3

P

oseído de una fría cólera, Arturo ordenó a Barinthus que atracara algo más arriba del estuario, y envió a Bedwyr, Llenlleawg y a los Cymbrogi a explorar el camino. Permaneció con el agua hasta las rodillas dando órdenes a sus jefes guerreros a medida que desembarcaban, y las primeras divisiones estuvieron armadas, a caballo y en marcha antes de que las últimas naves hubieran tocado la orilla.

Los vándalos habían dejado un amplio rastro en el suelo del valle; hierba aplastada sobre el reseco suelo por miles y miles de pies.

El sendero conducía directamente a Caer Legionis, pero la ciudad en sí, tal cual era, había sido abandonada en tiempos de Macsen Wledig al marcharse las legiones; la gente había regresado a las colinas circundantes y construido una pequeña fortaleza en una colina, recuperando así una forma más antigua y segura de vivir.

Rodeamos la desierta ciudad y continuamos hasta la fortaleza de Arturo en Caer Melyn. Mientras nos acercábamos, nos encontramos con Bedwyr y dos exploradores que regresaban.

—Han saqueado nuestra fortaleza —informó—, e intentado incendiarla. Pero el fuego no ha prendido. La puerta está reventada.

—¿Y los de dentro? —preguntó Arturo.

—Muertos. Muertos… todos ellos.

Al ver que Arturo no respondía, Bedwyr continuó:

—Cogieron lo que pudieron transportar y se marcharon. ¿Envío a Llenlleawg y a los otros por delante para averiguar adónde han ido?

Arturo siguió sin responder. Parecía mirar a través de Bedwyr a las colinas situadas detrás.

—Artús… —dijo Gwenhwyvar, que cada vez reconocía y comprendía mejor los estados de ánimo de su esposo—, ¿en qué piensas?

Sin decir una palabra, el Supremo Monarca alzó las riendas y continuó hasta el caer. Si el Jabalí Negro hubiera querido devastar la fortaleza, ni un solo madero habría quedado en pie. Tal y como estaba, no obstante, aparte de la puerta rota, la fortaleza aparecía intacta: en silencio, pero sin daños. No fue hasta que entramos en el patio que vimos las paredes ennegrecidas y percibimos el hedor de la muerte. Un grupo de cymbrogi se ocupaba ya de la triste tarea de sacar a los muertos y realizaba los preparativos necesarios para enterrarlos en la ladera de la colina al pie de la empalizada de madera.

Nos unimos a tan desoladora tarea, para luego reunirnos en la ladera al anochecer y elevar nuestras oraciones por los hermanos caídos mientras los confiábamos a sus sepulturas. Hasta que la verde hierba hubo cubierto el último cadáver, Arturo no entró en la sala.

—Fueron descuidados —observó Cai—. Tenían prisa.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Urien. Desde los últimos días pasados en Ierne, no había hecho más que seguir a Arturo, en un intento por congraciarse con el grupo más cercano al Supremo Monarca. Si es que alguien se daba cuenta de su presencia, nadie lo demostraba.

—Si Twrch Trwyth hubiera deseado su destrucción —respondió Cai secamente—, el caer estaría convertido en cenizas, y éstas desperdigadas a los cuatro vientos.

Desconcertado por su fracaso para distingúir lo evidente, Urien se retiró y no volvió a hablar.

—Es una suerte que tengamos aún con nosotros al ejército —dijo Bedwyr—. Esa enorme hueste a pie…

—Nuestros caballos pueden alcanzarla con facilidad —intervino Cai, terminando la frase—. No pueden haber llegado muy lejos.

—Pero nuestro ejército es más pequeño ahora de lo que era en Ierne —indicó Cador—. Sin el apoyo de los nobles irlandeses, me temo que nos irá peor que allí.

—Gwalchavad ya debe de haber llegado hasta los señores del norte con nuestra llamada —le recordó Bedwyr—. Idris, Cunomor y Cadwayo no tardarán en llegar.

Cador asintió pero el gesto hosco no abandonó su cara.

—Necesitamos más —dijo, al cabo de un rato—. Incluso con los ejércitos del norte todavía hay diez o veinte vándalos por cada guerrero inglés.

—Bors y Ector llegarán en cualquier momento —añadió Cai—. Entre los dos traerán más de seiscientos hombres.

Siguió un cálculo de hombres; se hicieron recuentos y estimaciones de los ejércitos. Como máximo podíamos contar con cuatro mil, quizá más… aunque lo más probable es que fueran muchos menos. De todos modos, la falta de potencia combativa no era la preocupación principal. Los hombres han de comer si tienen que luchar, y la conversación pronto se desvió hacia el persistente problema de las provisiones. Los guerreros precisan de un suministro constante e ininterrumpido de comida y armas, y nosotros carecíamos de armas o comida suficientes para sostener una campaña larga.

—Tendremos que recorrer los poblados en busca de suministros —hizo notar Cador, sombrío—, y eso apartará hombres del combate.

—Si no los enviamos —respondió Gwenhwyvar—, nos costará la vida de muchos más. No hay otra salida.

—Existe otra salida —dijo Arturo con calma, dejando oír por fin su voz—. Utilizaremos el tesoro de Inglaterra para comprar grano y reses en Londinium. —Se volvió hacia Cador y le indicó—: Te encomiendo a ti esta tarea. Coge todo lo que obtuvimos en las guerras contra los saecsen y utilízalo en los mercados.

Bedwyr sacudió la cabeza perplejo.

—¡Oso, por el amor de Dios, nos han saqueado! ¡Amílcar lo tiene todo!

—¿Todo? —inquirió Arturo; este problema no se le había ocurrido.

—No todo, supongo —concedió Bedwyr—. Nos queda lo que había escondido bajo el hogar, y lo poco que llevamos con nosotros a Ierne.

—¿Es suficiente? ¿Ese poco es suficiente?

—Puede —contestó Bedwyr dudoso.

—Artús —intervino Gwenhwyvar—, lo que nos falte lo pueden suplir las iglesias. Ellas tiene oro y plata en cantidad. Acude a ellas. Que nos ayuden tal y como nosotros las hemos ayudado.

—Ve con tiento —advertí—. Separar a los hombres santos de sus riquezas terrenales tiene sus consecuencias.

—Escucha a tu reina —instó Bedwyr—. ¿De qué les servirá su oro y su plata cuando lleguen los bárbaros y se lo lleven? Perderán tesoros y vidas. Pero, si nos entregan el oro a nosotros, al menos puede que salven sus vidas.

—Que así sea —dijo Arturo, que ya había oído suficiente. A Cador indicó—: Deténte en las iglesias que encuentres en el camino y consigue lo que puedas. Diles que Arturo lo necesita. Cuando llegues a Londinium asegúrate de hacer buenos tratos… Nuestras vidas dependen de ti.

Cador aceptó de mala gana.

—Como quieras, mi señor —respondió—. Partiré mañana al alba.

—Me voy a mi habitación… o a lo que queda de ella —anunció Arturo, poniéndose en pie—. Cuando los jefes hayan acomodado a sus hombres que se reúnan conmigo aquí para celebrar un consejo.

Así pues, mientras un miserable pedacito de luna se alzaba para iluminar el destrozado caer, los señores de Inglaterra se sentaban para planear la defensa de la isla. Tras haber visto la forma de combatir de los vándalos, los ingleses estaban todos a favor de un enfrentamiento directo.

—Yo digo que los pasemos a punta de espada —arguyó Ogryvan—. Tiemblan de miedo cada vez que ven nuestros caballos. Podemos alcanzarlos y pisotearlos.

—Tiene razón. Un ataque audaz los enviará de vuelta a sus naves, a toda velocidad —añadió Brastias—. Son unos cobardes y acabaremos con ellos en un momento.

—Cuanto antes les presentemos batalla —opinó Meurig—, antes nos desharemos de ellos. Debemos ponernos en marcha enseguida.

—Y entonces no necesitaremos todas las provisiones que consideras necesario que compremos —intervino Ulfias esperanzado—. Podemos zanjar la cuestión antes de la cosecha.

El Supremo Monarca borró en un momento tales ideas de sus mentes. Se puso en pie, con los puños apretados, y les gritó:

—¿Es que la visión de las naves quemadas no significa nada para vosotros? —Los nobles intercambiaron cautas miradas. Al ver que ninguno se atrevía a responder, Arturo prosiguió—: Escuchadme ahora: no será tal y como sucedió en Ierne. El Jabalí ha cambiado. Sabe muy bien lo que le espera aquí, y sin embargo ha venido. Os aseguro que Amílcar se ha convertido en un nuevo y más peligroso enemigo.

—¿Cómo es eso, señor? —replicó Brastias—. Lo pisotea todo, lo quema todo y luego huye. Es el mismo enemigo temerario. Puede que vos confundáis la despreocupación con la astucia, pero yo la reconozco muy bien cuando la veo.

Gerontius hizo intención de seguir con la discusión, pero Arturo lo acalló con un tajante gesto de la mano.

—¿Es que estoy rodeado de imbéciles? —preguntó con voz colérica—. ¡Tribus y familias! —chilló—. Las naves quemadas tras ellos. ¡Pensad! —Paseó la enfurecida mirada por toda la extensión de la mesa, cada vez más enojado. Cuando volvió a hablar su voz era un tenso susurro—. El Jabalí Negro ya no se contentará con el simple saqueo. Piensa quedarse.

Antes de que los nobles pudieran formular una respuesta, Arturo continuó:

—Todo el reino está sin protección, y Twrch Trwyth lo sabe. Corre delante de nosotros, arrasando el país a su paso. —Las palabras del Supremo Monarca empezaban a calar por fin; los nobles mantenían las bocas bien cerradas y escuchaban con atención—. Sólo ahora empieza el enemigo a mostrarse tal y como es, y es un aspecto que me asusta en gran manera.

Una vez conseguido lo que quería, Arturo concluyó su discurso con una sencilla orden.

—Regresad con vuestros hombres. Decidles que saldremos en persecución del enemigo, y que saldremos al amanecer.

Mientras los jefes guerreros se preparaban para la partida, me senté a solas en la vacía sala y medité sobre el significado del cambio en las intenciones del Jabalí Negro. Arturo había descifrado correctamente la situación: enfurecido, o al menos frustrado, por la oposición de Arturo a su proyectado saqueo de Irlanda, el Jabalí Negro se había dirigido hacia botines más fáciles, y ¿qué mejor lugar que una Inglaterra indefensa? Con los ejércitos de Ynys Prydein en Ierne, el caudillo vándalo podía saquear aquí a sus anchas, acumulando enormes riquezas antes de que lo atraparan.

Arturo había comprendido perfectamente la situación, desde luego. Pero, no obstante, un mal presentimiento me corroía. Amílcar sabía —y lo sabía sin la menor duda— que los nobles de Inglaterra no tardarían en llegar para poner fin a su pillaje. Habiéndose enfrentado ya a Arturo y padecido la derrota en cada ocasión, ¿por qué arriesgarse a un nuevo enfrentamiento con el Oso de Inglaterra?

Más importante aún: si pensaba quedarse, ¿por qué escoger Inglaterra? ¿No temía a Arturo? ¿Creía el Jabalí Negro que no se le daría caza y muerte?

Algo había empujado a Amílcar a esta situación extrema. ¿Desesperación? ¿Venganza? Algo de ambas cosas quizá, pero a mí también me parecía ver una parte de astuto desafío. ¿Cómo había que considerar aquello?

Me fui a dormir con la mente inquieta y Rhys me despertó al poco rato. Rechazando el desayuno, salí a pasear por las murallas de Caer Melyn hasta que llegara la hora de partir. Contemplé cómo el cielo se iluminaba por el este. Allá en el sur, unas nubes bajas se deslizaban a lo largo de la costa, pero se desvanecieron mientras las miraba y con ellas se desvaneció también cualquier posibilidad de lluvia. El día que nos aguardaba sería igual a los anteriores: abrasador.

Volví la mirada hacia las colinas. La hierba empezaba a marchitarse y secarse; los senderos se convertían en caminos de polvo; si no llovía pronto, los arroyos empezarían también a secarse. La sequía no es desconocida en Inglaterra, el Señor bien lo sabe, pero se da raras veces y es siempre señal de malos tiempos.

Mientras permanecía allí inmóvil contemplando la tierra cada vez más reseca, rememoré de nuevo estas palabras: «Quémalo… No tenemos elección». «No tenemos elección —había dicho la voz—. Quémalo. Quémalo por completo».

Eran palabras de desesperación, no de cólera. Indicaban resignación y derrota, una situación de desesperación extrema. Quémalo. ¿Qué calamidad, me pregunté, se solucionaba quemando algo? ¿Qúé emergencia precisaba del fuego?

«No tenemos elección… Quémalo por completo». Bajé la mirada hacia el caer, donde todo eran idas y venidas de hombres que se preparaban para el combate. Sin embargo, mientras miraba, la escena cambió ante mis ojos: los hombres ya no eran guerreros, y el alboroto era de una clase muy distinta. Oí llantos y gritos. Hombres con antorchas corrían por entre las viviendas, haciendo pequeños altos para encender los techos de paja antes de seguir adelante. El humo inundaba el patio. Y allí, en el centro del patio, había cadáveres amontonados como los troncos de una pira. Un hombre con una antorcha se acercó al espantoso montón y aproximó las llamas a la leña situada en la base. Mientras las llamas se abrían paso por entre los cuerpos, una mujer se precipitó hacia al frente como si fuera a arrojarse a la pira. El hombre con la antorcha la sujetó del brazo y la echó hacia atrás; luego arrojó la tea a la pila.

Acompañando a la mujer, volvió la cabeza, gritó algo por encima del hombro a otros que contemplaban el fuego, y abandonó el caer, dejando los muertos y la vacía fortaleza entregados a las llamas.

El humo me cegó y oí a alguien que pronunciaba mi nombre. Cuando volví a mirar, vi a Rhys que corría hacia su caballo situado junto a la puerta. Cai y Bedwyr estaban ya sobre la silla, y la Escuadrilla de Dragones aguardaba junto a sus monturas. Temblando por la fuerza de la visión, arrojé lejos de mí la inquietante imagen y me encaminé hacia mi caballo. A los pies del caer, la orden para la inminente partida se gritaba de campamento en campamento. En un instante todos saldríamos de Caer Melyn, algunos de exploración y en busca de provisiones, la mayoría a enfrentarse al invasor. Muchos de los que ahora parpadeaban bajo la luz del nuevo día no regresarían.

Luz Omnipotente, cabalgamos hoy por senderos desconocidos. Sé una llama resplandeciente ante nosotros. Sé la estrella que nos guíe desde lo alto. Sé la hoguera guía tras de nosotros. Cada uno de nosotros está perdido si no iluminas nuestro camino. Alzando las manos en una bendición bárdica, dije:

Poder del cuervo, acompáñanos,

poder del águila, sé nuestro.

¡Poder de los ejércitos celestiales!

Poder de la tormenta, acompáñanos,

poder de la tempestad, sé nuestro.

¡Poder de la cólera sagrada del Señor!

Poder del sol, acompáñanos,

poder de la luna, sé nuestro.

¡Poder de la luz eterna!

Poder de la tierra, acompáñanos,

poder del mar, sé nuestro.

¡Poder de los reinos celestiales!

Que todo el poder de los reinos celestiales nos bendiga,

nos guarde y nos defienda.

Y que una luz propicia brille ante nosotros,

y nos conduzca por los senderos que debamos seguir.

Satisfecho con esta bendición, corrí a mi puesto, tomé las riendas y salté sobre la silla.

Al igual que innumerables invasores antes que ellos, los vándalos siguieron el valle de Hafren en su camino hacia el centro del país. Existían pocos núcleos habitados situados directamente en el sendero que seguía el Jabalí Negro —las inundaciones de primavera obligaban a la mayoría de las gentes del valle a habitar en terrenos más altos— hasta que llegara a las extensas regiones centrales, donde el valle daba paso a prados y campos alrededor de Caer Gloiu, la antigua ciudad romana de Glevum.

Si Amílcar había llegado ya hasta allí, todo el delicado centro de Lloegres estaría a su alcance. Las huestes bárbaras se desparramarían por las fértiles praderas bajas, y ya no habría forma de contenerlas.

Así que cabalgamos con gran premura, deteniéndonos tan sólo para dar de beber a los caballos, avanzando a toda prisa en medio del intenso calor. La larga espera en Ierne había dado a Amílcar una buena delantera, y Arturo estaba decidido a localizar y enfrentarse al enemigo sin demora. El final del día nos encontró valle abajo, pero, aparte de la tierra pisoteada, no habíamos visto ninguna señal de los bárbaros.

—Se mueven más deprisa de lo que imaginaba —comentó Arturo—. El miedo los empuja a avanzar a gran velocidad, pero los atraparemos mañana.

No los atrapamos al día siguiente, no obstante. No fue hasta que el sol hubo descendido tras las colinas dos días después que por fin avistamos al enemigo. Aunque habíamos estado espiando las nubes de polvo que levantaban antes de tropezarnos con ellos, esa primera visión nos dejó de todos modos boquiabiertos: una inmensa multitud en movimiento ascendía como una violenta inundación por el ancho valle de Hafren. No se trataba de una nueva camada de chacales marinos en busca de un botín fácil; eran tribus enteras en movimiento, un pueblo en busca de un lugar en el que instalarse, toda una nación a la búsqueda de un hogar.

Nada más vislumbrar a las huestes vándalas, desparramadas como una enorme mancha negra sobre el terreno, Arturo ordenó a las columnas que se detuvieran. Luego, acompañado por sus caudillos, cabalgó hasta la cima de la colina más próxima para analizar la situación.

—Que Dios nos ayude —murmuró Bedwyr mientras se esforzaba por asimilar la inmensidad de la multitud que se extendía ante nosotros—. No imaginé que pudieran ser tantos.

—Vimos las naves —dijo Cai—, pero esto…, esto… —No encontró palabras.

Arturo estudió la muchedumbre con los ojos entrecerrados.

—Un ataque ahora sólo conseguiría empujarlos aún más tierra adentro —decidió por fin—. Debemos atacar desde el otro lado.

En cuanto regresó junto a las columnas que aguardaban, Arturo llamó a los jefes y les comunicó su decisión. Después de haber estado persiguiendo al enemigo durante casi tres días enteros, los nobles estaban ansiosos por entrar en combate, y no les hizo ninguna gracia que se les negara la esperada batalla.

—¿Rodearlos? —exclamó Gerontius—. Pero ¡si nos esperan justo allí delante! No están en condiciones de luchar. No tenemos más que atacar y están vencidos. —Esta opinión obtuvo el favor de los otros, que añadieron su respaldo.

—Si fuera algo tan seguro —respondió Arturo en tono fatigado—, habría dado la orden antes de que se os ocurriera protestar. Pero la victoria no está ni mucho menos asegurada, y antes prefiero obligar a Twrch Trwyth a retroceder por donde ha venido que ofrecerle la oportunidad de aventurarse más tierra adentro.

—¿Es eso prudencia? —quiso saber Brastias, sin apenas ocultar el sarcasmo de su voz—. ¿O un auténtico desatino? Si recurrimos a las espadas, sin perdonar nada en nuestro ataque, no tengo ninguna duda de que todo esto habrá terminado antes del anochecer.

Arturo volvió el rostro despacio hacia el antipático noble.

—Ojalá pudiera convencerme de ello con tanta facilidad —contestó—. Pero, por el bien de todos los que empuñarán la espada a mi lado, tengo que admitir mis dudas. Y, puesto que soy el Supremo Monarca, la cuestión está zanjada. —Se volvió sobre la silla—. Los rodearemos.

—¡Y perderemos al menos otro día! —protestó Brastias. Al parecer, él y Gerontius habían decidido poner en duda cada decisión de Arturo. En esto había que tenerles lástíma, pues no existe cura ni consuelo para esta clase de ceguera, y los hombres que sucumben a ella a menudo descubren que es fatal.

Circundar al enemigo significó todo un día de abrirnos paso por entre las arboladas colinas en dirección al norte del valle de Hafren; una tarea muy ardua la de mover tantos hombres con rapidez y silencio. Las primeras estrellas brillaban ya en el firmamento cuando por fin volvimos a bajar al valle, a no demasiada distancia del enemigo que avanzaba bastante más despacio. Tras apostar centinelas en las cimas de las colinas a ambos lados, acampamos junto al río y volvimos a montar en nuestros caballos antes del amanecer para ocupar nuestras posiciones de ataque.

Estábamos reunidos en un recodo del valle, listos y aguardando, cuando la horda vándala apareció. Llegaron como una enorme riada negra, como una marejada abriéndose paso al interior del valle, deteniéndose para luego hincharse y derramarse… inundándolo todo. Aguardamos con los oídos bien atentos; el sonido de su avance retumbaba como un trueno sordo sobre la tierra, y el polvo que levantaban sus pies ensombrecía el aire como si se tratara de humo.

Cuando estuvieron más cerca, pudimos percibir sonidos más distintivos: los gritos y a veces risas de niños, el ladrar de perros, el mugir de reses y balar de ovejas, el agudo chillido de los cerdos.

Arturo volvió el rostro hacia mí, los azules ojos ensombrecidos por la preocupación y la falta de sueño. Avanzan con mujeres y niños en primera línea. Rápidamente, hizo venir a todos sus jefes.

—¡Infantes en el campo de batalla! —protestó Cai—. ¿Qué clase de caudillo obligaría a su pueblo a hacer eso?

—Amílcar debe saber que no mataríamos mujeres y niños —indicó Bedwyr—. Los utiliza como escudo.

—No me importa —dijo Brastias con aspereza—. Si son lo bastante estúpidos para vagabundear por el campo de batalla, merecen lo que les suceda. —Algunos se mostraron de acuerdo con él.

—Pero las mujeres y los niños… —se indignó Gwenhwyvar—. Ellos no tienen nada que ver con esto. —Miró a su esposo—. ¿Qué harás, Artús?

Éste lo meditó durante un buen rato.

—No podemos ceder ante Amílcar. El ataque se iniciará tal y como habíamos planeado, pero que cada uno advierta a nuestros hombres que seres inocentes avanzan delante de la hueste enemiga, y que no hay que matarlos si se puede evitar.

—Aun así, muchos morirán —insistió Gwenhwyvar.

—Eso es posible —concedió Arturo—, pero no veo otro modo de hacerlo. —No obstante, poco dispuesto a dar la orden, preguntó—: ¿Alguien sugiere un plan mejor? —El monarca contempló a sus caudillos de uno en uno, pero todos permanecieron callados—. Que así sea. Regresad a vuestros puestos y preparad a los hombres. Daré la señal.

Se transmitieron rápidamente las órdenes del Supremo Monarca entre las filas: el ejército avanzó hasta sus posiciones y se preparó para la carga. La avanzadilla enemiga se dio cuenta de nuestra presencia al resonar un agudo y sonoro toque de cuerno y, de improviso, toda la primera fila de la negra oleada se inmovilizó. La repentina parada actuó como un muro de contención en la masa que avanzaba, que se fue deteniendo paulatinamente.

—Que el Señor nos perdone nuestros pecados en este día —dijo Arturo sombrío. Y, sin añadir nada más, alzó la mano en dirección a Rhys, quien se llevó el cuerno de guerra a los labios y dio la señal de ataque.