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E

s que debo estar en todas partes a la vez? —Los fríos ojos azules de Arturo llamearon mientras paseaban por el campo de batalla donde los cercados irlandeses luchaban por sus vidas—. ¡Por la Mano que me hizo, que alguien pagará por esto!

Caledvwlch saltó de la vaina que colgaba de su cadera; alzó la noble espada sobre su cabeza e, irguiéndose en la silla, volvió la cabeza para mirar a su espalda y lanzó un sonoro grito:

—¡Por Cristo y por la gloria!

Al cabo de un segundo, la Escuadrilla de Dragones se lanzaba al ataque. Nuestro ejército se dividió en tres. Arturo encabezaba a los cymbrogi, Bedwyr a los hombres del oeste y Caí a los del sur. Al sonido del cuerno de Cador descendimos sobre el valle como un solo, y nos separamos en los diferentes grupos en el último momento para que el enemigo no pudiera saber por adelantado dónde atacaríamos.

Los vándalos, envalentonados por sus anteriores éxitos y confiando en una fácil victoria sobre los mal preparados irlandeses, no habían cubierto su retaguardia. Arturo, ansioso por distraer al enemigo —¡y se distraía su atención con tanta facilidad!—, cayó sobre ellos haciendo todo el ruido posible. El enemigo oyó la carga, se volvió y perdió toda esperanza de victoria. Una mirada a los innumerables grupos de guerreros ingleses a caballo que se abalanzaban sobre ellos bastó para llenarlos de pánico. La batalla cambió de improviso del frente a la retaguardia: las primeras filas vándalas con sus caudillos al mando se vieron atrapadas por el empuje de sus propios hombres; y aquellos que se encontraban en las últimas filas, menos armados, se encontraron haciendo frente a un feroz ataque sin nadie que los guiara.

Golpeando con lanzas y espadas, nos abrimos paso hasta el centro de las filas enemigas en un ataque temerario. Los Cymbrogi lanzaron su grito de guerra, haciendo todo el ruido posible para anunciar su llegada y distraer la atención del Jabalí Negro.

Vi las expresiones de terror en sus anchos rostros cuando se dieron la vuelta a trompicones, las armas flojas en las manos, y sentí pena por ellos. ¡Estaban tan mal preparados! Pero, a pesar de ello, sabía que nos habrían matado a todos sin el menor remordimiento. Con el corazón oprimido, ataqué; como uno solo asestamos nuestros mortíferos golpes, los derribamos y los atropellamos. Los alaridos de aquellos bárbaros aterrorizados y moribundos resonaban terribles en nuestros oídos.

Un caudillo vándalo apareció ante mí. Balanceó hacia atrás el enorme escudo y lo lanzó al frente para golpear con el filo la cabeza y cuello del caballo. Tiré con fuerza de las riendas para que mi montura alzase las patas delanteras del suelo. El animal estaba bien adiestrado para el combate; un casco salió despedido al frente y alcanzó al enemigo en la barbilla. La cabeza del bárbaro cayó hacia atrás con un chasquido, y éste se hundió como una piedra bajo el oleaje de la batalla.

Noté una mano en el brazo con el que empuñaba la espada, y al bajar la mirada vi a un guerrero que se aferraba a mi brazo e intentaba desesperadamente sujetarse mejor. Tiré de las riendas hacia un lado. El caballo giró con brusquedad y el guerrero se vio levantado del suelo y arrojado por los aires para aterrizar luego violentamente sobre su espalda. Hizo intención de levantarse, pero no pudo, y volvió a desplomarse, sin sentido.

El ímpetu de nuestra carga nos introdujo en medio del grupo vándalo. Rodeados por guerreros enemigos asustados y desconcertados, penetramos más hacia el centro, abriéndonos paso a golpes de espada. Una neblina de sangre se alzó ante nuestros ojos; la acre dulzura de las entrañas calientes nos envolvió.

Dejé que el caballo me condujera, y me abrí paso a través del enemigo con el escudo, golpeando aquí y allá con la espada si se presentaba la oportunidad. Fue una matanza fácil. No hubo gloria en ella… Lo cierto es que nunca la hay; aunque, cuando dos guerreros diestros se enfrentan y tan sólo la habilidad decide su destino, existe un cierto honor en el combate.

Los vándalos carecían de pericia, pero intentaban compensar esta carencia con la fuerza de su número. Puede que esto les hubiera servido en las ciudades amuralladas del este, y con defensores menos preparados. Pero se necesitaría más que un ejército numeroso para derrotar a los bien adiestrados cymry.

Puesto que Twrch no podía de ningún modo organizar un contraataque, no tuvo otra salida que la huida. La batalla fue corta y encarnizada, y envió al enemigo aullando de rabia valle abajo. Los perseguimos hasta donde nos atrevimos, pero Arturo no quiso llevar la persecución muy lejos por temor a caer en una trampa.

Mientras Cador y Meurig nos protegían por si regresaba el enemigo, los cymbrogi liberaron a los irlandeses. No había duda de que habíamos llegado en el momento más providencial. Los defensores irlandeses estaban agotados; se balanceaban sobre sus piernas, apenas con fuerzas para alzar los brazos. La mayoría de sus caballos estaban muertos, y también demasiados guerreros.

Gwenhwyvar se encontraba en primera fila de los irlandeses, el escudo partido y las ropas sucias y manchadas de sangre. Junto a ella, Llenlleawg —la mirada extraviada, la boca salpicada de espuma— sujetaba los restos de una lanza rota, cubierta de sangre por ambos extremos.

—Se te saluda, esposo —dijo Gwenhwyvar cuando llegamos hasta ellos. Levantó un brazo y se pasó la manga por la frente, para retirarla manchada de sangre y mugre; su espada estaba mellada y abollada—. Me hubiera gustado prepararte un mejor recibimiento.

—Señora —respondió Arturo—, el verte ya es bienvenida suficiente. ¿Estás herida?

—No —contestó Gwenhwyvar, sacudiendo la cabeza; la rabia y la humillación daban un tono hueco a su voz—. Sólo lamento que te vieras obligado a rescatarnos.

—No es ni la mitad de lo que lo lamentarías si no lo hubiera hecho —replicó Arturo—. ¿Cómo sucedió? —Miró a su alrededor al tiempo que su alivio daba paso a la cólera—. ¿Dónde están los otros nobles irlandeses? —exigió.

Era una pregunta pertinente. No vi más que a los defensores que habíamos dejado… y, de éstos, unos cuantos menos que antes de partir. ¿Dónde estaban los otros que Conaire se había comprometido a reunir?

—No hay ninguno —gritó Fergus enojado. Descendió tambaleante hasta donde nos encontrábamos y se apoyó en su lanza, respirando penosamente—. No hay ninguno porque Conaire no quiso pedírselo.

—Por el amor de Dios, ¿por qué no? —Cai estaba perplejo.

—Conaire pensaba derrotar a los vándalos sin ayuda —explicó Gwenhwyvar con un involuntario estremecimiento de disgusto.

—No quería compartir la gloria con nadie —continuó Fergus—. Y menos aún con un inglés.

Arturo se volvió hacia Conaire, que nos contemplaba furioso a pocos metros de distancia.

—¿Es eso cierto? —quiso saber el Oso de Inglaterra.

El rey irlandés se irguió en toda su estatura.

—No lo negaré —gruñó—. Y los habría vencido, además, de no haber sido por la traición de mis propios jefes guerreros.

—¡Traición! ¡Traición! —exclamó Fergus—. Yo lo llamo prudencia. Nos estaban haciendo pedazos.

—Yo contaba con que atacaríais —arguyó Conaire—. Vuestra irreflexiva retirada nos costó la batalla.

—¡Era retirarse o ser masacrado! —insistió Fergus.

—Ya es suficiente —refunfuñó Gwenhwyvar—. ¡Los dos!

—¡A lo mejor no te diste cuenta de cuántos vándalos arremetían contra nosotros! —acusó Fergus—. ¡A lo mejor pensabas que el Jabalí Negro daría media vuelta y echaría a correr en cuanto el poderoso Conaire Crobh Rua apareciera!

Conaire, con el rostro rojo de cólera, chilló:

—¡Fuisteis vosotros los que disteis media vuelta y echasteis a correr!

—¡Mallacht Dé air! —Fergus escupió en el suelo.

—¡Silencio! —rugió Arturo. Los dos farfullaron algo y se calmaron—. Nunca —prosiguió Arturo, hablando deliberadamente en voz baja para que sólo los jefes pudieran oírlo— os deshonréis ante los hombres que os han de seguir en la batalla. Hablaremos de esto en privado. Os aconsejo que recojáis a vuestros heridos y regresemos a la fortaleza antes de que los vándalos recobren el valor.

Conaire dio media vuelta y se alejó rápidamente. Fergus lo contempló furioso, y luego se marchó también él.

—Lo siento, Arturo —dijo Gwenhwyvar—. Fue en contra de mi voluntad que aceptamos tomar parte en esta…

—Calamidad. —Arturo puso la palabra por ella.

Los ojos de Gwenhwyvar centellearon airados, pero tragó saliva, inclinó la cabeza y aceptó su veredicto.

—Yo soy la culpable —manifestó, amansada por la vergüenza—. Debiera haberlo impedido.

—Alguien debiera haberlo impedido —coincidió Arturo con sequedad—. Lamentaremos la pérdida de estos guerreros —dijo, paseando la mirada por aquella carnicería, los labios muy apretados—. Un derroche brutal de vidas… más aún porque fue inútil. —Se volvió de nuevo hacia su esposa y preguntó—: ¿Qué pensabais?

Gwenhwyvar levantó la cabeza.

—Lo siento, mi señor-musitó; sus ojos estaban llenos de lágrimas.

Sólo entonces se aplacó Arturo. Apartándose de ella empezó a dar órdenes a los cymbrogi para que enterraran a los muertos y se llevaran a los heridos. Me acerqué a Gwenhwyvar.

—Está enojado con Conaire, y… —empecé.

—No —me interrumpió ella, secándose las lágrimas con las palmas de la mano—, tiene razón. —Aspiró con fuerza, recuperó la calma, y se dispuso a ayudar. Levantó su espada del suelo y preguntó—: ¿Siempre tiene razón?

Le dediqué una sonrisa.

—No —respondí con suavidad—. Pero pocas veces se equivoca.

La fortaleza era un fuerte abandonado sobre una colina que Conaire había encontrado en tierras largo tiempo descuidadas. Rocoso y accidentado, el suelo descarnado e improductivo, hacía muchos años que ningún noble irlandés reclamaba el reino. Había pocos poblados, y los que había no eran demasiado grandes. Tanto mejor para el Jabalí Negro, pues le proporcionaba un refugio seguro desde donde saquear tierras más prósperas situadas al norte. Y esto, no obstante la insignificante presencia de Conaire, era lo que se había dedicado a hacer.

Durante nuestra ausencia, el caudillo vándalo había conseguido llevarse ganado y botín de las pequeñas poblaciones cercanas y también había destruido las fortalezas de tres nobles. La mayoría de los irlandeses habían huido al norte y al este, a lugares seguros, lo que en sí mismo había sido poco acertado, ya que, si hubieran huido al sur, al menos habrían alertado a los nobles de la zona sobre los invasores. Tal y como estaban ahora las cosas, la mayor parte de los mil doscientos guerreros vándalos se encontraba en estos momentos entre nosotros y el paso directo hacia el sur, con lo que quedaba totalmente cortada toda comunicación con cualquier apoyo que pudiéramos recibir.

El desvencijado fuerte no era lo bastante grande para alojar a todo el ejército inglés, que se vio obligado a acampar en el exterior bajo terraplenes de tierra. Mientras los reyes de Ynys Prydein se ocupaban del tosco acomodo de sus hombres, Arturo celebró consejo con Fergus y Conaire en el cobertizo en ruinas que hacía las veces de sala en aquel lugar. Casi todo el techado de paja había volado por los aires, y parte de una pared se había derrumbado, pero la chimenea seguía intacta y la mesa y los bancos aún podían utilizarse.

Así pues, nos sentamos con nuestras copas en la sala para escuchar cómo Fergus relataba todo lo acontecido desde la última vez que habíamos estado juntos. El rostro de Arturo se fue ensombreciendo y sus ojos se endurecieron poco a poco a medida que Fergus explicaba cómo estaban las cosas. Tras la catástrofe de la derrota de Conaire, Arturo no se encontraba de humor para contemplar nuestra situación de un modo que no fuera de lo más pesimista. El Oso de Inglaterra fruncía el entrecejo mientras recibía las noticias en sombrío y quisquilloso silencio.

Por su parte, Conaire se mostraba apropiadamente contrito. Soportaba la mortificación como un cuervo apaleado; la espalda doblada bajo el peso de la deshonra y la cabeza inclinada en solidaridad con los hombros. No había dicho ni palabra desde que habíamos regresado del campo de batalla.

—Mañana —dijo Arturo, con silenciosa y controlada rabia— nos encargaremos de mantener al invasor en el valle e impedir que realice nuevos ataques o penetre más en el territorio. Y vos, Conaire Crobh Rua, os llevaréis a trescientos de vuestros mejores hombres e iréis a llamar a los nobles del sur.

El monarca asintió displicente, pero no dijo nada.

—Marchaos ahora —ordenó Arturo—. Este asunto está zanjado.

Conaire se levantó y, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, abandonó despacio la ruinosa sala.

—Lo has aplastado, Oso —dijo Bedwyr una vez que Conaire hubo salido.

—Se recuperará —refunfuñó él—. Lo que es más de lo que puede decirse de muchos de los hombres que le confiaron sus vidas.

—Es mejor la bofetada de un amigo —observó Fergus— que la cuchillada de un enemigo.

Arturo volvió la fría mirada hacia Fergus.

—Y vos —dijo con tenso autocontrol— cabalgaréis a los poblados de los alrededores, si es que queda alguno intacto, para obtener tributo para nosotros. Hemos tenido que partir sólo con lo que podíamos llevar, y no hay bastante comida ni bebida para todos.

—Se hará. —Fergus se puso en pie y se dispuso a abandonar la habitación, pero se detuvo un instante en el umbral para decir—: Jamás me alegré tanto de ver a alguien espada en mano como hoy al veros, Arturo ap Aurelius. Gracias. —Agachó la cabeza para pasar bajo el dintel y desapareció.

—Mi padre tiene razón —murmuró Gwenhwyvar—. De no haber sido por ti, estaríamos todos muertos ahora.

—Es a Dios a quien debes dar las gracias —contestó Arturo—. Si los vientos nos hubieran sido desfavorables o una tormenta hubiera embravecido las olas… o si hubiera decido pasar la noche en mi cama en lugar de en el fondo de una nave… —Contempló a su esposa mientras consideraba las implicaciones—. Gracias a Dios que estás viva —añadió—. No hay duda de que somos afortunados.

Gwenhwyvar se inclinó hacia él, tomó la mano con la que él empuñaba la espada y se la llevó a los labios.

—Bien que lo sé, esposo —musitó—. Bien que lo sé.

Los señores ingleses, una vez acomodados sus hombres, empezaban a llegar ya a la sala. Gwenhwyvar besó rápidamente a Arturo, se alzó y se marchó. Sus dedos se deslizaron sobre los hombros de él al pasar junto a su espalda. Cador se sentó junto a Arturo.

—No nos dijiste que había tantos bárbaros —lo reprendió.

—Si os lo hubiera dicho —respondió él con tranquilidad—, podríais haber decidido que era más agradable quedarse en casa.

—Al menos habría tenido un lecho. —Cador se pasó una mano por los cabellos y se frotó el rostro—. Estos vándalos son realmente criaturas de aspecto extraño.

Uno de los hombres de Fergus apareció con más copas y jarras de cerveza. Empezó a llenar y distribuir las copas entre los nobles a medida que iban sentándose.

—¿Dónde está su país? —inquirió Meurig.

Arturo me invitó a responder.

—Vienen de Cartago, donde han vivido durante muchos años —expliqué—. El emperador del este los ha expulsado de ese lugar, y por eso ahora van en busca de nuevas tierras, y saquean lo que pueden en su camino.

—¿Sabes esto con seguridad? —inquirió pensativo Owain.

—Tienen con ellos a un esclavo…, un sacerdote llamado Hergest, que habla nuestra lengua —contestó Arturo—. Él nos ha contado lo poco que sabemos.

—Pero ¿quiénes son? —preguntó Ogryvan—. ¿Y quién es su rey?

—Son una raza del norte —repuse—, al mando de un tal Amílcar, que se llama a sí mismo Twrch Trwyth, el jabalí Negro de Hussa, Rógat y Vandalia. Es un monarca codicioso cuya ambición sólo es superada por su vanidad.

Charlamos sobre esto durante un rato, y luego la conversación giró hacia la falta de una presencia irlandesa digna de consideración. Los monarcas ingleses se mostraron muy críticos sobre aquella circunstancia y dieron rienda suelta a sus opiniones. Censuraron la catástrofe acontecida en el campo de batalla.

—Habría agradecido un poco más de apoyo por parte de los irlandeses —sugirió Ogryvan con delicadeza.

—¿Apoyo? —se mofó Brastias—. Incluso mis vaqueros son más capaces de defenderse. ¿Es que no les importa proteger sus propias tierras?

—Es suficiente, Brastias —advirtió Bedwyr—. Conocen su error. Arturo se ha ocupado de ellos y la cuestión se da por zanjada.

Los nobles, incómodos, clavaron los ojos en el fondo de sus copas, y no fue hasta que llegaron las piernas de venado y los hombres empezaron a comer que se aliviaron las tensiones. Sin embargo, no era un buen principio; los nobles confiaban en Arturo, sí, y por ahora aceptaban extender su confianza para incluir a los irlandeses. Pero ¿por cuánto tiempo?

Ésa era la cuestión que me preocupaba. Tomando el asunto en mis manos, dejé a los nobles con su comida y fui en busca de Conaire. Lo encontré sentado con tres de sus caudillos junto a una pequeña fogata; no esperé a que me dieran la bienvenida.

—¿Puedo acompañaros? —pregunté.

Conaire alzó los ojos y vislumbré genuina sorpresa en su expresión.

—Sentaos —respondió—. Sois bienvenido aquí, bardo.

Devolvió la mirada a las llamas, y decidí que lo mejor sería ir directo al grano.

—Arturo no os guarda rencor, Conaire —le dije—. Pero no podemos expulsar al invasor del país sin la ayuda de los irlandeses del sur. Sin duda ahora os dais cuenta de ello.

Conaire asintió sombrío.

—Sé lo que sucedió —continué, atrayendo su atención—. Visteis con qué facilidad Arturo repelía el primer ataque, y pensasteis que sucedería lo mismo con vosotros.

—Eso es cierto —reconoció Conaire, sin apartar los ojos de las llamas.

—Bueno, no hay por qué avergonzarse —proseguí—; algunos de los mejores guerreros del mundo lo han intentado.

—¿Es cierto? —inquirió Conaire, alzando la cabeza esperanzado.

—Lo es —respondí solemne—. Los túmulos funerarios están llenos de caudillos saecsen que creyeron que sabían cómo vencer a Arturo.

Atrapado, el monarca irlandés se revolvió.

—¿Es un dios acaso, que jamás se equivoca en la batalla?

—No, Arturo es un hombre —le aseguré—; pero no es como los otros hombres cuando se trata de combatir. El arte de la guerra es su alimento, Conaire. Su destreza se parece al genio de un bardo, y…

—Un bardo de la guerra —Conaire arrugó la nariz con cierto aire de mofa.

Callé unos instantes para controlar mi cólera.

—Podéis burlaros de mí, Conaire, no me importa. Pero los hombres que murieron bajo vuestro mando hoy merecían algo mejor.

—¿Acaso no lo sé? —Su voz sonaba angustiada—. Estoy aquí sentado con la cabeza entre las manos y no pienso en otra cosa.

—Entonces, mientras estáis aquí sentado, añadid esto a vuestros pensamientos. Puede que no os gusten los ingleses…

—Algo muy cierto —masculló uno de sus jefes irlandeses.

—Aunque sea así —concedí—. Arturo ha arriesgado mucho para traer a estos ingleses aquí. No digo que os tenga que gustar, pero al menos podríais estar agradecidos.

Conaire se encogió de hombros, pero no dijo nada. Su insolente silencio me enfureció.

—¡Pensad! —exigí—. ¿Qué es más fácil: reunir un ejército y navegar hasta un país extranjero para enfrentarse a un enemigo temible, o permanecer a salvo en el propio reino y disfrutar de los frutos del propio reinado? —Los cuatro me contemplaron estúpidamente—. Contestad, si lo sabéis. —Mis palabras rezumaban desprecio.

—Hacéis que parezca más de lo que es —replicó débilmente Conaire.

—¿Sí? —lo desafié—. Pues, si se trata de un asunto de tan poca importancia, decidme esto: ¿quién de vosotros haría lo mismo por él?

Los ojos de Conaire se pasearon por cada uno de sus jefes guerreros y luego regresaron a las llamas. Ninguno de ellos osó responder.

Repentinamente hastiado del orgullo y egoísmo fuera de lugar del rey irlandés, decidí que no quería saber nada más de él. Poniéndome en pie al momento, lo invité a considerar con detenimiento mis palabras; acto seguido me aparté de aquella miserable compañía.

¡Luz Omnipotente, no son más que niños! ¡Transmíteles el hálito de la sabiduría, fortalece sus corazones y espíritus, pues en el ardor de la batalla no necesitamos niños, sino hombres!