4

A

hora comprendía el malestar de Arturo, y por qué había recurrido a mí como lo había hecho. Miré fijamente el rollo de pergamino que se me ofrecía y las extrañas marcas que en él aparecían. Abrí la boca para hablar, lo pensé mejor, y volví a estudiar el documento.

Había varias columnas de palabras garabateadas en una lengua que no conocía: ni latín ni griego, ya que éstas, si no había otro remedio, podía descifrarlas. Y también aparecía una ilustración; no una sola, sino varias: un dibujo grande rodeado por tres pequeños. Los dibujos eran casi tan indescifrables como las palabras, pues mostraban un extraño objeto en forma de colmena que descansaba sobre un montón, no muy alto, de finas láminas y flotaba en un firmamento azul… agua quizás. Pero no se trataba de un navío, ya que tenía una entrada, o al menos un agujero en el costado que habría dejado entrar agua. Los dibujos más pequeños mostraban el mismo objeto, u objetos similares, desde perspectivas diferentes. Como no tenía ninguna señal, no pude obtener la más mínima idea de su función.

Sabía que Gwenhwyvar aguardaba mi evaluación.

—¡Esto es realmente extraordinario! ¡Me doy cuenta de que lo habéis atesorado durante mucho tiempo en vuestro clan!

—El rollo de pergamino que tenéis delante ha pasado de mano en mano desde el albor de los tiempos hasta ahora —explicó Gwenhwyvar—. Se dice que Brigid, reina de los Tuatha DeDannan, lo trajo a Eire.

—Eso puedo creerlo perfectamente —le dije—. ¿Y podéis aún leer las palabras escritas aquí? —Señalé la delicada tracería de símbolos.

—Por desgracia, no. —El rostro de Gwenhwyvar se entristeció—. Nuestra raza perdió hace tiempo esos conocimientos… si es que alguno de sus miembros los poseyó alguna vez. Esperaba que vos, sabio Emrys, pudierais descifrarlos para mí.

—Ojalá pudiera. Pero no estoy acostumbrado a descifrar escritura, y sin duda la mía sería una pobre evaluación. —Entonces tuve una repentina inspiración y añadí—: De todos modos, pudiera ser que el sacerdote Ciaran conociera esta escritura y pudiera decirnos lo que significa. Si estáis de acuerdo, podríamos mostrárselo mañana.

—Es un buen consejo —repuso Gwenhwyvar—, pero que Ciaran venga aquí. No está bien que se lleve nuestro tesoro de un lado a otro del reino como si fuera algo sin valor. —Fergus dio la razón a su hija y envió un mensajero al amanecer para que trajera al sacerdote a Muirholc a examinar el pergamino.

—¿Qué crees que describe, Myrddin? —inquirió Arturo la mañana siguiente mientras esperábamos la llegada del monje, sentados en las rocas desde las que se dominaba la orilla. El día era soleado y el mar bañaba calmoso la rocosa orilla que se extendía a nuestros pies.

—Parece una especie de vivienda —respondí—, pero no puedo decir nada más.

El monarca se quedó silencioso, escuchando el canto de las gaviotas y sintiendo cómo los cálidos rayos del sol le bañaban el rostro.

—Uno podría llegar a enamorarse de este lugar —murmuró al cabo de un rato.

Cal y Bedwyr, que empezaban a añorar su hogar, se acercaron entonces y se acomodaron uno a cada lado de nosotros dos.

—Pensábamos que preparabas el barco —dijo Bedwyr— y no queríamos que nos olvidaras aquí.

—Arturo estaba diciendo que no deseaba en absoluto volver —les expliqué.

—¡No regresar a Inglaterra! —exclamó Cal—. Artús, ten cuidado. ¡Si hemos de soportar durante mucho más tiempo sus gaitas acabaremos todos locos!

—Tranquilo, hermano —lo consoló Arturo—. Myrddin bromea. Nos marchamos mañana como lo planeamos. En estos mismos instantes están disponiendo la nave. —Abrió los ojos y señaló playa abajo al lugar donde estaba varado nuestro barco. Varios de los hombres de Fergus, y nuestro propio piloto, sacudían las velas.

—Vinimos a deciros que Ciaran ha llegado —nos informó Bedwyr—. Fergus os espera a ti y a Myrddin.

—Entonces vayamos al momento. —Arturo se incorporó de un salto—. Estoy decidido a resolver al menos un acertijo antes de que abandone este lugar.

Ciaran nos saludó feliz.

—Tendréis buen tiempo para la navegación de mañana —nos dijo—. Vendré a despediros.

—¡Oh, no habléis de partir! —se lamentó Fergus—. Es mi corazón lo que os llevaréis cuando os vayáis.

—Tenéis un puesto asegurado conmigo —declaró Arturo—. Venid a visitarnos cuando queráis.

Gwenhwyvar se acercó con el rollo de papiro y empezó a desenvolverlo. El sacerdote estaba ansioso por verlo, y anunció que era un trofeo de valor incalculable.

—Ya he visto cosas parecidas —anunció, inclinando la cabeza sobre el elaborado documento—; cuando era alumno de santo Tomás de Narbona, lo acompañé en un viaje a Constantinopla. Los sacerdotes de esa gran ciudad conservan la sabiduría del mundo en pergaminos de esta clase. Se dice que los más antiguos provienen de la magna Alejandría y de Cartago.

Fergus sonrió, muy satisfecho con aquella apreciación.

—¿Podéis descifrar las palabras? —inquirió.

Ciaran inclinó la cabeza aún más, se tiró del labio inferior, y por fin dijo:

—No, no puedo. No es griego ni latín, ni ninguna otra lengua que yo conozca. Pero —continuó mientras el rostro se le iluminaba— eso no importa demasiado, porque sé muy bien cuál es el objeto representado aquí.

—¡Decídnoslo! —lo instó Fergus.

—Se llama martyrion —explicó Ciaran—. Hay demuchas clases, y éste es… —Se interrumpió al ver nuestro desconcierto.

—Si no os importa —dije—, nuestros conocimientos sobre estas cuestiones no son tan grandes como los vuestros. ¿Es este martyrion un edificio construido a la memoria de los muertos ilustres?

—Una Mansión del Honor —afirmó Gwenhwyvar—. Así es como los antiguos la llamaban.

—¡Claro! ¡Desde luego! —concedió Ciaran al instante—. Perdonad mi presunción. Lo que veis aquí… —recorrió suavemente la imagen pintada con la punta de un dedo—… es en verdad una Mansión del Honor, de la clase llamada rotonda, ya que tiene forma redondeada. Y, como veis, es tableada ya que se alza sobre muchas mensi. —Siguió con el dedo las redondeadas tablas de piedra que formaban los cimientos y los escalones que conducían a la entrada.

—¿Conocen estas cosas en Roma? —quiso saber Arturo. Cai y Bedwyr seguían mostrando una expresión perpleja.

—Ni siquiera Roma puede presumir de tales edificaciones —le informó Ciaran—. Roma ha olvidado el arte de su construcción. No existe más que una en la ciudad de Constantino, y es una auténtica maravilla; lo sé porque la he visto.

—¿Puede construirse esta Mansión del Honor a partir de este dibujo? —preguntó Arturo, apartando la mirada del sacerdote para fijarla en mí mientras hablaba.

—Es posible —admití con cautela—, si se toma el dibujo como guía.

—Pero ¡es que ése precisamente es el propósito del pergamino! —exclamó Ciaran—. Está pensado para guiar al constructor. ¿Veis? —Señaló una hilera de números en una línea del texto—. Éstas son las medidas y proporciones que tiene que utilizar el constructor al preparar el trabajo. Se trata de las instrucciones para construir este martyrion.

—Entonces lo construiré —declaró Arturo—. Alzaré esta Tabla Redonda a la memoria de los cymbrogi que murieron en Baedun. Tendrán una Mansión del Honor como ni siquiera se ha visto en Roma.

Esa noche bebimos la deliciosa cerveza del rey y juramos intercambiar visitas a menudo. Arturo había encontrado en Fergus un alegre compañero, un monarca cuya lealtad quedaba asegurada mediante el respeto mutuo y reforzada a través del matrimonio. El Señor bien sabe que los nobles de Inglaterra ya habían ocasionado a Arturo suficientes problemas y penas. Ierna permitió a Arturo escapar de los reyezuelos y del clamor de sus incesantes exigencias.

Así pues, cuando nos hicimos a la mar a la mañana siguiente lo hicimos con energías renovadas gracias al descanso disfrutado, pero también con una cierta desgana. Fergus prometió ir a ver a Arturo a Caer Lial, donde asistirían juntos a la Misa de la Natividad; pero, a pesar de ello, Arturo y Gwenhwyvar permanecieron mucho rato junto a la barandilla, contemplando cómo las verdes orillas de la isla desaparecían en la bruma marina. Parecían exiliados arrojados a la deriva en la veleidosa marea.

Navegamos a lo largo de la costa norte con la intención de seguir el canal y cruzar hasta Rheged por el punto en que la extensión de agua resultaba más estrecha. Cuando el navío pasaba ante el último cabo y llegaba al estrecho, divisamos las negras velas de unas naves desconocidas. Se encontraban aún bastante al sur, pero se acercaban con rapidez.

—Distingo siete de ellas —anunció Bedwyr, escudriñando las relucientes aguas. El día era claro y el sol brillaba con fuerza sobre el mar, lo que dificultaba la visión—. No… diez.

—¿Quiénes son? —se preguntó Arturo en voz alta—. ¿Los reconoces, Cai?

—Los pictos, y otros, como los jutos y daneses, usan velas azules —respondió éste, entrecerrando los ojos—. Pero no conozco ninguna tribu que utilice velas negras.

Arturo recapacitó durante unos instantes.

—Quiero verlos —decidió—. Hemos de acercarnos más. —Se volvió y transmitió la orden al piloto, Barinthus, quien obedientemente condujo al navío en un nuevo curso.

Observamos con atención, de pie en la proa, protegiéndonos los ojos con las manos del blanco fulgor del sol.

—Cuento trece ahora —dijo Bedwyr al cabo de un rato.

—Son barcos grandes —observó Cal—. Más grandes que los que nosotros tenemos. ¿Quiénes pueden ser?

Aparecieron nuevas velas.

—Veinte —nos informó Bedwyr, estirándose hacia el frente para contar las velas—. Sí, veinte, Myrddin, y vienen hacia…

—Los veo —le recordé, contemplando las negras naves que surcaban las aguas a toda velocidad—. Y no me gusta lo que veo.

—No distingo a nadie a bordo —comentó Gwephwyvar—. Se ocultan de nosotros… ¿Por qué?

Más de cerca empezaron a resultar visibles nuevas velas al aparecer aún más barcos ante nuestros ojos.

—¡Veintiocho! —gritó Bedwyr—. No… ¡treinta!

—Arturo, ¿quién aparte del emperador posee una flota tan grande? —inquirió Cai.

—Roma quizás. Aunque los romanos se mostrarían reacios a lanzar una flota así en aguas del norte, creo.

Dejamos que la nave más próxima llegara a tiro de lanza y nos colocamos en un curso paralelo. Enormes escudos redondos forrados de cuero colgaban de las barandillas bajo una hilera de remos levantados, diez a cada lado, y sobresalían lanzas por entre los escudos. Largas planchas de madera formaban un estrecho tejado sobre los bancos de los remeros, y facilitaban una plataforma a los guerreros. La vela cuadrada mostraba la imagen de un animal toscamente perfilado en blanco sobre el fondo negro.

—¿Qué es? —preguntó Cai, entrecerrando los ojos—. ¿Un oso?

—No —respondí yo—, no es un oso… Es un cerdo, un jabalí.

Los dos barcos mantuvieron sus cursos durante un rato, y entonces la nave negra viró de improviso hacia nosotros. En ese mismo momento unos guerreros desconocidos saltaron sobre la plataforma —hombres altos, de amplias espaldas, cabellos negros y piel pálida— aullando, chillando y empuñando lanzas.

—¡Nos atacan! —gritó Bedwyr, saltando en busca de su lanza y escudo.

En un instante, las primeras lanzas enemigas centellearon en el aire. Todas erraron el blanco, excepto dos; una lanza rebotó en el costado y la segunda dio en la barandilla. Llenlleawg se abalanzó a la barandilla y agarró la lanza antes de que cayera al mar. Era un objeto grueso y desmañado hecho de madera raspada al que iba fijada una pesada punta de hierro, más apropiado para hundir directamente en el cuerpo que para lanzar.

Gwenhwyvar tomó su escudo, y Cai hizo lo propio. Tan sólo Arturo permaneció impasible. Se quedó de pie con la mirada fija en la nave que se acercaba mientras los que lo rodeaban se armaban. La quilla enemiga hendió las aguas, cada vez más cerca. Las lanzas volaron por el aire, describiendo un círculo para luego caer. Muy pocas fallaron esta vez; algunas golpearon los costados y una se enganchó en la vela.

—Arturo —dije—, ¿piensas presentar batalla?

No respondió; se limitó a contemplar el barco que se aproximaba con los ojos entrecerrados para protegerlos del reflejo del sol. Bedwyr, tendiéndole a Prydwen, instó a Arturo a tomarlo, pero éste no se movió.

—¿Qué quieres que hagamos, Oso? —Al no recibir respuesta, Bedwyr me dirigió una rápida mirada.

—Arturo… —insistí.

Apartándose finalmente de la barandilla, Arturo gritó al piloto:

—¡Desvíate! —ordenó—. ¡De vuelta a Ierna! ¡Vuela! ¡Hemos de advertir a Fergus!

El barco se apartó de la nave enemiga que se aproximaba. El enemigo nos persiguió, pero nuestro navío más pequeño y ligero se fue alejando inexorablemente, aumentando la distancia entre ambos. Pronto estuvimos fuera del alcance de sus lanzas, y, al ver que no podían alcanzarnos, el enemigo se retiró para regresar a su anterior rumbo.

Volando con el viento a nuestra espalda, nos encaminamos a la costa irlandesa.

—¡Más deprisa! —aulló Arturo. Aunque atracaríamos muy por delante del enemigo, no había un instante que perder.

Las colinas costeras no tardaron en alzarse ante nosotros, y avistamos la bahía de la que habíamos partido.

—Ensillad los caballos —ordenó Arturo.

—Atraquemos primero —sugirió Bedwyr.

—Hacedlo ahora. —Arturo se volvió al piloto—. ¡Barinthus! Tú conoces la bahía. Encalla la nave.

Cal, Bedwyr y Llenlleawg ensillaron los caballos, y estuvieron listos para montar en cuanto penetramos en la bahía. Barinthus no arrió las velas, sino que dirigió la nave directamente a la playa. Observé cómo la orilla corría a nuestro encuentro y me sujeté para resistir la colisión. No así Arturo que, en cuanto la quilla se hundió en los duros guijarros, saltó sobre la silla.

Chocamos contra los guijarros con un tremendo crujido. El timón se astilló y el mástil rompió sus ataduras. En cuanto el barco se detuvo con un bamboleo y un estremecimiento bajo sus pies, Arturo espoleó su montura al frente.

—¡Arre, arre! —chilló.

El caballo alzó los cascos delanteros y saltó por encima de la borda para hundirse hasta los corvejones en el agua. Un nuevo salto, y Arturo se alejaba ya playa arriba. Gwenhwyvar siguió el ejemplo de Arturo, con Llenlleawg justo detrás de ella, sujetando aún la lanza enemiga.

—Míralos —murmuró Cai, meneando la cabeza—. Se partirán la crisma cabalgando de ese modo. Al menos deberían pensar en los caballos ya que no piensan en sí mismos.

—Cuéntale eso al caudillo bárbaro cuando su lanza se hunda en tu espalda —respondió Bedwyr desde la silla. Espoleó su montura y saltó por encima de la borda gritando—: ¡Arre, vamos!

Cai lo siguió, y yo tomé las riendas de mi caballo. Mientras montaba dije al piloto.

—Te esperaré, Barinthus.

—No, señor. No me esperéis —respondió el marino, ocupado en asegurar el mástil que se había soltado—. No tardaré en acabar aquí y os seguiré.

—Amarra bien la nave, entonces, pero no pierdas tiempo. —Insté a mi montura a saltar. El animal se alzó sobre los cuartos traseros y se zambulló, salpicándome de pies a cabeza con agua de mar. A poco corríamos por la playa. Cai ya había llegado al camino del acantilado que conducía a la fortaleza de Fergus, y Bedwyr ascendía penosamente por el empinado sendero; Arturo y los otros habían desaparecido.

Al llegar al sendero, me detuve para mirar atrás. La bahía seguía vacía. El enemigo no nos había seguido hasta la playa; probablemente, dado que nos habíamos adelantado a ellos, esperarían para atracar a tener el apoyo del resto de las naves.

Para cuando llegamos a Muirbolc, la alarma ya había sido dada. Todo el mundo corría de un lado a otro: los hombres a asegurar la fortaleza, las mujeres y los niños a esconderse, los guerreros en busca de sus armas, los pastores a recoger los rebaños y traerlos a la protección del caer.

Fergus y su jefe guerrero se encontraban en el centro del patio con Arturo y Gwenhwyvar ante ellos. Gwenhwyvar, situada al lado de Arturo, decía en aquellos momentos:

—Escúchalo, padre. Son demasiados. No podemos luchar contra ellos aquí.

—Diez escudos a cada lado… Eso hace al menos veinte guerreros en cada barco, puede que más —le dijo Arturo sin rodeos—. Y hay treinta naves… quizá más. Si atracan aquí, estarán sentados en tu sala antes de que se ponga el sol.

—Nuestra única esperanza es abandonar el caer y reunir a los clanes —insistió Gwenhwyvar—. Al menos, de esa forma podemos tener una oportunidad. Conocemos el terreno y ellos no. Pediremos ayuda a Conaire y a los hombres de Uladh. Cuando se enteren del peligro, no nos darán la espalda.

Fergus se acarició la barbilla y frunció el entrecejo mientras consideraba la situación.

—Fergus —intervino Arturo con suavidad—, no podemos salvar Muirbolc, pero podemos salvar nuestras vidas. Si nos quedamos aquí perderemos ambas cosas.

—Muy bien —aceptó el otro de mala gana—, haré lo que decís. —Se volvió hacia su jefe guerrero y, con una palabra, lo despidió—. Hemos de reunir provisiones —añadió el monarca, dándose la vuelta—. Llevará tiempo.

—No hay tiempo —le recordó Arturo—; hay que partir al momento.

—Ya es bastante malo abandonar mi fortaleza —replicó Fergus—, pero que me despellejen vivo si también abandono la riqueza de nuestro clan.

—En ese caso, date prisa —cedió Arturo—. Cabalgaré con Cai y Bedwyr hasta el cabo para ver dónde atraca el enemigo.

—Iré contigo-dijo Gwenhwyvar.

—Quedaos aquí, señora —ordenó Arturo—. Volveremos pronto.

Gwenhwyvar iba a protestar, pero decidió no discutir sobre el asunto y calló. A mí, Arturo me dijo:

—Tú vendrás conmigo, Myrddin.

Bedwyr, Cai y yo salimos con Arturo y nos encontramos con Barinthus que llegaba a las puertas en aquel momento.

—No nos han seguido, mi señor —informó—. Esperé para ver qué hacían, pero no han entrado en la bahía.

—Quédate aquí y vigila —le ordenó Arturo—. Avisa a Fergus si ves algo. Vamos a ir hasta el promontorio.

Galopamos por el sendero que bordeaba la costa, escudriñando el mar que se extendía a nuestros pies en busca de alguna señal de las naves negras. Pero no vimos nada hasta que llegamos a los elevados acantilados del cabo. Y entonces, nada más coronar la colina y aparecer ante nuestros ojos la amplia extensión de agua que se extendía de norte a oeste, se nos cayó el alma a los pies.

Allí, ocupando las aguas a lo largo de toda la costa norte, había cuarenta o más velas negras, bien apiñadas como aves carroñeras sobre una llanura cristalina.