os días pasan; se consumen y desaparecen. ¡Mira qué veloces se dispersan! Pero no transcurre un solo día que no recuerde yo con placer cómo se proclamó rey a Arturo ap Aurelius. Y debido a que era el hijo de Aurelius —a pesar de lo que puedan decir los difamadores ignorantes— me esforcé por conseguir que su coronación fuera igual que la de su padre.
Me perdonarás si no hago referencia a aquella larga temporada de contiendas que padecimos a manos de ciertos señores e hidalgüelos del sur, o a las feroces batallas contra los saecsen que siguieron. Se ha escrito más que suficiente sobre aquellos años malgastados en guerras; incluso los niños pequeños conocen de memoria tales relatos. Diré únicamente que, tras siete años de lucha incesante, Arturo rompió la retaguardia de las huestes bárbaras en la colina Baedun: una batalla espantosa, que duró tres días y costó vidas a millares. ¡Esto, y Arturo aún no era rey!
Yo estaba allí, sí. Lo vi todo, y si embargo no vi nada: el enfrentamiento con Morgian me había dejado ciego. Poco antes de Baedun, como sin duda recordarás, yo había abandonado el ejército y viajado al sur, decidido a acabar con el poder de la Reina del Aire y de las Tinieblas de una vez para siempre. La temida Morgian empezaba en aquella época a sentir interés por las hazañas de Arturo, y yo no podía permanecer al margen y contemplar cómo tejía sus malignas intrigas alrededor del futuro Supremo Monarca de Inglaterra.
Fui solo, sin decírselo a nadie. Pelleas, que me siguió, desapareció, y no volvió jamás… Que el Señor que todo lo da le otorgue su misericordia. Sé que Morgian lo mató. Estuvo a punto de matarme también a mí. Bedwyr y Gwalcmai me encontraron en Llyonesse, y me trajeron de vuelta: ciego, pero imbatido, tras haber despejado el camino para el reinado de Arturo. Y ese día no estaba lejano.
Tras la carnicería de Baedun, tan terrible en su necesidad como en su ejecución, nos retiramos a la cercana abadía de Mailros para descansar y dar gracias por la victoria obtenida. Aunque la abadía era aún poco más que una ruina, los buenos hermanos habían regresado e iniciado las reparaciones. Puesto que era el lugar más cercano a Baedun —a decir verdad, desde allí podía contemplarse la ensangrentada colina de doble joroba—, Arturo lo escogió como lugar donde ofrecer sus plegarias de agradecimiento.
Nos quedamos dos días y luego, vendadas las heridas, seguimos nuestro camino por el valle de Twide hasta Caer Edyn, donde lord Ectorius, con su enorme corazón a punto de estallar de orgullo, ofreció un banquete como nunca se había visto ni posiblemente volverá a verse. Durante tres días con sus noches permanecimos sentados alrededor de la mesa, comiendo y bebiendo, curando nuestros corazones y espíritus magullados por el combate en compañía de auténticos hombres.
El buen Ector, el último de su noble linaje, nos ofreció lo mejor que tenía, dándolo todo sin escatimar nada. El pan tierno y la carne asada abundaban, la cerveza y el aguamiel manaban a chorros; no bien se había vaciado un cuenco ya aparecía otro, llenado en la enorme tina de cerveza que Ector había colocado en el comedor. ¡Nívea espuma y centelleante ámbar llenando las copas y cuencos de los señores de Inglaterra! ¡Dulce como el beso de una doncella, dulce como la paz entre caballeros!
—No lo comprendo, Myddin —me susurró Ector, llevándome a un lado la tarde del tercer día—. Los toneles de cerveza no están vacíos.
—¿No? Pues no será por falta de bebedores, te lo aseguro —respondí.
—Pero es eso lo que digo —insistió él.
—No dices nada, amigo mío —lo reprendí sonriente-Habla con claridad, Ector.
—A estas alturas ya no debería quedar cerveza. No tenía tanta en la bodega.
—Debes de haberte equivocado. Y desde luego es una equivocación muy agradable.
—Pero la cerveza no disminuye —siguió insistiendo—. Por mucho líquido que saquemos de él, el tonel sigue estando lleno.
—No hay duda de que con toda esta celebración los criados se han confundido. O puede que no hayamos bebido tanto como piensas.
—¿Crees que no conozco mi destilería? —replicó Ectorius—. Míralos, sabio Emrys, y repíteme que estoy equivocado.
—Eres tú quien ha de mirar, Ector —contesté yo, llevándome la mano al vendaje que me cubría los ojos—. Dime lo que ves.
—No era mi intención… —rezongó—. Vaya, sabes muy bien lo que quiero decir.
—Tranquilo, Ector —lo apacigüé—, te creo.
—¡Lo sé! Se lo diré a Dyfrig… El sabrá qué hacer.
—Sí —asentí—, haz venir al buen obispo. Él será mis ojos.
Ectorius partió al momento. Entretanto, el banquete continuó incansable; el movimiento de copas incesante. Muy pronto, el fondo de la tina empezó a dejarse ver de nuevo a través de la espuma, y se elevó un gran griterío pidiendo a los criados que volvieran a llenarla. Esta vez, yo fui con ellos.
—Conducidme al lugar donde se prepara la cerveza —ordené al mayor de los muchachos que servían la mesa, posando la mano sobre su hombro.
Éste me condujo fuera de la sala y me hizo cruzar el patio delantero hasta una de las sólidas dependencias de la propiedad de Ector. En su interior había tres grandes barriles de roble; dos para la cerveza y uno para el aguamiel.
—Trae al maestro cervecero —dije a mi guía mientras los otros muchachos se disponían a llenar sus cubos—. Hablaré con él aquí.
Abriéndome paso hasta el recipiente más cercano, posé en él las manos y palpé las duelas de madera; golpeé el costado con los nudillos y oí el espumoso chapoteo mientras los muchachos introducían en su interior los cubos. Con una circunferencia igual a la de una rueda de carreta y casi tan alto como un hombre, podía contener una buena cantidad de líquido. Dos como aquéllos, que era lo que tenía Ector, podían abastecer una celebración como la nuestra durante un día y una noche —puede incluso que dos— pero nunca tres días y tres noches.
—¿Cuánto hay en la cuba? —pregunté al muchacho que tenía más cerca.
—Vaya, pues está casi llena, Emrys —respondió éste.
—¿Y la otra? ¿Está llena o vacía?
—Está llena, señor.
—¿Cuándo fue la última vez que sacasteis líquido de ella?
El muchacho —imaginé que tendría unos diez o doce años, a juzgar por su voz— vaciló.
—¿Señor?
—La pregunta es muy sencilla, chico —dije—. ¿Cuándo fue la última vez que sacasteis líquido de la segunda cuba?
—Pero no la hemos tocado, señor —respondió—. Ésta es la única que estamos autorizados a abrir.
—Eso es cierto —confirmó una voz adulta desde la puerta que tenía a mi espalda—. Sabio Emrys —siguió el hombre—, me llamo Dervag, maestro cervecero de lord Ector. ¿Le pasa alguna cosa a la cerveza?
—Te recuerdo, Dervag. Tu cerveza es excelente, no temas —le aseguré—; pero a pesar de ello resulta sospechosamente abundante. Esto es lo que ha despertado mi curiosidad.
—Mi señor Ector guarda tres toneles —explicó Dervag, colocándose a mi lado—. Estos tres: dos para cerveza y uno para aguamiel. Los muchachos llenan sus recipientes del tonel empezado, y tan sólo cuando ya no queda ni una gota en el primero permito yo que se abra el siguiente.
—En ese caso quizá podrías mirar por mí y comprobar que todo está como debe ser.
El amable sirviente subió a la piedra situada junto a la cuba.
—Todavía tiene más de dos tercios de su contenido —anunció, perplejo. Corrió al segundo tonel, y oí cómo se levantaba y volvía a colocar rápidamente en su lugar una tapa de madera.
—Esta cuba no ha sido tocada. —La voz del maestro cervecero se había tornado cautelosa y con un leve dejo acusatorio—. ¿Qué sucede aquí?
—Una buena pregunta, Dervag —respondí yo alegremente—. ¿Cómo es que los hombres celebran un banquete durante tres días y tres noches y el tonel de cerveza muestra menos señales de secarse que el lago de allá a lo lejos? Responde si puedes.
—Pero, lord Emrys, no puedo responder. Desde la vuelta del ejército, he estado día y noche en la destilería, listo para volver a llenar estos toneles cuando estuvieran vacíos. Cuando el muchacho vino en mi busca, pensé que era para que abriera el segundo tonel. Pero esto… —se esforzó por comprender aquello—, esto es muy raro.
—¡Tonterías! —declaró el clérigo, que llegaba con Ector justo en aquel momento.
Dyfrig, obispo de Mailros, aunque un hombre de gran corazón y muy animado, poseía una mentalidad precisa y exigente digna de un estudioso. Se acercó al barril, miró en su interior y declaró que por lo que veía éste parecía lleno.
—Sin embargo esta única observación no es una prueba auténtica-afirmó.
—Pero hemos bebido de este mismo tonel de cerveza durante tres días —insistió Ector—; y no está menos lleno que cuando empezamos a beber de él.
—Sea como tú dices —concedió Dyfrig—; y no estaba aquí para verlo. —Se volvió a los muchachos que seguían allí inmóviles con sus cubos y recipientes, y ordenó—. Llenadlo todo, chicos.
Dervag en persona llenó dos cubos y, cuando el último recipiente estuvo lleno, el obispo volvió a subir al peldaño de piedra.
—Quiero que todos observéis —su voz resonó desde el interior del enorme tonel— que tengo el brazo dentro del barril y que estoy apretando la uña del pulgar contra la cera. He marcado una raya para señalar el nivel de la cerveza que queda.
Se volvió hacia nosotros y descendió.
—Ahora, amigos, observaremos. Y volveré a mirar al interior cuando los recipientes se hayan llenado por tercera vez.
—Id, muchachos —ordenó Ector—, seguid con vuestro trabajo.
Esperamos en la bodega —Dervag, Ector, Dyfrig y yo pasando el rato amigablemente. Al cabo de un rato, los criaditos regresaron, los cubos volvieron a llenarse, y nosotros seguimos esperando. Tras un segundo llenado, Ector ordenó que se encendieran antorchas ya que empezaba a estar demasiado oscuro para poder ver bien. Conversamos sobre el banquete y la espléndida victoria en Baedun.
Al poco rato, los muchachos regresaron por tercera vez y, al igual que antes, Dervag llenó sus recipientes en el tonel.
—¿Quieres mirar ahora, Dyfrig? —inquirió Ector.
—Dadme una antorcha. —El obispo subió a la piedra. Se produjo un momento de silencio… y luego una profunda inspiración.
—¡Santo Dios!
—¿Veis vuestra marca? —quiso saber Dervag.
—No la veo —respondió al instante el obispo—, debido a que el nivel del líquido es ahora más alto que cuando la hice.
—Dejadme ver. —Escuché un ruido confuso de pies producido por el maestro cervecero al reunirse con el clérigo sobre la piedra y casi derribarlo de ella en su excitación—. Es como ha dicho —confirmó Dervag—. ¡Traed las jarras!
Los muchachos se precipitaron al frente y volvieron a llenarse los recipientes. Luego los dos hombres miraron otra vez al interior.
—¡Veo la marca! —gritó el cervecero—. ¡Ahí está!
El obispo Dyfrig descendió del peldaño y se detuvo ante nosotros.
—Es un prodigio —anunció—. Me doy por satisfecho.
—¿Qué significa? —dijo Ector, exigiendo una explicación.
—¡Regocíjate, Ectorius! —exclamó el obispo—, pues así como Nuestro Señor Jesús en la fiesta de la boda tornó el agua en vino y más tarde transformó cinco panes y dos peces en un banquete para cinco mil, así el bendito Jesucristo ha honrado tu banquete con un raro y precioso regalo. ¡Regocíjate! Venid, hemos de compartir esta maravillosa noticia.
Ya lo creo que la compartimos. La noticia de este prodigio llegó a todas partes. Con el tiempo, la historia del Excelente Tonel de Cerveza de Ector ocupó su lugar junto al relato de la Fuente de la Abundancia de Bran y la Cesta Encantada de Gwyddno.
Pero aquella noche, cuando el buen obispo terminó de contar a los guerreros allí reunidos lo que él mismo había presenciado, la reunión quedó en silencio, meditabunda. De improviso, Bors se incorporó de un salto. Saltó del banco a la mesa y se quedó en medio de la reunión con los brazos extendidos.
—¡Hermanos! —gritó, la voz resonando por toda la sala—. ¿Existe alguna duda de lo que se requiere de nosotros?
—¡Dínoslo! —chilló alguien; quizá fuese Gwalchavad.
—¡Aquí está Arturo! —Estiró la mano en dirección al perplejo Arturo—. Victorioso jefe guerrero, caudillo conquistador, aclamado por los hombres y que goza del favor del Señor Todopoderoso. ¡Es hora de que convirtamos a nuestro duque de Inglaterra en rey!
Los guerreros alabaron la sugerencia.
—Bien dicho —gritaron algunos—. ¡Que así sea!
—¿Entonces por qué os quedáis aquí sentados cuando hay que celebrar una coronación? —los retó Bors, con los puños en las caderas—. ¡Alzaos! ¡Todos en pie, hermanos, porque os advierto que no pasará otra noche sin que vea el torc real alrededor del cuello de Arturo!
Al oír estas palabras, los que se encontraban más próximos a Arturo se levantaron de un salto y lo alzaron de su asiento. Lo cogieron en hombros y de esta guisa lo sacaron de la sala.
—Creo que piensan hacer lo que dicen —advirtió Dyfrig—. ¿Hay algo que se lo impida?
—Si todas las hordas guerreras del país saecsen no pudieron contra ellos —dijo Ector con una carcajada—, no creo que nada en este mundo nuestro pueda impedirles hacer lo que pretenden.
—La situación es ésta, Dyfrig —intervine—. ¿Lo nombrarás tú rey o lo hago yo?
—Con tu permiso, Merlinus —repuso el obispo—, yo lo haré, y de muy buen grado.
—¡Vamos pues! —instó Ector—. Estamos aquí quietos sin dejar de hablar y nos dejarán atrás.
El ejército de Inglaterra sacó a Arturo a hombros del salón, lo hizo cruzar el patio, descender de la Roca de Edyn y cruzar la cañada. De este modo lo condujeron hasta Mons Agned, también llamada Cathir Righ, por la cantidad de monarcas que habían asumido el poder sobre su cima en forma de trono.
Y allí, en el fresco atardecer azulado de un largo día de verano, con unas pocas estrellas brillando ya en la resplandeciente bóveda del cielo norteño, Arturo fue nombrado rey. Tras depositar su carga en el enorme sillón de piedra, los guerreros se reunieron al pie del trono. Bors se acercó y, tomando por la empuñadura la espada que pendía de su costado, colocó la hoja a los pies de Arturo.
—De la misma forma que deposito mi espada, deposito mi vida, y me pongo bajo tu autoridad.
Diciendo esto, se tendió en el suelo boca abajo, y Arturo colocó el pie sobre su cuello. Cuando el monarca indicó a Bors que se alzara, se acercó Cador, quien también se tendió en el suelo a los pies del joven. Owain fue el siguiente, y luego Maelgwn e Idris y Ector; todos ellos abrazaron la tierra y colocaron el cuello ante Arturo a la vista del ejército y de sus compatriotas. Si jamás lo has contemplado, puedo decirte que es todo un espectáculo presenciar cómo orgullosos señores se humillan ante un monarca bendecido por el cielo.
Los cymbrogi, Compañeros del Corazón, pasaron entonces ante Arturo y, dejando en el suelo las lanzas, se arrodillaron y extendieron las manos para tocar sus pies. Cai, Bedwyr, Rhys, Bors, Gwalchavad, Llenlleawg y todos los demás; cada un juró lealtad a Arturo, pusieron su vida a su disposición y lo reconocieron como rey.
Cuando se hubo cumplido todo el ceremonial, me presenté ante el Oso de Inglaterra.
—¡Levántate, Arturo! —declaré, alzando mi bastón de serbal por encima de su cabeza—. Teniendo como testigos a todos aquellos que te han jurado lealtad, señores y parientes, yo te proclamo rey de toda Inglaterra.
Los guerreros dieron su aprobación con gritos alborozados y atronadoras aclamaciones. Qué maravilloso era escuchar sus poderosas voces resonando en el aire como si quisieran llenar la Isla de los Poderosos con una agradable y feliz melodía. Cuando el clamor disminuyó un poco, seguí:
—¡Alabemos y adoremos a nuestro Supremo Soberano de los Cielos, que ha hecho aparecer entre nosotros a un rey para que se convierta en nuestro Pendragon! Que todos los santos y ángeles sean nuestros testigos: en este día Arturo ap Aurelius queda nombrado rey de todos los ingleses.
Volviéndome hacia los guerreros allí reunidos, levanté el bastón de serbal y, con la voz de mando del bardo, exclamé:
—¡Arrodillaos ante él, cymbrogi! ¡Compatriotas, extended las manos y jurad lealtad inquebrantable a vuestro señor y rey en la tierra… de la misma forma en que entregáis vuestra vida y honor al Dios Padre de toda la creación!
Se arrodillaron como una sola persona, y al unísono juraron fidelidad a su rey. Cuando terminaron, me volví de nuevo hacia Arturo.
—Has escuchado cómo tus compañeros de armas depositan en ti sus vidas, Arturo. ¿Aceptas estos juramentos?
—Acepto los juramentos que se me han hecho —respondió él.
Tras recibir esta confirmación, indiqué a Dyfrig que ya podía acercarse.
—Ven aquí, amigo mío. Consagra a este caballero para su sagrado deber, y conviértelo en rey.
El obispo de Mailros se acercó al trono de piedra. En las manos sostenía un torc de oro, que alzó, y con voz potente exhortó a Arturo:
—Declarad en este día ante los vuestros a qué Dios serviréis.
—Serviré al Cristo que llaman Jesús —proclamó Arturo—. Serviré al Dios al que llaman el Padre. Serviré a Aquel que no tiene nombre, al que llaman el Espíritu Santo. Serviré a la Santísima Trinidad.
—¿Y seréis justo, obraréis con rectitud y amaréis la misericordia? —inquirió Dyfrig entonces.
—Pongo al bendito Jesús como testigo de que seré justo, obraré con rectitud y amaré la misericordia.
—¿Y conduciréis este reino según la auténtica fe de Cristo, mientras viváis?
—Hasta el final de mis fuerzas y hasta mi último aliento, conduciré este reino según la auténtica fe de Cristo.
—Entonces —declaró el obispo Dyfrig—, por el poder de los Tres que son Uno, yo te corono, Arturo ap Aurelius. ¡Salve, Arturo, Protector de Inglaterra!
Pensé que el obispo colocaría el torc real en el cuello de Arturo entonces, pero en lugar de ello, me lo entregó a mí. Sentí el frío y sólido peso de la joya entre las manos mientras me acercaba otra vez al pétreo trono. La mano de Arturo, ligera pero firme, me condujo hasta mi objetivo.
Abrí los extremos del torc y lo deslicé alrededor de su cuello, sintiendo al hacerlo el cálido palpitar de la sangre bajo mis manos.
Luego, apretando el blando metal con cuidado, volvió a cerrar el aro y retrocedí, dejando a Arturo exultante ante la atronadora aclamación de nobles y guerreros. El largo atardecer había dado paso a un brillante crepúsculo, y los jubilosos gritos hacían temblar incluso las montañas, mientras Arturo recibía la corona, que durante tanto tiempo se le había negado, en la región de las Estrellas del Verano.