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aprichosos y desobedientes! —exclamó Gwenhwyvar—. ¡Se desesperan con facilidad! —Irrumpíó en la habitación y se plantó ante nosotros, los puños en las caderas.

—Gwenhwyvar —dijo Arturo, algo sobresaltado—. Pensaba que dormías.

—Os escuchaba a los dos —replicó ella—. Os diré qué me preocupa a mí, ¿queréis? Vosotros, ingleses altivos, creéis que sois los únicos seres vivos que saben cómo arrojar una lanza.

—Tranquilízate. No era mi intención… —empezó Arturo.

—¡Pensáis que sois los únicos seres vivos bajo el cielo azul del Señor que saben cómo defender su tierra y pueblo de los invasores enemigos! Pensáis…

—¡Ya basta, mujer! —ordenó Arturo, poniéndose en pie—. ¡Lo lamento! No era mi intención que lo oyeras.

—¡Lo lamentas! —Gwenhwyvar se acercó más, la nariz casi rozando la barbilla de él—. ¿Lamentas que haya escuchado vuestra injuriosa conversación, o lamentas lo que dijiste?

—Siento lo que siento —le contestó Arturo, comenzando a enojarse—; no puedo cambiarlo.

—¿Qué sabes tú, gran necio? —Gwenhwyvar colocó el rostro a la altura del de su esposo, a pesar de que tuvo que ponerse de puntillas para conseguirlo.

La mandíbula de Arturo se hinchó peligrosamente.

—Sé lo que veo con mis propios ojos.

—¿Eres ciego entonces? —se burló ella—. Pues en verdad no sabes nada de la gente de Ierna. No sabes nada de nuestro valor. No sabes nada de…

Arrastrada por la cólera, se inclinó demasiado y cayó hacia adelante. Arturo, rojo de ira y furioso, extendió la mano de forma automática, la sujetó por el codo y evitó que cayera.

Veloz como una centella, Gwenhwyvar le espetó:

—¡Quítame la mano de encima, inglés! —Apoyó ambas manos sobre el pecho de él y lo empujó hacia atrás. Cogido por sorpresa Arturo cayó al suelo, y Gwenhwyvar, triunfante, abandonó la casa hecha una furia.

Arturo permaneció sentado en el suelo, perplejo, por un instante.

—Es tal y como te he dicho, Myrddin —dijo al cabo—. Son una raza desobediente e irreflexiva. Y eso es lo que son.

Extendí una mano para ayudarlo a incorporarse.

—¿Qué harás ahora? —inquirí, haciendo caso omiso de la disputa.

—Debemos regresar inmediatamente a Inglaterra —dijo—. Hemos de conseguir el apoyo de los reyes ingleses y persuadirlos de que entreguen guerreros para la lucha.

—Más fácil sería convencer a los invasores de que hicieran virar sus naves y se marcharan —respondí.

—Les conoces demasiado bien —coincidió Arturo—. Sin embargo, no veo ninguna otra esperanza para Ierna. A decir verdad, es también la mejor esperanza para Inglaterra; pues, si podemos derrotar a los vándalos aquí, Inglaterra permanecerá indemne.

Dejé a Arturo que descansase y fui en busca de un lugar donde pudiera sentarme a solas con mis pensamientos. Encontré un rincón protegido a la sombra de la pared, me envolví en mi capa y me dispuse a meditar sobre la magnitud del desastre que había caído sobre nosotros.

Era una calamidad y yo lo sabía muy bien. Inglaterra acababa de unificarse, la alianza estaba aún tierna; se afianzaría con el tiempo… si se le daba la oportunidad. Pero los reyes ingleses habían sufrido en Baedun, y necesitaban tiempo para curar sus heridas y reconstruir sus ejércitos.

Incluso los nobles más leales a Arturo considerarían una guerra al otro lado de Muir Eireann con poco entusiasmo. Los irlandeses habían sido durante mucho tiempo una espina clavada en carne inglesa merced a sus incesantes ataques. Pocos ingleses verían lo prudente de la convocatoria de Arturo —mucho menos la comprenderían— y ninguno se alegraría de ella.

Como mínimo se resistirían. Peor aún, temí yo, se volverían contra él. Y, si llegaba lo peor, la frágil alianza se haría añicos; nuestra paz, duramente obtenida, se convertiría en un recuerdo, y el Reino del Verano moriría nada más nacer. Durante mucho tiempo había sido toda mi preocupación ayudar a ese nacimiento, y lo último que deseaba era ver cómo aquella tarea larga y ardua —y que tantas vidas había costado— se desvanecía en el aire. Luz Omnipotente, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa para impedir eso.

Medité largo y tendido, y finalmente me vi sacado de mi contemplación por el estruendoso tañido de la alarma. Conaire, como los caudillos de antaño, tenía un pedazo de hierro colgado de un poste frente a su sala. Cuando era necesario, se golpeaba el pedazo de hierro con un martillo y la gente corría a responder a la alarma.

Saliendo de mi trance, me incorporé y encaminé a la sala junto con un tropel de hombres de Uladh. Vi a Cai, con su característica cojera, que cruzaba el patio a la carrera y lo llamé. Se reunió conmigo y fuimos juntos al punto de reunión.

Conaire estaba de pie con el martillo en las manos y una expresión fiera en el rostro.

—¡Se acerca el enemigo! —gritó y empezó a ordenar la defensa de Rath Mor.

—¿Dónde está Arturo? —inquirió Cai, paseando la mirada por la multitud.

—Dormido, supongo. Será mejor que vayas a despertarlo. —Cai se alejó a toda prisa. Los guerreros corrían ya a armarse y ocupar sus posiciones en la muralla.

Bedwyr y Llenlleawg aparecieron entonces.

—¿Qué sucede? —bostezó Bedwyr—. ¿Problemas?

—Nos atacan —respondí—. Represalia por el ataque de anoche, sin duda.

—¿Dónde está Arturo?

—Cai ha ido a despertarlo.

—Creo que no necesitaba que lo despertaran —dijo Bedwyr.

Dirigí una veloz mirada a su rostro, y luego al punto al que miraba. Arturo salía de la casa circular, atándose el cinturón. Y entonces vi lo que Bedwyr había visto: Gwenhwyvar salía tras él, con el rostro ruborizado, los cabellos en desorden y las cintas de su vestido sueltas.

—Tienes razón —respondí—. Parece que ya estaba muy despierto.

Llenlleawg sonrió, y Bedwyr comentó:

—Los bárbaros lamentarán el día en que hicieron salir al Oso de Inglaterra de su guarida.

Arturo llegó junto a nosotros y recibió la noticia del avance enemigo con tranquilidad.

—¿Cuántos son? —preguntó.

—Conaire no lo dijo —le informó Bedwyr.

Arturo hizo una seña a Llenlleawg, que se alejó a toda prisa, y me di cuenta de que Arturo cada vez confiaba más en el campeón irlandés. No es que descuidara a Cai y Bedwyr, eso no, pero ahora incluía también a Llenlleawg en su confianza. Donde antes había habido sólo dos, había ahora tres. Me pregunté dónde encajaría Gwenhwyvar en este triunvirato.

Con todo, a juzgar por lo que había visto en la cabaña, Gwcnhwyvar podía hablar por sí misma. No me cabía ninguna duda de que se haría un lugar para ella precisamente donde quisiera tenerlo. Se reunió con nosotros ahora y ocupó su lugar junto a Arturo.

—¿Cuántos son? —preguntó a su vez.

—He enviado a Llenlleawg a averiguarlo —respondió Arturo. No había ni rastro de disgusto ni ira en ninguno de los dos. Al igual que una tormenta de verano sobre Loch Erne, el enojo se había desvanecido sin dejar rastro, dejando el cielo más brillante y el sol más poderoso que antes de la lluvia y el viento.

Conaire convocó a sus bardos y jefes guerreros junto a él, y se abrió paso de vuelta a la sala. Al rey irlandés lo ofendía que la horda vándala se presentara ante su puerta.

—Nos han seguido el rastro desde la playa —gritó mientras entraba. Alzó un puño enojado ante el rostro de Arturo, olvidada la euforia de la noche anterior ante la crisis del nuevo día—. Esto jamás habría sucedido si no los hubiéramos atacado. Ahora han venido a vengarse.

Arturo se encolerizó ante la acusación del monarca.

—Era de esperar —respondió con gran frialdad—. ¿O creíais que no os atacarían si los dejabais apoderarse de vuestra tierra?

Esta respuesta enfureció aún más a Conaire.

—¡Esto es cosa vuestra! Debería haber sido más listo y no haber escuchado a un tirano inglés. Por la cabeza de mi padre, que no permitiré que vuelvan a engañarme.

—¡Conaire Mano Roja! —Era Gwenhwyvar que gritaba a todo pulmón—. Esto que hacéis es perverso. ¡Detenedlo! Os deshonráis a vos mismo y no quiero oírlo.

—Si no fuera por Arturo, el enemigo ya nos habría aplastado —dijo Fergus uniéndose a su hija—. Los ingleses se han enfrentado a los bárbaros en otras ocasiones; yo digo que los escuchemos. —Se volvió hacia Arturo—. Decidnos qué queréis que hagamos.

Creo que Conaire sintió un cierto alivio al ver que tomaban la decisión por él. En su corazón, agradecía secretamente a Arturo su superior astucia en la batalla; pero, poco deseoso de que sus bardos y nobles consideraran eso una debilidad, se sentía en la obligación de despotricar contra Arturo. Así pues, era todo fanfarronadas y bravatas, y no había auténtica cólera en ello.

Arturo no esperó a que volvieran a pedírselo.

—Yo digo que los ataquemos al momento. No debemos permitir que se aposenten fuera de nuestras paredes o nos veremos atrapados en el interior.

—Eso es justo lo que iba a sugerir yo —declaró Conaire, irguiéndose—. Me alegra ver que el caudillo inglés coincide conmigo. —Se volvió hacia sus nobles—. Nos reuniremos como antes. Los que acompañaron a Arturo anoche lo harán otra vez. El resto me seguirá a mí.

Se dio la vuelta y nos contempló con mirada autoritaria.

—Cuando estéis listos, ingleses —dijo, como si fuéramos niños recalcitrantes—. El enemigo aguarda.

Gwenhwyvar le dedicó una mirada de enojo.

—Ese zopenco fanfarrón —masculló—. ¿Se cree acaso que es el emperador de Roma para tratarnos de este modo? Deberíamos abandonarlo a los vándalos —dijo a su esposo.

—Es verdad —respondió Arturo, contemplando cómo los nobles irlandeses abandonaban ruidosamente la sala. Cuando hubieron salido, los seguimos.

Fuera, en el patio, los encargados de las cuadras y los mozos ensillaban los caballos, y los guerreros se sujetaban armaduras y armas mientras sus compatriotas iban de un lado a otro realizando recados de última hora. Gwenhwyvar fue en busca de sus armas y a prepararse para el combate. Arturo se detuvo en la puerta de la sala y contempló el tumulto durante unos momentos.

—Si vivimos para ver el final de este día, Myrddin —dijo al cabo—, juro sobre mí espada que enseñaré a estos irlandeses un poco de disciplina.

El tumulto amainó rápidamente, no obstante, y pronto estuvimos todos dispuestos. Todo lo que faltaba era que Llenlleawg regresara con la información sobre el número y posición de las fuerzas enemigas. Aguardamos, cada vez más nerviosos y llenos de aprensión.

—Algo le ha sucedido —refunfuñó Caí, clavando el extremo de su lanza en el polvo.

—No a Llenlleawg —replicó Bedwyr—. Es una anguila demasiado resbaladiza para quedar atrapada en la red de un bárbaro.

Seguimos esperando. Caí quería ir en busca de Llenlleawg para descubrir por sí mismo qué había sucedido, pero Arturo lo desaconsejó.

—Conoce los escondites de la zona. Regresará cuando pueda.

—Ah, sí —asintió Caí—. Sí, lo sé; pero me sentiría mejor si supiera cuántas son las fuerzas enemigas y su posición.

—También yo, Caí —repuso Bedwyr—, y estoy seguro de que Llencelyn nos traerá la información a tiempo.

Cai se echó a reír ante el epíteto de Bedwyr, y Arturo lanzó una risita ahogada.

—¿Llencelyn? —inquirí—. ¿Por qué lo llamáis así?

Se trataba de un juego de palabras entre el nombre del campeón irlandés y la palabra para designar una tormenta. Vi la gracia de la ocurrencia, pero sentí curiosidad por averiguar los motivos de Bedwyr para darle ese nombre, ya que significaba que habían empezado a admitir al irlandés en la cerrada camaradería de los cymbrogi de Arturo.

—Ya lo habéis visto, Emrys. Todos sabemos que lucha como un torbellino.

—Desde luego —coincidió Cai—, es como una tormenta.

Gwenhwyvar se reunió entonces con nosotros, toda ella envuelta en puntas y filos relucientes. Su cota de malla brillaba como la piel mojada, y la punta de su lanza refulgía. Vestía una falda de cuero y botas altas también de cuero; llevaba los cabellos recogidos y bien sujetos en una cola en la nuca; y, al igual que las reinas guerreras de su pueblo, se había embadurnado el rostro y los brazos con brillante pintura azul: espirales, barras, soles y serpientes. Su aspecto era feroz y hermoso, una imagen cuya contemplación era casi letal. Jamás la había visto así, y comenté mi sorpresa ante su transformación. Ella tomó esta sorpresa como adulación.

—Jamás me habéis visto conducir un ejército contra un invasor —respondió—. Pero sois afortunado, Myrddin Emrys, pues este deplorable desconocimiento va a subsanarse pronto.

—Señora —intervino Bedwyr—, me considero afortunado de no tener que levantar mi espada contra vos, y no puedo menos que sentir compasión por aquellos desgraciados que lo hacen.

Arturo, que se sentía sumamente complacido ante el aspecto de su esposa, sonrió y le acarició la barbilla. Tomó un poco de tinte con el dedo y lo aplicó sobre su propio rostro: trazó dos rayas más arriba de las mejillas debajo de cada ojo.

—Permíteme —dijo Gwenhwyvar, tomando un poco de pintura de su propio brazo. Aplicó las puntas de los dedos sobre la frente de su esposo y dibujó dos líneas verticales que descendían por el centro de la frente. En un momento, el Oso de Inglaterra se convirtió en un celta como los reyes guerreros de la antigüedad que habían sido los primeros en enfrentarse a las águilas romanas al otro lado del canal.

—¿Qué aspecto tengo? —inquirió.

Caí y Bedwyr quedaron tan sorprendidos por la transformación como yo, y la aclamaron exigiendo también dibujos para ellos.

—Daré las órdenes oportunas para que preparen tinte para todos —les dijo Gwenhwyvar mientras les embadurnaba el rostro—. A partir de ahora saludaremos al enemigo con el color azul.

Se escuchó un grito desde la plataforma situada sobre las puertas.

—¡Se acerca un jinete!

—Llenlleawg regresa —dijo Arturo, encaminándose a las puertas mientras los encargados se apresuraban a dejar entrar al jinete.

El sonido de cascos llegó hasta nosotros y, al cabo de un momento, Llenlleawg penetró a la carrera por la abertura y apareció en el patio. Saltó de la montura y, haciendo caso omiso de Conaire y de los caudillos irlandeses que lo llamaban, se dirigió directamente a Arturo.

—Quieren hablar con vos —le dijo Llenlleawg.

—¿De veras? —repuso Arturo—. ¿Cuándo y dónde?

—En la llanura. Ahora.

—¿Cuántos han venido? —preguntó Bedwyr.

—Unos mil doscientos al menos, puede que más. —Mientras los demás se esforzaban por digerir la noticia, añadió—: Creo que ya han desembarcado todos.

—Que Dios nos ampare —murmuró Bedwyr en voz baja—. Mil doscientos contra nuestros trescientos.

—Traición sin duda —declaró Cai.

Conaire llegó entonces, furioso por tener que correr a Arturo en busca de noticias sobre lo que Llenlleawg había descubierto.

—¿He de suplicar por cada mendrugo de vuestra mesa? —exigió—. ¿Quiere alguien decirme qué está sucediendo?

—Quieren hablar con nosotros —se limitó a responder Arturo.

—Por supuesto —escupió Conaire—, charlemos con ellos. Nuestras lanzas serán lenguas y nuestras espadas dientes. Les ofreceremos una espléndida conversación.

—Dicen que, sí no hablamos con ellos —contínuó Llenlleawg—, nos eliminarán y lo quemarán todo. Luego arrojarán las cenizas al mar para que no quede nada.

—Si es así como negocian, estamos hablando al viento —gruñó Cai.

—¿Quién te dijo esto? —pregunté a Llenlleawg—. ¿Cómo te hicieron llegar este mensaje?

El delgado irlandés puso cara larga y enrojeció de vergüenza. Aspiró con fuerza y confesó:

—Me hicieron prisionero, Emrys.

—¿Cómo es eso posible? —se extrañó Fergus.

—Yo soy el único culpable. Vi al enemigo reunido en la llanura y se me ocurrió acercarme más. —Hizo una pausa—. Me encontré con un grupo de jefes guerreros enemigos que exploraban para el resto de la horda. Estaban en el bosque y no los vi hasta que fue demasiado tarde.

—¿Por qué no luchaste? —exigió Fergus.

—¡Me habría encantado una pelea así! —declaró Conaire.

—¡Dejadlo hablar! —gritó Arturo, enojado.

—Me rodearon —explicó Llenlleawg—, y antes de que pudiera sacar la espada uno de ellos empezó a gritarme en nuestra propia lengua. Me rogó que salvara la vida y la de los míos llevando el mensaje a nuestros jefes.

—Hiciste bien —dijo Arturo—. Esperemos que signifique la salvación de muchas vidas.

—Es un ardid de cobarde —anunció Conaire—. No pueden tener nada que decir que nos interese escuchar.

—Sin duda —concedió Arturo juiciosamente—. No obstante, los escucharemos igualmente.

—¿Escuchar? ¡Que escuchen ellos! Pienso darles palabras de mi propia cosecha para que las rumien —se jactó Conaire, que empezaba a exasperarse al verse apartado a un lado por este giro de los acontecimientos.

—Quieren hablar sólo con Arturo —le dijo Llenlleawg—. Dijeron que únicamente hablarían con el rey que ordenó el ataque nocturno.

Fergus meneó la cabeza.

—Sin duda es una treta —advirtió—. Una venganza por el ataque de anoche.

—Escúchalo, Artús —intervino Cai, totalmente de acuerdo—. Fergus puede estar en lo cierto. No podemos permitir que vayas a su encuentro solo.

Arturo tomó una decisión al instante.

—Muy bien. Iremos todos juntos —anunció—; luego Myrddin y yo nos adelantaremos para hablar con ellos.

Hicimos montar a todo el ejército y cabalgamos hasta la amplia llanura de pastos situada al sur de la fortaleza, donde, como Llenlleawg había dicho, aguardaba la horda vándala. El terreno descendía ligeramente hacia el oeste entre accidentados e irregulares altozanos de hierba y piedras. Un turbulento arroyuelo serpenteaba por la parte central de la llanura, dividiéndola de norte a sur. Cabalgamos hasta el inicio de la llanura y nos detuvimos para contemplar el campo de batalla.

—¡Que la tierra y el cielo sean testigos! —exclamó Bedwyr boquiabierto al ver aquella multitud—. ¿Mil doscientos sólo? Parecen el doble como mínimo, o nunca he empuñado una espada.

Los bárbaros pululaban por todo el lado occidental de la llanura en grupos desiguales reunidos alrededor de estandartes de varias clases: algunos de piel, otros de ropa o metal, pero todos ellos con la imagen de un jabalí negro en su dibujo. Éstos eran, deduje, los diferentes clanes. Al igual que los saecsen, los vándalos entraban en combate rodeados por sus parientes y bajo el mando del caudillo de su tribu.

Continuamos adelante, avanzando despacio por la llanura. Al acercarnos, un grupo de bárbaros se separó de la masa central, cruzó el arroyo y se dirigió hacia nosotros. Uno de los caudillos sostenía un estandarte: la cabeza y el pellejo de un enorme jabalí negro clavados en un palo. La boca del jabalí estaba abierta, mostrando los curvos colmillos amarillentos.

Seguimos adelante hasta encontrarnos a unos cien pasos unos de otros, punto en el cual la delegación bárbara se detuvo.

—Esta distancia es suficiente —dijo Arturo—. Quedaos aquí. —El ejército se detuvo, y Arturo y yo seguimos adelante para ir al encuentro de los jefes vándalos.

Al igual que los otros que habíamos visto, eran hombres corpulentos, de buena musculatura; sostenían el pesado escudo de madera y la recia lanza negra. Desnudos hasta la cintura, llevaban o bien polainas de cuero o bien pantalones de tela toscamente tejida. Su piel tenía el color de la miel clara o del pergamino viejo; y todos, sin excepción, tenían los cabellos negros, que llevaban sujetos en largas y gruesas trenzas. Varios lucían finos bigotes sobre los labios, pero la mayoría carecía de ellos y ninguno mostraba barba. Los ojos eran extraños —astutos y estrechos, inclinados hacia arriba en sus rostros, anchos y brutales—, agudos y desconfiados, y muy hundidos bajo las gruesas cejas, cuyo aspecto misterioso se veía reforzado por una gruesa raya de pintura negra trazada sobre las amplias mejillas.

Un hombre alto y desgarbado los acompañaba; su piel era blanca como la leche y los cabellos tenían el color del lino. En el cuello llevaba un grueso aro de hierro, con aros ligeramente más pequeños en cada una de las muñecas. Una serie de desiguales cicatrices producidas por violentos latigazos, cárdenas todavía, le marcaban la piel del pecho y estómago.

Fue este hombre quien se dirigió a nosotros, hablando en nuestra propia lengua.

—En nombre de Amílcar, rey guerrero de las naciones vándalas, os damos la bienvenida —dijo—. Es el ejército de Amílcar el que tenéis ante vos; es por su mano que seguís vivos en este día.

A modo de respuesta, Arturo dijo:

—No es mi costumbre intercambiar saludos con aquellos que amenazan con la guerra a mí o a aquellos a los que he jurado proteger.

—Lo comprendo, señor —respondió el hombre alto con afable indiferencia. Llevándose la mano al aro del cuello, prosiguió—: A menudo se me hace llevar noticias que otros encuentran ofensivas.

—Puesto que eres un esclavo, daré por sentado que las palabras que pronuncias no son las tuyas. Por lo tanto, no tengo nada en contra tuya. —El esclavo no dijo nada, pero inclinó la cabeza ligeramente, dándonos a entender que Arturo comprendía su situación perfectamente—. ¿Cómo te llamas, amigo?

—Me llamo Hergest —respondió—. Y, aunque soy un esclavo, soy un hombre culto.

—Hablas latín —dijo Arturo—. ¿Eres también un hombre santo?

—No tengo más señor que Nuestro Señor Jesucristo, Supremo Monarca del Cielo —respondió Hergest con orgullo—. Antes yo era un sacerdote. Los bárbaros quemaron nuestra iglesia y mataron a nuestro obispo junto con muchos de mis hermanos. Al resto lo convirtieron en esclavos; yo soy el único superviviente.

Tras esto, el esclavo alzó la mano como si nos presentara el ejército bárbaro. En lugar de ello, añadió:

—Podéis hablar con libertad. No conocen otra lengua que la suya.

—¿Cuánto tiempo hace que estás con ellos? —pregunté.

—Hace tres años que me capturaron —respondió Hergest.

—Debes de haberles demostrado tu valía muchas veces —comenté.

—Lo cierto —repuso el esclavo— es que debo demostrarla de nuevo cada día que pasa, pues sé que no sobreviviré a mi utilidad ni un segundo.

Uno de los corpulentos bárbaros empezó a impacientarse con la conversación y gruñó algo a Hergest, que le contestó en su misma lengua.

—Ida dice que debéis descender de vuestra montura si queréis hablar con él. —Hergest se interrumpió para permitirse una tenue sonrisa—. Sienten gran temor de los caballos.

—Dile —contestó Arturo con calma, palmeando el cuello de su caballo— que descenderé de mi montura, pero sólo para hablar con alguien de mi propio rango y autoridad.

—¡Arturo! —murmuré—. ¡Ten cuidado!

El esclavo se sobresaltó.

—¿Arturo? —preguntó sorprendido—. ¿Eres Artorius…, también llamado el Oso de Inglaterra?

—Se me conoce por ese nombre —respondió Arturo; indicando al bárbaro que nos contemplaba perplejo, añadió—: Ahora diles lo que he dicho.

Hergest repitió la negativa de Arturo a desmontar y, ante mi sorpresa, el bárbaro se limitó a asentir, cediendo ante la situación con plácida ausencia. Él y algunos otros empezaron a discutir la cuestión entre ellos. Uno —que parecía ser el caudillo más joven— se dirigió muy serio a Hergest, quien señaló a Arturo y salmodió solemnemente: «¡Artorius Rex Imperator!». El jefe guerrero llamado Ida dirigió una indecisa mirada de reojo a Arturo; luego giró con brusquedad y empezó a cruzar la llanura a grandes zancadas hacia el lugar donde aguardaba la horda bárbara.

—Eso ha estado muy bien, señor —nos dijo Hergest—. Únicamente querían asegurarse de erais un rey digno de tratar con su propio jefe. Mercia, aquí presente —señaló al joven caudillo—, cree que por el hecho de ser joven como él debéis ser un guerrero de poca importancia. Les he asegurado que sois más importante incluso que el emperador de Roma.

—Podrías haber contenido tu entusiasmo por mí —sonrió Arturo—. De todos modos, intentaré no dejarte por mentiroso.

El caudillo bárbaro había llegado al grueso del ejército. Habló con alguien que estaba allí, y luego se volvió y señaló hacia nosotros. Al cabo de un instante, una figura surgió de entre la masa y avanzó hacia nosotros. El primer caudillo empezó a andar detrás de esta figura, con dos portadores de estandartes a cada lado.

El hombre era aún más alto que los que lo rodeaban: un campeón de impresionante estatura, de hombros anchos y gruesos, una espalda fuerte y piernas musculosas. Al igual que los guerreros de su alrededor, nos contemplaba con ojos negros agudos e inteligentes, situados sobre pómulos prominentes, ocultos casi por una amplia banda de pintura negra. Un bigote grueso discurría sobre los carnosos labios, y una larga y negra trenza doble colgaba sobre uno de sus hombros; en la mano derecha sostenía un delgado bastón de hierro con la imagen de un jabalí en oro batido en la punta.

A medida que avanzaba, los otros bárbaros se hacían a un lado, golpeándose el pecho con la palma de la mano al paso de su señor. Se detuvo frente a nosotros, ante lo cual Arturo desmontó.

Hergest, de pie entre ambos, dijo algo en la lengua gutural de los vándalos; luego se volvió hacia Arturo y dijo:

—Lord Arturo, el hombre que tenéis ante vos es Amílcar, rey guerrero de Hussa, Rógat y Vandalia.

El rey bárbaro alzó su bastón de hierro y colocó la mano izquierda sobre el jabalí de oro. Gruñó algo a Hergest, pero sus ojos no abandonaron a Arturo ni un momento.

—Igual que a vos se os llama el Oso de Inglaterra —explicó el esclavo—, el poderoso Amílcar desea que lo llaméis por el nombre que sus enemigos han aprendido a temer.

—¿Cuál es?

—Twrch Trwyth —respondió Hergest—. Jabalí Negro de los vándalos.