones. ¡Luz Omnipotente, que siempre sea así!

De buena gana hubiera conversado con él todo el día, pero la necesidad me apremió una vez más. Con la promesa de regresar tan pronto como me fuera posible, me despedí de Avallach y anduve hasta la abadía, contento de poder abandonar la silla de montar. Cuando ascendía por el sendero que parte de la orilla del lago, algunos de los hermanos me vieron y se adelantaron para anunciar mi llegada. Salieron a mi encuentro y me condujeron a los aposentos del abad Elfodd.

—Aguardad aquí, por favor —dijo el monje—. El abad se reunirá con vos en cuanto esté libre.

—Gracias, pero…

El monje desapareció antes de que pudiera detenerlo. Pensé en volver a llamarlo, pero la fatiga se apoderó de mí y en lugar de ello me senté en el sillón del abad a esperar. Acababa de cerrar los ojos cuando oí pasos al otro lado de la puerta.

—¡Merlín!

Abrí los ojos, me puse en pie, y al instante me vi envuelto en un fuerte, casi violento abrazo.