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M

e muevo como una nave impelida por la tormenta a través de las olas. El enemigo se alza ante mí: una inmensa oleada de carne de guerrero que se estrella contra la afilada proa de mi espada. Golpeo con precisión funesta e implacable, y la muerte desciende sobre ellos con la misma rapidez que mi inmutable espada. Una neblina de sangre se alza ante mis ojos, roja y ardiente. Sigo adelante, sin hacer caso del violento oleaje enemigo.

Se alzan una y otra vez, y caen también sin cesar. La muerte los reúne en montones de cuerpos convulsionados ante mi encabritado corcel. Las lanzas enemigas me buscan; no tengo más que adivinar el ángulo de arremetida para desviar los débiles ataques. Cada golpe va precedido de una tranquila contemplación en la que mi mente describe el arco de cada movimiento, y el siguiente y el siguiente. No existe emoción malgastada, ni esfuerzo sin recompensa. Mato y vuelvo a matar.

Si la muerte alguna vez tiene un rostro humano, en este día su rostro es el mío.

Las primeras filas de bárbaros no pueden contenernos, ni tampoco pueden retroceder: están demasiado oprimidos desde atrás para emprender la huida. Con Cai y Bedwyr aplastando las alas contra el centro, y el centro atrapado entre la arremetida de los caballos y su propia retaguardia empujando aún desde atrás, el enemigo no puede hacer otra cosa que intentar defenderse de nuestras crueles espadas destructoras.

Finalmente, el avance empieza a ser más lento, la oleada desfallece y la marea empieza a retroceder. El enemigo se va, la retaguardia primero. La vanguardia, al sentir que el muro que la sostenía cede, se retira. La línea de combate se rompe; los invasores dan la vuelta y huyen, dejando a sus muertos y moribundos amontonados sobre la tierra.

Corren chillando, aullando su miedo y frustración a un cielo que no los atiende. Huyen en vergonzoso desorden, sin acordarse de sus camaradas heridos; en su huida, se limitan a abandonar el campo de batalla y todo lo que hay sobre él.

Galopo tras ellos, regocijándome en el triunfo. Mi canto victorioso resuena por la llanura. El enemigo retrocede ante mí, dando traspiés en su prisa por salvarse. Sigo cabalgando inmutable, azotando a mi caballo para que corra.

Y de improviso Arturo aparece junto a mí, su mano sobre el brazo con el que empuño la espada.

—¡Calma! ¡Myrddin! Deténte… Ha terminado. La batalla ha acabado.

Al contacto de su mano, volví en mí. El frenesí guerrero me abandonó y me sentí súbitamente débil, agotado, el pecho vacío; me martilleaba la cabeza, y escuché un sonido como el eco de un poderoso rugido que retrocedía hacia las alturas, o puede que a reinos situados más allá de este mundo.

—Myrddin… —Arturo clavó la mirada en mí, con la preocupación y la curiosidad pintados en sus claros ojos azules.

—No te preocupes. Estoy bien.

—Quédate aquí —ordenó, espoleando su caballo-La persecución nos está dejando atrás; debo llamar a los guerreros de vuelta.

—Ve. Me quedaré aquí.

Nuestros hombres los persiguieron hasta el arroyo. Pero allí Arturo canceló la persecución por temor a que el enemigo se reagrupara y nos rodeara. Luego regresó al ensangrentado campo de batalla para ocuparse de los bárbaros heridos y moribundos.

—¿Qué hacemos con ellos, Oso? —preguntó Bedwyr. Estaba lleno de arañazos y sangraba por varios puntos, pero seguía de una pieza.

Arturo contempló el terreno cubierto de cuerpos. Cuervos y otras aves de rapiña empezaban a reunirse ya, y sus roncos graznidos presagiaban un macabro banquete.

—Artús… —insistió Bedwyr—. Los heridos… ¿Qué quieres que hagamos?

—Pasadlos a cuchillo.

—¿Matarlos? —Cai alzó la cabeza sorprendido.

—Por el amor de Dios, Arturo —protestó Bedwyr—; no podemos…

—¡Hacedlo! —le espetó él antes de alejarse.

Cai y Bedwyr se miraron con lúgubre reluctancia, pero Conaire les evitó tener que cumplir la orden de Arturo.

—Yo lo haré y de buena gana —se ofreció el noble irlandés. Reunió a sus caudillos y empezaron a deambular por entre los caídos. Una estocada aquí, un hachazo allí, y muy pronto el silencio descendió sobre el campo de batalla.

—Sin duda es algo horrible —comentó agriamente Cai mientras se limpiaba el sudor y la sangre del rostro con la manga.

—Sus propios camaradas harían lo mismo —le recordé—. Y no esperan menos. Mejor una muerte rápida e indolora que una larga agonía.

Bedwyr me dedicó una sombría mirada de desaprobación y se alejó a grandes zancadas.

Tras recoger rápidamente a nuestros propios heridos —nuestras bajas habían sido extraordinariamente pequeñas—, abandonamos el terreno y regresamos a la fortaleza de Conaire. Mi cabeza todavía se resentía del martilleo producido por el frenesí guerrero, y cada sacudida del caballo me provocaba nuevos espasmos. La voz de Gwenhwyvar me sacó de mi absorta concentración.

—¿Lo visteis? —inquirió en voz baja.

—¿A quién? —pregunté sin levantar la vista.

—Fue muy parecido a como dijisteis —respondió—. Pero no podía imaginar que resultara tan… espléndido.

Volví la cabeza, pestañeando a causa del dolor. Gwenhwyvar no me miraba a mí sino a Arturo, que se encontraba algo más adelante. La piel de la reina brillaba con el sudor del esfuerzo realizado y sus ojos refulgían.

—No, no lo vi —me limité a contestar.

Sus labios se curvaron en una leve sonrisa.

—No me sorprende que los hombres lo sigan de tan buen grado —dijo—. Es una maravilla, Myrddin. Debe de haber matado a unos sesenta en otros tantos mandobles. Jamás he visto algo parecido. Se mueve por la batalla… como al compás de una danza.

—Oh, sí; es una danza que conoce muy bien.

—¡Y Caledvwlch! —continuó ella—. Creo que sigue tan afilada ahora como cuando se inició la batalla. Mi espada tiene muescas y está doblada como un palillo, pero la suya sigue como nueva. ¿Cómo es posible?

—Esa espada no se llama Caledvwlch por nada —repuse. Volvió los ojos hacia mí por fin, pero sólo para comprobar si me burlaba de ella; devolvió enseguida la mirada a Arturo, repitiendo el nombre en voz baja—. Significa Corta Acero —añadí—. Se la entregó la Dama del Lago.

—¿Charis?

—La misma —respondí—. Mi madre puede haberle dado la espada, pero la forma en que él la utiliza, su extraña destreza… eso es algo propio.

—He visto combatir a Llenlleawg —reflexionó Gwenhwyvar—. Cuando el frenesí de la lucha se apodera de él, nada puede detenerlo.

—Lo sé muy bien —dije, recordando la extraordinaria habilidad del campeón irlandés para convertirse en un torbellino batallador.

—El frenesí guerrero se apodera de él y Llenlleawg pierde el mundo de vista —añadió la reina—. Pero con Arturo creo que sucede lo contrario: se encuentra a sí mismo.

—Una observación muy astuta, mi señora —observé, alabando su percepción—. Lo cierto es que Arturo se manifiesta en el combate.

Calló ella entonces, pero el amor y la admiración en su mirada aumentaron. Sucede a veces con las mujeres que, cuando el hombre al que tan bien conocen las sorprende, se regocijan con su descubrimiento y lo guardan celosamente. Gwenhwyvar atesoraba su descubrimiento como algo de inmenso valor.

Descansamos el resto del día, entregándonos a los cuidados de aquellos que permanecieron en Rath Mor. Comimos y dormimos, y nos despertamos al anochecer para celebrar la victoria que nos había sido concedida. Para entonces los hombres estaban sedientos y hambrientos y deseaban oír cómo se celebraban sus hazañas en forma de canciones. Comimos y bebimos nuevamente, y escuchamos mientras los bardos de Conaire alababan los logros de los guerreros, elogiando a uno y a todos con frases altisonantes. A Cai, Bedwyr y Arturo se los mencionó, desde luego; pero, por entre los monarcas involucrados, Conaire brillaba como un sol entre innumerables estrellas de menor relumbre, a pesar de que su parte en la batalla había sido en realidad muy pequeña.

Esto irritó a los ingleses.

—¿Hemos de quedarnos aquí sentados y escuchar todo este ruido vulgar? —protestó Cai. El tercer bardo acababa de iniciar una nueva y larguísima narración de la batalla en la que los irlandeses aparecían de una forma mucho más destacada, y en la que a los ingleses ni se los nombraba—. Lo cuentan todo mal, Myrddin.

—Se limitan a alabar a su rey —contesté—. Es él quien los alimenta.

—Bueno, pues lo alaban en exceso —intervino Bedwyr—, y eso no es justo.

—Le roban la gloria al Supremo Monarca y se la entregan a Conaire y a los suyos —se quejó Llenlleawg—. Haced algo, lord Emrys.

—¿Qué queréis que haga? Conaire está en su derecho; son sus bardos y éste es su caer, después de todo.

Los tres desistieron entonces, pero mantuvieron un silencio agraviado y picajoso. Así pues no me sorprendí demasiado cuando, nada más finalizar el bardo su canto de alabanza, Cal exclamó en voz sonora:

—¡Amigos! —Se puso en pie de un salto—. Hemos disfrutado de los cánticos de los bardos irlandeses todo lo que podemos —empezó con tacto—. Pero nos consideraríais a nosotros los ingleses una raza tacaña y codiciosa si no os dijéramos que bajo este techo se sienta alguien cuyo don para la canción está considerado como uno de los mayores tesoros de Ynys Prydein. —Se volvió y extendió una mano en mi dirección—. Y este hombre es Myrddin ap Taliesin, gran bardo de Inglaterra.

—¿Es así? —quiso saber Conaire en voz alta. Sentía ya los embriagadores efectos de la adulación y la bebida, y ello lo convertía en extraordinariamente comunicativo—. En ese caso compartamos este tesoro que habéis estado guardando. ¡Cantad para nosotros, bardo de Inglaterra!

Todos empezaron a golpear sobre la mesa y a exigir una canción a voz en grito. Bedwyr se alzó y tomó prestada un arpa del bardo más próximo, que me trajo acto seguido.

—Demostrádselo —murmuró mientras colocaba el instrumento en mis manos—. Demostradles lo que un auténtico bardo puede hacer.

Contemplé el instrumento mientras meditaba sobre lo que podría cantar. Mis ojos se fijaron luego en la alborotada compañía, con sus rostros rubicundos y pidiendo a gritos que volvieran a llenar sus copas. Un don tan único no podía desperdiciarse en aquellos que no son dignos de él, pensé, y devolví el arpa a Bedwyr.

—Gracias —le dije—, pero no soy yo quien debe cantar esta noche. Esta celebración pertenece a Conaire y sería inoportuno por mi parte empequeñecer la gloria que ha obtenido justamente.

Bedwyr hizo una mueca de disgusto.

—¿Justamente obtenida? ¿Estáis loco, Myrddin? Si existe alguna gloria esta noche nosotros la hemos obtenido, no Conaire. —Volvió a ofrecerme el arpa, y yo volví a rehusar—. Por la tierra y el cielo, Myrddin, sois un hombre testarudo.

—En otro momento, Bedwyr —lo apacigüé—. Tendremos nuestra noche. Deja que las cosas sigan así por ahora.

Al ver que no podía persuadirme, Bedwyr desistió y devolvió el instrumento a su propietario encogiéndose de hombros. Cal me dedicó una mirada de suprema desaprobación, pero hice como que no me daba cuenta. Puesto que estaba claro que no iba a cantar, y puesto que tampoco se ofrecían más cantos, la celebración terminó y los hombres empezaron a retirarse a sus lugares de descanso.

Justo antes del amanecer del día siguiente, Arturo envió a Cai y Bedwyr con un pequeño grupo de hombres a la costa a observar los movimientos de la hueste bárbara. Habíamos dormido bien y nos levantamos tranquilamente para desayunar. Observé la altiva seguridad que mostraban los hombres de Conaire —se contoneaban y reían a grandes voces mientras afilaban cuchillos y reparaban correas— y se lo comenté a Arturo.

—Dales una simple victoria y creen que han conquistado el mundo.

—Creen que siempre resultará tan fácil —respondió él con una sombría sonrisa—. De todos modos no los desanimaré ahora; ya averiguarán la verdad muy pronto.

Sin embargo, cuando Bedwyr y Cai regresaron, sus noticias fueron:

—El jabalí y sus jabatos se marchan.

—¿De veras? —inquirió Conaire.

—Así es, señor —respondió Cai—. La mayoría de los barcos se han ido.

—Es cierto —añadió Bedwyr—. Tan sólo quedan unos pocos, e incluso ésos salen de la bahía en estos momentos.

—¡Entonces es lo que pensé! —gritó Conaire entusiasmado—. Únicamente buscaban un botín fácil y, al ver que teníamos intención de luchar, se han llevado su búsqueda a otras costas.

Gwenhwyvar, que había ido a colocarse junto a Arturo, se volvió hacia éste.

—¿Qué crees que significa?

—No puedo decirlo hasta que lo haya visto por mí mismo —respondió, sacudiendo ligeramente la cabeza.

En cuanto pudimos disponer de los caballos, cabalgarnos a la cima de los acantilados que daban a la bahía y contemplamos un mar tranquilo y brillante salpicado con las negras velas de las naves vándalas que partían. Las últimas acababan de abandonar la bahía sólo un poco antes de nuestra llegada, y seguían a las otras, navegando de vuelta por donde habían venido.

—¡Lo veis! —exclamó el monarca irlandés con voz triunfal, como si el espectáculo lo reivindicara a él en cierto modo—. No olvidarán fácilmente la bienvenida que tuvieron en el hogar de Conaire Mano Roja.

—Los veo partir —repuso Fergus pensativo—. Pero me pregunto adónde se dirigen.

—Eso es lo que yo también me pregunto —dijo Arturo—. Y pienso averiguarlo. —Se volvió veloz y llamó a Llenlleawg a su lado; conversaron en voz baja. El campeón irlandés asintió una vez, montó en su caballo y se alejó.

Regresamos a Rath Mor y pasamos el día descansando y esperando el regreso de Llenlleawg. Dormí un poco durante las horas de más calor, y al despertar me encontré con el cielo cubierto por unas cuantas nubes bajas y una refrescante brisa que soplaba desde el mar. Me encaminé a la sala en medio de un caer en completo silencio.

Bedwyr me llamó en cuanto penetré en el patio.

—¡Myrddin! —Se levantó de un banco situado fuera de la sala y se encaminó hacia mí—. Os esperaba. Arturo me dijo que os llevara a él en cuanto despertaseis.

—¿Ha regresado Llenlleawg?

—No, y creo es por eso que Arturo quiere veros.

Me volví en dirección a la sala, pero Bedwyr me tomó del brazo.

—Conaire está ahí, y ha bebido demasiado. Cai está de guardia. El Oso está en su cabaña.

Nos dirigimos a buen paso a la cabaña que Arturo y Gwenhwyvar compartían. Bedwyr bajó la cabeza y la introdujo por entre el faldón de piel de buey.

—Oso, he traído… —empezó, entonces se interrumpió bruscamente y se apartó a toda prisa de la entrada.

Oí reír a Gwenhwyvar, y Arturo gritó:

—No pasa nada, hermano. No hay secretos entre nosotros.

—Ya no —murmuró Bedwyr, lanzándome una rápida mirada.

—Entra —instó Gwenhwyvar—. Entrad, los dos. No pasa nada. —La risa que se percibía en su voz me recordó a mi Ganieda, y el recuerdo me dolió como una flecha que atravesara mi corazón. Ganieda, mi bien amada; algún día volveremos a estar juntos.

Bedwyr y yo penetramos en la cabaña. Gwenhwyvar se ataba las cintas y arreglaba las ropas; tenía los cabellos despeinados y una amplia sonrisa en el rostro. Arturo estaba tumbado. Se alzó sobre un codo y nos ofreció asiento en el suelo cubierto de pieles.

—Podrías haberme dicho que me retrasara un poco —se quejó Bedwyr, enrojeciendo ligeramente.

—Y tú podrías haber anunciado tu llegada —replicó Arturo con una carcajada.

—Querido Bedwyr —intervino Gwenhwyvar con dulzura—, no hay daño y por lo tanto no existe culpa. Quédate tranquilo.

—¿Llenlleawg no ha regresado? —inquirió Arturo.

—Aún no. —Bedwyr sacudió levemente la cabeza.

—Es como yo temía.

—Entonces es que no lo conoces —empezó Gwenhwyvar—. El…

Arturo no dejó que terminara la frase.

—No es el bienestar de Llenlleawg lo que me preocupa. Sé perfectamente que puede enfrentarse a cualquier problema que se cruce en su camino. Pero, si los invasores se hubieran limitado a partir en sus naves, ya habría regresado a estas horas. Creo probable que los vándalos hayan desembarcado de nuevo más al sur. Y si es cierto lo que Amílcar dijo sobre tener más naves esperando… —Dejó en el aire la inquietante idea.

En cuanto a conocimientos sobre el arte de la guerra, Arturo no tenía igual. Lo más probable es que estuviera en lo cierto. Podría haberle preguntado cómo había llegado a esta conclusión, pero lo acepté implícitamente y me limité a preguntar:

—¿Qué sugieres?

—Conaire debe cabalgar al sur de inmediato para renovar la defensa. Yo regresaré a Inglaterra y reuniré al ejército.

—¿Crees que aceptarán luchar? —quiso saber Bedwyr.

—No tienen elección —dijo Arturo tajante—. ¿Cuánto tiempo permanecerá a salvo la Isla de los Poderosos con ese jabalí endemoniado justo al otro lado de Muir Eiru?

—Estoy de acuerdo, Oso. Que todos los santos y ángeles sean testigos de que tus palabras son la prudencia misma —declaró Bedwyr—. Pero la prudencia es una virtud que escasea entre los gordinflones nobles de Inglaterra, como bien sabes. Puede que nos haga falta algo más para convencerlos.

Di la razón a Bedwyr, pero Arturo siguió mostrándose muy seguro de su habilidad para razonar con los señores de Inglaterra y conseguir que apoyaran la campaña.

—Partimos al momento.

—Hay que preparar la nave —indiqué.

—Ya he enviado por delante a Barinthus junto con algunos de los hombres de Fergus —contestó Arturo—. Bedwyr, ve a buscar a Cai.

Bedwyr se puso en pie y se detuvo ante la puerta.

—¿Qué hacemos con Conaire?

—Diré a Conaire qué se ha de hacer —respondió Arturo.

—Permíteme —se ofreció Gwenhwyvar—. No puedes perder tiempo o la marea no os será favorable. Márchate ahora. Yo daré las explicaciones a Conaire. —Vio la muda pregunta que apareció en los ojos de Arturo y añadió—: No te preocupes por mí, amor mío; nada me sucederá.

Además, Llenlleawg no tardará en regresar.

Arturo se levantó. El asunto quedaba zanjado y él estaba ansioso por partir.

—Muy bien.

Aguardamos en el patio mientras preparaban los caballos. Fergus y Cai salieron por la puerta de la sala.

—Es mejor que nos vayamos —nos informó Cai—. Ese Conaire se muere por una pelea y me temo que tendrá una antes de que acabe el día.

—Marchaos —dijo Fergus—. Dejad que yo me ocupe de Conaire. Lo conozco, y me ocuparé de que no suceda nada malo.

—Os lo dejo a vos entonces —respondió Arturo, saltando sobre la silla—. Haced lo que debáis, pero cabalgad al sur en cuanto Llenlleawg regrese. Enviaré hombres y suministros en cuanto llegue a Caer Melyn.

—Ve con Dios, mi amor-dijo Gwenhwyvar.

Arturo se inclinó hacia el suelo y la envolvió en un veloz abrazo, y luego abandonamos Rath Mor y nos dirigimos a la costa a toda prisa. La nave esperaba cuando llegamos, y la marea subía ya. Sin perder un minuto, hicimos subir a los caballos, soltamos amarras y zarpamos. Una vez en la bahía, Barinthus izó la vela y el barco voló de regreso a Inglaterra.