10

P

enetramos en Mor Hafren en cuanto hubo luz suficiente, y no tardamos en avistar las colinas que rodeaban Caer Melyn. Durante dos noches y un día, Barinthus y su tripulación habían arrebatado velocidad a vientos contrarios y caprichosos, hasta alcanzar el sendero que conducía a la fortaleza meridional de Arturo cuando el sol se abría paso por el horizonte en medio de una llamarada roja y dorada. Otra vez sobre la silla, volamos por valles en sombras cubiertos aún por azuladas neblinas, aunque cuando llegamos a Caer Melyn pude percibir ya el calor del día que se iniciaba.

Y también noté algo más: el aguijonazo de un mal presentimiento, afilado y veloz. Todos mis sentidos se pusieron en estado de alerta.

Al acercarnos, las puertas de la fortaleza se abrieron de par en par y, mientras los demás penetraban en el patio bajo las aclamaciones de sus compañeros de armas, yo me detuve antes de atravesar la entrada. Había un bochorno empalagoso en el aire, una quietud sofocante y parecía algo más que el simple calor matutino de un caluroso día de verano. Era como si una enorme presencia asfixiante, invisible aún, aunque cercana, estuviera dirigiendo todo su inmenso peso hacia nosotros, espesando el aire a su alrededor al hacerlo. Percibí su siniestro avance como el de una silenciosa turbonada de nubes de tormenta deslizándose sobre la tierra. Pero no había nubes; no se veía nada.

Sin embargo, no obstante la afectuosa bienvenida que recibimos de los cymbrogi, mi corazón siguió preocupado por esta extraña sensación de opresión.

Arturo no perdió un instante. Incluso mientras se lavaba y ponía ropas limpias, dio sus órdenes a sus jefes guerreros. Envió jinetes a los reinos circundantes para convocar a todos los señores de las proximidades a un consejo y ordenó que zarparan barcos para llevar la noticia al norte.

Gwalchavad, siempre dispuesto a surcar las rutas marinas, encabezó a los mensajeros marítimos; abandonaron el caer al momento y desaparecieron antes de que el sonido de su bienvenida se hubiera desvanecido en el aire. Arturo ordenó entonces a los cymbrogi que prepararan el resto de la flota. Había provisiones que cargar, armas que reunir, caballos que recoger de los terrenos de pastura; una vez más, el Dux Bellorum se preparaba para la guerra.

No tomé demasiada parte en los preparativos. Mi lugar estaba junto a Arturo en el consejo, y me preparé lo mejor que supe para recibir a los nobles del sur: oré. Arturo pensaba que los ejércitos se alzarían a su llamada; pero yo sabía que se necesitaría más que una amable petición para conseguir que los reyes ingleses combatieran en tierras irlandesas.

Esto, claro está, intenté explicárselo a Arturo, pero no quiso ni oír hablar de ello.

—Y yo te digo, Myrddin, que se trata de combatir al Jabalí en tierras irlandesas o combatirlo aquí. Habrá derramamiento de sangre de todos modos, no lo niego; pero al menos podemos impedir la destrucción de nuestras tierras.

—Yo te creo. Pero los nobles de Inglaterra querrán un mejor motivo —insistí—, para luchar hombro con hombro junto aquellos que tanto dolor nos han causado durante años.

—Esto está olvidado y perdonado.

—Somos una raza que no perdona, Arturo —continué—; poseemos buena memoria. ¿O también has olvidado tú?

No sonrió ante mi pobre broma.

—Me escucharán —sostuvo. Su confianza no toleraba oposición.

—Escucharán, sí. Se sentarán y discutirán la cuestión hasta que cante el gallo, pero ¿actuarán? ¿Moverán aunque sólo sea una ceja para ayudarte en lo que hasta el último de ellos considerará como una pelea entre bárbaros? Lo cierto es que muchos de ellos lo considerarán como un castigo divino a los irlandeses por sus latrocinios e invasiones.

Estaba claro que Arturo no quería ni oír hablar de ello, de modo que dejé de decírselo. Me despedí y lo dejé con sus planes. Al abandonar la sala estuve a punto de chocar con Rhys, el senescal de Arturo, que corría a cumplir algún encargo.

—¡Ah, Rhys! Ahí estás; te estaba buscando.

—Se os saluda, Emrys —respondió él rápidamente y luego inquirió—: ¿Es cierto que nos unimos a los irlandeses en una caza del jabalí?

—Sí —respondí, y le conté que el jabalí que cazábamos era humano. Después pregunté—: ¿Dónde está Bors?

—Hace dos días llegó un mensaje de Ban —explicó Rhys—. Bors tuvo que volver a casa.

—¿Problemas?

—Eso creo. Pero Bors no dijo de qué se trataba. Únicamente mencionó que regresaría en cuanto se hubiera ocupado de los asuntos de su hermano.

—¿Le has contado eso a Arturo?

—No. No he hecho más que correr de un lado a otro desde vuestra llegada y…

—Bien, pues cuéntaselo ahora. —Rhys miró a mi espalda, al interior de la sala—. Sí, al momento. Hablaremos más tarde.

Cuando se hubo marchado, me eché el arpa a la espalda y salí del caer para descender hasta el pequeño río Taff en busca de un lugar a la sombra donde sentarme y meditar.

Una vez en el resguardado valle, entre los verdes juncos, me acomodé sobre una roca cubierta de musgo y escuché el murmullo del agua al deslizarse por entre las profundas riberas. Abejas y moscas zumbaban en el aire inmóvil, y las chinches de agua describían pequeños círculos sobre las perezosas aguas. Allí, entre los antiguos elementos de la oscuridad, la tierra y el agua, lancé en toda su amplitud la red de mis pensamientos.

—¡Ven a mí! —susurré al aire—. Ven a Myrddin. Ilumíname…, ilumíname.

Me incliné sobre la encerada curva de mi arpa como si con mis dedos pudiera extraer el conocimiento que buscaba de las cuerdas cargadas de canciones. Pero, aunque el arpa emitió su cambiante melodía, no obtuve la información deseada. Al cabo de un rato, dejé el instrumento a un lado y tomé mi bastón.

Era, reflexioné, un venerable pedazo de serbal, con la robusta madera alisada por el uso. Bedwyr lo había tallado para mí después de mi enfrentamiento con Morgian. El recuerdo me trajo una fugaz punzada de temor… como la sombra de un cuervo que describiera círculos sobre mi rostro.

Aparté de mí el odioso recuerdo, no obstante, y poco a poco sentí cómo la paz del valle, al igual que su profunda y silenciosa calidez, me envolvía. Caí en una especie de duermevela, un ensueño, y empecé a soñar. Vi las montañas de Celyddon, con su oscuro manto de perfumados pinos, y más allá de ellas los yermos y ventosos brezales de los Pequeños Seres Oscuros, el Pueblo de las Colinas. Vi a los miembros de mi familia adoptiva, el fhain del Halcón; vi a Gern y fhain, la mujer sabia de las colinas, mi segunda madre, que me enseñó a utilizar poderes que incluso los druidas han olvidado, si es que alguna vez los conocieron.

Pensando en estas cosas, dejé que mi mente vagabundeara a su aire. Oí el sonido del río, el dulce chapoteo del agua contra la orilla y el seco tirón de la hierba al paso de un ratón o un ave. Oí el chasquido de la polla de agua y el zumbido de una mosca. Los sonidos fueron apagándose lentamente, reemplazados por el ronco siseo de un susurro, quebrado por el tiempo y la distancia, pero que poco a poco fue creciendo en volumen. Empezaron a formarse unas palabras…

¿Muerto? Muerto… pero ¿qué quieres decir? ¿Cómo puede ser…? ¡No! ¡No! La angustiada voz se desvaneció en un ahogado chillido y fue reemplazada por otra: Estoy ardiendo…, no veo… Túmbate, Garr. Te ayudaré. No intentes incorporarte… Oí la voz de un niño que lloraba: Despíerta, Nanna. ¡Despierta! La vocecita se disolvió en sollozos, y se mezcló con otros llantos que se convirtieron en tales gemidos y alaridos que percibí su pena como un lamento fúnebre.

Mi alma se encogió llena de compasión; las lágrimas acudieron a mis ojos. Y, sin embargo, ninguna indicación de qué era lo que sucedía, ni dónde.

Luz Omnipotente, consuelo de todos los que llevan luto y soportan duras cargas, sostén a aquellos que necesitan de tu fortaleza en el día de su dolor. Esto, en el nombre de tu bendito Hijo. ¡Que así sea!

Recé y permanecí en silencio durante un rato. Pero las voces ho regresaron y comprendí que ya no lo harían. En el pasado también había oído voces a veces; y ahora, como entonces, no se me ocurrió dudar de su veracidad. Que las oyera no me sorprendía: simplemente confirmaba de nuevo la caprichosa bendición del awen.

¡Tres veces bendito es el Emyrs de Inglaterra! Es la bendición de la raza de mi madre el que tenga una larga vida, igual que fue la bendición de mi padre, al cantar la vida dentro de mi propia ánima, lo que despertó el awen. La bendición de Jesucristo me llamó a servir en este mundo.

Ah, pero soy un inicuo siervo perezoso, de vista turbia y lento de entendederas, que prefiere la confortable oscuridad de la ignorancia a la fría luz de la sabiduría. Cuando los hombres hablen de Myrddin Emrys en años venideros —si es que me recuerdan— se referirán a él como a un pobre insensato, el bufón de las cortes reales; el bobalicón cuya ignorancia era sólo superada por su orgullo. No soy digno de los dones que se me han otorgado, y no estoy a la altura de las tareas que esos dones engendran.

Supremo Monarca del Cielo, perdonadme. No existe verdad que no esté iluminada por ti, Luz Omnipotente. Aunque veo, sigo estando ciego. Señor Jesucristo, tened piedad de mí.

Así fluía el río, y de esta forma fluían también mis pensamientos. La mente humana es algo curioso. Mientras buscaba el conocimiento me vi enfrentado a mi propia ignorancia; no pude hacer otra cosa que admitir mi pobreza y abrazar la misericordia.

El primero de los nobles convocados ya había llegado con sus hombres cuando regresé al caer. Ulfias, cuyas tierras eran las más cercanas, se encontraba con Arturo en la sala; ambos estaban sentados ante la mesa en compañía de Cai, Bedwyr y Cador. Ulfias, con aspecto sombrío y vacilante, alzó la cabeza cuando entré, pero no se levantó. Arturo me dirigió una rápida mirada, contento por mi llegada.

—Vaya, Myrddin, estupendo. Creí que tendría que enviar a los perros en tu busca. —Se volvió hacia Rhys, que rondaba a poca distancia—. Llena la copa —le indicó. Mientras Rhys sacaba una jarra, Arturo continuó—: Contaba a Ulfias cómo los vándalos han invadido Ierna.

Tras haberme formado una opinión de Ulfias, miré al vacilante noble a los ojos e inquirí:

—Bien pues, ¿apoyaréis a nuestro rey?

El joven noble tragó con fuerza.

—Es algo muy difícil, sin duda —murmuró—. Me gustaría saber lo que dicen los otros nobles.

—¿No podéis decidir por vos mismo?

Mi pregunta lo avergonzó e incluso se encogió visiblemente.

—Lord Emrys —repuso en tono desconcertado—, ¿no va a decidirse en consejo? Lo que el consejo acuerde hacer, eso haré yo. Tenéis mi promesa.

—Una promesa no es más que algo insignificante —me mofé—. ¿Y si el consejo decide bajarse los pantalones y sentarse sobre un montón de estiércol? ¿También lo haréis?

Cai y Cador se echaron a reír.

—Tened cuidado —advirtió Bedwyr en voz baja—; vais muy lejos.

—No temáis, Ulfias —intervino Arturo—. No se llegará a eso. Pero, si así es, sin duda disfrutaréis con la compañía de vuestros amigos.

Por Dios que era astuto Arturo. Aunque quitó importancia a mi comentario, no permitió a Ulfias una retirada digna. El señor de Dubuni se vio atrapado en su propia indecisión; ¿debía permanecer firme y soportar la burla o redimirse?

—Vamos, Ulfias —instó Cador con afabilidad—, apoyemos a nuestro rey como juramos hacerlo. Y ¿quién sabe? A lo mejor acaba gustándonos Ierna.

—Muy bien —anunció Ulfias, tragándose el orgullo—. Si las mujeres de allí son tan hermosas como Gwenhwyvar, puede que incluso tome una esposa irlandesa.

—No me sorprende que digáis eso —le dijo Cai, solemne—. He visto a la tribu Dubuni, y no sería ninguna mala idea escoger a una doncella irlandesa… si encontráis a una que os quiera.

Ulfias sonrió aunque no muy seguro de si debía hacerlo. Estas burlas amables eran mejor que mi mofa. Así pues, un noble más se añadió a nuestro número. La lealtad de Cador estaba fuera de toda duda. En efecto, no estaba dispuesto a permitir que Arturo se humillara pidiéndole lo que estaba más que dispuesto a entregar. Cador, a cargo de Caer Melyn en ausencia de su señor, había llamado a sus jefes guerreros nada más regresar Arturo.

Los otros con los que podríamos contar —ldris, Cadwallo, Cunomor y los señores del norte— no recibirían el aviso hasta dentro de muchos días. Meurig, no obstante, llegó al anochecer, y Brastias a la mañana siguiente. Acompañando a Brastias iba un pariente, un joven noble llamado Gerontius, a quien el anciano noble preparaba para el mando.

Ogryvan de Dolgellau y su noble vecino, Owain, aparecieron al mediodía, trayendo con ellos a sus hijos: Vrandub y Owain Odiaeth, a quienes —durante esta época de paz tras la derrota de los saecsen— se había encomendado el mando de los ejércitos de sus progenitores.

Arturo dio la bienvenida a los nobles y les ofreció comida y bebida. Apenas nos habíamos acomodado cuando llegó Urien Rheged con sus hombres, y de improviso el caer quedó lleno a rebosar de guerreros.

—Empezaremos ahora —decidió Arturo.

—¿Qué hay de los otros nobles? —inquirió Bedwyr—. Un día más o dos y estarán aquí. Los necesitarás.

—No puedo esperar más. Cada día que perdemos significa otro día de saqueo para Twrch Trwyth. —Diciendo esto, Arturo invitó a los nobles al interior de la sala con sus guerreros e inició el consejo mientras las copas de bienvenida aún se estaban llenando y distribuyendo.

—Vuestra rápida respuesta a mi llamada me llena de alegría —declaró Arturo, de pie ante ellos a la cabecera de la mesa—. Estad seguros de que no os habría pedido que vinierais si la necesidad no fuera muy perentoria. No os ocultaré nada; el motivo de mi llamada es éste: las huestes bárbaras de Twrch Trwyth han invadido Ierna y me temo que la isla está perdida si no acudimos en su ayuda.

—Una pequeña pérdida, en mi opinión —comentó Brastias con acritud.

Cador respondió veloz a tal impertinencia.

—Hablas, Brastias, como alguien que jamás hubiera tenido que defender una costa contra los ataques de los chacales marinos.

—¿Qué nos han dado nunca los irlandeses excepto la punta de una lanza si éramos lo bastante estúpidos como para darles la espalda? —replicó Brastias. Es mejor que ayudemos a los bárbaros, opino yo, y acabemos con los irlandeses de una vez por todas.

—Por mi parte —intervino Ogryvan, depositando su copa en la mesa—, he perdido mucho a manos de los ladrones de Eiru. —Miró a Arturo—. No obstante, doy mi apoyo al rey si eso asegura la protección de mi costa.

—Bien dicho, lord Ogryvan —lo felicitó Arturo—. Ése es el precio que exigiré a cambio de la ayuda de Inglaterra. Por lo que he visto del Jabalí Negro, los reyes de Ierna pagarán ese precio de buen grado. —Les explicó nuestros enfrentamientos con los vándalos, y advirtió—: Sabed esto: Amílcar ha jurado destruir Inglaterra al igual que Ierna. A menos que lo detengamos ahí, veremos cómo queman nuestros hogares y asesinan a nuestros compatriotas.

Los nobles se quedaron meditabundos. Arturo les había explicado la situación con toda claridad. ¿Qué harían? Meurig fue el primero en hablar.

—Ésta es una noticia terrible. Y desearía que llegara en mejor momento. —Extendió la mano en dirección a Arturo—. Acabamos de derrotar a los saecsen. Nuestras provisiones están agotadas y, como el Señor bien sabe, a nuestros guerreros les convendría una temporada de descanso.

—Los problemas no conocen estaciones, hermano —refunfuñó el anciano Ogryvan. Alzó la cabeza y paseó la mirada por la reunión—. Estoy contigo, Arturo —anunció—. Mis guerreros son tuyos.

Owain, sentado junto a Ogryvan, añadió su apoyo.

—Nuestros hijos no tardarán en gobernar en nuestros puestos —dijo—. Que combatan junto a nuestro jefe guerrero como hicimos nosotros, y aprendan el auténtico precio de la paz.

—No lamentaréis vuestra decisión —aseguró Arturo, y se volvió otra vez hacia Meurig—. Habéis oído a vuestros camaradas. ¿Qué decís?

—Los señores de Dyfed siempre han estado junto a su jefe guerrero en el combate. —Meurig dirigió una mirada de reojo a Brastias—. Apoyaremos a nuestro Supremo Monarca hasta el último hombre.

A Brastias no le gustó esta insinuación; miró airadamente a todos los que se hallaban sentados a la mesa. Estaba claro que las deliberaciones habían tomado un giro inesperado, y, aunque no quería aparecer menos dispuesto que sus colegas, tampoco deseaba ayudar a Arturo.

—Bien, Brastias —inquirió el Supremo Monarca—. ¿Qué será?

—Si consideran conveniente prestar su ayuda a cambio de paz —concedió éste muy tieso—, no voy a negarme. Pero si esta empresa fracasa, os consideraré a vos culpable.

Ése era Brastias, siempre el mismo: esparciendo ya responsabilidades, y aún no había montado ni empuñado la espada. Arturo dejó pasar el comentario, y se volvió a Ulfias.

—Ya habéis oído a los otros —dijo—. ¿Retiráis vuestra palabra o la mantenéis?

«Bien hecho, Arturo —pensé—. Haz que el indeciso príncipe se declare ante los otros; ofrécele un puesto sobre el que alzarse, sí, pero asegúrate de que se mantiene firme cuando llegue el momento». Ulfias pareció encogerse sobre sí mismo.

—Mantendré mi palabra —declaró con voz apenas audible, lanzando una rápida ojeada a su alrededor.

De los nobles allí reunidos, tan sólo Urien Rheged no había dado aún su decisión. Todas las miradas se volvieron hacia él.

—Vamos, Urien —instó Ogryvan—, oigamos tu juramento.

De todos los nobles, de Urien era de quien menos sabía. Era un joven tosco, huesudo y musculoso, de cabellos largos, enmarañados como la melena de un león, y oscuros. Unos ojos vigilantes y una boca cavilosa le daban un aspecto astuto, casi tortuoso. Había oído decir que era uno de los señores de Rheged, pariente de Ennion. El admirable Ennion había sido herido en la colina de Baedun y había muerto al cabo de uno o dos días. Sin duda Urien también había luchado en aquella batalla; no lo recuerdo.

Pero Urien Rheged ocupaba el lugar de su pariente ahora, y me encontré preguntándome qué clase de hombre era joven, desde luego —incluso, creo, más joven de lo que parecía—, enmascaraba su juventud con la clase de austeridad que poseen a veces los hombres de más edad. Era parco en palabras, lo que lo hacía parecer sensato, y se tomaba su tiempo antes de responder, lo que lo hacía parecer cuidadoso.

Cuando por fin habló, sus palabras fueron:

—Por mi parte, estoy harto de guerrear. Que los irlandeses sientan el fuego ahora, digo yo; nosotros ya lo hemos sufrido demasiado. —Esto fue dicho con gran cansancio, como si él mismo hubiera soportado el peso de más batallas de las que podían contarse—. Pero, puesto que mis compatriotas consideran que lo mejor es ayudar en esta campaña, yo también estoy dispuesto. —Volvió a callar y miró a su alrededor para ver si todos los ojos estaban fijos en él; entonces, irguiéndose, anunció—: Urien de Rheged cumplirá con su parte.

Su corazón no estaba en ello, pero el honor lo impelía a seguir un camino que le repugnaba; al menos ésa era la impresión que deseaba dar. Y otros, como pude observar, se sintieron convencidos de ello.

Arturo golpeó la mesa con la palma de la mano.

—¡Muy bien! —exclamó, y su voz resonó por toda la sala—. Entonces está decidido. Zarpamos para Ierna en cuanto se hayan reunido los hombres y los suministros.

En cuestión de segundos la tranquilidad de la fortaleza se transformó en el acostumbrado alboroto de un ejército que se pone en marcha. Rhys, y la pequeña tropa bajo su dirección, se ocuparon durante todo el día y hasta bien entrada la noche de la ingente tarea de cargar carretas y trasladar armas y provisiones desde el caer hasta las naves. Después de que hubiera partido la tercera o cuarta remesa de carretas, Bedwyr vino a verme:

—No hay bastante comida —anunció sin rodeos—, ni nada, la verdad sea dicha. Es como Meurig dijo: necesitamos una temporada de paz para llenar nuestros almacenes y graneros. No veo cómo vamos a poder luchar sin nada.

—¿Lo sabe Arturo?

—Que el Señor lo bendiga —respondió Bedwyr, sacudiendo la cabeza—; pero, mientras queda una gota en su copa, cree que hay suficiente para todos, para siempre.

Eso era cierto. A Arturo, que jamás había poseído nada que fuera directamente suyo, lo preocupaban tan poco los altibajos de la fortuna como los de las mareas.

—Deja el asunto en mis manos —le dije—. Me ocuparé de que Arturo sea informado.

Pero no fue hasta el día siguiente, cuando los últimos guerreros embarcaban y las primeras naves empezaban ya a ser impelidas con las pértigas hacia aguas más profundas, que tuve oportunidad de hablar a solas con Arturo.

—El consejo resultó bien —dijo, satisfecho de estar en marcha otra vez.

—¿Sí? Me di cuenta de que no les decías cuántos vándalos se alzan contra nosotros. Tal vez los nobles cambien de idea cuando vean el tamaño de las huestes bárbaras. —Arturo hizo a un lado mis aprensiones con un movimiento de cabeza, de modo que regresé a lo que más me preocupaba en aquellos momentos—. Bedwyr me dice que no tenemos suficientes provisiones para alimentar al ejército.

—¿No? —Me dirigió una rápida mirada para evaluar la gravedad del problema—. Bien, reuniremos todas las que podamos aquí y obtendremos lo que falte en Ierna —concluyó con sencillez—. Los reyes irlandeses nos mantendrán.

Eso era, a primera vista, una solución lógica; y tampoco teníamos otra elección.

—Muy bien —contesté—, pero debemos informar a Conaire en cuanto lleguemos. Puede que necesite tiempo para obtener tanto tributo.

El viaje de vuelta resultó insoportablemente lento. Los vientos del verano acostumbran ser veleidosos, pero éstos eran simples brisas, suspiros que hinchaban las velas un momento y se extinguían al siguiente. Durante todo el día Arturo exhortó a su valiente piloto a darse prisa y éste siempre le respondía en el mismo inexorable tono seco que, a menos que el rey pudiera arrancar viento a un mar en calma y a un cielo despejado, tendría que darse por satisfecho con la poca velocidad que tenían.

Finalmente, todos nos turnamos en los remos. Al cabo de tres días completos cruzábamos el estrecho paso y doblábamos la punta norte de Ierna y, medio día después, llegábamos a la bahía de la que había huido la flota enemiga. Al comprobar que allí no había ningún barco, seguimos bordeando la costa hacia el sur, registrando las innumerables calas sin nombre en busca de las negras naves.

Por fin, avistamos la flota vándala concentrada en el centro de una bahía resguardada de la costa oeste. Casi fuera de sí, Arturo ordenó a los barcos que atracaran un poco más al norte, fuera de la vista del enemigo. En cuanto hombres, caballos y provisiones estuvieron en la orilla, las naves volvieron a hacerse a la mar; había demasiados ingleses para que pudieran cruzar todos a la vez, de modo que los barcos debían realizar un segundo viaje para traer al resto de los hombres y todas las provisiones adicionales que Rhys hubiera conseguido.

Tan pronto como su caballo estuvo en tierra firme, Arturo saltó sobre la silla para conducir a los hombres tierra adentro.

—¿Sabes adónde vas, Oso? —preguntó Bedwyr cuando llegamos a lo alto de los acantilados y empezamos a descender en dirección a las arboladas tierras bajas.

Arturo consideró estúpida la pregunta.

—Sigo al Jabalí Negro, desde luego.

—¿No sería mejor que fuéramos en busca de Gwenhwyvar y Fergus?

Arturo no se molestó en volver la cabeza para responder.

—El Jabalí Negro está en tierra ahora y, donde se encuentre él, encontraremos a los defensores.

Y desde luego lo encontramos: al ejército irlandés —con su reina entre ellos— al fondo de un largo valle poco profundo, con la espalda contra una escarpadura rocosa, rodeados por los tres lados restantes por el aullante enjambre de la hueste bárbara.