12

N

os encontramos con Amílcar y sus hombres al día siguiente en un valle estrecho junto al lago, y, en esta ocasión, el enemigo demostró una astucia desconocida hasta entonces. En lugar de limitarse a arrollarnos con todos sus hombres, dividieron el grueso de su ejército en tres divisiones e intentaron atraer y separar a los ingleses. Fue realizado con gran torpeza, no obstante, y Arturo esquivó fácilmente la trampa. El ataque, confinado y limitado por las empinadas paredes de la cañada, no tardó en fracasar y los invasores se retiraron a toda velocidad. En esto demostraron haber adquirido cierta sensatez.

—El Jabalí Negro se vuelve astuto —comentó Cai, observando cómo el ejército vándalo huía del valle.

—Están aprendiendo a respetarnos —sugirió Bedwyr.

Llenlleawg, que había escuchado el comentario, dijo:

—Están aprendiendo a ser más ingeniosos. No tardarán en perder el miedo a nuestros caballos.

—Reza para que eso no suceda —respondió Arturo—. Nuestros barcos llegarán pronto, y, si Conaire consigue levantar en armas a los irlandeses del sur, podremos contar con un ejército lo bastante grande para derrotar al Jabalí y a sus jabatos o al menos devolverlos al mar.

Nuestras naves llegaron efectivamente aquel mismo día, algo más tarde, trayendo con ellas al resto de nuestros hombres y caballos, pero únicamente una fracción de las provisiones que necesitábamos.

—Lo siento, señor —se disculpó Rhys mientras contemplábamos los escasos suministros apilados sobre los guijarros de la orilla. Los hombres, entretanto, se abrían paso hasta la playa por entre los bajíos, conduciendo caballos o transportando armas—. Juro que es todo lo que pude conseguir. Si hubiera tenido más tiempo para recorrer más terreno… —Hizo una pausa—. Lo siento.

—¿Dónde está la culpa? —inquirió Arturo—. No tengo nada que criticarte. No te inquietes, Rhys.

—Pero es una porción vergonzosa para hombres que deben combatir.

—Cierto —coincidió el monarca, pero añadió lleno de optimismo—: De todos modos, puede que sea suficiente… si la campaña es corta.

—¡Oh, sí! —dijo Rhys, contemplando el exiguo montón con expresión dudosa—, si concluimos el conflicto mañana o pasado. Las provisiones durarán ese tiempo al menos.

No luchamos contra Twrch al día siguiente, ni al otro, aunque vigilamos muy de cerca al enemigo. Arturo colocó exploradores en un amplio círculo alrededor del campamento vándalo, y les encargó que informaran de los más mínimos movimientos, tanto de día como de noche; exigiéndoles también que trajeran de vuelta con ellos cualquier caza que encontraran para el puchero. Cuando, por tercer día consecutivo, el Jabalí Negro se negó a combatir, Arturo empezó a desconfiar.

—¿Por qué espera? —se preguntó Arturo—. ¿Qué estará pensando? Seguro que sabe que cuanto más espere más crecerán nuestras fuerzas.

Y, en efecto, Conaire llegó al día siguiente con cinco reyes irlandeses y sus ejércitos: novecientos hombres en total, aunque menos de la mitad a caballo. Esto aumentó el número de defensores a casi dos mil en total. Arturo se sintió muy complacido con el apoyo de los nobles del sur aunque, por desgracia, parecían haber venido con las manos vacías, esperando que la comida y los suministros los proporcionarían los ingleses.

—Os doy toda mi aprobación, Conaire —dijo Arturo, saludándolo en voz alta y con alabanzas de modo que lo oyeran los otros reyes—. Habéis aumentado magníficamente nuestro ejército. No dudo que, con el apoyo que nos habéis conseguido, no tardaremos en expulsar al enemigo de vuestras tierras.

—Y será mejor que eso sea pronto —añadió Gwenhwyvar—. No nos queda más que un día de comida para nuestros hombres, y ni siquiera eso si hemos de compartirla con todos.

La amplia frente de Conaire se frunció preocupada, y la sonrisa de satisfacción desapareció de sus labios.

—¿Es cierto? —Se volvió acusador hacia Arturo—. Creía que traeríais comida con vos.

—Traje todo lo que pude conseguir —respondió éste—. La paz de Ynys Prydein es muy reciente; la guerra fue larga y nuestros almacenes y graneros están aún vacíos.

—Además —continuó Gwenhwyvar con severidad—, ésta no es la guerra de Inglaterra. ¿Esperáis que los ingleses nos alimenten además de luchar por nosotros? —Le dirigió una fulminante mirada—. Mirad, Conaire el Roñoso, tenéis que abrir esas carcomidas arcas vuestras y repartir parte de vuestro tesoro.

Conaire puso los ojos en blanco e hinchó los carrillos.

—¡No es cosa tuya la riqueza de Uladh, mujer! —farfulló—. ¿Es que no hay ciervos en las colinas o peces en los lagos?

—Sí nos dedicamos a pescar —replicó Gwenhwyvar, enarcando peligrosamente las bien delineadas cejas—, no podemos combatir. ¿O es que tenéis en mente asustar a los vándalos agitando redes de pesca ante ellos? —Giró en redondo y se alejó muy erguida, impidiendo a Conaire cualquier respuesta.

—¡Ahhh! Posee una terrible lengua afilada —masculló el irlandés—. Si no fuera también una reina… —Dirigió una veloz mirada a Arturo y dejó la frase sin terminar. Los nobles del sur se acercaron en aquel momento, y Conaire se cuadró e irguió.

—Es una verdad sencilla. —Intervine— y clara como nuestra necesidad: nos falta comida. Como éste es vuestro reino, Conaire, debemos volvernos a vos para que nos la facilitéis.

Conaire, que aún sentía los efectos de la fuerte reprimenda de Gwenhwyvar, no deseaba aparecer avaro ante la vigilante mirada de los nobles de Connacht y Meath. Se alzó en toda su estatura.

—No temáis —dijo expansivo—, retroceded y observad lo que haré. No existe escasez cuando Conaire Mano Roja está cerca.

—Os dejo la cuestión a vos —repuso Arturo y, volviéndose hacia los señores del sur, les dio la bienvenida y se presentó diciendo—: Soy Arturo, rey de los ingleses, y el hombre que me acompaña es Myrddin Emrys, gran bardo de Lloegres, Prydein y Celyddon.

—Por supuesto que los nombres de Arturo y del Emrys no son desconocidos —respondió uno de los reyes—. Yo soy Aedd del clan Ui Neill. Soy pariente de Fergus, y me siento muy complacido de saludaros, Arturo, rey de los ingleses. Mis hombres están a vuestro servicio y a vuestras órdenes. —Luego inclinó la cabeza en leve muestra de respeto.

Volviéndose hacia mí, añadió:

—Pero sin duda existe algún error aquí: no podéis ser el famoso Emrys. Creía que teníais muchos años y sin embargo aquí no veo más que a un chaval.

Aedd hablaba con tal sencillez y buena voluntad que tanto Arturo como yo nos sentimos inmediatamente atraídos hacia él.

—No dejéis que las apariencias os engañen, lord Aedd. El anciano de las historias y yo somos una misma persona.

—¡Entonces es cierto! —exclamó Aedd, expresando su sorpresa—. Sois un auténtico príncipe del Otro Mundo.

—Los años dejan menos huella en mi gente que en otros, no puedo negarlo; pero mientras vivimos, andamos por este mundo y no por otro —repuse—. Así pues, en el nombre de Aquel que nos hizo a todos, me satisface daros la bienvenida.

Los cuatro restantes se apresuraron a acercarse más, ansiosos porque los saludásemos. Aedd, ante el fastidio de Conaire, se encargó personalmente de presentar a sus reales colegas: Diarmait, Eogan del Ui Maine, Illan y Laigin; los cuatro jóvenes y fuertes, a gusto consigo mismos y con sus hombres, seguros de sus habilidades. Cada uno mostraba una riqueza abundante: se cubrían con capas de colores brillantes, unas a rayas rojas y azules, otras amarillo retama o verde esmeralda; sus torcs eran enormes aros retorcidos de oro que, junto con sus anillos y brazaletes, podrían haber mantenido el hogar de un gobernador; las botas y cinturones eran de magnífico cuero curtido, y las espadas colgadas de sus caderas fino acero, largo y afilado.

Los cinco mostraban una gran seguridad en sí mismos que se correspondía con su riqueza. No se la eché en cara. Sin embargo tenía muy presente que Conaire, pese a toda su confianza en sí mismo, era lamentablemente inútil. De todos modos, me dije, si el fanfarroneo por sí solo pudiera vencer a la hueste vándala, no tendríamos que empuñar la espada.

Cada uno de los caudillos irlandeses se remitió a Arturo, reconociendo su fama y colocándose bajo sus órdenes. Aedd y Laigin, apuestos caballeros de negra melena, parecían particularmente ansiosos por asegurarse el favor de éste, lo que satisfizo y alegró a Arturo, y no pasó inadvertido a Conaire. A medida que esta cordialidad fluía entre Arturo y sus hermanos irlandeses, Conaire se fue mostrando más callado y reservado.

Cenamos juntos aquella noche, ingleses e irlandeses a la misma mesa, nobles todos ellos. Y, aunque la comida distó mucho de ser suntuosa, se convirtió en un banquete al calor de esta recién iniciada amistad. Los monarcas irlandeses no dejaron de acosar a los ingleses con preguntas sobre cacerías y caballos, batallas ganadas y perdidas, asuntos de gobierno y de familia, y se mostraron encantados con todo lo que averiguaron. Por su parte, los ingleses quedaron agradablemente sorprendidos por sus compañeros irlandeses.

La mayoría de los ingleses habían llegado abrigando un antiguo resentimiento, si no hostilidad, hacia los irlandeses. Como ya he dicho, ellos o sus padres habían luchado contra invasores irlandeses durante demasiado tiempo como para pensar bien de ellos; y la pobre actuación y peores modales de Conaire no habían alterado precisamente esa opinión. Habían venido únicamente por Arturo, no por ninguna buena voluntad hacia los habitantes de Ierna. Ahora, no obstante, sentados unos junto a otros ante la desgastada mesa con un agujero en el techo y las estrellas veraniegas contemplándolos desde lo alto, los nobles ingleses, como Arturo antes que ellos, advirtieron que entre ellos y los caudillos irlandeses surgía un genuino afecto.

No era la bebida lo que los hacía sentir así: apenas sí tuvimos bebida suficiente para humedecer la lengua con la copa de bienvenida antes de que las provisiones de cerveza se agotaran. Más bien fue el innato encanto de los hijos de DeDannan: su graciosa lisonja seducía y desarmaba. Al igual que su música —que, junto con casi todo lo demás, habían robado años atrás de Ynys Prydein— sus palabras giraban y danzaban en complejos y hermosos diseños que deleitaban tanto al oído como al espíritu.

—¡Cómo hablan! Sin duda, es así como hablan los ángeles —rió entre dientes Caí, extasiado por la gracia de su forma de hablar.

—Hilan delicada lana —coincidió Bedwyr—, sólo que no debes dejar que te caiga sobre los ojos, Cai. —Se sentía reacio a entregarse incondicionalmente a ellos; por haberse criado en la costa oeste de Inglaterra, Bedwyr tenía deudas de sangre para equilibrar su opinión.

Laigin, sentado al otro lado de la mesa frente a Bedwyr, escuchó el comentario.

—Qué vergüenza —dijo, la sonrisa amplia y agradable—. ¿Es para herir mi corazón que decís esto?

—Temo por vos, amigo —respondió con soltura Bedwyr—, si vuestro corazón resulta herido con tanta facilidad. La vida os debe resultar un dolor perpetuo.

—Me gustáis, Bedwyr —rió el otro—. Y si quedara una gota en mi copa bebería a la salud del Radiante Vengador de Inglaterra. —Alzó la vacía copa, sujetándola con ambas manos—. Por el más noble guerrero que jamás empuñó espada o alzó una lanza.

Bedwyr, apoyando los codos en la mesa, se dejó embaucar por la adulación de Laigin.

—Me parece que no necesitáis nada en vuestra copa —le respondió—, ya que las palabras solas bastan para daros ánimos.

—Desde luego está borracho —comentó Cai en tono guasón—, si cree que eres el guerrero más noble bajo este techo.

—Una vez más, me siento herido —declaró Laigin, llevándose la mano al corazón.

—Bien —concedió Bedwyr—, supongo que debemos ofrecer algún remedio a este daño.

Laigin se inclinó ávidamente al frente al escuchar eso. Comprendí que habíamos llegado al meollo de la preocupación del joven noble… y también con qué destreza había encaminado la conversación hacia donde le interesaba.

—Concededme el honor de cabalgar junto a vos mañana en la batalla —pidió Laigin, ansioso como un chiquillo por obtener la aprobación de su padre.

—Si eso os consuela… —empezó Bedwyr.

—Me animaría enormemente —lo atajó inmediatamente el noble.

—Entonces que así sea. —Bedwyr alzó la mano en señal de asentimiento—. Si utilizáis la espada la mitad de bien que vuestro ingenio, seremos los guerreros más temidos en el campo de batalla.

Cai lanzó un leve bufido para demostrar lo que pensaba de aquello. Entonces habló Aedd, que se encontraba sentado dos puestos más allá, y me di cuenta de que había estado siguiendo la conversación atentamente, sin perder una sola palabra.

—Que se consuelen entre sí con tan lastimosa creencia si es que pueden, hermano Cai —anunció—. No les prestéis atención. Tan sólo permitid que cabalgue junto a vos y demostraremos a todo el mundo lo que pueden conseguir aquellos que conocen la afilada punta de una lanza.

—¡Bien dicho, amigo irlandés! —respondió Cai, golpeando la mesa con la palma de la mano—. Que el enemigo se prepare.

—Y también el amigo —dijo Bedwyn.

Se enfrascaron en una amable disputa sobre a quién le iría mejor en la batalla del día siguiente, y un alardeo dio paso a otro. Miré más allá de ellos a lo largo de toda la mesa y vi al resto de los nobles ingleses e irlandeses enfrascados en conversaciones igualmente agradables, con Arturo y Gwenhwyvar presidiendo tan afable reunión, fomentando con suavidad la recién nacida concordia para que creciera y se fortaleciera.

¡Luz Omnipotente, que la hermandad tenga éxito! Envía a tu más dulce espíritu a aliviar heridas y resentimientos de días pasados.

Cuando por fin nos levantamos de la mesa y nos dirigimos a nuestros lechos, era como si hubiéramos descubierto compatriotas más cercanos a nosotros que los parientes de nuestra propia sangre que habíamos dejado atrás. De todos los presentes, Conaire era él único que no estaba de mejor humor y disposición cuando se levantó que cuando se había sentado. La serpiente de los celos había hundido sus afilados colmillos en él y empezaba a carcomerlo.

Con los guerreros reunidos y listos, y las provisiones escasas, no esperamos a que el Jabalí Negro volviera a atacar, sino que fuimos a atacarlo nosotros. A pesar de que aún nos superaban con mucho en número, Arturo, decidido a sacar el máximo provecho del miedo y la confusión que provocaban nuestros caballos, propuso un nuevo ataque nocturno.

Durante todo el día, guiados por los informes de nuestros espías, fuimos estableciendo posiciones en las poco elevadas colinas que rodeaban el campamento vándalo. A hurtadillas, como un enorme felino al acecho, nos agrupamos poco a poco y en silencio para el asalto. Cuando el sol se hundió bajo la línea del horizonte, ya estábamos listos para el ataque.

Oscureció por fin, pero, incluso con el manto de la noche extendido sobre el valle, el cielo seguía iluminado. Arturo permanecía acurrucado a la oscura sombra de un olmo en la ladera de la colina, entretenido en arrancar briznas de hierba del suelo mientras contemplaba las hogueras del campamento enemigo. Me agaché a su lado. Repartidos por las cimas de las colinas alrededor del campamento, invisibles en el crepúsculo, nuestros guerreros esperaban la señal de Arturo.

La noche estaba en silencio. Allá abajo se oían los sonidos del campamento mientras preparaban la cena: el tíntineo y golpear de utensilios de cocina, el murmullo de voces alrededor del fuego; los sonidos corrientes de la vida ordinaria, inocentes en sí mismos. Después de todo, los vándalos eran seres humanos más parecidos que diferentes en sus formas de ser.

—Yo no escogí esto —murmuró Arturo al cabo de un rato. Sus pensamientos iban parejos a los míos.

—Amílcar lo hizo —le recordé—. Le diste a elegir.

—¿Lo hice? —Escupió el pedazo de hierba que había estado mascando.

Al cabo de un rato, la luna se alzó, arrojando una suave luz plateada sobre el valle. El aire se volvió más frío a medida que el calor de la tierra iba disminuyendo en ausencia del sol. Detrás de nosotros, listos, cada vez más ansiosos por pelear, nuestros guerreros se removían inquietos, irritados por la necesidad de tener que mantener un silencio total y vigilante.

Pero Arturo siguió esperando.

La luna describió su lento y majestuoso recorrido por la bóveda celeste y, poco a poco, los sonidos del campamento enemigo disminuyeron. Con una vista muy fina en la oscuridad, Arturo permanecía agazapado, mudo e inmóvil como una montaña. Sin embargo, percibía en él una agitación interna… ¿o simplemente la imaginaba? A pesar de todo, me parecía como si luchara consigo mismo, como si dudara de la sensatez del camino que seguía. Y por ese motivo vacilaba.

Imaginando lo que pensaba, dije, en voz muy baja:

—El plan de batalla es bueno. Es la espera la que te hace ponerlo en duda.

Volvió el rostro hacia mí, y pude ver sus ojos duros y brillantes a la luz de la luna.

—Pero ¡si no dudo de él!

—Entonces ¿por qué vacilas?

—Si vacilo —respondió—, es a causa de la certeza, no de la duda. Nuestro ataque tendrá éxito. —Devolvió la mirada al valle y atisbó en la oscuridad, como un marino intentando sondear una profundidad inescrutable.

—Extraño motivo de preocupación —observé, en un intento de animarlo.

—Te digo la verdad, Myrddin —dijo, y aunque hablaba con suavidad noté el acerado filo de sus palabras—. Temo a esta victoria, porque no puedo ver más allá de ella. —Se detuvo, y creí que no volvería a hablar; pero al cabo de un rato prosiguió—: De cada acción fluyen series de consecuencias, y de cada conflicto parten dos caminos que los acontecimientos pueden tomar. Siempre, antes de sacar la espada en el combate, miro más allá para ver qué camino puede ofrecer la mejor resolución, y encamino la batalla hacia ese camino si puedo. —Volvió a interrumpirse, y aguardé, dejando que siguiera adelante cuando lo creyera conveniente—. Esta noche —continuó por fin—, esta noche miro, pero no veo adónde puede conducir cada sendero.

—¿Y eso te asusta?

—Sí, me asusta.

—En ese caso me siento muy animado —confesé.

—¿Lo estás? —Volvió a mirarme con fijeza.

—Desde luego —respondí—, ya que eso me indica que después de todo eres de carne y hueso, Arturo ap Aurefus, aunque algunos hayan empezado a pensar lo contrario.

Vi cómo sus dientes centelleaban blancos en la oscuridad al sonreír. Se incorporó bruscamente y extendió una mano para ayudarme a levantar.

—Vamos pues, bardo antipático —dijo—. Es hora de descubrir qué camino tomaremos… y confiemos en que Dios venga a nuestro encuentro.