ue Dios nos ayude —murmuró Bedwyr, contemplando la flota enemiga.
—Tienen la intención de desembarcar ahí —respondió Arturo, señalando la bahía situada algo más allá—. Sin duda van a pie… no vi caballos. —Levantó la vista al cielo—. El sol se pondrá antes de que puedan formar un grupo de ataque.
—Entonces tenemos al menos una noche para prepararnos —concluyó Cai.
—Esta noche sólo —confirmó Arturo. Haciendo girar su caballo, inició el descenso. Cai lo siguió, pero Bedwyr y yo nos quedamos contemplando las naves enemigas unos instantes más.
—Debe de haber un millar de guerreros o más —dijo Bedwyr pensativo—. Me pregunto cuántos hombres pueden reunir estos reyes de Uladh.
—Eso, mucho me temo, no tardaremos en descubrirlo —respondí pesimista.
Regresamos a toda prisa a Muirbolc, donde la gente había empezado a abandonar el caer, los primeros grupos se perdían ya en el bosque. Fergus estaba junto a la puerta despidiendo a su gente e instándolos a que tuvieran valor y no perdieran tiempo. Arturo, Gwenhwyvar y Llenlleawg estaban reunidos deliberando. A Cai no se lo veía por ninguna parte.
Arturo levantó la cabeza y nos hizo señales para que nos reuniéramos con él.
—Bedwyr —dijo en cuanto llegamos—, tú y Cai os quedaréis para ayudar a Fergus y sus jefes guerreros. Gwenhwyvar, Llenlleawg y yo reuniremos a los señores de Uladh.
—Alguien debería advertir a Ciaran y a sus monjes —indiqué—. Yo lo haré.
—Si tenemos problemas con los nobles, te quiero conmigo —insistió Arturo.
—Los buenos hermanos no están lejos —terció Gwenhwyvar—. Podemos avisarles de camino.
—Muy bien. —A Bedwyr, Arturo indicó—: Cuando Cai regrese de la bahía, cuéntale lo que hemos hecho.
—Si todo va bien —añadió Gwenhwyvar—, regresaremos aquí antes del amanecer con ayuda.
Volvimos a montar y, tras despedirnos de Fergus, partimos al momento. Llenlleawg iba a la cabeza. Atravesamos un bosque, cruzamos un arroyo y luego un extenso prado en suave pendiente, donde giramos al sur; tras una corta cabalgada, llegamos a un terreno a medio desbrozar, poco más que un campamento, donde los monjes se habían instalado.
Ciaran nos dio la bienvenida y ofreció comida y bebida.
—Que el Señor os colme de bendiciones —dijo—. Nos honraría que os quedarais a cenar con nosotros.
—Nada nos agradaría más —le respondió Gwenhwyvar—. Pero no podemos quedarnos. Hemos venido a advertiros. Tenemos problemas; se han avistado invasores. En estos mismos instantes desembarcan en la costa norte no muy lejos de aquí.
—Invasores. —El sacerdote pronunció la palabra, pero no demostró temor—. ¿Quiénes son? ¿Lo sabéis?
—Son una tribu que nunca antes había visto —repuso Arturo—. Pero sí puedo deciros esto: poseen una flota tan grande como la del emperador, y las velas de sus naves son negras.
—Vándalos —dijo Ciaran.
—¿Los conocéis? —pregunté yo.
—No sé de otra horda bárbara que posea una flota —respondió el sacerdote—. Se los conoce en Constantinopla. Es allí donde oí hablar de ellos y de sus barcos de velas negras.
—¿Y oísteis también cómo se los podía derrotar? —inquirió Arturo.
Ciaran negó despacio con la cabeza.
—Por desgracia, no. La verdad es que oí que no se los podía vencer. De todos los bárbaros, los vándalos son los más feroces y crueles. Matan por placer y carecen de respeto por la vida… ni la propia ni la de los demás. No hay nada sagrado para ellos, excepto su propio valor, y viven únicamente para dedicarse al deporte de matar y por el botín que pueden obtener a punta de lanza. —El sacerdote se interrumpió para calibrar el efecto de sus palabras—. Mentiría si dijera que alguien se les puede enfrentar. A los vándalos los temen todos aquellos que los conocen. Incluso los godos huyen de ellos en cuanto los avistan. —Ciaran volvió a interrumpirse; luego añadió—: Eso es todo lo que sé. Ojalá pudiera deciros más.
—Y a mí me gustaría enterarme de más cosas, pero agradezco lo poco que me habéis dicho —respondió Arturo—. Fergus y su gente están abandonando el caer. Si os ponéis en marcha enseguida, podréis ocultaron junto con ellos.
—Nosotros vamos a reunir a los reyes —dijo Gwenhwyvar—. Vamos primero a ver a Conaire en Rath Mor.
—Que el Señor os acompañe, amigos míos —nos despidió Ciaran y, alzando las manos, nos bendijo con una oración mientras nosotros continuábamos rápidamente nuestro camino.
La fortaleza de Conaire Crobh Rua, o Mano Roja, era muy parecida a la de Fergus, aunque más grande, y una enorme columna con inscripciones ogam a la entrada del caer. Su ejército era por lo tanto también mayor, cinco guerreros por cada uno de los hombres de Fergus, y además tenía el apoyo de no menos de cuatro reyes tributarios. Cada uno de estos reyes mantenía de su peculio un cierto número de guerreros de los que Conaire podía disponer en caso de necesidad.
Resultaría un aliado poderoso y, por lo tanto, obtener su apoyo era crucial para la supervivencia de Ierna. Gwenhwyvar comprendía esta necesidad y la terrible urgencia de reunir un ejército con rapidez. En cuanto llegó a Rath Mor y puesto que las puertas estaban abiertas, penetró en el interior del caer sin hacer caso de los gritos de los negligentes guardianes para que se detuviera e identificara.
Cabalgó directamente hasta el edificio principal y llamó:
—¡Conaire! ¡Salid, Conaire! ¡Hemos de hablar, vos y yo!
La gente la oyó y empezó a correr hacia nosotros. La puerta del edificio era una simple piel blanca de buey con una mano pintada en ella en color rojo. De detrás de esta piel surgió la cabeza de un hombre, que anunció:
—El rey no escucha más demandas que las suyas propias.
—Limítate a decir a tu sordo rey que es un estúpido al dormir en su sala mientras invaden su reino —le espetó ella, ceñuda. La cabeza desapareció al instante—. ¿Habéis oído eso, Conaire? —chilló ella.
Al cabo de un instante la piel de buey se hizo a un lado, y un hombre alto de cabellos claros y barba de un tono rojo amarronado salió al exterior con paso majestuoso. Apuesto y de buen porte, cruzó los brazos desnudos sobre el pecho.
—¡Ah, Gwenhwyvar! —exclamó al verla—. Debiera haber sabido que erais vos quien montaba todo este escándalo. —Dirigió una rápida mirada a los que acompañaban a la reina—. Creía que estabas en Ynys Prydein. ¿Es para casarte conmigo que habéis venido aquí?
Gwenhwyvar le dedicó una sonrisa desdeñosa.
—Conaire Crobh Rua, jamás me casaré con vos. El hombre que veis junto a mí es mi esposo…
—Entonces no vais a decirme nada que me interese escuchar. —El rey de Uladh inició el regreso a su residencia.
—Mi esposo —continuó Gwenhwyvar—, Arturo, Supremo Monarca de los ingleses.
Conaire se detuvo y giró sobre sí mismo.
—¿Ah sí? —Miró a Arturo de arriba abajo, y luego, como si decidiera que no había visto nada que mereciera la pena, dejó de lado a Arturo con una mueca—. No sabía que los ingleses habían escogido nuevo monarca —dijo—. Ahora que lo veo, me pregunto por qué se molestaron.
Arturo contempló al noble irlandés con frialdad, pero sin rencor. Permaneció en silencio. Gwenhwyvar, sin embargo, se irguió muy tiesa en la silla, con el rostro rojo de rabia. No obstante, fue el silencioso Llenlleawg quien respondió al insulto de Conaire.
—Vuestra ignorancia sólo es superada por vuestra arrogancia, Conaire —declaró—. Esta noche debéis decidir si queréis vivir o morir.
El monarca irlandés le dirigió una mortífera mirada.
—Parece —contestó, con voz llena de odio— que no seré yo solo quien tomará esa decisión.
—No será la lanza de Llenlleawg la que arrebate la vida a vuestro cuerpo —intervino Gwenhwyvar—. Mientras estamos aquí intercambiando insultos, el enemigo invasor se apodera de nuestra tierra. No tenemos más que una noche para preparar la defensa, o nuestro reino se perderá sin remedio.
Los ojos de Conaire se deslizaron lentamente de Llenlleawg a Gwenhwyvar.
—¿Qué invasor? —exigió como si no comprendiera.
—Pertenecen a una tribu llamada los vándalos —le explicó Gwenhwyvar—. Y han venido con todo su ejército a saquear Ierna.
—Este peligro debe de ser muy ínfimo, o ya habría oído algo. —El monarca irlandés se irguió en toda su estatura—. Aun así, no me sorprende que Fergus os haya enviado a suplicar en su nombré… A la menor señal de problemas aparece suplicando mi protección. Decidle que pensaré en el asunto y ya le enviaré respuesta cuando me parezca.
Hizo un gesto como para despedirnos y darse la vuelta.
—¡Quedaos aquí! —vociferé. Inmovilizándolo con la voz bárdica de dar órdenes, proseguí—: Escuchadme, lord Conaire. He conocido a muchos reyes: algunos eran estúpidos, otros arrogantes. Pero muy pocos han sido ambas cosas y sobrevivido a su imprudencia.
El orgulloso monarca se encolerizó ante esto. Sus ojos centellearon furiosos; pero no le concedí la oportunidad de hablar.
—Sabed esto: hemos venido a advertiros y a buscar vuestra ayuda. Nada sabéis del ejército al que nos enfrentamos. No os miento; a menos que estemos unidos cuando se inicie la batalla, ninguno de nosotros sobrevivirá al ataque.
Conaire frunció el entrecejo. Estaba claro que no le gustaba nada que le dieran órdenes, pero conseguí dominarlo con mi voz.
—Así es como están las cosas. Si no me creéis, ¿por qué no cabalgáis con nosotros hasta la costa y comprobáis por vos mismo que lo que habéis oído no son simples imaginaciones de pusilánimes?
El monarca irlandés me dirigió una mirada asesina, pero mantuvo la boca bien cerrada.
—¿Bien? —inquirió Gwenhwyvar—. ¿Qué decís, Conaire?
El monarca se volvió hacia los que contemplaban la escena.
—Traed mi caballo —gritó enojado, y a Gwenhwyvar contestó—: Iré con vosotros y lo veré por mí mismo. Si es como decís, os protegeré. —Se permitió una maliciosa sonrisa desdeñosa—. Pero, si no es así, me entregaréis aquello que os exija.
Conaire clavó los ojos en Gwenhwyvar mientras lo decía, y no era difícil imaginar en qué pensaba al decirlo. El rostro de Arturo se endureció ante la insensata provocación, y yo no se lo reproché. De haber sido yo Arturo lo habría partido de la corona a la entrepierna de un solo tajo. Pero Gwenhwyvar intervino.
—No exijáis aquello que a vos no os gustaría tener que cumplir, Conaire.
Sin una palabra, Conaire giró sobre los talones y desapareció en el interior de la sala. Gwenhwyvar se permitió una sonrisa satisfecha.
—Bueno —dijo—, ha sido mejor de lo que esperaba.
—¿Es este Mano Roja siempre tan agradable? —preguntó Arturo.
—Siempre ha tenido la obsesión de casarse conmigo —respondió ella—. Ya tiene una esposa, desde luego, y también dos concubinas. Pero está empeñado en ser rey a la manera de Rory y Conor mac Nessa; por eso siempre ha intentado convencerme para que me case con él.
—Si su valor es la mitad de grande que su vanidad —observó Arturo—, entonces las velas negras de los vándalos no tardarán en huir por donde han venido tan rápido como las empuje el viento.
—Cuando llegue el momento de poner en juego las lanzas, no te sentirás desilusionado —aseguró Llenlleawg—. Un bardo con su arpa no interpreta mejor música.
—Esto es lo que quiero ver —repuso Arturo.
Conaire reapareció y, puesto que su caballo ya estaba allí, montó al instante y nos condujo fuera del caer y a lo largo de un muy desgastado sendero que cruzaba un bosque. Finalmente salimos a una colina baja despojada de árboles que conducía a una serie de elevaciones que iban descendiendo hasta terminar en abruptos acantilados que daban sobre la costa noroeste. Ya antes de llegar al borde del acantilado pudimos divisar las gruesas velas negras que se apiñaban sobre el mar. Muchas naves habían recalado ya, y más iban entrando empujadas por las olas; pero no vimos a nadie en la playa y tampoco señales de caballos a bordo de los barcos.
—Cuarenta naves —observó Bedwyr—. No se les han unido más. Eso quiere decir que ya han llegado todos.
—A menos que esto sea simplemente una avanzadilla para estudiar el terreno —indicó Cai. Ambos hombres quedaron silenciosos ante tan inquietante idea.
El rey irlandés contempló el espectáculo que tenía ante él durante un buen rato.
—Jamás había visto un invasor tan audaz —declaró por fin—. Tal insolencia merece un alto precio, y pienso cobrarme mi parte.
—Bien dicho, Conaire —le contestó Arturo—. Juntos, devolveremos a esos bárbaros al mar.
Conaire, con la luz del sol poniente brillando en sus ojos, se volvió hacia Arturo y lo miró fijamente al rostro.
—Señor, soy hombre de impulsos y genio vivo, como habéis visto —dijo—. Hablé sin la debida consideración y mis palabras no eran dignas. Y ahora lo lamento, pues considero que sois un auténtico rey entre los vuestros, y no es conveniente que dos aliados tan nobles entren en combate existiendo rencor entre ellos.
—Estoy de acuerdo —respondió Arturo amablemente—. Creo que ya tendremos suficiente trabajo combatiendo a la horda vándala para que además exista antipatía entre nosotros.
Diciendo esto, el Supremo Monarca de Inglaterra extendió el brazo en dirección al monarca irlandés. Conaire hizo lo mismo y ambos se abrazaron como compañeros, toda animosidad olvidada.
Pero Conaire no había terminado. Se volvió entonces hacia Gwenhwyvar y dijo:
—Señora, ya sabéis que siempre os he tenido en la mayor estima. Por ello lamenté profundamente que abandonaseis Eirinn para tomar un esposo de sangre inglesa. Y, aunque lamento la pérdida, comprendo vuestra elección e incluso encuentro en mi corazón motivos para aprobarla. Habéis realizado un loable matrimonio y encontrado a un hombre totalmente digno de vos. Señora, os alabo; y os ofrezco mi mano, de la misma forma que os hubiera ofrecido de buena gana mi vida.
—Tomaré vuestra mano, Conaire —respondió Gwenhwyvar, inclinándose hacía él—, pero también vuestra mejilla. —Y, tomándole la mano, tiró de él hacia ella, posó los labios en su mejilla y lo besó.
El monarca irlandés sonrió de oreja a oreja; luego cogió las riendas y espoleó su caballo al frente. Galopamos hasta Rath Mor, y casi habíamos llegado al abrigo del bosque cuando, con un inesperado grito, una patrulla enemiga surgió de entre los árboles.
En cuestión de segundos aparecieron ante nosotros unos cincuenta guerreros; hombres corpulentos, feroces, con ojos despiadados que brillaban como pedazos de azabache en los rostros cetrinos. Avanzaban a pie, con cautela, y no llevaban espadas; únicamente la gruesa lanza negra y el pesado escudo de madera que habíamos visto en las naves. Vacilaron sólo un momento; luego el jefe enemigo lanzó un grito y se arrojaron aullando sobre nosotros, las negras lanzas apuntándonos.