rturo quería detener el avance del enemigo, algo que nuestro ataque consiguió de modo admirable. Bastó una mirada a los veloces cascos y a las lanzas apuntando hacia ellos que se les venían encima para que los vándalos huyeran.
Apretujada entre las escarpadas paredes del valle, la hueste invasora se replegó sobre sí misma para protegerse del impacto. La masa se estremeció, se encrespó y volvió a ponerse en movimiento en sentido contrario, con lo que inmovilizó por completo a los guerreros que iban en la retaguardia impidiéndoles el combate. Ni siquiera desenvainamos las espadas.
Habiendo conseguido con tanta facilidad sus propósitos, Arturo ordenó a Rhys que diera la señal a los nobles para que interrumpieran el ataque. Esto provocó furiosas quejas por parte de los reyes ingleses.
—¿Por qué nos has hecho regresar? —exigió Gerontius, saltando de la silla. Brastias y Ogryvan llegaron al galope hasta donde nos encontrábamos Arturo, Gwenhwyvar, Bedwyr y yo mismo—. ¡Podríamos haberlos derrotado de una vez por todas!
—¡Mirad! —chilló Brastias, gesticulando con violentos ademanes en dirección a la horda que se retiraba a toda velocidad—. Aún podemos atraparlos. No es demasiado tarde. Reanudad el ataque.
Meurig se unió al grupo en aquel momento; Ulfias y Owain lo seguían a poca distancia. Llenlleawg y Cai permanecían sobre sus monturas, observando.
—¿Qué ha sucedido? —quiso sabe Owain—. ¿Por qué hemos interrumpido el ataque?
—¡Ya puedes preguntarlo! —exclamó Brastias—. Que Arturo lo explique si puede. No tiene sentido para mí.
Owain y Meurig se volvieron hacia Arturo.
—Por hoy ha terminado el combate —dijo éste.
—Es una locura-escupió Gerontius.
—¿Locura? —lo desafió Bedwyr, encolerizado.
—Hemos tenido la victoria en nuestras manos y la hemos dejado escapar —declaró Gerontius con fiereza—. ¡Por Dios que a eso lo llamo locura!
—¡Eran mujeres y niños! —replicó Bedwyr, el rostro rojo de rabia—. Qué gran victoria masacrar ovejas y niños de pecho. ¡Muy bien, pisotea a los indefensos y considéralo un victoria!
—¡Ahhh! —rugió Gerontius con frustrada cólera. Abrió la boca para renovar su protesta, pero Cai lo contuvo.
—Es suficiente, Gerontius. No digas más —le aconsejó—; de ese modo tendrás menos que lamentar.
Brastias posó una mano en el brazo de su amigo e intentó apartarlo de allí, pero Gerontius se sacudió la mano con violencia y apuntó con el dedo al rostro de Arturo.
—Podríamos haberlo solucionado hoy de no haber sido por tu condenada cautela. Empiezo a preguntarme si no será más bien cobardía.
—Si aprecias tu lengua, vale más que la mantengas quieta —advirtió Bedwyr, dando un paso hacia él.
Gerontius dirigió una mirada enfurecida a Bedwyr, luego a Arturo, y se alejó a grandes zancadas. Brastias fue tras él, gritándole que regresara y diera a conocer sus objeciones ante todos. Aunque los demás no dijeron nada, me di cuenta de que también consideraban equivocada la decisión de Arturo. Habían dado por sentada una victoria fácil y vieron como se la arrebataban. Tras un incómodo silencio, se dispersaron lentamente, defraudados porque la primera batalla librada en tierra inglesa hubiera sido interrumpida sin al menos castigar al invasor por su audacia.
—Fue lo correcto, Oso —manifestó Bedwyr con la esperanza de ofrecer consuelo. En lugar de ello obtuvo el efecto contrario.
—Poco me conoces, hermano, si imaginas que me preocupa lo que un estúpido como Gerontius piense —respondió Arturo enojado—. O que sus palabras me harán cambiar de opinión. —Giró sobre los talones y ordenó a Llenlleawg que partiera al mando de la Escuadrilla de Dragones para asegurarse de que la retirada continuaba.
Cuando se hubieron marchado, Gwenhwyvar y yo nos sentamos con Arturo.
—¿Realmente creen que esta guerra se ganará en un día? ¿O que una única batalla la decidirá? —preguntó, sacudiendo la cabeza—. Después de haber luchado a mi lado tanto tiempo, ¿cómo pueden hablar de cobardía?
—No es nada —lo consoló Gwenhwyvar—. Es menos que nada. No le prestes atención, mi amor.
—Aún no están conmigo en esto —se quejó Arturo—. ¿No es suficiente que deba enfrentarme a Amílcar? ¿Debo también cargar con esos nobles desleales?
—¿Ha sido alguna vez de otro modo? —inquirí yo.
Arturo me dirigió una veloz mirada, y luego se permitió una lenta sonrisa.
—No —admitió—. Lo cierto es que nada ha cambiado. Pero creí que el acceder al trono supremo me concedería una pizca de autoridad.
—Sólo les da motivos para temerte aún más —repuso Gwenhwyvar.
—¿Por qué tendrían que temerme? ¿Invade Arturo sus tierras? ¿Saquea Arturo sus arcas y convierte en viudas a sus mujeres?
—Deja que vaya en busca de Fergus y Conaire —instó Gwenhwyvar—. Ellos demostrarán su lealtad y avergonzarán a los ingleses.
Arturo declinó con suavidad.
—Vamos —dijo, poniéndose en pie—, hemos de asegurarnos de que los vándalos no vencen su temor y dan la vuelta.
Tras volver a montar, continuamos valle abajo, conduciendo a los ejércitos de Inglaterra. La Escuadrilla de Dragones nos llevaba una buena delantera y, el polvo que se alzaba por los cascos de sus caballos se entremezclaba con el que levantaba el enemigo al huir. Vi el manto blanco que flotaba sobre el valle, y de improviso empezó a darme vueltas la cabeza.
Entré en una especie de duermevela.
Me pareció como si me deslizara fuera de mí mismo, como si mi espíritu se echara a volar para flotar por encima de mí. Escuché un ruido de movimientos y al mirar abajo me vi a mí mismo cabalgando junto a Arturo; Gwenhwyvar y Cador iban a su derecha, y detrás de nosotros el ejército dividido en tres columnas: un ala romana, aunque ya no quedaba nadie vivo, excepto yo, que hubiera visto una alguna vez.
Y recordé el día en que desde la fortaleza de mi abuelo Elphin contemplé el valle para ver a Magnus Maximus, Dux Britanniarum, conduciendo la legión augusta hacia el sur. Yo no lo sabía entonces, pero muy pronto aquel gran general conduciría su ejército al otro lado del Mar Angosto hasta la Galia, para no regresar jamás. Se lo recuerda ahora como Macsen Wledig, y se ha convertido en una figura fabulosa: un ilustre emperador de la antigua Britania. Pero era romano de pies a cabeza; y, aunque luchó bien para salvaguardarnos de los bárbaros, no era uno de los nuestros.
¿Cuánto tiempo hace de esto? ¿Cuántos años han pasado? Luz Omnipotente, ¿cuánto más he de perdurar?
Alcé la cabeza y volé más alto. Cuando volví a mirar, distinguí la negra mancha sobre el terreno, el cáncer que eran las huestes invasoras del Jabalí Negro, derramándose por el valle. Eran tantos. ¡Tantísimos! Era una migración, toda una civilización en movimiento.
Por encima de mí distinguí, más allá del pálido cielo azul, brillantes haces de luz de las estrellas, fijos y paralizados en su vacío firmamento. Las estrellas brillaban, arrojando su luz sobre nosotros de día y de noche, sin verse afectadas ni influidas por las acciones de los hombres. ¿Qué son los hombres después de todo? Criaturas frágiles, frágiles como la hierba que crece verde un día y se seca al siguiente, que nos dejamos llevar allá donde sople el viento.
¡Que el Señor nos ayude! Somos una mezcla de luz de las estrellas y de polvo, y no sabemos quiénes somos. Estamos perdidos a menos que nos encontremos en ti, Luz Omnipotente.
Al otro lado del violento oleaje distinguí la Galia y Armórica, y más allá de ellas a la gran madre de las naciones, Roma, que una vez fue como un faro para todo el mundo. La luz ya se había consumido en el este; las ávidas tinieblas extendían ahora sus zarpas hacia la diminuta Inglaterra. Pero vi a Ynys Prydein, la Isla de los Poderosos, como una roca en medio del mar, enfrentada al tormentoso oleaje; una tierra afortunada que relucía como una hoguera de Beltane en el desierto de la noche, sola entre sus naciones hermanas pero manteniendo a raya las voraces tinieblas. Y esto en virtud del linaje que unía el feroz coraje de los celtas con la fría imparcialidad de la disciplina romana, destilado todo ello en el corazón de un solo hombre: Arturo.
Antes de Arturo estaba Aurelius; y antes de Aurelius, Merlín; y antes de Merlín, Taliesin. Cada día elevaba a su propio campeón, y en todas y cada una de las épocas la Veloz Mano Firme se esforzaba por redimir su creación.
¡Oíd bien! No nos han abandonado, no combatimos únicamente con nuestras propias fuerzas. Invoca a tu Creador, hombre, aférrate a él, y él te sostendrá. Hónralo, y él colocará espíritus guardianes a tu alrededor. Aunque andes entre la inundación y el fuego, no recibirás daño; tu Redentor te defenderá. ¡Refulgentes ejércitos celestiales avanzan ante nosotros y nos rodean por completo aunque no podamos verlos!
¡Ah!, pero hay nobles altivos entre nosotros, hombres orgullosos que no hincan la rodilla gustosamente ante nadie. Arturo, que encarnaba todo aquello de que podía presumir el poder mortal, tuvo dificultades para unirlos… y eso que a él lo conocían. Lo que no son capaces de conceder a un monarca terrenal, mucho menos se lo entregarán a un espíritu sobrenatural. Ningún poder en la tierra o por encima de ella puede obligar al corazón humano a amar lo que no quiere amar o a honrar lo que no desea honrar.
No sé el tiempo que estuve inmerso en este extraño vuelo. Pero, cuando por fin volví en mí, era casi de noche y me rodeaba un campamento silencioso e inmóvil. Al despertar me encontré sentado en una piel de becerro, con un cuenco de estofado intacto en las manos.
—Hola, Myrddin. Menos mal que has regresado —dijo Arturo cuando empecé a moverme. Miré al otro lado del fuego y lo vi contemplándome, preocupado por la expresión aturdida de mi rostro—. Sin duda estabas absorto en tus pensamientos, bardo.
—No habéis probado ni un bocado de vuestra comida. —Gwenhwyvar alzó ligeramente mi plato.
Contemplé el interior del cuenco que sostenía entre las manos. El oscuro líquido de su interior se convirtió en una hormigueante y revuelta masa de gusanos amarillos. Distinguí huesos humanos que humeaban con un inexplicable fuego y escuché otra vez el eco de aquellas palabras misteriosas: «No tenemos elección… quémalo».
Volví a ver la pila de cadáveres, hinchados y cubiertos de horribles manchas de un negro azulado, amontonados unos sobre otros y ardiendo, y un humo grasiento irrumpiendo en un cielo blanco y seco. Se me revolvió el estómago; di una boqueada a punto de vomitar y arrojé el cuenco lejos de mí.
Gwenhwyvar puso una mano sobre mi brazo.
—¡Myrddin!
De improviso lo vi todo claro; la odiosa palabra se formó en mis labios.
—Pestilencia —respondí, atragantándome con la palabra—. En estos instantes la muerte se desliza como una neblina sobre la tierra.
Arturo apretó los dientes.
—Defenderé Inglaterra. Haré todo lo que pueda hacerse para derrotar a los vándalos.
Había malinterpretado lo que había querido decir, de modo que expliqué:
—Hay un enemigo más poderoso que el jabalí y sus jabatos, más peligroso para todos nosotros que cualquier invasor que haya atracado en estas costas.
—Hablas en acertijos, bardo. —Arturo clavó sus ojos en mí—. ¿Qué es esta muerte?
—Se la llama la muerte amarilla-repuse.
—¡Peste! —exclamó Gwenhwyvar con voz entrecortada.
—Ninguno de los nobles ha mencionado para nada lapeste —dijo Arturo—. No permitiré que se extiendan tales rumores entre hombres que se preparan para combatir.
—No me interesan los rumores, gran rey. Sin embargo, no existe la menor duda en mi mente, ni tampoco debería existir en la tuya, de que la muerte amarilla ronda en estos momentos por Inglaterra.
Arturo aceptó el reproche que dejaban traslucir mis palabras; con los ojos fijos en los míos, preguntó:
—¿Cuál es la cura?
—No conozco ninguna cura —respondí—. Pero se me ocurre —añadí en una repentina inspiración— que, si existe algún remedio, puede que los sacerdotes de Ynys Avallach lo conozcan. Su experiencia es amplia y sus conocimientos muchos —agregué, y recordé que mi madre me había dicho que el monasterio se había convertido en un lugar de curación. Pero eso había sido años atrás… ¿Seguiría siéndolo ahora?
—Entonces debes ir de inmediato —concluyó Gwenhwyvar.
Me puse en pie.
—Siéntate, Myrddin —intervino Arturo—. No puedes ir ahora. Es de noche y hay cincuenta mil bárbaros entre nosotros e Ynys Avallach. —Calló y me contempló a través de las llamas—. Además, celebro consejo esta noche y te necesito aquí.
—No puedo quedarme, Arturo. Si puede hacerse algo, no me atrevo a esperar. Debo ir. Lo sabes.
Con todo, Arturo vaciló aún.
—Un enemigo a la vez —dijo—. No hacemos más que malgastar nuestras fuerzas si corremos en todas direcciones. No hay cura para la peste, tú mismo lo has dicho.
—No deseo desafiarte —contesté con sequedad—, pero tienes a los cymbrogi a tu lado, y yo puedo ser de utilidad en otra parte. Se me ha mostrado este peligro, y no puedo hacer caso omiso de él. Regresaré en cuanto me sea posible. Pero debo marcharme. Ahora. Esta noche.
—Oso —imploró Gwenhwyvar—, tiene razón. Deja que vaya. Puede significar la salvación de muchas vidas. —La mirada de Arturo pasó de mí a ella, y ella aprovechó esta momentánea vacilación—. Sí, id a verlos, sabio Emrys —me instó, como si éste hubiera sido el plan de Arturo desde el principio—. Averiguad lo que podáis y traednos alguna buena noticia.
—No puedo prometer nada —advertí—, pero haré lo que pueda hacerse. En cuanto a los rumores, no digáis nada a nadie hasta que regrese.
—Así pues, está decidido —declaró Arturo, aunque me di cuenta de que la decisión no le sentaba muy bien. Se incorporó de repente y llamó a Llenlleawg—. Myrddin debe abandonarnos por un tiempo —le explicó—. Puesto que el valle está infestado de vándalos, quisiera que lo acompañaras en su viaje.
Llenlleawg inclinó la cabeza en gesto afirmativo, la expresión impasible a la luz del fuego.
—Os lo agradezco —dije a ambos—; pero viajaré más rápido solo.
—Al menos deja que te acompañe hasta la nave —insistió Arturo—. Entonces sabré que los bárbaros no te han cortado el paso.
Viendo que estaba decidido a salirse con la suya en algo, cedí. Tras despedirnos de Arturo y Gwenhwyvar, Llenlleawg y yo nos encaminamos de inmediato al lugar donde estaban atados los caballos para recuperar los nuestros. Abandonamos el campamento en el mismo instante en que Arturo iniciaba el consejo.
No sé a quién compadecía más: a Arturo disputando con sus reyes, o a mí pasando una noche en vela sobre la silla. Probablemente, yo había salido ganando.