rturo lanzó su montura a la carrera y corrió al encuentro de los atacantes.
—¡Seguidme! —gritó, colocando en posición el escudo mientras volaba hacia el enemigo.
Llenlleawg fue el primero en reaccionar y seguir a Arturo. Pasó como una exhalación junto a mí y tomó posición a la izquierda justo detrás de Arturo, de modo que los bárbaros no pudieran atacar al rey por el lado vulnerable.
Conaire apareció de improviso a mi lado, tendiéndome su lanza.
—No tenéis lanza —dijo—. Tomad la mía.
—Quedáosla —contesté—; prefiero la espada.
Gwenhwyvar espoleó su caballo y, mientras éste se lanzaba al galope, descolgó su escudo y desenvainó la espada.
—¡Oh, corazón de mi corazón! —exclamó Conaire al verla correr—. ¿No es ésa una visión magnífica?
—Vamos, irlandés —llamé—. ¡Nos dejan atrás!
Arturo alcanzó las filas enemigas y se abrió paso entre ellas, haciendo que el enemigo huyera en todas direcciones. Llenlleawg, justo detrás, no les dio ninguna oportunidad de reagruparse. Atropelló a tres o cuatro que huían y acuchilló a otros dos. Se abrió un gran boquete en la línea enemiga que permitió a Gwenhwyvar atravesarla sin oposición y llegar al límite del bosque, donde dio media vuelta para volver a cargar contra las filas que se reagrupaban.
Me di cuenta de dónde intentaba atacar Gwenhwyvar y cambié de dirección para unirme a su ataque. Conaire, a mi derecha, dejó escapar un salvaje alarido de júbilo y cabalgó justo hacia el centro de la línea enemiga, la lanza en alto, el escudo extendido al frente y las riendas sueltas. A los extranjeros les bastó una ojeada a los tres que cargábamos contra ellos, para correr a refugiarse en el bosque, lanzando ininteligibles gritos y protegiéndose la cabeza con el escudo.
Arturo y Llenlleawg les salieron al encuentro, no obstante, apareciendo por su retaguardia. El grupo de vándalos estaba partido en dos; los que se encontraban más cerca de los árboles consiguieron escapar, pero el resto se encontró en el centro de un ataque de cinco personas a caballo que iban a converger en un mismo punto. La desordenada fila se replegó sobre sí misma hasta convertirse en un confuso revoltijo. Gwenhwyvar y yo fuimos los primeros en llegar a aquella confusión y hundimos nuestras espadas en ella. Conaire atacó desde un costado, y Arturo y Llenlleawg lo hicieron desde atrás.
Cayeron ante nosotros. Aturdidos, chillando de pánico y rabia, atacaron desesperadamente con sus cortas lanzas y se arrojaron contra nosotros, pero nuestros caballos los pisotearon. La mullida hierba verde se tiñó de brillante color rojo bajo la puesta de sol y las sombras se estiraron.
Los guerreros enemigos huyeron, abandonando a sus muertos y heridos en el suelo para desaparecer en el interior del bosque. Llenlleawg habría ido tras ellos, pero Arturo lo hizo volver.
—¡Guerreros! —silbó Conaire burlón—. Jamás había visto guerreros tan inútiles. ¡Si esto es lo mejor que pueden hacer, dadme una banda de muchachos armados con palos afilados y conquistaré el mundo!
—No era más que un grupo de exploración —repuso Arturo—. Nuestros caballos los asustaron.
—¡Pero nos atacaron! —sostuvo Conaire—. Querían luchar. ¡Cincuenta contra cinco! Y los derrotamos sin el menor esfuerzo.
—Arturo tiene razón —observé—. No hacían más que investigar el terreno y los sorprendimos. Y, ahora que hemos mostrado qué clase de hombres habitan aquí, no podemos esperar que repitan el mismo error.
—¡Bah! —gruñó Conaire—. ¿Qué me importa cómo lo llaméis? Vencimos a esos bárbaros ladrones. Que lo vuelvan a intentar y lo volveremos a hacer.
Arturo meneó la cabeza muy serio.
—La velocidad y el valor nos salvaron hoy, Conaire. Debemos considerarnos afortunados por haber escapado con vida. —Saltó de la silla y se encaminó a donde los guerreros enemigos yacían en el suelo. Se inclinó brevemente sobre dos o tres de ellos y luego gritó—: Éste aún sigue vivo.
—Pronto lo solucionaré-respondió Conaire, saltando veloz de su caballo.
—No —dijo Arturo, deteniendo al monarca irlandés—. Llevémoslo de vuelta al caer y veamos qué podemos averiguar de él.
—No obtendremos nada de él. —Conaire arrugó el entrecejo—. Matémoslo ahora y nos ahorraremos la molestia de llevarlo de vuelta.
A pesar de lo mucho que estaba de acuerdo con Arturo, sospeché que Conaire tenía razón. Una mirada a las extrañas facciones —con pómulos altos y estrechos, ojos casi achinados sobre una nariz larga y delgada, y la piel del color del marfil viejo, parecía salido de otro mundo— me bastó para concluir que no averiguaríamos nada importante a través del herido. Sin embargo, lo levantamos y cruzamos su cuerpo inconsciente sobre la silla de Llenlleawg. El campeón irlandés compartió el caballo de Gwenhwyvar y regresamos rápidamente a Rath Mor, donde Conaire convocó a sus druidas, les informó del peligro y luego despachó mensajeros para reunir a sus nobles y jefes guerreros. Al bárbaro lo llevaron a una de las casas redondas cercanas, donde lo vigilarían hasta que despertase.
—He avisado a Fergus para que se reúna con nosotros aquí —explicó Conaire—. El y los suyos estarán más seguros en esta fortaleza que deambulando por el bosque, donde los bárbaros pueden atacarlos.
—Os lo agradezco, Conaire —repuso Gwernhwyvar—. Vuestra consideración no será olvidada.
—Lo hago por vos, señora —respondió—. Y por este esposo vuestro. Os confieso que me cae bien y que pienso conseguir que me valore.
—Eso ya la habéis conseguido —le dijo Arturo, lo que complació enormemente a Conaire.
—Entonces entrad en mi residencia —invitó el irlandés—. Brindaremos juntos y beberemos hasta hartarnos. Mis cerveceros son campeones en su arte, y esta noche puede ser la última oportunidad que tengamos de saborear dicho arte sutil. ¡Venid, Arturo! ¡Venid, Gwenhwyvar! ¡Venid, Myrddin Emrys y Llenlleawg! ¡Bebamos a la salud de los enemigos de nuestros enemigos!
Arturo dio dos pasos en dirección a la sala y se detuvo.
—Nada me gustaría más que beber con vos, Conaire —aseguró—. Pero creo que el enemigo no estará de celebración esta noche. Por lo tanto, sugiero que nos ocupemos más bien de la defensa de nuestra gente.
El rostro del monarca irlandés se ensombreció.
—Hemos hecho todo lo posible —respondió Conaire con tirantez—. ¿Qué más queréis que hagamos?
—El enemigo aún no ha reunido todo su ejército. Jamás tendremos mejor oportunidad de atacar.
—Pero será de noche antes de que podamos reunir a nuestro propio ejército —observó Conaire.
—Mejor aún —contestó Arturo con una sonrisa—. ¡Que la oscuridad oculte nuestro número, y ataquémoslos antes de que ataquen ellos! Venid, Conaire, les presentaremos batalla en la playa mientras sus naves recalan.
Conaire vaciló; no le gustaban demasiado tales tácticas y desconfiaba de ellas. Arturo comprendió su reluctancia. La experiencia guerrera de Conaire era la de tiempos pasados, cuando los reyes se encontraban para librar batalla por la mañana; luego descansaban y se recuperaban para volver a luchar por la tarde, e interrumpían la lucha al anochecer para regresar a sus fortalezas.
Arturo, criado en medio de la implacable necesidad y la astucia desesperada, había aprendido una fina y letal perspicacia. Jamás consideraba la batalla sin también evaluar la clase de guerra de que se trataba. Jamás lo vi entrar en campaña sin pensar en la batalla del día siguiente. Y eso era lo que había tras su idea de ahora: cualquier cosa que pudiera para acosar al enemigo en esta noche resultaría en su beneficio la próxima vez. Y, como Arturo bien sabía, necesitaríamos todas las ventajas que pudiéramos obtener.
Creo que Conaire percibió la sensatez de actuar según el consejo de Arturo, aunque no se diera cuenta del todo de cuál era su origen. Incluso así, Arturo no coaccionó al monarca irlandés: utilizó la persuasión.
—¡Ah, el cielo está despejado y la luna brillará con fuerza! Es una buena noche para cabalgar junto al mar. Gwenhwyvar me ha hablado de la belleza de la costa de Eire. Creo que me gustaría verla a la luz de la luna. ¿Qué decís, Conaire? —inquirió Arturo—. ¿Cabalgaréis conmigo?
—Por la cabeza de mi padre, lord Arturo —respondió éste—, que sois todo un hombre. Bien; entonces, puesto que vamos a ir, bebamos al menos una copa mientras esperamos que nuestros compañeros se reúnan con nosotros.
Gwenhwyvar se colocó entre los dos hombres y, tomando a cada uno del brazo, los hizo girar en dirección a la sala.
—Bien dicho, Conaire. Beberemos por la amistad entre los reyes. Y luego mostraremos a este inglés las bellezas de estas costas agraciadas a la luz de la luna.
Para cuando se puso el sol, los primeros ejércitos de Conaire ya habían llegado. Los jefes guerreros penetraron ruidosamente en la sala ante la aclamación de Conaire, que les entregó copas, bebió con ellos y no hizo más que hablar sobre nuestra primera escaramuza con los vándalos. Fergus y su gente fueron los últimos en llegar, y Cai y Bedwyr con él. Arturo explicó rápidamente lo que había visto y describió el encuentro con el enemigo.
—¿Dónde está este prisionero? —inquirió Bedwyr cuando hubo escuchado el relato—. Quizá deberíamos ver si está de humor para hablar con nosotros.
Como Conaire estaba ocupado con sus nobles, Arturo y yo mismo, junto con Cai y Bedwyr, abandonamos la sala y fuimos a la casa circular donde habían conducido al bárbaro. Éste yacía de costado sobre el suelo de barro de la casa; manos y pies atados con una cuerda de cuero trenzado. Se sentó y nos contempló desafiante cuando entramos. El guerrero que lo custodiaba nos saludó y dijo:
—No ha hecho el menor sonido desde que despertó. Se limita a sentarse y a mirar con ferocidad como un lagarto víctima de insolación.
—Nosotros lo vigilaremos ahora —dijo Arturo—. Puedes ir a reunirte con tus compañeros en la sala.
El guerrero partió de buena gana, y nosotros permanecimos unos instantes en silencio contemplando al cautivo. Alto —casi tan alto como Arturo— tenía unas extremidades corpulentas y musculosas, y tanto brazos como piernas estaban cubiertos de pequeñas cicatrices dispuestas a intervalos regulares. Sus cabellos y ojos eran negros, y no tenía ni barba ni bigote; en realidad, a excepción de la cabeza, no tenía un solo pelo en todo el cuerpo. Sus ojos, estrechos y ligeramente achinados, nos contemplaron agriamente, sin interés. Arturo hizo una señal con la cabeza a Bedwyr, que se adelantó.
—¿Quién eres, vándalo? —inquirió—. ¿Cómo te llamas?
El prisionero se limitó a hacer una mueca de desprecio.
—Contéstame y todo irá bien —prosiguió Bedwyr, hablando despacio—. ¿Me oyes?
El bárbaro no ofreció respuesta; ni tampoco mostró el más ligero indicio de haber comprendido las palabras de Bedwyr.
—Ésta no es la forma de hacerlo —refunfuñó Cai. Se colocó ante el cautivo y, golpeándose el pecho, dijo—: Cai. Yo soy… Cai. —Señaló con un dedo al pecho del bárbaro—. ¿Tú? —Lo dijo en forma de pregunta, y ante mi sorpresa el otro respondió.
—¡Hussa! —gruñó en voz baja—. Hussa el groz.
—¿Lo veis? —dijo Cal, volviendo la cabeza—. Es así como… —Pero en ese momento el bárbaro se lanzó al frente y rodó contra las piernas de Cal, al que derribó. Bedwyr, que era el que estaba más cerca, se lanzó en ayuda de Cai, apartando al prisionero mientras Cal se liberaba con una patada.
Bedwyr ayudó a su amigo a incorporarse y el bárbaro se arrojó a un lado.
—Eso fue una estupidez —reconoció Cai—. No volveré a cometer ese error.
—¿Qué es lo que hace? —dijo entonces Arturo, pasando entre ellos. Corrió hacia el prisionero y lo hizo girar sobre la espalda. El bárbaro aferraba la daga de Cai entre sus manos atadas; hizo una mueca y escupió en el rostro de Arturo.
—¡Repugnante…! —exclamó Cai, lanzándose hacia él.
Antes de que Cai pudiera poner sus manos sobre él, el bárbaro hizo girar el cuchillo y se hundió la hoja en el estómago. Sus ojos se desorbitaron ante la repentina sensación; luego, con manos y brazos temblorosos por el esfuerzo, obligó a la hoja a subir por debajo de las costillas hasta llegar al corazón.
La sonrisa del salvaje se convirtió en un rictus de muerte. Un estremecimiento sacudió el cuerpo, y el bárbaro se desplomó hacia atrás con un borbotón de sangre en la boca. Las piernas dieron una violenta sacudida y luego se quedó inmóvil.
—Bien —observó Bedwyr—, ahora ya no podremos sacarle nada más.
—Al menos averiguamos su nombre —dijo Cai y, palpando un punto de su cinturón, añadió quejoso—: ¿Por qué tuvo que utilizar mi cuchillo?
—¿Era su nombre? —murmuré, contemplando el cadáver del desconocido—. Quisiera saberlo.
Regresamos a la sala y contamos a Conaire lo sucedido.
—Es lo mejor —reflexionó el irlandés—. Sin duda no habría sido feliz de haberse quedado aquí más tiempo.
Las primeras estrellas empezaban a brillar en un firmamento de un azul profundo mientras abandonábamos Rath Mor para ir al encuentro del enemigo acampado en la playa.
Nos tumbamos sobre el estómago y contemplamos la oscura orilla a nuestros pies iluminada por la luz de una brillante media luna. El suave batir de las olas sobre la playa recordaba la respiración de una bestia gigantesca, y las hogueras encendidas a lo largo de la costa centelleaban en una refulgente hilera hasta perderse en la brumosa lejanía.
Otras luces brillaban sobre el agua allí donde los barcos enemigos estaban fondeados.
—Sigue habiendo sólo cuarenta naves, y únicamente la mitad han atracado —comentó Bedwyr—. Eso es bueno.
—Oh, eso es muy bueno —murmuró Conaire.
—Calculo entre cuatrocientos y seiscientos guerreros —continuó Bedwyr—. Menos de mil, de todos modos.
—Con otros tantos a punto de llegar —le recordó Arturo.
—¿Por qué han venido aquí? —se preguntó Cai.
—Da gracias de que estén aquí —respondí.
—¡Dar gracias! —se mofó Bedwyr.
—¿Preferirías que estuvieran en Inglaterra? —repliqué.
Bedwyr me contempló durante unos instantes antes de responder:
—No lo había pensado.
—Ya he visto suficiente. —Conaire se puso en pie—. Empecemos.
—Nosotros atacaremos el primer campamento —indicó Arturo, señalando la fogata más cercana—. Y vos, Conaire, atacaréis por el sur… allí. —Señaló el siguiente grupo de fogatas playa arriba—. Cread tantos estragos como sea posible y retroceded —prosiguió—. Luego nos reagruparemos otra vez y volveremos a atacar… Avanzaremos en dirección sur a lo largo de la costa.
Fergus, montado en su caballo al frente de su ejército, aguardaba sosteniendo las riendas de nuestras monturas.
—Es una buena noche para luchar —dijo, aspirando con fuerza—. Ojalá fuera con vosotros.
—Ya habrá suficientes oportunidades para eso en días venideros —le contestó Arturo.
Los hombres de Uladh eran trescientos treinta en número, junto con sus cinco señores, y todos iban a caballo; ciento cincuenta jinetes estaban bajo el mando de Arturo, y el mismo número bajo el de Conaire. Se había decidido que el grupo más pequeño de treinta se quedaría atrás para mantener una retaguardia e impedir que un contingente enemigo nos rodeara por detrás; esa tarea había correspondido a Fergus, Gwenhwyvar y a mí.
Los dos grupos partieron, conduciendo a sus caballos sin hacer ruido acantilado abajo hasta la playa; una vez allí, volverían a montar y ocuparían sus posiciones de ataque. En cuanto hubieran alcanzado la playa y se hubieran alejado, nosotros debíamos seguirlos y proteger nuestra retirada. Arturo estaba decidido a no dar ninguna oportunidad al enemigo para que diera la alarma, de modo que él y Conaire atacarían a voluntad y sin previo aviso.
Cuando el último de los guerreros hubo descendido por el sendero del acantilado, iniciamos nosotros el descenso. Aunque el sendero era empinado y accidentado, era fácil de seguir al estar iluminado por la luna, de modo que no tuvimos dificultades para descender. Los otros ya habían desaparecido cuando llegamos a la playa. Me asombró que tantos guerreros pudieran desvanecerse tan rápida y silenciosamente en la oscuridad. Montamos de nuevo y establecimos una guardia en el sendero del acantilado y otra algo más allá en la misma playa.
Luego nos acomodamos para iniciar la vigilancia y aguardar, las armas listas en las manos. Desde donde estaba podía ver las fogatas enemigas perdiéndose en la distancia; la más cercana estaba sólo a unos mil pasos de donde nos encontrábamos, y, aunque no podía ver a ninguno de los vándalos en la oscuridad, podía oír sus voces —el sonido era transportado tierra adentro por la brisa marina— en una lengua tosca y entrecortada, pronunciada con tono áspero. Y, junto con ello, el tintineo metálico y el estrépito propio de toda acampada al aire libre.
De improviso, se escuchó un grito, brutalmente truncado, procedente de algún punto playa arriba. En un segundo, el campamento invasor se convirtió en un caos y resonaron gritos a lo largo de la pared del acantilado. Vislumbré figuras de caballos recortándose a la luz de las hogueras y el veloz y refulgente centelleo de las armas que subían y bajaban. La propia oscuridad parecía arremolinarse y revolverse sobre sí misma.
Tan súbitamente como se había iniciado, el ataque terminó. Casi antes de que el enemigo pudiera tomar las armas, los defensores habían atacado y desaparecido. Y, antes de que la alarma pudiera extenderse al campamento más cercano, también ese campamento era atacado. De este modo, la ofensiva viajó costa arriba lejos de nosotros, y poco a poco perdimos de vista a los guerreros, aunque el sonido de los estragos que provocaban continuaba mucho después de que hubieran desaparecido.
Seguimos vigilando y aguardando. La noche transcurrió en una tensa pero ociosa vigilia. Gwenhwyvar desmontó y recorrió un pequeño tramo de playa. Me reuní con ella. Anduvimos durante un corto espacio de tiempo en silencio, ojos y oídos intentando penetrar la oscuridad.
—No os inquietéis por él —le dije—. Estará bien.
—¿Inquietarme por Arturo? Ojalá estuviera con él.
El cielo empezaba a clarear por el este cuando se escuchó una llamada procedente de lo alto del acantilado. Nos volvimos y distinguimos una figura oscura que descendía por el sendero.
—Lord Fergus —dijo el hombre, corriendo a nuestro encuentro—, Conaire ha regresado. Os aguarda.
—¿Y Arturo? —preguntó Gwenhwyvar, revelando una pizca de preocupación después de todo.
—Aún no ha regresado —contestó el mensajero.
—Id vos, Myrddin —indicó Fergus—. Yo esperaré a Arturo aquí un poco más.
Gwenhwyvar y yo abandonamos a Fergus y ascendimos a lo alto del acantilado donde Conaire y sus guerreros aguardaban, exhaustos y magullados por la tarea nocturna, pero alborozados.
—Lamento que no estuvierais allí para vernos —dijo el monarca—. Cuando escuchéis nuestro relato lamentaréis vuestra mala suerte por habéroslo perdido. ¡Ah, ha sido una batalla hermosa, os lo aseguro!
Sus caudillos le dieron la razón a grandes voces.
—¡El enemigo huye nada más ver un caballo! —comentaron algunos—. Y sus jefes no pueden hacer que obedezcan. —Otros apuntaron—: ¡Casi no saben cómo utilizar sus armas!
Los irlandeses estaban extáticos ante su dominio sobre un enemigo mucho más numeroso, y vi en ello el genio de Arturo: había diseñado este ejercicio no tan sólo para hostigar al enemigo, sino también para inspirar a los irlandeses al mismo tiempo. Éstos habían ganado confianza en su habilidad para atacar y hacer huir al invasor con un mínimo riesgo de su propia integridad física. Así, cuando los dos ejércitos se enfrentaran la próxima vez, los irlandeses se considerarían superiores sin importar cuántos enemigos tuvieran enfrente.
Un pálido sol blanco empezaba a ascender por el este cuando Arturo regresó al fin. Al igual que Conaire, no había sufrido pérdidas mayores que la de una noche de sueño pero, al contrario que éste, no se sentía en absoluto alborozado. Guardó para sí su preocupación, no obstante, hasta que estuvimos solos en Rath Mor.
—¿Qué te inquieta, Arturo? —pregunté. Puesto que no se había mostrado muy dispuesto a charlar durante el camino de regreso, aguardé hasta que Gwenhwyvar se hubo ido a la cama antes de exigirle explicaciones.
—No me gustan estos vándalos —dijo sombrío.
—Conaire está muy satisfecho con ellos —observé.
Estábamos sentados en uno de los extremos de la cabaña que el rey irlandés había habilitado como cuartel general; Gwenhwyvar dormía en la zona de descanso situada tras la pared de mimbre.
—Sí —asintió Arturo—, pero los irlandés tienen poca experiencia con los bárbaros. Creen que porque el enemigo teme nuestros caballos, se lo puede derrotar con facilidad.
—¿Qué crees tú?
—Creo que esperan a su jefe. Aún no ha desembarcado; cuando lo haga, todo empezará.
—Desde luego. Pero ¿por qué esperan?
Arturo se encogió de hombros.
—¿Quién sabe por qué los bárbaros hacen las cosas? Sus formas de actuar son incomprensibles.
—Eso es cierto. —Callé unos instantes; luego hice la pregunta que más me inquietaba—. ¿Pueden derrotarlos los irlandeses?
El Supremo Monarca de Inglaterra lo meditó un buen rato antes de responder.
—No —dijo por fin, sacudiendo la cabeza—. Son hábiles jinetes y guerreros —concedió—, pero su valor es quebradizo y se desesperan con facilidad. También son caprichosos y desobedientes, Myrddin, lo juro. Les dices una cosa y hacen otra. —Hizo una pausa—. Pero no es eso lo que más me preocupa.
—¿Qué es entonces?
—No podemos expulsar a estos invasores sin la ayuda de los reyes ingleses —dijo con pesimismo.
Terminé por él la idea que le rondaba por la cabeza.
—Y los reyes ingleses jamás arriesgarán sus vidas y reino para ayudar a los irlandeses.
—Antes se cortarían los brazos que alzar una espada en defensa de Ierna —masculló—. No obstante eso, ¿durante cuánto tiempo crees que los bárbaros se darán por satisfechos con este pedazo de hierba y roca cuando Inglaterra está a punto para el saqueo? Ni siquiera los irlandeses se contentan con robarse los unos a los otros, sino que siempre saltan al otro lado del mar a nuestras costas cuando buscan un botín fácil.
Estaba totalmente en lo cierto, y así se lo dije.
—Sí —asintió sombrío—, cuando los bárbaros hayan acabado de saquear aquí, volverán sus codiciosas miradas hacia Ynys Prydein. Reza para que eso no suceda, Myrddin. Acabamos de derrotar a los saecsen… Inglaterra no sobrevivirá a otra guerra.