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A

h, Gwenhwyvar! Diosa blanca de la enigmática tribu de Danna, cómo me ofendió tu presencia allí aquel día, y hasta qué punto te temí… Quizá se me podrá perdonar el rencor y la alarma. Corazón de oro, no te conocía yo entonces.

Hay que reconocer que jamás correspondiste a mi resentimiento con rencor, ni utilizaste mis temores en mi contra, y mucho menos diste justificación a ninguna de ambas cosas. En los años que siguieron demostraste tu nobleza más de mil veces. Gwenhwyvar, jamás fuiste otra cosa que una reina.

Yo veía a Arturo como el señor del Reino del Verano, y esa visión arrojaba todo lo demás a una oscuridad total. Pero tú viste a Arturo como un hombre; él lo necesitaba, y tú lo sabías. Gwenhwyvar, con la sabiduría de tu sexo, fuiste una auténtica druida. ¡Y más! Cómo se elevaba mi corazón al ver cómo tú y Arturo os fundíais en uno solo en honor y valentía. Estoy seguro de que el mismo Dios te creó para Arturo.

También hay que hacer saber que jamás mereciste las calumnias que se amontonaron alrededor de tu nombre. Es la forma en que las criaturas mezquinas intentan derribar a los gigantes que crecen entre ellas. Ignorantes de lo que es la virtud, no pueden soportar tal nobleza; puesto que carecen de ella, no la toleran en otros. Así pues se ponen a roerla, como la carcoma roe la raíz del roble, hasta que el poderoso señor del bosque se desploma. El Señor bien sabe que al final siempre reciben su merecido.

De todos modos, el día de vuestro matrimonio, yo no sentía cariño por ti. Pues, dado que Arturo era rey de todos los ingleses, tenía en mente conseguirle una esposa inglesa. Tú, la más astuta de las de tu sexo, estabas mejor informada. Arturo, al igual que el Reino del Verano, era más grande que sólo Inglaterra; tú me lo enseñaste, Gwenhwyvar… aunque me costó tiempo aprenderlo.

Realizando una profunda reverencia ante Arturo, como Bedwyr me la describió, la reina irlandesa colocó su blanca lanza transversalmente sobre el suelo. Gwenhwyvar se incorporó entonces e introdujo entre las manos de Arturo la paloma blanca que sostenía; acto seguido tomó a Caledvwlch, que pendía del costado del joven, se llevó la hoja desnuda a los labios y, tras besar el travesaño de la empuñadura, apretó la Espada de Inglaterra contra su pecho.

—¡Espadas y palomas, Bedwyr! —dije—. ¡Piensa en lo que significa!

—¿Soy yo acaso un bardo? —refunfuñó Bedwyr—. Decídmelo, Myrddin.

—Significa que lo ha reclamado como esposo —le expliqué—. ¿Acepta Arturo la paloma?

—Sí —respondió Bedwyr—; la sostiene en la mano.

—Entonces ha aceptado el matrimonio —dije, comprendiendo que todo se había venido abajo.

Había acabado antes de que pudiera hacer un solo gesto para impedirlo. La verdad es que debiera haber sabido que todo había terminado el día en que Fergus llevó los tesoros de su tribu a Arturo como tributo y colocó a su hija y a su campeón bajo la tutela de éste. Al aceptar el tributo de Fergus, Arturo había aceptado tácitamente el matrimonio que se ofrecía.

Gwenhwyvar había escogido a Arturo como compañero desde el mismo instante en que puso sus ojos en él. Así es como sucede entre la realeza de Ierna; pues el trono en la isla de Eireann se transmite a través de las mujeres. Es decir, un hombre obtiene la corona a través de su esposa. Entre los hijos de Danna, los reyes tienen su época, pero la reina lo es mientras vive.

Y Arturo, que desconocía la importancia de aquello, no se quejó. ¿Por qué habría de hacerlo? Ella era hermosa: cabellos negros como ala de cuervo, trenzado en cientos de diminutas trenzas, cada una sujeta con hilo de oro y dispuestas para que cayeran sobre sus hombros y cuello; el negro más azabache contrastando con un cutis blanco como la nieve. Sus ojos eran grises como la neblina de las montañas; la frente ancha y despejada, y los labios rojos como las cerezas.

No hay que olvidar que era una reina guerrera. Llevaba lanza, espada y un pequeño escudo de bronce; la hermosa figura la cubría con mallas plateadas, de aros tan pequeños y brillantes que se ondulaban como el agua cuando se movía. Y Llwch Llenlleawg, su campeón y jefe guerrero, servía a Arturo bien y ocupaba el puesto que le correspondía entre los cymbrogi; pero el alto irlandés era ante todo el guardián de la reina.

Era cierto que los reyes y nobles de Inglaterra jamás habrían tolerado un Supremo Monarca cuya esposa no fuera inglesa de nacimiento. Pero Gwenhwyvar, astuta y sutil, ya había triunfado. Antes de que nadie supiera que había empezado, la contienda había finalizado. Se limitó a esperar a que Arturo reclamara el trono; luego ella lo reclamó a él. Desde luego, no esperó ni un segundo más de lo necesario, para que ninguna rival tuviera la más mínima oportunidad. El día en que Arturo tomó la corona por segunda vez, fue también el día en que Arturo se casó.

Nos quedamos en Londinium seis días en total, agasajando a los reyes y nobles que habían acudido a rendir homenaje y tributo al nuevo Supremo Monarca. El festejo se convirtió también en el banquete de bodas de Arturo y Gwenhwyvar, y nadie disfrutó más de la celebración que Fergus de Ierna, padre de Gwenhwyvar. No creo que jamás conociera yo a hombre más feliz.

Arturo estaba todo lo satisfecho que cabía esperar. Admiraba a Gwenhwyvar por su osadía, y reverenciaba —casi todos lo hacían— su belleza. Sin embargo, no la amaba; al menos, no aún. Eso llegaría; con el tiempo aprenderían a amarse de una forma que los bardos celebrarían durante mil años. Pero, como sucede a menudo en las parejas en las que ambos son obstinados, los primeros días de matrimonio estuvieron llenos de tiranteces.

Cuando el último noble se hubo marchado de vuelta a casa, también nosotros partimos: los cymbrogi, con Cador y Bors, a Caer Melyn, y el resto de nosotros, Cai, Bedwyr, Llenlleawg, yo mismo y Arturo, a Ierna con Gwenhwyvar. El viaje era corto y el tiempo se mantuvo bueno.

Recordaba a Ierna como una alhaja verde engastada en un mar plateado. Es una isla en forma de cuenco poco profundo, a la que faltan los agrestes riscos de Prydein; las colinas de que alardea Ierna son suaves y arboladas, y las escasas montañas no son excesivamente elevadas. Sus llanuras son extensas y numerosas, y en ellas se cultiva abundante cereal de calidad. Si los belicosos monarcas de la isla dejaran alguna vez de matarse unos a otros, se encontrarían en posesión de una riqueza en cereales suficiente para atraer el interés comercial del este y mejorar las condiciones de vida de su pueblo.

Es una tierra húmeda, por desgracia, que padece inundaciones continuas por parte del mar y del cielo; pero, a pesar de ello, la lluvia es suave y llena ríos y arroyos de agua fresca. La cerveza de los irlandeses es sorprendentemente buena, pese a que la hacen con grano quemado; otro misterio más con respecto a esta raza desconcertante.

Penetramos con nuestra nave en una bahía de la costa nordeste. Escuché un sonoro grito, y Cai, de pie a mi lado junto a la barandilla, dijo:

—Es Fergus, bendito sea. Viene vadeando a recibirnos. —Mientras lo decía oí el chapoteo de alguien que avanzaba a través de las olas.

Fergus chilló algo que no conseguí captar, y al cabo de un momento sonó un extraño lamento agudo procedente de la playa.

—¿Qué sucede, Cai?

—Son los bardos de Fergus, creo. Lo acompaña su séquito, y los bardos producen una especie de música para nosotros con vejigas de cerdo. —Calló unos instantes—. Muy curioso —añadió.

Yo ya había visto aquel instrumento antes: una peculiar confluencia de flautas que en sus manos produce una loable variedad de sonidos: un canturreo, un lloriqueo, un sonido agudo como el de un chillido o también una especie de suspiro profundo y grave. Cuando se la acompañaba del arpa, como a menudo hacían, este sonido de flauta producía una música muy agradable. Y las voces de los bardos de Eire son casi tan buenas como las de los bardos de Cymry.

Muchos miembros de la Sabia Hermandad sostienen que los hombres de la verde Ierna y de las negras colinas de Prydein eran hermanos antes de que las aguas de Manawyddan los separaran. A lo mejor es así. Los habitantes son morenos, en su mayoría, como los cymry de la montaña, poseen un agudo ingenio y están siempre dispuestos tanto para festejar como para luchar. Como los celtas de tiempos pasados, son generosos en todo, especialmente en lo que se refiere a cantar y a celebrar banquetes. Les encanta bailar, y se consideran maltratados si no se les permite mover los pies cuando sus filidh tocan el arpa y esas curiosas flautas que llaman gaitas.

Fergus era señor de un pequeño reino que estaba situado en la costa norte, en Dal Riata; su fortaleza principal se llamaba Muirholc en honor a uno de sus nobles antepasados. La sala y el resto de las edificaciones, según la descripción que de ellas me hizo Cal, seguía el viejo estilo: un cierto número de pequeñas casas redondas —viviendas, almacenes de grano, cabañas de los artesanos, cocinas— rodeaban una enorme sala de madera con un tejado muy empinado de paja. Un muro de barro coronado por una empalizada de troncos afilados circundaba todo el conjunto. Más allá del muro se extendían campos labrados y corrales de ganado, y bosques.

En el interior de la sala, que servía de residencia al monarca a la vez que de lugar de reunión para su gente, la inmensa chimenea de piedra ardía día y noche. A lo largo de las paredes, a cada lado de la chimenea, había cubículos con paredes de mimbre trenzado donde la gente podía descansar o retirarse para disfrutar de una mayor intimidad, y frente a la chimenea estaba dispuesta una mesa enorme, la mesa del rey, sujeta a las cumbreras de cada extremo de la sala.

Fergus nos condujo a su fortaleza y se detuvo ante la entrada.

—Se os da la bienvenida a la casa de Fergus, amigos míos. Entrad y acomodaos. Que vuestras preocupaciones se conviertan en la neblina que se deshace al primer contacto con los rayos del sol. Venid, comamos y bebamos, y celebremos la unión de nuestras nobles tribus.

Estimaba en mucho el matrimonio de su hija y consideraba a Arturo no sólo como a un miembro de la familia sino también como a un querido amigo. Jamás he visto a un noble tan deseoso de complacer a sus invitados como Fergus mac Guillomar; su buen humor nunca decaía, y los regalos, todo aquello de que podía disponer, fluían de él como las aguas del plateado Siannon. La fortuna de Fergus, aunque escasa, había mejorado no obstante desde su alianza con Arturo. Poseía una magnífica manada de caballos, y los perros de caza que criaba no tenían nada que envidiar a los perros de otros nobles. Nos hizo regalos a todos, y a Arturo le entregó además un cachorro de podenco, que adiestraría para la caza y la guerra.

También la hija de Fergus estaba ansiosa por asegurarse nuestro favor. Gwenhwyvar había llevado a Arturo a Muirbolc para entregarle su dote, que en este caso se trataba de algo nada corriente. Pero, antes de que te hable de ella, debo contar primero el milagro que ocurrió durante nuestra estancia en Eire.

Había sacerdotes en la región que constantemente intentaban persuadir a Fergus para que les concediera tierras en las que construir una iglesia y una comunidad para ellos. También deseaban que el monarca pasara a formar parte de los christianogi, claro está, aunque se conformaban con la tierra.

Fergus no confiaba en ellos. Se le había metido en la cabeza que los reyes que hincaban la rodilla ante el Señor Jesucristo se volvían impotentes. Dado que era un hombre al que encantaba la compañía de mujeres hermosas, las cuales abundaban en su reino, resultaba difícil para él contemplar de modo favorable cualquier creencia que amenazara su placer.

—Eso es absurdo —le dije, al descubrir el motivo de su reluctancia—. ¿No toman esposa los sacerdotes como cualquier otro hombre? Te aseguro que lo hacen… y tienen hijos. Su fe no los convierte en menos potentes que otros hombres, como el Señor bien sabe. Te has tragado una mentira, Fergus.

—Oh, estoy seguro de que estos sacerdotes son gente excelente en todos los aspectos. No siento ninguna enemistad contra ellos —concedió alegremente—; pero ¿por qué tentar a la calamidad? Soy feliz… nunca lo fui tanto como ahora que mi hija se ha casado con el Supremo Monarca de Inglaterra.

—Pero el mismo Arturo se ha comprometido con Cristo —le informó Bedwyr, tomando parte en la discusión—. La fe no lo ha convertido en impotente. Míralos allí juntos… reclinados el uno junto al otro en su rincón, bebiendo de la misma copa. Pregunta a Arturo si su fe le ha robado la hombría. Mejor aún, pregunta a Gwenhwyvar; ella te lo dirá.

—Es cosa de los ingleses —repuso el monarca irlandés—, tener dioses extraños y costumbres aún más extrañas. Todos lo sabemos; pero no es nuestra forma de ser.

—Es la forma de ser de muchos de tus compatriotas, Fergus —repliqué—. Muchos de los que ahora abrazan a Nuestro Señor Jesucristo antes veneraban a Crom Cruach. Así pues vuelvo a preguntarte: ¿dónde está el mal?

—Bueno —dijo Fergus—, se han acostumbrado a ello, supongo, y no los perjudica. Pero yo no estoy tan acostumbrado y temo que no saldría bien conmigo.

Nada de lo que dijimos pudo convencerlo. Pero, algunos días después, llegó un grupo de monjes y pidió audiencia al rey. Como siempre, Fergus les dio la bienvenida y les hizo regalos en forma de comida y bebida, ya que no quisieron aceptar su oro. Lleno de curiosidad, me encaminé a la sala para escuchar su petición.

El jefe de este grupo de monjes ambulantes era un sacerdote llamado Ciaran. Aunque joven aún tenía ya muy arraigada su fe y era muy juicioso. Versado en griego y latín, con facilidad de palabra y bienhablado, su renombre era tal que muchos otros monjes, ingleses como irlandeses, se habían comprometido a ayudarlo en su labor entre los clanes paganos de Eire.

—Hemos oído que el gran caudillo de los ingleses se encuentra aquí —declaró Ciaran—, y hemos venido a rendirle homenaje.

Esto impresionó y halagó a Arturo, que no imaginaba que su nombre fuese conocido fuera de Inglaterra.

—Se os da la bienvenida bajo mi techo —dijo Fergus al sacerdote—. En nombre de Arturo, os saludo de buen grado.

—Que el Rey del Cielo os bendiga con esplendidez, Fergus —replicó Ciaran—. Y que el Supremo Monarca del Cielo honre a su Supremo Monarca en la tierra. Os saludo, Arturo ap Aurelius.

Arturo agradeció al sacerdote sus bendición, tras lo cual Ciaran se dirigió a mí.

—Y sin duda vos sois el sabio Emrys de quien tantas cosas maravillosas se cuentan.

—Soy Myrddin —respondí con sencillez—. Y estoy a vuestro servicio, hermano sacerdote.

—Os doy las gracias, sabio Emrys —respondió—. Pero, en este día, soy yo quien está a vuestro servicio. —Percibí un movimiento ante mí cuando se acercó más—. Oímos que estabais ciego, y ahora veo por mí mismo que es así.

—No es más que una molestia sin importancia —contesté—. No tengo quejas.

—Un hombre de vuestra grandeza soportaría cualquier infortunio alegremente, y no esperaba menos —observó Ciaran, y los que lo acompañaban murmuraron su aprobación—. A lo mejor es tal y como Nuestro Señor Jesús dijo: «Esta aflicción se ha dado para que pueda revelarse la gloria del Padre». Si es así, puede que yo sea el instrumento de esa revelación. ¿Me lo permitís?

La sala calló para escuchar lo que yo respondería. El audaz sacerdote se ofrecía a curarme. Bien, ¿qué podía decir yo? Había estado hablando a Fergus del poder del Resucitado. Si rehusaba el amable desafío de Ciaran, quedaría como un mentiroso. Si, por el contrario, aceptaba su oferta y él fracasaba, quedaría como un tonto.

Mejor un tonto que un mentiroso, pensé, y respondí:

—En lo que respecta a mí, no tengo quejas. Pero, si el Señor de Todos los Tiempos desea mi curación para su provecho, estoy dispuesto a acatar su voluntad.

—Entonces que así sea.

Acercándose aún más, Ciaran desató el vendaje y alzó las manos ante mí; sentí el calor de las palmas sobre mi piel, como si hubiera levantado el rostro al sol.

—Señor de la Creación —dijo el sacerdote—, suplico a tu Divino Espíritu que haga honor a vuestro nombre y demuestre vuestro poder ante los hombres incrédulos.

Diciendo esto, Ciaran me tocó los ojos, y el calor de sus manos fluyó de las puntas de los dedos. Sentí como si los ojos quedaran bañados por una ardiente luz blanca. Noté una cierta molestia —un poco de dolor, pero más que nada sorpresa— y me eché hacia atrás. Pero Ciaran siguió apretándome los ojos con los dedos; aquel calor sobrenatural aumentó hasta quemarme la piel.

Sentí como si me ardieran los ojos; los cerré con fuerza y apreté los dientes para no gritar. Ciaran apartó entonces las manos y dijo:

—¡Abrid los ojos!

Parpadeando con ojos llorosos, vi a una muchedumbre que me contemplaba con desconcertado asombro, los rostros relucientes como pequeños soles nebulosos. Arturo me miraba perplejo.

—Myrddin, ¿te encuentras bien? —Inquirió—. ¿Me ves?

Alcé las manos ante el rostro. Brillaban y resplandecían como teas, cada dedo una lengua de fuego.

—Te veo, Arturo —respondí, mirándolo—. Estoy curado.

El feliz acontecimiento causó una tremenda sensación en casa de Fergus; no se habló de otra cosa durante días. Incluso Bedwyr y Cai, que ya habían visto maravillas suficientes durante el tiempo pasado conmigo, confesaron su asombro. La ceguera es una fatigosa molestia, y me sentí muy aliviado al verme liberado de ella; me sentí de repente más ligero, como si me hubiera despojado de un enorme peso. El nebuloso resplandor fue desapareciendo poco a poco y mi visión recuperó su agudeza. Mi corazón se llenó de felicidad.

—Pero ¿qué habría sucedido si no os hubieran curado? —me preguntó Bedwyr más tarde—. ¿Y si el sacerdote hubiera fracasado?

—Mi única preocupación —le confesé— era lo que los escépticos como Fergus pensarían si rehusaba. Puesto que, de todos modos, no podía hacer nada con respecto a la curación, acepté.

—Pero ¿tuvisteis dudas? —insistió. No quería ofenderme; verdaderamente quería saber.

¿Dudé? No, no lo hice.

—Escúchame, Bedwyr —le dije—. Estaba seguro de que Aquel que hizo los ojos de los hombres podía devolverme la vista. Después de todo, ¿es eso más difícil que llenar los toneles de cerveza de Ector? Un milagro es un milagro. No obstante, he vivido lo suficiente bajo la protección del Todopoderoso Monarca para saber que tanto si estoy ciego como un topo como si poseo la vista de un águila es algo de tan poca importancia que no merece ni que se considere y mucho menos que me preocupe por ello.

En realidad, estaba terriblemente agradecido por haber recuperado la visión; pero, para evitar que pensaran que me interesaba el Señor que todo lo da únicamente por lo que pudiera obtener de él, me guardé la alegría para mí. Fergus, sin embargo, se alteró mucho ante esta demostración de poder. Tomó como una señal de gran importancia y significado que el milagro se hubiera producido bajo su techo.

Saltó de su sillón y agarró a Ciaran por los brazos.

—Que la tierra y el cielo den testimonio de que sois un hombre santo, y que el dios al que servís es un dios extraordinario. A partir de este día tendréis todo lo que me pidáis… incluso aunque fuera la mitad de mi reino.

—Fergus mac Guillomar mac Eirc —replicó Ciaran—, no tomaré nada de vos a menos que pongáis también el corazón en el trato.

—Decidme qué debo hacer —respondió Fergus—, y podéis estar seguro de que se habrá cumplido antes de que se ponga el sol.

—Sólo esto —respondió el sacerdote—: jurad lealtad al Supremo Monarca del Cielo, y tomadlo como señor.

Aquel mismo día Fergus ofreció su vida y lealtad al auténtico Dios, y todos los miembros de su clan con él. Abrazaron su nueva fe con mucha devoción y aún más celo, y Fergus dio permiso a los buenos monjes para residir en su reino. También les encomendó la enseñanza de los miembros de su familia.

Los bardos del rey no se sintieron nada satisfechos con aquellos acontecimientos y se quejaron del nuevo vasallaje del monarca; pero cuando relaté lo que Taliesin había contado a Hafgan sobre la fe de Cristo, se dejaron convencer.

—No tiene por qué significar vuestro fin —les aseguré—. Si vosotros, que buscáis la verdad de todas las cosas, abrazáis una verdad superior, descubriréis que vuestra categoría no sólo no disminuye, sino que también aumenta. Amanece un nuevo día en el oeste; las antiguas costumbres desaparecen, como ya debéis saber. Aquel que no doble la rodilla ante Cristo pronto descubrirá que su puesto es entregado a otro.

Gwenhwyvar, a quien Charis había enseñado la fe durante la estancia de la primera en Ynys Avallach, ensalzó la valentía de su padre. Fergus abrazó a su hija.

—No es valentía, querida mía —dijo—. Es simple prudencia, pues si no reconozco lo que he visto en este día, entonces estaría más ciego de lo que Myrddin estuvo jamás.

—Ojalá más reyes ingleses mostraran tal prudencia —comentó Arturo.

En conjunto, disfrutamos de nuestra estancia con Fergus y su gente. No hay duda de que podríamos haber permanecido con ellos mucho más tiempo, pero, a medida que transcurrían los días, Arturo empezó a mirar más y más al otro lado del mar en dirección a Inglaterra. Comprendí que pensaba en sus cymbrogi y que el día de la partida estaba próximo. Una noche en que estábamos sentados ante la chimenea con las largas broquetas para carne en las manos, extrayendo tiernos pedazos de sabroso cerdo del caldero mientras los bardos cantaban, Gwenhwyvar se nos acercó con un bulto en los brazos. El paquete estaba envuelto en fino cuero atado con cuerdas, y lo sostenía como si se tratara de una criatura, por lo que en un principio pensé que lo era.

—Esposo —dijo, acunando el bulto—, en señal de respeto por nuestro matrimonio, os entrego un regalo. —Se acercó a donde él estaba sentado. Arturo dejó a un lado la broqueta y se puso en pie, los ojos fijos en su esposa, sujetándola con la mirada de la misma forma que si la abrazara.

Tendiéndole el paquete envuelto en cuero, Gwenhwyvar lo depositó en sus manos y luego empezó a deshacer las ataduras. Las capas de cuero fueron desapareciendo una tras otra hasta dejar al descubierto un rollo de pergamino. Yo ya había oído hablar de tales cosas; habían sido corrientes cuando las Águilas gobernaban Inglaterra. Pero jamás había visto uno.

Arturo contempló el objeto con absorto deleite. Era algo tan alejado de cualquier cosa que hubiera podido esperar, que no sabía qué significado darle. Miró a su esposa en busca de una explicación y, con gran prudencia y sabiduría, mantuvo la boca cerrada. Bedwyr y Cai intercambiaron miradas de perplejidad, y Fergus sonrió con magnánimo orgullo.

Tomando el rollo de pergamino, Gwenhwyvar lo desenrolló con todo cuidado. Por la forma en que lo tocaba —con suavidad y casi con enorme veneración— comprendí que era antiquísimo y de un valor incalculable a sus ojos. Esto me intrigó. ¿Qué cosa escrita allí podía ser tan valiosa?

Extendió el pergamino ante los ojos de Arturo, y éste inclinó la cabeza sobre él. Observé su rostro con atención, pero la perplejidad no menguó…, más bien aumentó. La verdad es que, cuanto más contemplaba el pergamino, más perplejo parecía.

Gwenhwyvar lo observaba con semblante cauteloso y de complicidad a la vez. Los grises ojos alerta, las oscuras cejas ligeramente enarcadas, aguardaba su reacción y lo ponía a prueba con ella. ¿Era él digno de este regalo? Sin duda se preguntaba: ¿era Arturo el hombre que ella creía? ¿Había confiado el regalo de su vida a alguien que respetaría su valor?

Y Arturo, bendito sea, se había atrapado en una prueba decisiva. Estudió el pergamino durante un rato y luego, alzando la cabeza, sonrió muy seguro de sí y exclamó:

—¡Ven aquí, Myrddin, y mira! ¡Contempla lo que mi reina me ha entregado!

Era una observación astuta. Gwenhwyvar se sintió satisfecha, pues escuchó en él lo que quería oír. Y Arturo, viendo la reacción de ella ante sus palabras, sonrió contento, pues había conseguido salir del paso con mucha sagacidad. Fergus sonrió feliz, sabedor de que el tesoro de su tribu había encontrado un digno protector. Tan sólo yo me sentía desgraciado ahora, ya que Arturo me había traspasado el problema con suma habilidad; ahora dependía de mí evaluar el regalo y dar una opinión sobre su valía.

Vacilé, mientras la curiosidad y la reluctancia se debatían en mi interior. Podía declinar la oferta de Arturo y obligarlo a declarar su ignorancia. O podía ir en su ayuda. Arturo aguardaba. La curiosidad venció sobre la reluctancia, y me incorporé para acercarme a donde Arturo y Gwenhwyvar sostenían el documento extendido entre ambos.

Giraron el documento hacia mí. Contemplé el pálido pergamino, esperando ver allí una ilustración, o palabras de una clase u otra. Había un dibujo, sí, y también palabras… pero no se parecía a nada que hubiera visto antes.