os días siguientes se dedicaron a los preparativos para la cacería de otoño. Volvieron a herrarse los caballos, se afilaron las lanzas, se preparó a los perros. Todos los habitantes de la fortaleza estaban ocupados. Desde el amanecer hasta bien entrada la noche, en Caer Edyn resonaban los gritos, las canciones y las risas. Era una especie de celebración; aunque una celebración muy importante con un propósito terriblemente serio: cazábamos para el ahumadero y para comer en invierno. Necesitábamos la comida para poder sobrevivir a los fríos días y noches que se avecinaban.
Se cuidaron hasta los más mínimos detalles, pues una cacería fallida se convertiría en un invierno de privaciones, y, más arriba de la Muralla, un invierno de privaciones es un invierno asesino.
La mañana de la cacería, Arturo se levantó antes del alba y se aseguró de que Pelleas y yo también estuviéramos despiertos. Nos lavamos y vestimos, y corrimos al salón, donde algunos de los invitados de Ectorius estaban ya reunidos, esperando que sirvieran la comida. Esta mañana desayunaríamos estofado caliente de cerdo, pan negro de cebada y cerveza, ya que pasaríamos sobre la silla de montar todo el día.
Arturo apenas probó bocado. No hacía más que saltar de su asiento en el banco junto a mí, ansioso por salir corriendo a ver su caballo o su equipo o sus lanzas.
—Come, muchacho —le dijo Pelleas una y otra vez—. No habrá nada más hasta la cena.
—No puedo comer, Pelleas —se quejó Arturo—. Tengo que ocuparme de mi caballo.
—El caballo puede esperar. Ahora come lo que tienes delante.
—¡Mirad! ¡Ahí está Cai; tengo que hablar con él! —Se levantó y desapareció antes de que ninguno de nosotros pudiera detenerlo.
—Déjalo ir, Pelleas —aconsejé—. Intentas detener la marea con una escoba.
Finalizada la comida, nos reunimos en el patio delantero, donde los caballos aguardaban ya preparados. El día había amanecido gris y helado, la neblina espesa y húmeda; un crudo presagio del largo y desapacible invierno que nos esperaba. Los encargados de los podencos —seis hombres, cada uno con cuatro perros tirando de la correa— se esforzaban por tranquilizar a sus animales e impedir que se enredaran unos con otros. El patio olía a perros y caballos mojados. Todo bullía en una magnífica confusión festiva, el entusiasmo aumentado por la fuerte expectación.
Los caballos pateaban y piafaban impacientes mientras los cazadores sujetaban las lanzas en sus lugares. Los muchachos más jóvenes corrían de un lado a otro, atormentando a los perros y haciéndolos ladrar. Y las mujeres, venidas a despedir a esposos y novios, desafiaban a sus hombres con bien intencionadas pullas a que llevaran a casa el jabalí o el venado más grande o, si eso no podía ser, una liebre para el puchero.
Pelleas y yo íbamos a cabalgar con Ectorius, y lo encontramos cerca de la puerta, conferenciando con su jefe de cazadores, un hombretón calvo llamado Ruddlyn, quien, según se decía, podía oler un venado antes de que el venado pudiera olerlo a él; toda una hazaña, sin duda, ya que incluso yo podía olerlo perfectamente. El cazador llevaba una basta túnica de cuero a través de la cual salían al exterior dos enormes brazos desnudos y peludos; sus piernas eran gruesas como tocones de árbol e iban enfundadas en unas botas altas recubiertas de pelo. Ruddlyn y Ectorius hablaban del tiempo.
—No, no —decía Ruddlyn—, este liath aclarará dentrode poco. No es más que una niebla llorona; no le hagáis caso. Los senderos del valle se estarán despejando cuando lleguemos hasta ellos. La niebla no durará, os lo aseguro.
—Entonces haz sonar el cuerno, amigo —lo instó Ectorius, tomando una decisión—; es un pecado seguir reteniendo a los podencos.
—A la orden —asintió Ruddlyn, que se alejó pesadamente mientras tomaba el cuerno que pendía de su cuello. Teníamos los caballos delante, de modo que montamos. Ectorius, sonriente, el rostro mojado por la llovizna, saludó a los ansiosos cazadores.
—¡Amigos! Se nos augura un buen día. Hemos tenido un buen verano, de modo que los cotos están llenos de caza. Tenemos todo el día por delante; os deseo una buena cacería.
En ese mismo instante el jefe de cazadores hizo sonar el cuerno; una larga nota grave y ronca que hizo que los perros empezaran a gritar como respuesta. Las puertas se abrieron de par en par, y todos nos precipitamos al camino.
Los terrenos de caza de lord Ectorius se encontraban cerca de Caer Edyn en dirección noroeste, pues era allí donde el bosque era más tupido. Empezando en la cañada del río Carun, los senderos de caza seguían la corriente hasta el interior del bosque antes de separarse.
A la derecha, las sendas continuaban en un lento y suave ascenso hasta las colinas y acantilados de Fiorthe y Muir Giudan al este; las sendas de la izquierda giraban al oeste para alzarse bruscamente hasta una empinada y traicionera cordillera rocosa que señalaba el inicio de una abrupta y solitaria región conocida como Manau Gododdin.
El accidentado terreno estaba cubierto de robles y fresnos y zarzas de espinos; las mesetas y las cimas de las colinas eran todo aulagas y brezos aferrados a la roca desnuda: un terreno abrupto. Pero la caza allí no tenía igual.
Cabalgamos hasta la cañada, dejando que los grupos más ansiosos se adelantaran. En el inicio del sendero se soltó la primera jauría, y los aullantes animales salieron disparados, babeantes, el rastro ardiendo ya en sus hocicos; el primer grupo de cazadores cabalgó tras ellos.
—¡Dejadlos correr! ¡Dejadlos correr! —gritó Ectorius—. ¡Myrddin, Pelleas! Quedaos cerca de Ruddlyn, y él nos encontrará una buena pieza. Tenéis mi palabra.
Seguimos adelante con los gritos de perros y cazadores resonando por toda la cañada. Cai y Arturo nos adelantaron, chillando como los bhean sidhe mientras atravesaban a toda velocidad el Carun y se hundían en el bosque.
—Yo solía cabalgar así —comentó Ectorius, sacudiendo la cabeza con una carcajada—, pero después de contemplar una mesa vacía una o dos veces se aprende a controlar la fogosidad. ¡Ah! —volvió a reír en voz baja—, pero era muy divertido.
Ruddlyn apareció en ese momento, desmontó y, tomando las correas de los cinco perros que lo acompañaban —enormes animales negros de morro cuadrado todos ellos—, arrolló las cinco correas a su mano, diciendo:
—He visto un ciervo de gran tamaño un poco más adelante. Valdría la pena reservar a los perros para él.
Dicho esto se alejó corriendo con los perros, las robustas piernas transportándolo con sorprendente rapidez a través de los senderos cubiertos de maleza. Curiosamente, los animales no ladraron, sino que trotaron muy tiesos, las cabezas gachas y las colas enhiestas.
—Los ha entrenado para que permanezcan en silencio —explicó Ectorius al ver mi expresión de sorpresa— jamás ladran hasta que se avista el animal. De este modo nos acercamos mucho más.
Golpeó su caballo con las riendas y empezó a seguir al cazador y a sus perros.
Pelleas y yo lo seguimos, bien pegados a los cuellos y lomos de nuestras monturas para no golpearnos con las ramas bajas de los árboles. El sendero estaba oscuro y húmedo; la niebla impregnaba el aire inmóvil. Poco a poco, el sonido de los otros grupos de caza se fue apagando, ahogado y absorbido por la espesa maleza del bosque.
Ruddlyn, que se movía con la misma velocidad que sus perros, no tardó en desaparecer en las tinieblas de una oscura senda en forma de túnel que se abría ante nosotros. Cabalgamos tras él, abriéndonos paso por entre los punzantes helechos que se aferraban a nosotros como si no quisieran dejarnos pasar. En un momento, los caballos empezaron a rezumar agua desde la cruz hasta los cascos y nuestras ropas quedaron totalmente empapadas.
El camino giraba siempre hacia la izquierda, y no tardé en comprender que seguíamos uno de los senderos occidentales en dirección a las escarpadas colinas de Manau Gododdin. Seguimos adelante sin pausa, el sonido de nuestro paso ahogado en el espeso aire húmedo.
Alcanzamos a Ruddlyn en un claro donde se había detenido a esperarnos. Apenas sin aliento, estaba de pie con los perros a su alrededor, el rostro vuelto hacia las plomizas nubes bajas del cielo.
—Despejará —anunció.
—¿Qué has encontrado? —preguntó Ectorius—. ¿Es el ciervo?
—Sí.
—¿Lo veremos pronto?
—Muy pronto, señor.
Tras esto, se dio la vuelta y volvió a alejarse a grandes zancadas. Observé que el terreno empezaba a elevarse, y al poco rato el bosque fue haciéndose menos espeso. Ascendíamos a zonas más altas; el sendero se tornó más irregular.
No avanzábamos muy deprisa, pero mantuve los ojos fijos en el camino, alerta a cualquier obstáculo que pudiera encontrar allí. En una caza, incluso los peligros menores —una piedra irregular, una rama caída, un agujero en el suelo— pueden significar el desastre si no se les presta atención.
El veloz ritmo de marcha de Ruddlyn me había medio adormecido cuando de improviso me vi sobresaltado por un repentino ladrar agudo de los perros. Levanté la cabeza rápidamente y, justo delante, vi a Ruddlyn que señalaba a la maleza mientras los perros tiraban de las correas, los hocicos levantados hacia lo alto.
Miré al punto que indicaba y distinguí la mancha roja de un ciervo que desaparecía. Al cabo de un instante, los perros quedaron libres y se lanzaron a la caza con Ruddlyn tras ellos.
—¡Rápido! —gritó Ectorius—. ¡Que el Señor nos bendiga, tenemos una buena pelea entre manos! ¿Lo visteis?
—Todo un monarca de los de su especie —chilló Pelleas, chasqueando las riendas. Su caballo saltó tras los perros.
Lo seguí, exultante ante la persecución; el aire húmedo me azotaba el rostro, y el animado aullar de los perros resonaba en mis oídos. El bosque era cada vez más claro, y los árboles pasaban como una exhalación. El caballo y yo nos movíamos como un solo ser, saltando troncos caídos y rocas, atravesando matorrales.
De vez en cuando vislumbraba a alguno de los otros delante de mí —ahora Pelleas, ahora Ectorius— mientras el bosque pasaba junto a mí en una moteada neblina gris. El camino se tornaba más empinado ahora. Por todas partes aparecían rocas y montículos cubiertos de hierba, y casi puede decirse que volábamos sobre ellos, sin dejar de ascender ni un momento.
De improviso salimos a terreno despejado, dejando el bosque a nuestras espaldas, y ante nosotros se alzaban las empinadas laderas en sombras de la cordillera rocosa. En ese momento, las nubes se abrieron y, de pie en el centro de un único haz de brillante luz, la cabeza erguida, contemplándonos con desinterés, había un ciervo magnífico, enorme, puede que el mayor que jamás haya visto. Había una docena o más de puntas en su cornamenta, la melena era gruesa y oscura sobre el grueso lomo, los ijares fuertes y los cuartos traseros musculosos: un auténtico señor del bosque.
Ectorius lanzó un grito. Pelleas saludó a la criatura con una exclamación de alborozo. Los perros, viendo su presa cerca, aullaron con renovada energía. Ruddlyn se llevó el cuerno a los labios y lanzó una larga nota aguda.
El ciervo volvió la cabeza, alzó las patas y, alejándose de un salto, se deslizó ladera arriba con la ligereza de la sombra de una nube. Los podencos, las orejas pegadas a la cabeza, se lanzaron tras el espléndido animal con su amo justo detrás.
Galopamos ladera arriba. Al llegar a la cima, descubrí que no era más que el rellano de una colina más alta, cuya parte superior seguía aún en sombras y envuelta en la niebla. El ciervo dio la vuelta y empezó a correr con facilidad por el amplio terreno cubierto de hierba, que se iba elevando a medida que se alzaba para reunirse con la cordillera por el lado oeste.
Cuando hacía girar mi montura para seguir a los otros, percibí un movimiento en el límite del bosque que había dejado abajo y eché una ojeada a las tierras bajas que acabábamos de abandonar. Dos figuras a caballo y un perro acababan de salir de entre los árboles y trepaban ladera arriba a toda velocidad. No necesité una segunda mirada; reconocí en ellos a Arturo y a Cal, con un único perro entre ambos. Me detuve para dejar que me alcanzaran.
—¡Es nuestro! —exclamó Arturo al llegar junto a mí.
—¡Nosotros lo vimos primero! —informó Cai—. Le seguimos el rastro desde que cruzamos el río.
Ambos muchachos me dirigieron una mirada feroz como si yo hubiera conspirado para robar su virilidad. El perro empezó a dar vueltas a nuestro alrededor, impaciente, el olor del ciervo intenso y potente en el hocico.
—Tranquilos, hijos míos —les dije—. No dudo que hayáis encontrado su rastro más atrás; pero parece que lo hemos visto antes que vosotros.
—¡No es justo! —chilló Cai—. ¡Es nuestro!
—En cuanto a eso —le respondí—, el trofeo es de aquel que lo mata. Y el trofeo se nos escapa mientras estamos aquí gritándonos unos a otros.
—¡Cierto! —exclamó Arturo, girando en la silla para contemplar el sendero. Sus ojos recorrieron el rellano de la ladera; luego viajaron hasta la elevación cubierta de guijarros situada a la derecha—. ¡Por aquí! —gritó, lanzando su caballo al galope una vez más.
Cai me lanzó una mirada amenazadora y salió tras su amigo.
—¡Dirección equivocada! —les advertí, pero estaban ya demasiado lejos para oírme. Los seguí con la mirada durante un momento y luego me puse en marcha para alcanzar a Pelleas y Ectorius.
Los encontré al cabo de un rato en una cueva resguardada de la altiplanicie repleta de aulagas y zarzas. No vi a Ruddlyn, aunque oír cómo sus perros ladraban no muy lejos de allí.
—El animal ha desaparecido —declaró Ectorius cuando detuve el caballo a su lado—. Aparté los ojos de él durante un instante y ha desaparecido.
—Los perros volverán a encontrar el rastro —manifestó Pelleas—. No puede haber ido tan lejos.
—No, no podemos haberlo perdido —dijo Ectorius—. Conseguiremos la pieza.
—No si Arturo y Cai se salen con la suya-respondí.
—¿Cómo es eso? —Inquirió Ectoríus, sorprendido.
—Los encontré en el sendero ahí atrás. También han estado siguiendo al ciervo. Aseguran que lo vieron primero.
Ectorius lanzó una carcajada y sacudió la cabeza.
—Por el amor de Dios, todo el bosque para cazar y van a tropezarse con nuestro animal. Bien, tendrán que matarlo si esperan reclamar la pieza.
—Eso es lo que les dije-contesté.
—¿Adónde han ido? —preguntó Pelleas, mirando detrás de mí.
—Arturo escogió el camino que va ladera arriba.
—Es todo piedras y zarzamoras —indicó Ectorius—. No hay lugar donde ocultarse allí arriba. Esos bribones deberían ser más listos.
Ruddlyn regresó hasta nosotros corriendo, el amplio rostro bañado en sudor. Había vuelto a atar los perros, y éstos tiraban de las correas para seguir los rastros que tenían tan cerca.
—El ciervo no estaba allí —jadeó, indicando la hondonada llena de aulagas a su espalda—, aunque ha estado. Su olor está por todas partes, pero no pudimos encontrar un rastro claro.
—Debe de haber saltado fuera del sendero en el recodo —señaló Ectorius.
—Oh, sí, podría ser eso —asintió el cazador—. Es una criatura astuta, ya lo creo. Debemos retroceder siguiendo el rastro ya que no podemos seguir adelante desde aquí.
Desandamos el camino, manteniendo a los perros bien sujetos hasta que pudieran encontrar un rastro fresco. Y, en el punto sugerido por Ectorius, volvimos a encontrar el rastro del animal. Los perros empezaron a aullar y a tirar en dirección al olor; Ruddlyn apenas podía contenerlos para evitar que subieran gateando las paredes casi verticales de la montaña.
—¿Es por aquí por donde se marcharon Arturo y Cai? —inquirió Ectorius.
—Sí —respondí—. Pero los encontré un poco más atrás, donde no resulta tan empinado.
—Eso hace tres criaturas astutas —observó Pelleas.
—Parece que tendremos que seguir a los muchachos —repuso Ectorius—. Dios sabe que no podemos subir por aquí; no conseguiríamos más que rompernos la crisma intentándolo.
—Muéstranos el lugar —gritó Ruddlyn, que retrocedía ya repecho abajo. Hice girar mi caballo y cabalgué hasta el lugar donde había visto por última vez a Arturo y a Cai.
—¡Empezaron la ascensión aquí! —chillé y, apartando mi montura del rastro, inicié la subida. Resultaba difícil cabalgar hasta la cima, y una vez arriba el camino tampoco resultó más fácil. Era, tal y como Ectorius había dicho, todo roca y matorrales de espinos; las verticales paredes de piedra de la cordillera se alzaban sobre nuestras cabezas, y el suelo estaba cubierto de piedrecillas sueltas que dificultaban la marcha. Desmonté y esperé a los otros.
—Tendremos que seguir a pie —dijo Ectorius, saltando de la silla—. No podemos poner en peligro a los caballos.
—¿Por dónde subieron? —inquirió Pelleas. Escudriñó los elevados picos que se erguían sobre nuestras cabezas, negros y resbaladizos por la niebla que los envolvía y empapaba. No se veía ni rastro de los muchachos.
En ese mismo instante, uno de los perros ladró y empezó a tirar de su correa, los cuartos traseros en tensión, la cabeza gacha a pocos centímetros del sendero.
—¡Por aquí! —gritó Ruddlyn. Con un silbido agudo, reunió a todos los podencos ante él y se alejaron todos a la carrera una vez más.
Nosotros los seguimos tras coger dos lanzas cada uno de detrás de nuestras sillas de montar. El suelo era realmente abrupto, y la niebla y la lluvia habían convertido en resbaladizas las piedras sueltas que lo cubrían. Sujeté las lanzas bajo el brazo y troté todo lo rápido que pude por el traicionero terreno.
Los perros nos condujeron a un desfiladero estrecho situado entre dos elevaciones de piedra que recordaban grotescas columnas. El pasadizo daba a una estrecha garganta que se elevaba en el extremo opuesto para ir al encuentro de la cumbre situada más arriba. Eché una ojeada al extremo de la garganta y vi, ascendiendo al galope por la ladera cubierta de guijarros, a Arturo y Cai, con el ciervo huyendo a toda velocidad justo delante de ellos.
Mientras miraba, el ciervo alcanzó la cima y desapareció por el otro lado.
Ectorius y Ruddlyn los descubrieron a la vez. El noble gritó a los muchachos que nos esperaran, pero se encontraban demasiado distantes y no podían oírlo.
—¡Esos locos se matarán! —gritó Ectorius—. ¡Y matarán también a los caballos!
No podía hacerse otra cosa que apresurarse todo lo posible, y eso hicimos.
La ladera situada al final del desfiladero era mucho más empinada de lo que parecía desde lejos. Subirla a pie resultaba tan difícil que no sé cómo se las arreglaron Arturo y Caí para ascender por ella a caballo.
La cima formaba una pasarela natural entre las paredes verticales de las laderas que caían a cada lado, de este a oeste. En las tierras bajas a nuestra espalda, el bosque era como un arrugado pellejo negro con Caer Edyn alzándose un poco por encima de él algo más allá.
Los perros nos condujeron en dirección este por la cima, y nosotros los seguimos, con paso más lento ahora que el cansancio empezaba a hacer mella en nosotros. Incluso las zancadas de Ruddlyn se volvieron más lentas, a pesar de que siguió adelante implacable.
La cresta de la montaña serpenteaba incansable; era el terreno más peligroso y abrupto que jamás haya visto. Corrimos. El sendero se elevó imperceptiblemente bajo nuestros pies, y al frente apareció un pelado montículo de granito que se alzaba como una cabeza destrozada, cerrando el paso. A la derecha había una pared de piedra agrietada y cuarteada; a la izquierda, un salto en picado hasta una repisa resquebrajada situada más abajo. Justo al frente se encontraban Arturo, Cai y el ciervo.
Esto es lo que vi:
Arturo está sentado en la silla muy tieso, la cabeza gacha, los hombros erguidos, la espalda rígida, la lanza sujeta con la mano derecha. ¡Qué bien conozco yo la fuerza de esa mano! Cai está junto a él a unos pasos de distancia, la lanza lista. Los dos tienen los ojos fijos en el ciervo y respiran con dificultad.
El animal… ¡es todo un campeón! Es aún más grande de lo que pensé en un principio; es tan grande como un caballo.
Acorralado, se ha girado por fin de cara a sus perseguidores, y está allí inmóvil contemplándolos, la cabeza erguida, los flancos agitados. De su hocico brota espuma manchada de sangre. El arco de su cornamenta se abre como las ramas de un roble centenario: al menos hay dieciocho puntas.
¡Es todo un trofeo!
El podenco negro de Cai da vueltas a su alrededor, ladrando enfurecido; de improviso aprovecha una oportunidad y ataca. El ciervo gira sobre sí mismo y baja la cabeza. El perro lanza un chillido e intenta saltar a un lado, pero queda ensartado en las cuernas y es arrojado a un lado para morir sobre las rocas.
Ante esto empezamos a correr hacia ellos. Nos acercamos, pero Ruddlyn nos detiene:
—¡Parad! —grita—. ¡Que los perros hagan su trabajo!
Piensa sin duda que es demasiado peligroso. Si nos abalanzamos sobre él, el ciervo puede cargar contra uno u otro de los chicos y podría matarlos. Por el contrario, soltará a los perros y ellos rodearán al ciervo, lo acosarán y agotarán. Luego, cuando hayan cansado a la bestia y le hayan arrebatado una parte de su combatividad, nosotros nos acercaremos con las lanzas para matarla. Es brutal, sí. Pero es así como se hace con un animal acorralado; cualquier otro modo es mortalmente peligroso.
Una vez sueltos, los perros lanzan un aullido terrible mientras corren hacia su presa.
Pero el ciervo es un guerrero avezado. La taimada criatura no espera a que la ataquen los podencos. ¡Baja la cabeza y carga!
Veo cómo la cabeza se inclina hacia abajo…, los pies se clavan en el suelo…, el lomo se arquea…, los ijares se tensan…, los cuartos traseros bajan a medida que las patas traseras empiezan a moverse, proyectando al animal hacia adelante.
La mortífera cornamenta acuchilla el aire mientras se abalanza hacia Arturo.
Cai grita.
Y Arturo…
Arturo empuña la lanza. La sujeta como un frágil junco ahora. Sus ojos brillan duros y penetrantes; se muestra tan impávido como la muerte que galopa hacia él.
Pero no así su montura. El animal se asusta y da la vuelta en el último instante. Arturo tira con fuerza de las riendas para que el animal vuelva a girar, pero es demasiado tarde.
El ciervo baja la cabeza al máximo, los extremos de la cornamenta arañan el suelo… ¡y luego suben! Suben como una espada saecsen hundida hasta la empuñadura en el vientre del animal.
El caballo herido relincha de dolor y terror. El ciervo sacude la cabeza; tiene la cornamenta atrapada. El caballo lucha por mantenerse en pie. La rodilla de Arturo está inmovilizada contra el costado de su montura y el muchacho no puede saltar de la silla.
Hay sangre por todas partes.
Los perros se lanzan al ataque, pero se encuentran demasiado lejos. No llegarán a tiempo.
El caballo cae. Rueda sobre su lomo, los ojos desorbitados y los ollares hinchados, las patas se agitan violentamente, los cascos azotan el aire. ¡Oh, Arturo! Arturo está atrapado. ¡Ayudadlo!
El ciervo consigue liberarse y retrocede; los cascos delanteros arañan el aire y la cabeza se inclina otra vez para hundir las mortíferas puntas en el enemigo que se debate en el suelo.
La lanza de Arturo ha quedado bajo el costado del caballo.
Corro hacia él, jadeante. Grito porque no puedo correr lo bastante rápido para salvarlo.
El ciervo se alza sobre Arturo… Parece detenerse allí preparado para atacar.
Se lanza.
El cielo se abre, y la luz del sol inunda de improviso el terraplén con su fulgor. La luz resulta deslumbradora y parpadeo.
Vuelvo a mirar, seguro de ver el cuerpo de Arturo atravesado por la cornamenta del animal…
Pero no. El brazo del muchacho asciende veloz. Empuña un cuchillo. La luz del sol cae sobre la hoja, que reluce como una tea en su mano. El ciervo cambia de dirección y hunde las cuernas en los cuartos traseros del desvalido caballo.
Arturo balancea el brazo, en busca de la garganta de su oponente. No la alcanza. El golpe no da en el blanco y golpea el lomo de la bestia, mientras ésta ahonda más en la herida del cada vez más debilitado caballo.
El ciervo retrocede para asestar el golpe definitivo. Cai arroja su lanza, pero no da en el blanco y ésta rebota en la grupa del venado.
Arturo se retuerce en el suelo y consigue salir de debajo de su impotente montura. Nosotros empezamos a gritar para distraer el ciervo. Gritamos hasta casi reventar los pulmones. El primero de los perros llega hasta el animal.
El ciervo se revuelve contra los podencos y los hace huir. Arturo consigue ponerse de rodillas, empuña la lanza de Cai. La bestia se vuelve en contra del muchacho.
Los veo a ambos: ciervo y niño, contemplándose mutuamente desde una distancia de pocos pasos; un corto tiro de lanza los separa, sólo eso. Los perros mordisquean los ijares del venado. Éste gira la cabeza, atrapa a uno de los canes y lo arroja a un lado; luego se prepara para el ataque final.
Arturo se apuntala bien en el suelo. La lanza no tiembla un ápice.
Desesperado, Ectoríus arroja una lanza que yerra el blanco por un cortísimo margen, y la punta de hierro levanta chispas al resbalar sobre las rocas. Inmediatamente, prepara otro lanza. Lo tenemos ya casi a tiro.
Los perros rodean al ciervo, pero el señor del bosque tiene los ojos fijos en Arturo.
—¡Corre! —chilla Pelleas—. ¡Arturo, corre!
La bestia repliega las patas y carga; las poderosas patas traseras baten el suelo mientras se lanza contra Arturo.
—¡Corre! —gritamos. Pero es demasiado tarde; el ciervo se dirige de nuevo directamente hacia el muchacho, que no puede darse la vuelta para correr so pena de quedar empalado en la cornamenta.
Arturo permanece inmóvil, agazapado, intrépido, la lanza lista.
El ciervo está cada vez más cerca… ¡Es tan veloz!
¡Ahora! Arrojo mi lanza con todas mis fuerzas y contemplo cómo resbala inofensiva bajo las veloces patas del ciervo. Ectoríus lanza la jabalina que le queda.
En ese mismo instante el animal simplemente levanta los cascos y pasa sin esfuerzo sobre la figura agazapada de Arturo; luego corre al borde del precipicio. Arturo sale de inmediato en su persecución.
El señor del bosque se detiene junto al abismo, dobla las patas y salta. ¡Qué espectáculo! Salta por el precipicio, y todos nos abalanzamos al lugar, esperando ver al orgulloso animal hecho pedazos al chocar contra las rocas del fondo.
Arturo se vuelve hacia nosotros con ojos de asombro. Señala con un dedo, y yo dirijo la mirada a donde me indica.
Allí está el ciervo, resbalando, saltando, corriendo, descendiendo a toda velocidad por la pared rocosa hasta la repisa situada más abajo. El animal cae despatarrado sobre el saliente, se incorpora y luego, con la cabeza bien alta, se aleja trotando a lugar seguro sin siquiera volver la cabeza. Está libre.
Poco a poco nos damos cuenta de lo que ha sucedido.
—¿Arturo, estás herido? —inquiero, sujetando al muchacho por los hombros y contemplándolo con fijeza. Arturo niega con la cabeza. Se siente desilusionado más que asustado.
—Podría haberlo cazado —dice—. Estaba preparado.
—Hijo, te habría matado —responde Ectorius con una voz débil y atemorizada—. Es un auténtico milagro que estés vivo. —Menea la cabeza asombrado ante el valor del impertérrito muchacho.
Cai frunce el entrecejo. Se siente enojado porque el ciervo ha escapado.
—Los perros lo estropearon. Lo teníamos.
Ruddlyn ha recogido ya a los podencos y se acerca a nosotros.
—¡Él os tenía a vosotros, joven potrillo! —resopla el cazador, mostrando su desdén por la afirmación del chiquillo—. Ni se te ocurra lo contrario. Ese monarca de las cañadas os dominó desde el principio. Es un milagro que los dos sigáis todavía en el mundo de los vivos.
Al oír esto Arturo inclina la cabeza. ¿Llora?
No. Cuando vuelve a levantar los ojos, éstos están brillantes y secos.
—Lo siento, lord Ectorius. He perdido el caballo que me disteis.
—No te atormentes por la pérdida del caballo, muchacho. No es más que un caballo, por el amor de Dios. —Ectorius vuelve a sacudir la cabeza.
—Lo haré mejor la próxima vez —jura Arturo, y el tono acerado de su voz habría podido cortar el cuero curtido.
—Lo harás —le prometo—, pero no en este día. La cacería se ha terminado para ti.
Arturo abre la boca para protestar, pero yo no quiero oír hablar de ello.
—Regresa al caer y medita sobre el don que te ha sido concedido en este día. Vete ahora… junto con Cai.
No les gusta, pero hacen lo que se les ordena. Montan en el caballo de Cai y se alejan. Mientras Ruddlyn entierra los dos perros muertos, quitamos la silla a la montura muerta de Arturo y, arrastrando él equipo extra, regresamos a nuestros caballos. Nadie dice una palabra; incluso los perros permanecen en silencio.
Ninguno de nosotros, ni siquiera Ruddlyn, está seguro de qué interpretación dar a lo que hemos contemplado. Parece mejor no hablar, de modo que permanecemos callados. Sin embargo, nuestros espíritus están asombrados. No hay duda de que hemos presenciado una maravilla; más quizás: una señal.
Su realización tendría lugar a su debido tiempo. Entonces yo no sabía cuál era su significado, pero lo sé ahora. Era el Señor dando testimonio de la soberanía de Arturo, y un presagio de la prueba que se avecinaba. Pues un día yo vería a ese mismo joven oponiéndose de esa misma forma desesperada a un adversario poderoso y terrible que lo amenazaba con una muerte veloz y certera. Y ese día Arturo se convertiría en inmortal.