i antes se habían mostrado alborozados, las huestes guerreras se volvieron ahora extáticas. Abrazaban a su nuevo rey con tal celo y entusiasmo, que empecé a pensar que no podría sobrevivir a su adulación. ¡Lo agarraron y levantaron en el aire! Lo alzaron sobre sus hombros, y en volandas lo transportaron montaña abajo y a través de la cañada, sin dejar de cantar ni un solo instante durante todo el camino. Una vez de vuelta en Caer Edyn, Arturo concedió regalos a sus nobles y soldados: anillos y broches de oro y plata; entregó cuchillos y espadas, copas, cuencos, brazaletes y piedras preciosas.
—Quiero honrar mi coronación haciendo regalos —explicó a Dyfrig—, pero me parece que no serían muy de vuestro agrado anillos de oro o copas de plata. Creo que un buen techo sobre esas ruinas vuestras os complacería más.
—Que le Señor os bendiga, Arturo —respondió el obispo—. Los anillos de oro de poco sirven a un monje, especialmente cuando sopla el viento o cae la lluvia.
—En ese caso, os devuelvo todo lo que los pictos y los saecsen cogieron. Y os ruego que toméis del botín de guerra todo lo que os haga falta para reconstruir vuestra abadía… y no sólo Mailros, sino también la iglesia de Abercurnig; pues estoy seguro de que el viento sopla y la lluvia cae en Abercurnig tanto como en cualquier otra parte.
—En nombre de Cristo, acepto el regalo, Arturo —contestó Dyfrig, muy satisfecho.
—Entonces me gustaría pediros un don a cambio —continuó el recién nombrado rey.
—Pedid, mi señor —dijo Dyfrgi con efusión—, y, si está en mi mano otorgarlo, tened por seguro que lo haré.
—Me gustaría pediros que cogierais además del botín todo lo necesario para que se construyera una capilla en Baedun.
—¿Una capilla? —se asombró el obispo—. Pero ¡si tenemos toda una abadía muy cerca! ¿Para qué queréis una capilla?
—Quisiera que los monjes de Mailros fueran allí a entonar los salmos y ofrecer plegarias por nuestros hermanos que duermen ahora en las laderas de Baedun. Quisiera que se elevaran plegarias por Inglaterra a perpetuidad.
—Se hará, mi señor —declaró Dyfrig, lleno de alborozo ante aquella solicitud—. Que se entonen allí salmos y plegarias día y noche, eternamente, hasta que el Señor Jesucristo regrese a reclamar su reino.
Pero, para Arturo, su honor exigía aún más. Con las primeras luces del día siguiente, cabalgó hasta los poblados que rodeaban Caer Edyn para ofrecer regalos a las viudas; a las esposas de los hombres muertos mientras defendían sus hogares o caídos durante la batalla contra los chacales del mar. Entregó oro y plata de su propia parte del botín, y también reses y ovejas para que no padecieran necesidad además de su dolor.
Sólo entonces regresó Arturo a Caer Edyn para celebrar su nombramiento como rey. Dejé que se divirtiera durante un rato y, cuando juzgué que era el momento más propicio, me envolví en mi capa, tomé mi bastón de serbal y me abrí paso hasta el centro de la sala. A la manera de un druida bardo, me aproximé al lugar donde estaba sentado con Cai y Bedwyr, Bors y Cador, y los cymbrogi.
—¡Pendragon de Inglaterra! —grité en voz alta.
Algunos de los espectadores pensaron que iba a ofrecer una canción.
—¡El Emrys va a cantar! —se dijeron unos a otros y ahogaron sus conversaciones para escucharme. La sala quedó en silencio en un instante.
Pero no era una canción lo que yo tenía en mente, sino un desafío.
—¡Que tu gloria sobreviva a tu nombre, que perdurará para siempre! Es justo que goces del fruto de tu trabajo, eso el Señor bien lo sabe; pero yo sería un consejero estúpido y negligente si no te avisara que allá en la parte sur de esta isla hay hombres que no se han enterado de lo sucedido en Baedun ni tampoco saben nada de tu coronación.
Arturo recibió estas palabras con perplejo regocijo.
—Tranquilidad, Myrddin. —Se echó a reír—. Acabo de recibir el torc. La noticia no tardará en llegar hasta ellos.
Yo ya estaba preparado para esta respuesta.
—Puede que esté ciego, pero no lo estuve siempre, y estoy convencido de que los hombres creen más a sus ojos que a sus oídos. —El comentario recibió la aprobación general.
—¡Es cierto, es cierto! Escúchalo, Oso —dijo Bedwyr; Cai, Cador y otros golpearon sobre la mesa con las manos.
—Eso se dice —asintió Arturo, mostrándose algo suspicaz—. ¿Qué es lo que pretendes?
—Afortunados son los hombres del norte —dije, extendiendo la mano hacia todos los reunidos en la sala—, pues ellos han cabalgado junto a ti en la batalla y conocen perfectamente tu gloria. Pero se me ocurre que a los hombres del sur no se los ganará con aquellas noticias que finalmente les lleguen.
—No hay mucho que pueda hacer al respecto —observó Arturo—. A un hombre sólo se lo puede coronar rey una vez.
—Ahí es donde te equivocas, gran rey —afirmé, categórico—. Ahora eres el Pendragon de Inglaterra… Eres tú quien ordena lo que ha de ser.
—Pero ya he recibido la corona aquí. ¿Para qué necesito otra coronación?
—¿Para qué necesitas dos ojos si uno ve con claridad? —respondí—. ¿Para qué necesitas dos manos si una ya empuña con bastante fuerza la espada? ¿Para qué necesitas dos orejas…?
—¡Es suficiente! —exclamó él—. Comprendo.
—Pero no es suficiente —repuse—. A eso es lo que me refiero.
—Entonces dime también qué hay que hacer para que te tranquilices, y puedes estar seguro de que lo haré al momento.
—¡Bien dicho, Oso! —lo aclamó Cai, y muchos rieron con él.
—Escucha a tu sabio bardo —instó Bedwyr—. Myrddin dice la verdad.
—Muy bien —dijo Arturo—. ¿Qué quieres que haga?
—Envía a la Escuadrilla del Dragón a decir a los reyes del sur que se reúnan contigo en Londinium, donde presenciarán tu coronación. Sólo cuando crean te seguirán de buen grado.
A Arturo le gustó la idea.
—Como siempre, tus palabras son sabias, Myrddin —exclamó—. Ya que seré rey de todos, o rey de nadie. Vayamos a Caer Londinium a tomar la corona. El norte y el sur llevan divididos demasiado tiempo. En mí, volverán a reunirse.
Lo cierto es que el sur siempre había causado problemas a Arturo. Aquellos orgullosos principitos no podían concebir que nada de importancia sucediera más allá de las exiguas fronteras de sus estrechos horizontes. Los nobles de los reinos occidentales, hombres como Meurig y Tewdrig, tenían otra concepción de las cosas, desde luego; comprendían el valor del norte, así como su vital significado estratégico. Pero, desde la época de los romanos, la mayoría de los señores del sur tenían al norte en muy poca estima y consideraban a sus habitantes seres inferiores. Era por ello que, si Arturo iba a ser Supremo Monarca en algo más que en título, debía reivindicar ese título en el sur.
Si su coronación en Caer Edyn había sido loable y necesaria, más aún lo era su coronación en Londinium. Era allí donde su padre había tomado la corona, y era ésa la coronación que yo quería para él: la misma ceremonia que Aurelius.
La confusión reinaba ahora entre los hombres. Muchos ni siquiera recordaban ya a Aurelíus… ¡Por desgracia su reinado fue demasiado corto! Muchos recordaban a Uther, e imaginaban que Arturo era el hijo bastardo de Uther. Era por todo esto que yo estaba ansioso por proclamar el auténtico linaje del muchacho y demostrar que era noble.
No es que desee faltar al respeto a Uther, que Dios lo bendiga; fue la clase de rey que se necesitaba en aquel momento, y mejor de lo que nos merecíamos. Sin embargo, no se lo podía comparar con su hermano. Por este motivo, anhelaba yo establecer sólidamente a Arturo como descendiente de su padre; especialmente con respecto a los señores del sur. El muchacho ya había demostrado ampliamente el coraje y la astucia de su tío; si podía ponerse a la altura de su padre en cuestiones de gobierno, 1nglaterra podría aún esquivar las tinieblas que empezaban a engullir el mundo.
Eso es lo que pensé, y eso es lo que creía. Si vosotros, grandes lumbreras, a salvo en vuestras posiciones de privilegio, pensáis diferente, entonces mirad a vuestro alrededor: ¿cuánto de lo que veis ahora existiría si no hubiera sido por Arturo? ¡Meditad sobre ello!
Así pues al día siguiente cabalgamos a los astilleros de Muir Giudan para embarcar y navegar hacia el sur bordeando la costa y luego ascender por el Tamésis hasta Londinium. Al igual que su padre antes que él, a Arturo no le gustó demasiado el enmarañado conjunto de edificios y senderos de esta tan alabada civitas. Durante su primera visita —cuando fue en busca de la Espada de Inglaterra— me había comentado que le recordaba un montón de estiércol flotando en una inquieta marisma pantanosa. El hedor que inundaba mi nariz me hizo saber que el lugar no había mejorado. Desde luego había algunos elegantes edificios de piedra que seguían en pie: una basílica, el palacio del gobernador, una muralla o dos, y cosas así. Pero, si hay que ser sinceros, sólo la iglesia era digna de la posición que ocupaba.
Fue a la iglesia de Urbanus a donde nos dirigimos. Los mensajeros que se habían adelantado para informar a los poblados del camino, nos esperaban a las puertas de la ciudad. También nos esperaba Aelle, caudillo de los saecsen del sur, aquellos habitantes de la Costa Saecsen que habían mantenido su lealtad a Arturo. Al Bretwalda lo acompañaba todo su séquito de hombres de confianza y todas sus esposas e hijos. Estoy seguro de que también hubieran querido traer su ganado, tan ansiosos estaban por honrar al nuevo rey inglés y renovar sus juramentos de fidelidad.
En ello, estos bárbaros toscos se mostraron más nobles que muchos que se consideraban a sí mismos lo mejor de nuestra díscola raza isleña. Por su parte, Arturo saludó al caudillo saecsen como si fuera unos de sus cymbrogi, y entregó a Aelle y a los jefes guerreros aquellos regalos que más apreciaban: caballos, perros y diversos objetos de oro dorado.
Acto seguido formamos en filas y atravesamos las puertas para penetrar en las atestadas calles de la decrépita fortaleza. Nuestra llegada originó considerable interés. En cuanto los habitantes de Caer Londinium vislumbraron al joven rey con sus caballeros precediéndolo se dieron cuenta de que alguien de importancia acababa de aparecer entre ellos. Pero ¿quién?
¿Quién era aquel joven insolente? Miradlo; mirad cómo va vestido. Contemplad su séquito. Desde luego, éstas no son gentes civilizadas. ¿Es un picto? ¿Un saecsen, quizás? Lo más probable es que sea algún necio noble del norte haciendo ostentación de su palurda vanidad en la capital.
Apiñándose a lo largo del trayecto, las hastiadas gentes de Londinium gritaban desde lo alto de los tejados:
—¿Quién crees que eres, extranjero? ¿Eres el emperador Máximus? ¿Acaso crees que esto es Roma?
Algunos se reían de él; otros se mofaban a grandes voces, llamándolo arrogante y necio, lanzando insultos en media docena de lenguas.
—Ellos son los necios —refunfuñó Cador—. No los escuches.
—Veo que Londinium no ha aprendido a quererme —comentó Arturo entristecido.
—Ni yo a sus habitantes —respondió Bedwyr—. Toma la corona, Oso, y marchémonos de este miserable montón de estiércol.
—¿Cuánto tiempo creen que resistirían sus preciosas murallas si no fuera por ti, Artús? —rezongó Cai.
—Que los bárbaros se la queden y acaben con ella.
De esta guisa realizamos nuestro triste recorrido por entre el ruido y el hedor de la ciudad. Los mensajeros habían hecho su trabajo e informado a los señores del sur y al arzobispo Urbanus de la inminente llegada y coronación de Arturo. Tanto Paulus, que se llamaba a sí mismo gobernador de Londinium, como su legado nos esperaban juntos en la escalinata cuando entramos en la larga calle que conducía al palacio del gobernador.
Yo ya conocía a este gobernador de antes: un sibarita patizambo con una amplia sonrisa de autosuficiencia y diminutos ojos de cerdito, tras los que se agitaba una mente rencorosa y retorcida. El llamado Paulus era un adversario astuto y zalamero al que no gustó demasiado la llegada de Arturo. No hubo copa de bienvenida, ni nos invitó el rechoncho gobernador a su casa para que nos recuperáramos del viaje.
—Saludos, Artorius. —Lanzó una risita ahogada, y el desagradable sonido me trajo a la mente su redondo y gordezuelo rostro—. En nombre de los ciudadanos de esta gran civitas, os doy la bienvenida. Es todo un honor para mí conocer por fin al famoso Dux Britanniarum.
—Arturo es el Supremo Monarca y Pendragon —corrigió amablemente el legado—. Y también yo os doy la bienvenida, Artorius. Y bienvenido, Merlinus. ¿Supongo que el viaje resultó placentero?
—¿Es Artorius Rex? —musitó Paulus con fingida sorpresa—. Oh, en ese caso me siento realmente honrado. Espero que me permitiréis que os presente a algunas de las bellas hijas de Londinium. Tenemos muchas mujeres a quienes gustaría conocer al ilustre caballero del norte.
Luego se volvió hacia mí.
—¿Merlinus? —dijo—. ¡No seréis el Merlinus Ambrosius del que tanto se cuenta y tan poco se sabe! —Quedaba claro que no me recordaba.
—El mismo —respondí. Bedwyr, Cai y Cador se encontraban muy cerca, observando; cada uno valía por un centenar de los envanecidos ciudadanos de Londinium, pero el gobernador Paulus no se dignó prestarles atención.
—Estoy encantado —afirmó Paulus—. Ahora bien, ¿cuándo se celebrará esta ceremonia vuestra?
—El próximo domingo —intervino el legado con rapidez—. Merlinus, desde que recibí la noticia he estado ocupadísimo organizándolo todo para ti. He hablado con los clérigos, quienes me aseguran que todo estará listo de acuerdo con tus instrucciones.
—Espléndido —dijo Paulus con entusiasmo—; parece realmente que no vais a necesitar la ayuda del gobernador. —Estaba tan ansioso por mantenerse alejado de lo que iba a tener lugar que temí que fuera a herirse incluso para conseguirlo.
—No —respondió Arturo con voz dura—; da la impresión de que no necesitaré la ayuda del gobernador. Aunque os agradezco la preocupación.
—Si, bueno… —Paulus vaciló, intentando tomar una decisión sobre el excepcional joven que tenía delante—. Si consideráis que os iría bien mi ayuda, desde luego estaré encantado de ayudaros en todo.
—Una vez más —repuso Arturo—, os doy las gracias, pero no se me ocurre nada en lo que me podáis ser de ayuda. No obstante, lo recordaré.
Desde luego Arturo ya se había formado una opinión de Paulus y no se dejaba engañar. El legado, violento por el claro desaire del gobernador, solicitó permiso para retirarse, alegando los múltiples deberes a los que debía atender.
—Si lo deseáis, conduciré a nuestros visitantes a la iglesia-ofreció-y los dejaré al cuidado del arzobispo.
—Creo que podemos encontrar por nosotros mismos el camino hasta la iglesia —manifesté. Ciego como estaba, prefería recorrer las calles a trompicones yo solo antes que ser visto en compañía del batracio de Paulus.
—Desde luego, desde luego, como queráis; id si debéis hacerlo —dijo el gobernador—. Pero regresad esta tarde, Artorius, vos y uno o dos de vuestros hombres. Cenaremos juntos. Tengo un vino excelente de las provincias del sur de la Galia. Debéis venir a tomar una copa conmigo.
Tras la vaga promesa de Arturo de considerar la invitación con toda atención, partimos para seguir nuestra marcha hacia la iglesia.
—Ese hombre es una lagartija venenosa, Artús —masculló Bedwyr agriamente—. Y yo no bebería una sola gota de su vino galo si fuera tú… ni aunque me estuviera muriendo de sed.
—Paciencia —aconsejó Arturo—; cumplís con la ley al venir aquí. Nada más.
—¿Ley? —inquirió Cal—. ¿Qué ley es ésa?
—La ley del gran César —le informó Arturo—. Establecida la primera vez que pisó Ynys Prydem.
—¿Sí? —quiso saber Bedwyr—. ¿Cuál es?
—Todo gobernante debe conquistar Londinium si es que desea gobernar Inglaterra —explicó el monarca. Sonreí al escuchar mis propios pensamientos reflejados en sus palabras.
—No sé nada de esa ley —murmuró Cador—. ¿Qué tiene de importante este decrépito establo de vacas?
Gwalchavad, que había seguido la discusión con atención, añadió:
—Londinium apesta a bazofia y orina. Y, por lo que he visto, las gentes de aquí son más parecidas a bárbaros que a ingleses.
—¡Calma, hermanos! No nos quedaremos aquí más que lo estrictamente necesario —aseguró Arturo—. Cuando haya llevado a cabo lo que vine a hacer aquí, marcharemos en dirección a Caer Melyn. —Se detuvo y sonrió para sí—. ¿Visteis qué cara de alivio puso Paulus cuando declinamos su invitación? Quizá debiéramos cenar con él después de todo. Eso haría que el viejo sapo se pusiera nervioso.
—Yo digo que deberíamos hacerlo —opinó Cador—. Y podríamos llevar a todos los cymbrogi con nosotros y apurar su precioso vino hasta las heces.
Siguieron hablando así hasta que llegamos a la iglesia, donde nos recibió el arzobispo Urbanus, y Uflwys, que era ahora obispo de Londinium.
—¡Salve, Arturo! ¡Salve, Merlinus! Saludos, queridos amigos. En nombre de Nuestro Señor Jesucristo, os damos la bienvenida —dijo Urbanus—. Que la bendición del Señor os acompañe.
—¿Cómo os ha ido? —preguntó Uflwys—. Si tenéis hambre tenemos pan y cerveza.
—Podemos ofrecer más que eso al Supremo Monarca de Inglaterra, Uflwys —intervino el arzobispo—. Descubriréis que no hemos estado ociosos desde que recibimos la noticia de vuestra llegada.
Arturo dio las gracias al arzobispo, y sugirió a Uflwys que los cymbrogi estaban listos para ayudar.
—Estamos muy acostumbrados a realizar nuestros propios preparativos —dijo.
—Mientras estéis en Londinium —repuso al arzobispo Urbanus—, debéis permitir que os sirvamos. Después de todo lo que habéis hecho por Dyfrig en Mallros, es lo mínimo que podemos hacer.
Con esto el sacerdote revelaba su punto débil; padecía la misma peculiar ceguera que los nobles del sur. Bajo las órdenes de Arturo, y a un enorme coste, el ejército cymbrogi había salvado a Inglaterra de su peor enemigo, y todo lo que Urbanus veía era que una recóndita abadía del norte recibiría un techo y altar nuevos. ¡Ah, no eran más que un hatajo de ignorantes, todos aquellos engreídos patricios del sur!
No obstante, nos quedamos en el recinto de la iglesia, y al día siguiente ésta zumbaba como una colmena en pleno verano. Los jinetes iban y venían sin cesar llevando mensajes de unos caballeros o nobles a otros. Antes incluso de penetrar en la ciudad, yo mismo había enviado un mensaje a Dyfed en el oeste, ya que se me había ocurrido hacer que el obispo Teilo y Dubricius el Sabio celebraran la ceremonia de coronación.
Pues, pese a la aparente bendición del arzobispo, yo sabía que no era el hombre apropiado para otorgar el trono de Inglaterra. No se trataba de una cuestión de su estima por Arturo; sí que apreciaba al joven… a su manera. Pero Urbanus había vivido demasiado tiempo en la ciudad; llevaba demasiado tiempo comiendo en las mesas de hombres ricos y poderosos, y las ideas de éstos se habían convertido en las ideas del arzobispo, cuando más bien hubiera debido ser al revés. En pocas palabras, el arzobispo tenía en mayor estima la amistad y buena opinión de personajes como Paulus que la de Dios; ésa era la triste verdad.
El Reino del Verano precisaba manos y corazones puros para guiarlo. En Arturo, el Territorio del Verano había encontrado a su señor; y bajo el reinado de Arturo nacía una nueva era. No me atrevía a permitir que un sicofante adorador del poder como Urbanus actuara de comadrona en tan importante nacimiento. Así pues, envié a buscar a aquellos que sabía que eran hombres santos, tan puros e inmaculados en su fe como feroces en su protección.
Cuando Urbanus se enteró de lo que había hecho, lo consideró un agravio. Pero yo le dije:
—Puesto que Arturo es un hombre del oeste y del norte, y regresará allí a gobernar, creo que estaréis de acuerdo en que es adecuado que aquellos que deben servir con él sean los que lo nombren como monarca.
—Ah, sí, desde luego —respondió Urbanus, mientras se esforzaba por calcular el grado de afrenta que se le había infligido—. Puesto de este modo, estoy de acuerdo con vos, Merlinus. Lo dejaré en vuestras manos y en las del Señor.
A los pocos días, empezaron a llegar a Londinium los primeros visitantes. Un hilillo al principio, las llegadas aumentaron rápidamente hasta inundarlo todo. Vinieron de los Tres Reinos Fantásticos de Lloegres, Prydein y Celyddon, de Gwynedd, Rheged y Dyfed, de Mon e Ierna y Dal Riata, de Derei y Bernicia.
Aelle y su gente ya estaban aquí, pero la presencia del Bretwalda hizo que aparecieran otros señores saecsen: Cynric, Cymen y Cissa, con sus hombres de confianza y parientes. Ban de Benowyc, en Armórica, que había apoyado a Arturo igual que lo había hecho con Aurelius, llegó con dos barcos llenos de nobles y criados. Estaban Meurig ap Tewdrig, rey de Dyfed; Idris de los brigantes, Cunomor de Celyddon, Brastias de los belgae, y Ulfias de los dobunis. El rey Fergus de Ierna, que debía tributo a Arturo, recibió la llamada y acudió.
Todos y cada uno de los señores que los acompañaban trajeron regalos para el nuevo Supremo Monarca. La Escuadrilla de Dragones, la elite cymbrogi, recibió el encargo de reunir y custodiar el tributo que fluía al interior de la iglesia como un torrente de riqueza: objetos de todas clases en oro y plata —jarras, cuencos, brazaletes y broches—, muchos de ellos incrustados con alhajas y piedras preciosas; había espadas, lanzas, escudos y cuchillos, y hermosos arcones y sillones tallados en madera; arcos de asta con flechas cuya punta era de plata, y regalos de toneles de aguamiel y cerveza, así como grano y carne ahumada. Había caballos y perros de caza a docenas: el tributo de reyes traído para sellar un pacto de lealtad.
Cuando por fin llegó el día de reunirse en la iglesia para la coronación, no había sitio para todos bajo el sagrado techo. El patio situado fuera de la iglesia no estaba menos atestado que el interior del santuario, y a pesar de ello hubo quienes se vieron obligados a quedarse en la calle con los ciudadanos de Londinium, que finalmente se habían sentido muy impresionados por este advenedizo del norte y querían asistir a su coronación, si no como homenaje sí por curiosidad. Incluso así, muchos que vinieron simplemente a papar moscas se quedaron para venerar al nuevo Supremo Monarca.
Y así es como sucedió todo:
Nos despertamos antes del amanecer del día señalado para orar y desayunar. Luego, tomando mi bastón de serbal, la mano sobre el hombro de Bedwyr para que me guiara, conduje a Arturo, que iba flanqueado por Cai y Cador, a través del abarrotado patio de la iglesia hasta el interior del recinto. Justo detrás de Arturo venía Illtyd, el ayudante de Dubricius, que sostenía en sus manos una estrecha diadema de oro. El obispo Teilo y Dubricius iban detrás con sus largas vestiduras clericales, cada uno sujetando un libro sagrado.
La iglesia estaba ya llena a rebosar y, al aparecer nosotros, la multitud lanzó una exclamación de asombro: Arturo, ataviado como un príncipe celta, parecía una criatura conjurada de la extraña y cambiante luz del oeste o de las hechizadas nieblas del norte. Vestía una túnica de un blanco deslumbrante y unos pantalones verdes con un cinturón hecho de discos superpuestos del más puro oro rojo. El torc de oro brillaba en su garganta, y sobre los hombros llevaba una elegante capa roja.
Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, se acercó al altar en medio de los cánticos de los monjes allí reunidos. «¡Gloria! ¡Gloria! ¡Gloria in excelsis Deo!» cantaron, llenando la iglesia de alabanzas al Supremo Monarca de los Cielos, cuando Arturo se arrodilló ante el altar. Dubricius y Teilo ocuparon sus puestos ante el nuevo monarca y colocaron la mano derecha sobre los hombros del joven.
Alcé las manos y grité, haciendo que mi voz resonara entre aquellas paredes.
—¡Señor Todopoderoso, Supremo Monarca del Cielo, Señor de los Reinos Celestiales, Hacedor, Redentor, Amigo del Hombre, te honramos y te adoramos!
Como los bardos de antes, me volví hacia las cuatro secciones de la iglesia y ofrecí la oración que el bendito Dafyd había pronunciado para Aurelius en su coronación:
Luz del sol,
resplandor de la luna,
esplendor del fuego,
celeridad del rayo,
velocidad del viento,
profundidad del mar,
solidez de la roca,
dad fe:
En el día de hoy oramos por Arturo, nuestro rey;
para que la fuerza del Señor lo sostenga,
el poder del Señor lo apoye,
los ojos del Señor velen por él,
los oídos del Señor lo escuchen,
la palabra del Señor hable por él,
la mano del Señor lo proteja,
el espíritu del Señor lo salve
de las trampas de los demonios,
de la tentación de los vicios,
de todo aquel que le desee mal.
Convocamos a todos estos poderes para que se interpongan entre él y estos males:
contra todo poder cruel que pueda oponerse a él;
contra los conjuros de los falsos druidas,
contra las negras artes de los bárbaros,
contra las artimañas de los adoradores de ídolos,
contra los grandes hechizos y los pequeños;
contra toda cosa repugnante que corrompe el cuerpo y el espíritu.
Jesús con él, ante él, detrás de él.
Jesús en él, bajo él, por encima de él.
Jesús a su derecha, Jesús a su izquierda.
Jesús cuando duerma, Jesús cuando despierte.
Jesús en el corazón de todo el que piense en él.
Jesús en la lengua de todo el que hable de él.
Jesús en la vista de todo el que lo vea.
Nosotros lo confirmamos hoy, a través de una fuerza poderosa,
la invocación de los Tres en Uno solo,
a través de la fe en Dios,
a través de la confesión del Espíritu Santo,
a través de la confianza en Cristo,
Creador de toda la Creación.
Así sea.
Entonces, acercándome de nuevo a Arturo, dije:
—Inclínate ante el Señor de Todos los Hombres, y jura lealtad al Supremo Monarca al que vas a servir.
Arturo se postró boca abajo ante el altar y extendió las manos a cada lado a la manera en que lo hace el caudillo derrotado ante su vencedor. Teilo y Dubricius se colocaron uno junto a cada mano, con Illtyd situado ante la cabeza de Arturo.
Dubricius, junto a la mano derecha de Arturo, dijo:
—Con esta mano empuñaréis la Espada de Inglaterra. ¿Cuál es vuestro voto?
—Con esta mano empuñaré la Espada de Inglaterra con toda rectitud y justicia —respondió Arturo—. Mediante la autoridad que me confiere el poder de Dios, la utilizaré para derrotar la injusticia y castigar a aquellos que practican el mal. Esta mano obedecerá siempre a mi Señor, y será su instrumento en este reino.
Teilo, junto a la mano izquierda de Arturo, dijo:
—Con esta mano sujetaréis el Escudo de Inglaterra. ¿Cuál es vuestro voto?
—Con esta mano sujetaré con fuerza el Escudo de Inglaterra con esperanza y compasión. Mediante el poder de Dios, protegeré a la gente que mantenga la palabra que me haya dado. Esta mano obedecerá siempre a mi Señor Jesús, y será su instrumento en este reino.
Y entonces Illtyd, colocado ante la cabeza de Arturo, dijo:
—En vuestra frente ceñiréis la Corona de Inglaterra. ¿Cuál es vuestro voto?
—En mi frente ceñiré la Corona de Inglaterra con todo honor y sumisión. Mediante la autoridad que me confiere el poder el Dios y en cumplimiento de su voluntad, conduciré el reino en toda circunstancia sea lo que sea lo que a mí me sucediese, con valor, con dignidad y con fe en el Señor que será mi guía mientras este cuerpo aliente.
Tras esto, los venerables sacerdotes respondieron:
—Levántate en la fe, Arturo ap Aurelius, toma a Cristo como a tu Señor y Salvador, y hónralo sobre todos los señores terrenales.
Arturo se levantó, e Illtyd colocó la delgada diadema de oro sobre su cabeza. Dubricius se volvió hacia el altar y tomó a Caliburnus —es decir, a Caledvwlch, o Corta Acero, la fabulosa espada de campaña de Arturo— y la colocó en la mano derecha del rey. Teilo levantó el enorme escudo de campaña de Arturo, Prydwen, que habían blanqueado y pintado de nuevo con la Cruz de Jesucristo, y lo colocó en la mano izquierda.
Me acerqué a ellos y, tras encontrar el broche por el tacto, desabroché la capa con que Arturo se cubría los hombros. Teilo y Dubricius trajeron entonces una nueva y preciosa capa de color púrpura imperial con un ribete de oro; la capa de un emperador, y su significado resultaría muy claro para hombres como Paulus y Urbanus. Los buenos monjes sujetaron esta capa sobre los hombros de Arturo con el broche de plata en forma de cabeza de ciervo que había pertenecido a Aurelius.
Alzando una vez más el bastón, exclamé:
—Ve, Arturo Pendragon, sé íntegro y realiza buenas obras; gobierna con justicia y vive con honor; sé para tu gente un faro siempre encendido y un guía certero en todas las cosas, suceda lo que suceda en este mundo.
Sujetando la espada y el escudo, la nueva capa púrpura sobre los hombros, Arturo se volvió para mirar a sus súbditos.
—¡Pueblo de Inglaterra —proseguí—, he aquí a vuestro Supremo Monarca! Os exhorto a quererlo, honrarlo, servirlo, seguirlo y a poner vuestras vidas a su servicio de la misma forma en que él ha puesto su vida al servicio del Supremo Monarca Celestial.
Como si esperaran estas palabras, las enormes puertas de la iglesia se abrieron de golpe con un fuerte estrépito. Cai y Cador, situados en algún punto al pie del altar, llamaron a gritos a los cymbrogi. La multitud se agitó presa de temor y confusión. Escuché el tañido del acero al desenvainarse las espadas.
—¡No te muevas, Myrddin! —gritó Arturo, que desapareció rápidamente.
—¿Qué sucede, Arturo? —inquirí—. ¿Qué es lo que pasa?
—¡Deteneos! —chilló Dubricius, justo en ese momento—. No habrá derramamiento de sangre en este día sagrado. Guardad vuestras armas.
Escuché el sonido de los pasos de los intrusos sobre las losas de piedra y sujeté con más fuerza el bastón de serbal.
—¡Bedwyr! —gritó Arturo—. ¡Quédate con Myrddin!
Al minuto siguiente, sentí cómo la mano de Bedwyr se cerraba sobre mi brazo y me apartaba a un lado.
—No os acerquéis, Myrddin —dijo Bedwyr—; yo os protegeré.
—¿Quiénes son, Bedwyr? ¿Los conoces?
Jamás los había visto —respondió él con voz tensa—. Son doce. Llevan lanzas y… —se interrumpió, asombrado—… estos extranjeros… ¡todos se parecen a Llenlleawg! Y hay… —Volvió a interrumpirse.
—¿Qué? Dime, Bedwyn ¿Qué es lo que ves?
—No puedo creer lo que veo.
—Ni tampoco yo, a menos que me lo digas. Yo no puedo ver, Bedwyr —le recordé con desesperación.
—Doncellas, Emrys —respondió él—. Doce…, no, dieciséis, creo… Todas llevan capas blancas y… ¿qué es esto? Cada doncella sujeta una paloma blanca entre las manos. Han entrado en la iglesia siguiendo a los guerreros y avanzan hacia el altar. Vienen hacia nosotros, Myrddin.
Volvió a interrumpirse y escuché el fuerte chasquido de los extremos de las lanzas sobre la piedra. Se produjo un silencio total durante un instante, y luego la muchedumbre lanzó una exclamación ahogada. Comprendí que alguien había penetrado en la iglesia.
—¡Bedwyr! —exigí con aspereza—. ¿Qué sucede? ¡Dímelo de una vez!
—Pero ¡si es Gwenhwyvar! —repuso perplejo—. Creo que ha venido a honrar a Arturo.
«¡Joven estúpido!», pensé, adivinando por fin el significado de las doncellas y las palomas.
—¡Nada de honrarlo! —salté—. ¡Bedwyr, ha venido a reclamarlo!