or qué estáis aquí? —inquirió Arturo, la voz tranquila y firme como su mirada.
El esclavo tradujo sus palabras al rey vándalo, que respondió impasible:
—Twrch quiere que sepáis —relató el esclavo— que ha oído hablar de las hazañas del Oso inglés y ha dado la orden de que vuestro reino no sea destruido esta vez. Pues el Jabalí Negro es también un poderoso jefe guerrero, y el enfrentamiento de dos campeones de tal calibre no produce más que lastimosa pérdida de riqueza.
Amílcar volvió a hablar, y Hergest continuó:
—Twrch os pide que tengáis en cuenta su júbilo al enterarse de que el Oso de Inglaterra estaba aquí.
—Resulta difícil de imaginar —respondió Arturo con afabilidad—. Di a Twrch Trwyth que estoy esperando oír por qué se ha apoderado de tierras que pertenecen a otro.
—Ha tomado tierras para sus campamentos… nada más.
—¿Piensa quedarse?
Hergest consultó con el caudillo bárbaro y respondió:
—Twrch dice que tiene intención de saquear el país hasta que reúna riquezas suficientes para continuar su viaje.
—¿Tiene su viaje algún destino? —pregunté al culto esclavo.
—Venimos de Cartago —explicó Hergest—; el emperador de la ciudad del gran Constantino envió soldados a expulsar al jabalí y a su pueblo de la tierra que han gobernado durante muchas generaciones. Así pues ahora buscan un nuevo hogar. Sin embargo, su partida fue precipitada y se marcharon sin nada; es por eso que necesitan riqueza para continuar su búsqueda.
—Comprendo —contestó Arturo—. ¿Y espera que esta riqueza le sea entregada por las buenas?
El monarca vándalo y su esclavo conversaron por unos instantes, tras lo cual Hergest respondió:
—Twrch dice que, en honor a vuestro renombre y a la gran estima que siente por vos, no os matará ni arrasará esta mal defendida isla…, algo que podría fácilmente realizar puesto que el gran número de guerreros que veis ante vos no es más que una mínima parte de su ejército, y más vienen ya de camino en estos momentos. Twrch dice que es un gran regalo el que os ofrece. A cambio de su bondad, espera que le hagáis un regalo de igual valor. Pues ha jurado destruir tanto Eiru como la isla de los ingleses a menos que le concedáis su deseo.
Arturo contempló implacable al gigantesco caudillo.
—¿Cuál es su deseo?
Hergest se volvió hacia Amílcar y le transmitió la pregunta de Arturo. El bárbaro respondió con un gruñido.
—Todo —anunció el esclavo—. Dice que debéis dárselo todo.
Para su eterno crédito, Arturo no concedió al jefe vándalo la menor base en que sustentar su codicia, ni ninguna esperanza de obtener lo que deseaba, aunque tampoco provocó al bárbaro con una negativa rotunda. Elevó los ojos al cielo como si examinará las inconstantes nubes.
—Como sabes, estas tierras no están bajo mi autoridad —contestó por fin Arturo—. No podría darte ni un grano de arena ni una brizna de hierba, mucho menos cualquier otra cosa. Sé que un hombre de tu categoría lo comprenderá.
Calló para que sus palabras fueran traducidas. Cuando Hergest se volvió de nuevo hacia él, Arturo prosiguió:
—Por lo tanto, transmitiré tu petición a aquellos que tienen autoridad sobre este reino… aunque no creo que te la concedan.
La respuesta de Arturo fue dada con tanta confianza y dignidad que el otro no pudo menos que acceder.
—Lleva mi petición a los gobernantes de este reino —concedió Amílcar a través de Hergest—. Si, cuando el sol se encuentre sobre el campo de batalla, no he recibido su respuesta, atacaré y se os matará a todos como a perros.
—Bueno —observé, mientras cabalgábamos despacio de vuelta al ejército que nos esperaba—, al menos hemos ganado un período de tiempo. Utilicémoslo sabiamente.
—¿Crees que decía la verdad? —quiso saber Arturo—. ¿Realmente espera la llegada de más guerreros?
—Es difícil de decir —respondí—. No hay duda de que lo averiguaremos.
Esperaba que Conaire y los señores irlandeses recibirían la petición del vándalo con el desdén que merecía, y no me sentí decepcionado.
—¿Todo? —silbó Conaire—. Yo digo que no les quedará ni el propio aliento cuando hayamos terminado. Que la batalla empiece al momento. No obtendrán nada de mi mano como no sea la afilada punta de una lanza.
—No se trata de lo que les daréis —dijo Arturo—. Se trata de lo que el enemigo nos ha dado.
—¡No nos ha dado más que el insulto de su ataque! ¿Tengo también que soportar el insulto de sus absurdas exigencias? —Conaire nos dirigió a Arturo y a mí una mirada enfurecida.
—El caudillo vándalo nos acaba de dar la victoria —replicó Arturo—, pues nos ha permitido determinar cómo se desarrollará la batalla. Y os aseguro que eso compensa este pequeño insulto.
Empezamos a discutir cuál era el mejor modo de utilizar el favor que se nos había concedido. Conaire comenzó a impacientarse con tanta charla.
—Esto no tiene sentido —se quejó—. Tenemos caballos y ellos no. Yo digo que ataquemos y los aplastemos con los caballos mientras huyen. Todos sabemos que no plantarán cara a nuestros caballos.
Bedwyr lo corrigió al momento.
—Con todo respeto, lord Conaire, son demasiados. Mientras atacásemos un grupo los otros no tardarían en rodearnos. Hay cuatro de ellos por cada uno de nosotros, tenedlo en cuenta. No tardaríamos en ser incapaces de movernos… con caballos o sin ellos.
—Entonces formemos una línea —sugirió Conaire—. Cargaremos y los rechazaremos hacia el mar a punta de lanza.
—No, mi señor —replicó Cai—. Nuestras fuerzas formarían una línea demasiado fina; no podríamos mantenerla. No tendrían más que partirla por uno o dos lugares para separarnos; y, una vez divididos, les resultaría fácil vencernos.
—¿Entonces, qué? —inquirió el monarca irlandés, acabada ya su frágil paciencia.
—Como muy bien decís, nada temen más que a nuestros caballos —respondió Arturo—. Si seguimos el plan que diseñaré, ese temor se convertirá en una arma que podemos utilizar contra ellos.
Arturo empezó a preparar la batalla al instante. A la vista del enemigo, dispusimos nuestro plan de batalla mientras el Jabalí Negro nos contemplaba, aguardando, con el sol cada vez más alto y ardiente. Cuando hubo terminado, Arturo comunicó:
—Ahora iré a hablar con Twrch Trwyth. Mientras yo esté con él, conducid a vuestros grupos a sus puestos.
—Pero nos verán —indicó Fergus—. ¿No sería mejor sorprenderlos?
—En otra ocasión, quizás —respondió Arturo—. Hoy haré que mediten sobre su situación y se preocupen.
Arturo y yo regresamos al lugar donde los caudillos vándalos esperaban. Amílcar, enojado por haber tenido que esperar sin hacer nada mientras nosotros conversábamos largamente, nos miró con expresión hosca. Arturo no desmontó, sino que habló con él desde la silla, lo que obligó al rey Jabalí a guiñar los ojos para protegerlos de los rayos del sol.
Masculló algo en nuestra dirección, que Hergest se apresuró a traducir.
—Amílcar quiere saber vuestra respuesta.
—Los señores de Ierna dicen que no obtendréis nada de ellos que no sea la punta de su lanza —respondió Arturo. Hergest sonrió ante aquello, y transmitió las palabras de Arturo a su amo, quien se mostró aún más enfurecido.
—En ese caso todos moriréis —declaró el vándalo a través de su esclavo—. Se quemarán vuestros poblados y fortificaciones y se asesinará a vuestras mujeres e hijos; nos llevaremos vuestros tesoros y también vuestro grano y ganado.
Cuando Hergest hubo terminado, el jefe vándalo añadió:
—Sé que ésta no es vuestra gente. Y, aunque habéis rehusado mi regalo, extenderé la mano hacia vos, Oso de Inglaterra. Unios a mí, vos y vuestros hombres. Dos jefes guerreros tan poderosos aliados podrían obtener grandes botines.
—No me interesa la guerra, y mucho menos el saqueo. Por lo tanto, no puedo aceptar tu oferta —respondió Arturo—. Sin embargo, por el bien de aquellos que te tienen por señor, te haré una oferta a cambio: reúne a tus hombres y regresad a vuestros barcos. Dejad esta isla tal y como la habéis encontrado, sin llevaros nada excepto la arena que se haya adherido a las plantas de vuestros pies.
—Si hago eso, ¿qué recibiré?
—Si haces lo que digo, recibirás la bendición del Oso de Inglaterra. Además, ordenaré a los sacerdotes de mi reino que eleven sentidas plegarias al Supremo Monarca del Cielo, que es mi señor, para que perdone cualquier crimen que hayas cometido al venir aquí.
Amílcar retrocedió ante tal sugerencia.
—¿Puedo acaso llenar mis arcas con estas plegarias? —se mofó—. ¿Quién es este señor vuestro para que yo tenga que hacerle caso? Vuestra oferta es una burla y no merece otra cosa que mi desprecio.
—Eso dices tú —repuso Arturo con ecuanimidad—. De todos modos, no la retiro.
En aquel momento, uno de los jefes vándalos que acompañaba a Twrch le gruñó algo para llamar su atención hacia los movimientos de nuestros guerreros. El rey jabalí se volvió y se encontró con nuestro ejército dividido en tres partes: un cuerpo principal con dos alas más pequeñas a derecha e izquierda; estas dos avanzaron y el cuerpo central retrocedió, de modo que quedaba bien cubierto por los flancos protectores.
Amílcar vociferó una serie de órdenes y preguntas a sus caudillos. Éstos respondieron con encogimientos de hombros y expresiones preocupadas, tras lo cual el jefe vándalo se volvió hacia Arturo.
—¿Qué es esto? —exigió, hablando a través de Hergest—. ¿Por qué os colocáis en posición de batalla de esta forma?
—Esto es para ayudarte a comprender —contestó Arturo— que pensamos defender nuestra tierra y a nuestra gente. Si nos queréis robar, debéis estar preparados para morir. —Estas últimas palabras las pronunció con la fría certeza de la tumba.
El rostro del rey vándalo se ensombreció; sus ojos se entrecerraron y volvió a contemplar la curiosa formación de batalla. Dijo unas pocas palabras a Hergest; luego se dio la vuelta y regresó a donde aguardaba su horda.
—Lord Twrch dice que ha hablado suficiente. A partir de este día, estará sordo a todo ruego. No esperéis misericordia… No habrá ninguna.
Permanecimos inmóviles sobre nuestros caballos contemplando cómo los jefes vándalos se retiraban. Arturo aguardó hasta que casi hubieron llegado al arroyo y se hubieron reunido con sus hombres.
—¡Ya! —gritó entonces, dando una palmada a su montura, y se lanzó hacia ellos. Se volvieron al escuchar el sonido de los cascos, vieron al caballo que se precipitaba sobre ellos y echaron a correr en todas direcciones. Arturo viró en el último momento y arrebató el estandarte con la cabeza de jabalí de la mano del asustado vándalo que lo sostenía.
Cuando el enemigo se dio cuenta de lo sucedido, Arturo se alejaba ya al galope. Cabalgó hasta estar fuera del alcance de las lanzas, se detuvo y alzó el estandarte.
—¡Aquí está vuestro dios! —les chilló. Luego, despacio, para que todos los ojos pudieran verlo y no hubiera dudas sobre su intención, bajó la insignia y la clavó cabeza abajo en el suelo.
Los vándalos no aceptaron tal sacrilegio con tranquilidad. En cuanto la cabeza del jabalí tocó la tierra, un vocerío enfurecido se elevó por doquier; pero Arturo no hizo caso de él y, dándose la vuelta con calma, cabalgó de regreso a donde nuestros guerreros esperaban, dejando el estandarte de la cabeza de jabalí en el suelo a su espalda. El enemigo rugió con más fuerza.
—¡Eso estuvo muy bien! —exclamó Fergus cuando nos reunimos con ellos.
—¡Uhh! —aclamó Conaire—. ¡Por la mano derecha de Lugh que sois un tunante, lord Arturo! —Señaló con la lanza las huestes vándalas—. ¡Escuchadlos! ¡Están furiosos contra vos!
—¿Consideras sensato haberlos provocado hasta este punto? —quiso saber Gwenhwyvar.
—Vale la pena el riesgo, creo —respondió Arturo—. ¿De qué otro modo podía estar seguro de atraerlos hacia el centro?
—Es una buena estratagema —opiné—. Esperemos que funcione.
El enfurecido enemigo no aguardó a que se lo humillase más. Lanzaron un alarido atronador y se abalanzaron sobre nosotros, cruzando el arroyo. Era una multitud enardecida e incontrolada la que se arrojaba a la batalla.
Hacía mucho tiempo que no participaba a caballo en un combate. Había prometido no volver a luchar, pero sentí la empuñadura de la espada en la mano y el antiguo y familiar escalofrío volvió a recorrerme la espalda. De todos modos, no haría ningún daño volver a luchar hoy, me dije; además, se necesitaban todas las espadas disponibles. Así pues, sin considerar las consecuencias, me encontré en la vanguardia del ejército.
Contemple cómo se acercaban con el corazón latiendo cada vez más deprisa. Escuché los pies enemigos que golpeaban el suelo con un rumor sordo, y vi cómo el sol centelleaba en las astas de las lanzas y los rebordes de los escudos. Contemplé la línea de nuestros guerreros, nuestra veloz ala. Los caballos batían el suelo con los cascos y agitaban las cabezas, asustados por el desgarrador griterío del enemigo.
A la derecha, Cai encabezaba su ala de cincuenta guerreros. Al otro lado, a la izquierda, Bedwyr aguardaba con otros cincuenta. Ambos flancos formaban ángulo hacia adentro para forzar al enemigo a dirigirse al centro. Éste corría por el accidentado suelo sin dejar de chillar.
Gwenhwyvar, situada a mi derecha, se volvió para mirarme.
—Nunca he luchado junto a Arturo —musitó—. ¿Es tan astuto como dicen?
—No cuentan ni la mitad, mi señora —respondí—. He luchado junto a Uther y Aurelius, y eran guerreros que podían hacer palidecer de envidia a los otros; pero Arturo supera de lejos a sus progenitores en el campo enemigo.
—Sí. —Sonrió con admiración—. Esto es lo que he oído.
—El Señor de los Ejércitos formó a Arturo para sí mismo —dije—. Cuando cabalga a la batalla es como una oración.
—¿Y cuando lucha? —inquirió Gwenhwyvar, encantada con mi exaltación de su esposo.
—Señora, cuando Arturo lucha es un canto de alabanza al Señor que lo creó. Observadlo ahora. Contemplaréis una rara y bendita visión.
Conaire, a caballo al otro lado de Gwenhwyvar, oyó nuestra conversación y volvió el rostro en mi dirección.
—Si es un guerrero tan feroz —se burló—, ¿por qué nos quedamos aquí quietos esperando a que el enemigo nos aplaste? Una auténtico guerrero respondería a su ataque.
—Si dudáis de él —repliqué—, entonces podéis uniros a las huestes de saecsen vencidos que creyeron saber algo sobre la guerra. Uníos a los anglos y jutos, a los frisios y pictos que subestimaron al Oso de Inglaterra. Contadles a ellos vuestra superior sabiduría… si es que podéis encontrar a alguno que os escuche.
El enemigo se encontraba cada vez más cerca. Tan sólo unos cien pasos nos separaban de ellos ahora. Podía distinguir sus rostros, las negras cabelleras ondeando al viento, las bocas desencajadas en salvajes alaridos.
—¿Cuánto hemos de esperar? —inquirió Conaire en voz alta. Algunos de los irlandeses murmuraron su unanimidad con su señor—. ¡Ataquemos!
—¡Esperad! —replicó Arturo—. ¡Esperad, amigos! Que se acerquen, que se acerquen.
Llenlleawg, montado a la derecha de Arturo en la primera fila, se volvió sobre la silla en dirección a Conaire.
—¡Cierra el pico! —siseó—. Asustas a los caballos.
Fergus, a la izquierda de Arturo, lanzó una carcajada, y el monarca irlandés calló tras emitir un enojado farfulleo.
El enemigo esperaba que cargásemos; estaban preparados para ello. Para lo que no estaban preparados era para ver cómo nosotros permanecíamos inmóviles, aguardando. Cuanto más se acercaban, más tiempo tenían para pensar en lo que les iba a suceder, y más crecía el miedo en su interior.
—¡Aguardad! —ordenó Arturo—. Quietos en vuestros puestos.
Los vándalos llegaron hasta donde se encontraban extendidas nuestras alas. Como Arturo esperaba, no supieron qué pensar de las alas y no les prestaron atención en su prisa por hacerse con el centro.
Casi podía ver lo que pensaban: se leía en sus rostros. Ahora, pensaban, seguramente el Oso de Inglaterra atacará… y entonces nosotros caeremos sobre él y lo aplastaremos. Pero no. Espera. ¿Por qué se demora? ¿Nos tiene miedo?
Dejaron atrás los flancos y penetraron en el interior como una oleada, cada vez más cerca. Distinguía el sudor en sus hombros y brazos; veía cómo el sol centelleaba en sus negros ojos.
Sentí un débil escalofrío de temor en mi interior. ¿Habría Arturo juzgado mal el momento? ¡Luz Omnipotente, eran tantos!
Y entonces…
Arturo alza la espada. Caledvwlch centellea en su mano levantada, y él se inclina al frente.
Sigue sin decidirse.
El enemigo vándalo desconfía. Incluso en su ávida precipitación están vigilantes. Saben que tiene que atacar y se preparan para aquella orden, pero ésta no llega. Cada vez están más cerca, pero la orden no llega.
¿Por qué la retrasa? ¿Por qué vacila?
Veo la duda en los ojos de los vándalos. Están casi sobre nosotros, pero Arturo no ha dado la señal. La espada está suspendida en el aire, pero no cae. ¿Por qué lo demora?
El enemigo titubea. Todos los ojos están clavados en Arturo ahora.
Es una ligera alteración en el paso, una débil desconfianza. Su avance es ahora indeciso; la duda se ha apoderado de ellos. Vacilan.
Esto es lo que Arturo ha estado esperando.
Caledvwlch cae. Desciende como fuego del cielo. La vacilación recorre toda la primera línea enemiga y se extiende hacia atrás como una marea.
Se ha dado la señal, y el enemigo se prepara para el impacto. Sin embargo, seguimos sin atacar; no realizamos el menor movimiento hacia ellos. Confusión. Desconcierto. Se ha dado la señal, pero no se produce ningún ataque. ¿Qué sucede? ¿Qué significa?
Ah, pero la trampa se ha cerrado. Ellos no lo ven. Su fin ha llegado y no lo saben.
Caí ataca desde la derecha. Bedwyr a la izquierda se lanza adelante. Las dos alas son ahora mandíbulas con dientes de acero que se cierran. Los engañados bárbaros se vuelven para enfrentarse al inesperado ataque y se ven divididos al instante. Una mitad gira a un lado y otra al otro.
El centro ha quedado desprotegido.
No queda tiempo para la vacilación. Caledvwlch centellea arriba y abajo en una décima de segundo, y todos nos lanzamos al frente para penetrar en el blando vientre que la horda enemiga ha dejado al descubierto.
Los cascos de los caballos golpean con fuerza, arrojando pedazos de hierba por los aires. Lanzamos un grito. Los vándalos oyen el grito de nuestros guerreros. Se trata de un antiguo grito de guerra celta: un grito de desafío y desprecio. Es un arma de gran poder.
Y en un momento caemos sobre ellos. El viento me azota el rostro; huelo el miedo que despiden los guerreros enemigos; veo el latir de la sangre en sus cuellos mientras retroceden tambaleantes.
El centro se derrumba. La potente oleada vándala retrocede. Los que se encuentran en la retaguardia intentan abrirse paso al frente mientras la vanguardia se repliega sobre sí misma.
Siento los poderosos músculos del caballo bajo mi cuerpo, y yo formo parte de su ondulante cadencia. Veo cómo un bárbaro se da la vuelta para atacarme. Una lanza negra se alza en el aire. La espada que empuño desciende y percibo la efímera resistencia del cuerpo enemigo antes de desplomarse ante mí.
Un nuevo enemigo se presenta. Salta al frente, agitando la lanza para clavármela. Mi espada centellea veloz, y el hombre gira sobre sí mismo, sujetándose la cabeza. Oigo su alarido, y de improviso el estrépito del frenético caos que me rodea se ralentiza, reduciéndose poco a poco al más escueto de los movimientos, indiferente y lento. Mi visión se agudiza y todo queda realzado con total nitidez mientras el awen guerrero se apodera de mí.
Miro y veo el campo de batalla desplegado ante mí, con el enemigo moviéndose por él como adormecido. Sus manos se mueven en perezosos y lánguidos ataques; las puntas de las lanzas se abren paso por el aire con suma cautela. Los rostros de los vándalos están rígidos, los ojos fijos, sin parpadear; las bocas abiertas de par en par, los dientes al descubierto, las lenguas colgando.
Los sonidos del combate martillean en mi cabeza. Es el rugido de la sangre que late en mis oídos. Penetro en la multitud y noto el calor de los cuerpos que combaten; mi brazo golpea con tranquila cadencia; mi refulgente espada entona una melodía sobrenatural. Percibo el morboso olor dulzón de la sangre. Tras una larga ausencia, vuelvo a ser Myrddin el rey guerrero.