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T

odos vosotros que contempláis el país ahora y eleváis vuestra impía queja, decidme: ¿dónde estabais cuando el Jabalí Negro excavaba nuestra sagrada tierra con sus colmillos y sacudía las montañas mismas de Ynys Prydein con sus perversos bramidos?

¡Decidme! Vosotros, que desde las elevadas almenas de vuestro superior intelecto escudriñáis todo lo que sucede en el mundo y opináis sobre ello, decidme que adivinasteis el desastre que iba a ocurrir. ¡Os desafío a ello! Instruidme, sabias criaturas, sobre cómo podría haberse evitado.

¡Ah, vosotros, grandes lumbreras!, bien resguardados tras vuestra inconmensurable inteligencia mientras contempláis el desastre provocado por Twrch Trwyth, decidme: ¿adivinasteis también que aparecería el Devastador Amarillo?

Cuando el temido cometa pasó sobre la Isla de los Poderosos y azotó Lloegres con su cola, ¿dónde estabais vosotros? Os lo diré, ¿queréis? ¡Zarpasteis en dirección a Armórica!

¿Quién abandonó la tierra que lo vio nacer a manos de los bárbaros? ¿Quién dejó indefensas vuestras costas? ¿Quién dio la espalda a Inglaterra en su hora de peligro y terror? No Arturo. Arturo jamás lo hizo.

¿Por qué os quejáis? ¿Por qué lo degradáis ahora? ¡Exijo una respuesta! Decidme: ¿por qué apenáis al cielo con vuestra lamentable controversia?

Las observaciones quisquillosas de los pérfidos son como el maullido de gatos enfermos. No significan nada, excepto un espíritu mezquino y poco generoso, perverso en su rencor y podrido de envidia. Los seres de poca voluntad siempre critican a aquellos que, cuando llega el día de la contienda, llenan sus corazones de ánimo y arrojan a un lado la propia seguridad. El miedo es el primer enemigo del hombre, y el último. Escuchadme ahora; os digo la verdad: conquistad el miedo y vuestra recompensa está asegurada.

La noche que Arturo buscó la luz en los sombríos senderos del conflicto, no encontró más que miedo. A pesar de ello, por ser Arturo, dejó de lado el miedo y se esforzó por conservar la fe. De este modo, de todo lo que aconteció después no se lo considerará responsable. Esto es algo que los seres mezquinos jamás comprenderán.

Triunfamos esa noche, pero nuestra victoria sembró las semillas de una amarga cosecha. Obtuvimos la libertad de la Isla de Eireann, pero a un alto precio para Ynys Prydein; pues la liberación de Ierne significó una horrible prueba para Inglaterra.

A una orden de Arturo, Rhys hizo sonar un corto y agudo toque de cuerno, que fue respondido no menos de siete veces a lo largo del valle. Al segundo toque de cuerno, lanzamos nuestros caballos al galope y descendimos como el rayo en una noche sin nubes.

Penetramos de esta guisa en el dormido campamento, pero los vándalos, que vivían en continuo estado de guerra y estaban acostumbrados a ello, se recuperaron de la sorpresa y reaccionaron con rapidez. Abandonando sus redondas tiendas, corrieron en busca de sus armas profiriendo gritos, y en cuestión de minutos nos enzarzamos en violento combate. Fue entonces cuando el genio de Arturo volvió a mostrarse.

Pues, al utilizar tantos puntos de ataque, obligó al enemigo a desperdigarse y a permanecer a la defensiva. Aunque cada uno de nuestros grupos de ataque era pequeño, la horda bárbara, más numerosa, no podía permitirse desdeñar ninguno de ellos, ya que cada desliz era castigado severamente. El Jabalí Negro y sus caudillos no podían ni unificar ni concentrar la defensa, y se veían así privados de la ventaja que les confería su gran número. Los veloces jinetes atacaban y se retiraban para volver a atacar una y otra vez.

La táctica no habría funcionado de día; pero era perfecta para un ataque nocturno, donde la oscuridad multiplica la confusión y el caos propios de una batalla y se transforma en una poderosa fuerza en sí misma. Arturo manipuló esta fuerza, la utilizó como un arma. Un arpa que suena bajo los dedos de un auténtico bardo no es más que algo insulso y amortiguado comparada con el sonido de un arma en manos de Arturo. Y yo me sentía maravillado al oírlo.

Cabalgué en primera línea con él; Llenlleawg y Gwenhwyvar a su izquierda, yo a su derecha, respaldado por Cador y Meurig y sus hombres. De vez en cuando, vislumbraba por un instante a los otros grupos mientras se arrojaban a un lado y a otro a lo largo del frente de batalla. Era la orden de combate de Arturo que evitáramos enfrentarnos cara a cara con el enemigo, de modo que asestábamos golpes indirectos: atacábamos y nos retirábamos antes de que pudieran reunir sus fuerzas para atraparnos, que era lo que intentaban.

Arturo no cesaba de escudriñar el embravecido mar de combatientes en busca del estandarte del Jabalí Negro; si por casualidad tropezaba con Twrch Trwyth en la batalla, la oportunidad de cruzar su espada con el vándalo no se le escaparía. La fortuna en el combate decretó que Arturo tuviera su oportunidad. Durante una de nuestras vertiginosas incursiones, vi el estandarte del jabalí alzarse ante nosotros, y en el mismo instante escuché un potente grito de batalla en tanto que Arturo pasaba a toda velocidad por mi lado, encaminándose al lugar. Espoleé mi montura al frente, en un intento por mantenerme a su altura. Vi la espada de Llenlleawg centellear a la luz de las hogueras rivalizando con la de Arturo en mandobles.

Los dos se introdujeron en la revuelta masa de combatientes que teníamos delante. Al volver la cabeza a mi derecha, distinguí a Gwenhwyvar que se esforzaba por seguirnos.

—¡Señora! —chillé—. ¡Aquí! ¡Por este lado!

Se reunió conmigo al momento y juntos atacamos la embravecida masa que se defendía. Golpeé con la espada, mi brazo subiendo y bajando incansable, y la veloz hoja fue abriendo un sendero por la fuerza por entre la porfiada masa. De improviso el camino quedó despejado y descubrí ante mí al enorme caudillo vándalo, rodeado por su guardia personal, y a Arturo, sobre su encabritada montura; Caledvwlch era una borrosa mancha roja en su mano.

Twrch Trwyth, furioso, los ojos simples aberturas llenas de odio, respondió al ataque de Arturo. Dio un salto al frente, con la lanza apuntada a la garganta de su oponente.

Pero Arturo fue muy rápido. La espada centelleó en el aire, el arma del Jabalí Negro se partió y la punta rodó a un lado. Desarmado, Amílcar retrocedió para protegerse tras el levantado escudo. Arturo asestó al escudo un golpe tremendo; luego otro y otro.

El caudillo vándalo se tambaleó y retrocedió. Vi cómo daba un traspié al tiempo que su guardia personal se lanzaba al frente para rodearlo de nuevo. Luego la marea de la batalla se lo llevó. El enemigo cayó sobre nosotros, y no quedó otra alternativa que interrumpir el ataque o verse arrastrado al suelo. No había otra solución que retirarse.

Nos reagrupamos fuera del alcance de sus lanzas.

—¡Lo tenía! —exclamó Arturo con frustración—. ¿Lo visteis? ¡Lo tenía!

—Lo vi —dijo Gwenhwyvar—. Lo heriste, Arturo. Cayó al suelo.

—Sí, cayó —confirmó Llenlleawg—. Pero me parece que no estaba herido.

—¡Estuve así de cerca! —gritó Arturo, dándose una palmada en el muslo. El escudo tintineó en su brazo—. ¡Lo tenía en mis manos!

—No te esquivará por mucho tiempo —afirmó Gwenhwyvar—. Pocos hombres sienten el mordisco del Oso de Inglaterra y viven para contarlo.

Cador detuvo su caballo junto a nosotros.

—Una lástima. Tendrás otra oportunidad, Artús.

—Si eso ha de ser así —respondió Arturo, inspeccionando la refriega—, será en otra batalla. Ésta ha terminado.

—¿Terminado? —protestó Cador—. Artús, justo empezamos a dejar nuestra marca aquí.

—Y el enemigo ha empezado a deshacerse de su confusión. —Señaló con la espada—. Muy pronto Twrch se dará cuenta de que puede rechazarnos. Preferiría que estuviéramos fuera de aquí antes de que eso suceda.

Recorrimos la línea de combate con la mirada. Los vándalos estaban por todas partes iniciando la ofensiva. Envalentonados finalmente, devolvían el ataque; el curso de la batalla cambiaba. Era hora de retirarse.

—¡Rhys! —chilló Arturo—. ¡El cuerno! ¡Llama a retirada!

Así pues, con el sonido del cuerno de caza resonando en nuestros oídos, huimos, ascendimos de nuevo las largas laderas y nos perdimos en la oscuridad. Nos detuvimos en la cima de la colina para volver la vista hacia nuestra obra de aquella noche. El campamento enemigo era un completo caos: tiendas quemadas, hombres que chillaban y gritaban de dolor mientras corrían de un lado a otro. Alrededor del perímetro, los muertos yacían esparcidos por el suelo.

—Victoria —murmuró entre dientes Arturo—. Le llena a uno el corazón de orgullo, ¿no es verdad?

—Amílcar comprenderá que no puede conseguir sus objetivos —respondí—. Puede que hayas salvado las vidas de muchos esta noche.

—Recemos al Señor para que tengas razón, Myrddin —replicó el rey. Luego, haciendo girar su montura, descendió por la colina alejándose del valle.

No regresamos a la fortaleza abandonada, sino que descansamos junto a un arroyo a poca distancia del campo de batalla. Al amanecer, uno de los exploradores que Arturo había destacado para vigilar el campamento enemigo apareció para despertarnos.

—El enemigo levanta el campo, señor —informó el jinete—. Parece que se trasladan.

—Muéstramelo —ordenó Arturo.

Llamó a Cador y a mí para que lo acompañásemos, y, en un gesto de reconciliación, también a Conaire. Alcanzamos la cima de la colina que daba sobre el campamento vándalo justo cuando el sol salía por el este.

Contemplamos el valle, con el rojo sol alzándose ante nuestros ojos, y observamos cómo una fila de guerreros se separaba de la masa y empezaba a avanzar a lo largo del arroyo en dirección oeste. Muy pronto toda la horda invasora estaba en movimiento, fluyendo como un negro río en dirección al mar.

—Se van —observó Cador—. ¡El triunfo es tuyo, Artús! Los has derrotado.

Ladeando la cabeza a un lado, Arturo contempló durante un buen rato la pleamar que se retiraba. Cuando por fin se dio la vuelta, todo lo que dijo fue:

—Seguidlos.

Luego Arturo y yo regresamos con nuestros hombres, dejando a Cador, Conaire y el explorador para vigilar al enemigo que se retiraba. Los reyes y nobles esperaban noticias, y Arturo no perdió el tiempo:

—Parece que el ejército enemigo abandona el valle. He dejado a Cador y a Conaire para que lo sigan y nos informen de sus propósitos.

Así pues nos acomodamos para esperar, y el día fue avanzando. Los hombres se ocuparon de sus armas y atendieron sus heridas, agradecidos por el descanso. Cuando el sol había dejado atrás el mediodía, Fergus llegó entre grandes aclamaciones con las muy necesarias provisiones; incluido un pequeño rebaño de reses que avanzaba por su propio pie. Encargó a los que lo acompañaban la distribución de la comida y vino hasta nosotros. Ciaran, el sacerdote, iba con él.

—¿Qué es lo que oigo? —quiso saber Fergus—. ¿El enemigo derrotado? Eso es lo que dicen. ¿Es cierto?

—Eso parece —le informó Gwenhwyvar. Se levantó y saludó a su padre con un beso—. El Jabalí Negro ha abandonado el valle… Conaire y Cador lo siguen para averiguar adónde va.

—Y aquí estoy yo con carne y grano suficientes para pasar todo el verano —se quejó Fergus de buen humor—. ¿Qué voy hacer con todo ello ahora?

—La comida no es menos bienvenida por eso —le dijo Cai—. Esperar despierta el hambre, y estoy hambriento.

—No digas nada más, amigo mío. —Fergus se volvió y dio una serie de órdenes que hicieron venir corriendo a hombres cargados con hogazas de pan recién horneado, piernas de carne asada y odres de cerveza. Al parecer, el noble irlandés había arrebatado el pan de los hornos y la carne del asador, recogiendo incluso las migajas de debajo de las mesas de aquellos de los que obtenía ayuda.

—Oh, lo dieron de muy buen grado —explicó Fergus cuando Bedwyr comentó sobre la sorprendente generosidad—. En cuanto hube obtenido su simpatía, nada les parecía suficiente. El Señor los bendiga.

—¡Fergus mac Guillomar! —gritó Gwenhwyvar—. ¿Has robado los poblados de Conaire?

—¡Tcha! —Fergus aspiró con fuerza—. ¡Me ofendes, hija! ¿He robado alguna vez un bocado? Jamás. —Paseó la mirada a su alrededor y, al encontrar pocos que creyeran en él, apeló a Ciaran—. Contádselo, sacerdote. Vos estabais allí.

—Es cierto —afirmó el otro—. Todos dieron de buen grado. Pero por mi vida que todavía no entiendo cómo es que aquellos que eran más reacios al principio fueron los que más dieron al final.

—Ah, es mi encantadora forma de ser —sonrió Fergus—. He descubierto que en cuanto una persona comprende con claridad lo que se requiere de ella, lo hace de muy buen grado.

—Y la presencia de guerreros armados en la puerta no tuvo nada que ver con eso, supongo —observó Gwenhwyvar.

—Hija, hija —la reprendió él—, ¿acaso esperas que corretee por el país sin protección? Escúchate a ti misma. Desde luego que fui acompañado de fornidos guerreros… Lo confieso libremente. ¿De qué otro modo podía repeler a los vándalos y llevarme los suministros confiados a mi cuidado?

Todos rieron muy divertidos por las explicaciones de Fergus.

—Amigo Fergus —intervino Arturo entonces—, como sea que hayáis conseguido la carne y la cerveza, resulta más que conforme. Os doy las gracias, y no puedo menos que alabar vuestra diligencia.

—Sois muy amable de alabarme así —respondió el monarca irlandés—. De todos modos, hubiera preferido estar aquí anoche con vos. Me perdí una buena pelea, me parece. ¡Si al menos la hubiera presenciado!

—Bien, yo estaba allí —le dijo Cai, secándose la boca con la manga y alzando la copa que sostenía—. Y os digo de veras que la espuma de esta copa es mejor espectáculo a mis ojos que lo que vi anoche.

Empezaba a hacer calor —otro día caluroso y sin nubes— y, tras la comida, los hombres se tumbaron a dormir, refugiándose donde podían bajo los árboles y arbustos de los alrededores. De esta guisa pasamos el tiempo, mientras esperábamos que Conaire y Cador regresaran con noticias de la retirada vándala.

No fue hasta el atardecer del siguiente día que llegaron dichas noticias. Los dos nobles y su explorador surgieron de una roja puesta de sol, hambrientos y muertos de sed tras haber cabalgado lejos y muy deprisa, para informar que la hueste bárbara había subido a sus naves y zarpado.