aben que no pueden oponerse a nosotros —se jactó Conaire—. Los hemos echado. —Los nobles se sentían inclinados a darle la razón; la mayoría de los señores irlandeses contemplaban la partida de los bárbaros bajo una luz favorable. Arturo no se sentía tan seguro.
—El Jabalí Negro no ha abandonado la lucha —dijo el Supremo Monarca a los reunidos—. Simplemente se ha marchado en busca de botines más fáciles de obtener en otra parte.
—¿Qué nos importa eso? —replicó Brastias—. Ha abandonado Ierne, y eso es todo lo que importa.
—¿Lo es? —Arturo se enfrentó con el sedicioso noble—. Amílcar ya se fue en otra ocasión… para aparecer de nuevo en otro punto de la costa. —Reunió a los nobles irlandeses y prosiguió—: Vosotros sois quienes mejor conocéis vuestra isla; por lo tanto, debéis recorrer las costas para averiguar adónde ha ido el Jabalí Negro.
—Se tardará tiempo —advirtió Conaire—. Existen más repliegues en la costa que estrellas en el cielo.
—En ese caso debéis partir a toda prisa —ordenó Arturo.
Tras una corta discusión se decidió que cada monarca, encabezando un grupo de reconocimiento formado por seis hombres, registraría diferentes partes de la isla y, de este modo, se daría la vuelta a toda la isla. Hecho esto, se darían prisa en regresar con sus informes. Entretanto, los barcos de Arturo iniciarían una amplia búsqueda; algunos navegarían al norte, lo rodearían y luego descenderían hacia el sur, a través del estrecho; otros navegarían hacia el sur por la costa oeste, doblarían el extremo sur en dirección este y subirían.
—Resulta un plan muy poco distinguido —comentó Arturo cuando la primera patrulla abandonó el campamento. Se detuvo, ceñudo, a observar la partida de los jinetes—. Dios sabe que no se me ocurre otro modo.
—No hay otro modo —respondió Bedwyr—. Has tomado la decisión más prudente, y no se puede hacer nada más que hasta que las patrullas regresen. Quítatelo de la cabeza. Oso.
Pero Arturo no podía hacerlo. Transcurrieron los días… ¡y cómo se arrastran con desesperante lentitud para aquellos que aguardan! Pasados seis días, Arturo colocó centinelas en las zonas altas para que vigilaran las rutas del este, oeste, norte y sur, y les encargó que avisaran en cuanto vieran volver a alguien.
Mientras el resto del campamento se acomodaba de nuevo para esperar, el Supremo Monarca se dedicó a pasear por todo el perímetro como un oso inquieto; comía poco y dormía menos, y se volvía más irritable con cada día que pasaba. Gwenhwyvar y Bedwyr intentaron apaciguarlo y, cuando sus intentonas fallaron, vinieron a mí en busca de solución.
—Sin duda esa ansiedad no es buena para él —dijo la reina—. Myrddin, debéis hacer algo.
—¿Qué suponéis que puedo hacer que no podáis vos?
—Hablad con él —sugirió Bedwyr—. Siempre os escucha.
—¿Y qué queréis que le diga? —contesté—. ¿Debo decir: no te preocupes, Arturo, todo irá bien? Tiene razón en preocuparse. Amílcar nos ha colocado en una situación apurada y Arturo lo sabe. Piensa, Bedwyr: no podemos movernos de aquí hasta que sepamos adónde ha ido el Jabalí. Entretanto, los bárbaros son libres de atacar donde les plazca.
—Lo sé —repuso Bedwyr con frialdad—. Sólo quería indicar que a Arturo no le hace ningún bien inquietarse así.
—¡Es el rey! ¿Acaso no debería inquietarse por sus cosas? —repliqué.
—¡Bardos! —exclamó Bedwyr poniendo los ojos en blanco.
—De nada sirve que peleemos entre nosotros —intervino Gwenhwyvar—. Si no podemos tranquilizar a Arturo, al menos no aumentemos sus preocupaciones.
La tarde del noveno día, dos jinetes bajo las órdenes de Fergus regresaron para informar que la costa noroeste, desde Malain Bhig a Beann Ceann, había sido registrada.
—No se han avistado naves enemigas por ninguna parte —comunicó el explorador—. Lord Fergus sigue con la búsqueda hacia el norte hasta Dun Sgeir.
Cuatro días después, regresaron exploradores procedentes de la costa este.
—Hemos descendido en dirección sur hasta Loch Laern —dijeron—, y no hemos visto otra cosa que vuestros propios barcos cruzando el estrecho, señor. El piloto dijo que ellos tampoco habían visto ninguna señal de los vándalos.
Otros siete días trajeron más noticias: no se habían avistado naves enemigas en la costa oeste desde Dun Iolar a la bahía de Gaillimh. Tras esto los informes llegaron con mayor rapidez —uno o dos por día— y todos con la misma noticia: no había barcos enemigos; a los vándalos no se los veía por ninguna parte. Si alguien pensó que esta información alegraría a Arturo, se equivocaba. A pesar de los ánimos de sus nobles, recibía estos informes con el mayor temor: como si cada observación negativa confirmara una terrible sospecha.
La única variación en el esquema llegó con el último de los grupos, conducido por Laigin, cuyos exploradores habían registrado las remotas y escasamente pobladas penínsulas de la costa sur.
—Había barcos, creo; pero no los vimos —dijo Laigin—. Las gentes de Ban Traigh dicen que había muchos barcos allí, aunque los invasores no atacaron.
—¿Cuándo? —preguntó Arturo.
—Eso es lo extraño —respondió el noble irlandés—. Parece que estuvieron allí mientras el Jabalí Negro luchaba aquí.
—Eso no puede ser —objetó uno de los ingleses; creo que fue Brastias—. Se equivocan. Debe de haber sido antes de la batalla…
—O después, más probablemente —sugirió Owain.
—¿Qué puede importar ahora? —intervino Urien—. Se han ido, y eso es lo que importa.
Arturo dirigió una furiosa mirada al hombre, pero no quiso responder a tal estupidez. Se envolvió en su sofocante silencio y se alejó. No conseguimos que volviera a hablar hasta dos días más tarde, cuando sus propios barcos regresaron. Barínthus, como jefe a cargo de la tarea, se presentó ante el rey con el último informe.
—Hemos rodeado toda la isla, y no hemos visto ni cascos ni velas en ningún escondrijo del norte, sur, este u oeste. Las naves negras se han ido de estas aguas.
—¡Dilo en voz alta! —chilló Conaire, abriéndose paso al frente—. ¡El enemigo ha sido vencido! ¿Qué más pruebas se necesitan? ¡Hemos ganado!
Fergus, ansioso por ofrecer su agradecimiento, hizo suyo el grito.
—¡Salve, Arturo! ¡Ierne es libre! ¡El bárbaro ha sido derrotado!
Al oír esto, todo el campamento estalló en atronadores vítores. La celebración, tanto tiempo denegada, empezó en ese mismo instante; los monarcas irlandeses solicitaron de sus bardos que compusieron cantos de victoria, y la cerveza volvió a correr. Se avivaron las hogueras y se sacrificaron rápidamente varias cabezas de ganado para cocinarlas en asadores sobre las llamas. La larga y ansiosa espera había finalizado: Ierne era libre; la victoria, completa.
Tras días de inactividad, señores y guerreros no dejaron escapar la oportunidad de dar rienda suelta a su ansiedad mediante el jolgorio. Era como si todo el campamento hubiera estado conteniendo la respiración hasta ahora, y descubriera, con gran alivio, que podía volver a respirar. Mientras la carne se asaba y la cerveza corría del odre a la jarra y de la jarra a la copa, los bardos empezaron a recitar sus canciones, ensalzando las virtudes del ejército allí reunido y de sus campeones. A la conclusión de cada poesía, los guerreros aplaudían con ruidosas aclamaciones. Los mejores esfuerzos recibían también su recompensa material —los nobles patronos concedían a sus Señores de los Cánticos lujosos adornos de plata y oro— que inspiraba a su vez aún más exaltadas composiciones de alabanzas y juegos de palabras.
Pero Arturo se mantenía al margen y contemplaba el jolgorio con frialdad. Gwenhwyvar, que había sobrellevado su preocupación con gran entereza durante tantos días, no pudo menos que echarle en cara su melancolía.
—Ese entrecejo fruncido podría agriar la miel —le dijo—. Ierne se ha sacudido de encima al invasor. Es la mejor noticia que podíamos recibir.
Se volvió ceñudo para contemplar a su esposa.
—Ésa —replicó con sequedad— es la peor noticia de todas. Lo que yo más temía ha ocurrido. —Extendió una mano en dirección a los bullangueros guerreros—. ¡La salvación de Eiru es la ruina de Ynys Prydein!
Dicho esto se precipitó al centro de la reunión y, arrebatando a Rhys el cuerno de caza, se lo llevó a los labios y lanzó un sonoro toque. Esperando un discurso de alabanza y la entrega de regalos, los reunidos pidieron silencio y se aproximaron para escuchar lo que tenía que decir el Supremo Monarca. Cuando estuvo seguro de que todos podían oírlo, Arturo dijo:
—Se ha obtenido la victoria para Ierne, pero debéis continuar vuestra celebración solos. He de regresar a Inglaterra de inmediato. —Acto seguido Arturo ordenó a sus hombres que empezaran a preparar la partida.
—No, Arturo. ¡No! —exclamó Fergus—. Habéis padecido mucho por nosotros; por lo tanto debéis quedaros, descansar y dejar que os festejemos durante tres días. No es más que una pequeñez a la vista de lo que habéis pasado por nosotros.
—Os doy las gracias, y mis nobles también —respondió Arturo—. Puede que volvamos a encontrarnos, si el Señor así lo quiere, para reanudar nuestro banquete en mejores momentos. Me temo que ya he esperado demasiado.
—Un día más al menos —insistió Fergus—. Debéis permitir que os rindamos el homenaje apropiado a la victoria que habéis obtenido para nosotros. Pues juro por mi cabeza y mi mano que sin vos no habría aquí hombres libres en este día.
Conaire, apostado no muy lejos, oyó esto e hizo una mueca de desagrado.
—Lord Arturo ha hablado, Fergus. No es correcto que mantengamos a gente tan eminente alejada de sus importantes asuntos.
Algunos de los ingleses que se encontraban más cerca escucharon el comentario y se sintieron ofendidos. Urien se incorporó de un salto, con los puños apretados.
—¡Inmundicia irlandesa! —gruñó en voz baja.
Gerontius dio un paso al frente, pero Brastias estiró el brazo para detenerlo.
—Calma, hermano.
Owain, que era quien estaba más cerca de Arturo, se puso en pie.
—Lord Arturo —dijo en voz alta—, hemos esperado hasta ahora; un día más ya no importa. Tanto en lo referente a banquetes como a combates, me gustaría que estos reyes irlandeses se dieran cuenta de que Inglaterra es la mejor —finalizó, dirigiendo a Conaire una mirada desafiante.
Los otros ingleses asintieron rápidamente a la sugerencia de su compañero, repudiando la descortesía de Conaire. Pero Arturo no se dejó influir.
—No hay que perder ni un momento más —declaró—. Reunid a vuestros hombres, Owain, tú y los otros nobles, y dirigíos a los barcos. Zarpamos para Ynys Prydein inmediatamente.
La decisión del Supremo Monarca enojó a los guerreros y a la mayoría de los nobles; únicamente aquellos que conocían mejor a Arturo aceptaron la orden, a pesar de no comprenderla. Tan sólo Cai, Bedwyr, Cador y yo mismo pensamos que había actuado con sensatez; los restantes consideraron su comportamiento precipitado, grosero y desconsiderado.
No obstante, las naves no tardaron en quedar totalmente cargadas y se reanudó una vez más el arduo proceso de trasladar al ejército inglés. Tal y como sucediera en la anterior travesía, el viento se negó a prestarnos ninguna ayuda; suplimos su falta a base de remar, lo que casi todos los guerreros consideraron como un tedioso castigo. En los ratos de descanso de sus tareas, los cymbrogi dormitaban o conversaban para pasar lo mejor posible el largo día de verano. Mientras el sol surcaba lentamente el despejado cielo, yo permanecía en pie junto a la proa, escuchando las conversaciones de mi alrededor y el pausado y rítmico chapoteo de los remos, contemplando la danza de la calima sobre la plana línea del horizonte. Sentía el calor del sol en la cabeza, golpeándome con peculiar intensidad, y empecé a preguntarme cuánto tiempo hacía que no llovía. ¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez que había visto un cielo plomizo cargado de nubes y sentido la fría brisa del norte en el rostro?
Absorto en mis pensamientos oí una voz que me decía: No tenemos elección. Quémalo. Quémalo por completo.
La extraña intrusión me sobresaltó. Giré para ver quién había hablado, pero todo estaba igual que antes: hombres en diferentes posiciones de reposo, sin nadie que me prestara demasiada atención. Tardé unos instantes en comprender que no había percibido la voz en realidad; no con el oído al menos. La voz me había llegado de la forma en que a veces me llegan las voces.
Me esforcé por oír más, pero ya había desaparecido.
—No tenemos elección —susurré para mí, repitiendo lo que había oído—. Quémalo.
¿Qué significaba?
Siguió otro día largo y caluroso, y luego otro; vislumbramos la accidentada costa de Inglaterra en el crepúsculo, pero ya era noche cerrada cuando penetramos en Mor Hafren, y teníamos la marea en contra. En lugar de desembarcar en plena noche en una costa rocosa, nuestra pequeña flota lanzó el ancla y esperó el cambio de la marea antes de ascender por el canal del estuario hasta el desembarcadero conocido como Caer Legionis.
No pudimos seguir adelante hasta el amanecer. Como la nuestra era la nave que iba a la cabeza, fuimos los primeros en percibir el humo en el aire matinal, y los primeros en avistar la negra y desagradable neblina que embadurnaba el cielo por el este. ¡Ay de mí! Fuimos los primeros en contemplar aquella visión que la larga experiencia de nuestra raza más nos ha hecho temer: la negra masa formada por una concentración de cascos de naves enemigas.
Las odiosas quillas habían sido encalladas en la playa, y las naves —¡docenas de ellas, de todos los tamaños y formas, suficientes para servir a un emperador!— cientos de naves, atadas barandilla con barandilla e incendiadas. Las velas y cascos debían llevar días ardiendo; incluso ahora el humo se elevaba hacia el cielo desde los humeantes mástiles y quillas.
¡Eran tantos! Docenas y docenas de barcos enemigos, muchos más de los que habíamos visto en Ierna, y todos ellos quemados en la orilla. Contemplamos el horrible espectáculo con sorpresa y desaliento, y lamentamos en nuestros huesos su significado.
El Jabalí Negro andaba suelto por la Isla de los Poderosos. Y, bendito Jesús, tened misericordia, pensaba quedarse.