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ay un largo camino hasta Caer Edyn, y mucho tiempo para meditar sobre la estupidez de los hombres vanidosos. La desesperación me abrazó contra su huesudo pecho; la aflicción se instaló en mi alma. La carretera nos llevó al este antes de girar al norte, y pasamos muy cerca de las antiguas tierras costeras de Cantil. Esta región del sudeste es la Costa Saecsen, así llamada por los romanos debido al sistema de faros y puestos avanzados levantados para protegerse del fiero invasor llegado del otro lado del mar. Una tribu de chacales marinos bajo el mando de un jefe guerrero llamado Aelle se había apoderado de varias de las fortalezas abandonadas en la costa sudeste, entre el Wash y el Támesis.

Era a lo largo de esta misma extensión de la costa meridional que Vortigern había instalado a Hengist y Horsa y a sus tribus en una vana esperanza de terminar con los incesantes ataques que poco a poco desangraban Inglaterra. Y fue desde esta misma costa que los bárbaros se desparramaron por el territorio para ocupar los territorios circundantes, hasta que Aurelius los frenó para luego derrotarlos y expulsarlos.

Ahora habían regresado y se habían vuelto a apoderar del territorio que Hengist había invadido: la Costa Saecsen; el nombre permanecería, pero por un motivo diferente. Al contrario que sus padres, estos invasores estaban dispuestos a quedarse.

Pensé en todo esto y percibí cómo el repentino flujo del awen me atravesaba. Me detuve e hice girar a mi montura para volver a mirar los terrenos que descendían hasta el mar a nuestra espalda. Vi desvanecerse el paisaje como en una neblina crepuscular, y se me ocurrió que, a pesar de mis esfuerzos, la noche se había adueñado del sur. Ahora se iniciaría una época sombría; lo vi con toda claridad: pese a que los voraces chacales marinos se apiñaban en sus fronteras, Morcant seguiría adelante con su estúpida guerra; Madoc, Bedegran y otros se verían obligados a aumentar sus ejércitos, y habría mucho derramamiento de sangre sin sentido.

Había llorado por tener una visión y ahora tenía una. Pero ¡qué visión tan lúgubre! ¡Luz Omnipotente, ten piedad de tu siervo!

Dando la espalda a tan macabra perspectiva, volví a retomar el sendero cubierto de zarzas, como si se tratara del enmarañado sendero del futuro. No había demasiada esperanza en lo que veía, poco consuelo en el que refugiarse ante los negros nubarrones que se avecinaban: La oscuridad debe tener su época, y la tierra debe soportar su tormento. ¡Así son las cosas!

Tras dejar el sur finalmente a nuestras espaldas, Pelleas y yo nos apresuramos en nuestro viaje a través de los largos y amplios valles que al cabo dieron paso a profundas cañadas verdes, arroyos de frías aguas y cumbres salvajes por las que ululaba el viento. Empezaba a hacer frío, pensé, y no era simple especulación, ya que varias veces al despertarnos nos encontramos con que había nevado por la noche, aunque aún no había tenido lugar el Samhein.

Por fin, llegamos a la Roca de Ector cansados y desalentados, la futilidad de nuestra larga estancia aferrada a nosotros como nuestras propias capas empapadas. Ector, que había estado recorriendo sus tierras junto con Cai y Arturo, nos encontró a poca distancia de Caer Edyn.

Arturo lanzó un sonoro hurra y se lanzó a mi encuentro.

—¡Myrddin, Pelleas! Habéis regresado. —Saltó del caballo y corrió hacia mí—. Pensaba que jamás regresaríais. Me alegro de veros; os he echado de menos a los dos.

Antes de que pudiera responder, Ectorius llegó hasta nosotros, gritando:

—¡Saludos, Emrys! ¡Saludos, Pelleas! Si hubierais avisado, os habríamos salido al encuentro en la carretera. ¡Bienvenidos!

—¡Saludos, Ector! Te saludo de todo corazón —respondí. Mi mirada se posó en el joven Arturo, de pie frente a mi caballo, que no dejaba de dar saltitos donde estaba, ahora sobre un pie, ahora sobre el otro, mientras sujetaba las riendas de nuestros caballos—. Te he echado de menos, muchacho-le dije.

—¿Están bien las cosas en el sur? —inquirió Ector.

—El sur se ha perdido —contesté—. El desatino gobierna allí. Los reyezuelos están entregados a la traición y la guerra. Lo que no destruyan, los saecsen lo robarán.

Ectorius, la sonrisa presente aún en el rostro, paseó la mirada del uno al otro de nosotros, como si se esforzara por creer. La verdad es que la lluvia había cesado, el sol brillaba con fuerza y las palabras de desaliento carecían de poder contra ello. Echó un vistazo al deslumbrante cielo.

—Bien —Ector se encogió ligeramente de hombros—; sin duda habéis tenido un viaje largo y difícil. Puede que tengáis otro estado de ánimo después de haberos quitado la carretera de la garganta. Venid, hay cerveza más que suficiente para lograrlo.

Se dio la vuelta y llamó a Cai y Arturo.

—Y bien, ¿todavía estáis ahí, pequeños holgazanes? Montad inmediatamente y llevad la noticia a casa. Nuestros amigos han encontrado el camino de vuelta a nosotros; decid en las cocinas que preparen lo mejor que tengan. Ectorius exige un banquete, decidles. ¡Deprisa! ¡En marcha!

Arturo estaba ya en la silla y en camino antes de que lord Ectorius terminara de hablar. Y aguardaba en la puerta cuando llegamos a la fortaleza, sonriendo de oreja a oreja y gritando nuestros nombres.

—¡Myrddin! ¡Pelleas! ¡Aquí estoy!

Sólo ver el entusiasmo que brillaba en el rostro del muchacho me hizo reír, y no había reído en mucho tiempo. De esta forma, Arturo, tan sólo por ser quien era, alegró al Espíritu de Inglaterra, una hazaña no celebrada pero no por ello menos valiosa que cualquier otra loada por los bardos.

Sin embargo, los problemas que presentía no estaban únicamente en mi imaginación. La opresión, la oscuridad, era totalmente real, y tan poderosa como yo la creía. Pero ¿acaso no conocía yo en mi fuero interno de dónde procedía?

El día del regreso al hogar, tan sólo el pequeño Arturo alegró nuestros corazones con su inconmensurable alegría por nuestra vuelta.

—Me equivoqué al dejarlo, Pelleas —confesé—. Todo nuestro vagabundeo no ha conseguido nada. Al contrario, no hay duda de que he empeorado las cosas con mi maldita interferencia —me interrumpí al ver que Arturo se acercaba corriendo.

—¡Myrddin! ¡Pelleas! Habéis estado fuera tanto tiempo…, ¡casi un año! ¡Os he echado de menos! ¿Queréis verme arrojar una lanza? —Había pasado todo el largo verano perfeccionando el lanzamiento, y se sentía orgulloso de su creciente destreza.

—Yo también te he echado de menos —respondí, desmontando rápidamente y atrayéndolo hacia mí.

—¡Es la tierra y el cielo verte! ¡Oh, Myrddin, me siento tan feliz de que hayas vuelto! —Me rodeó la cintura con los brazos.

—Es la alegría misma el verte, Arturo —susurré—. Lamento haber estado ausente tanto tiempo; no podía evitarse.

—Te perdiste el Lugnasadh —dijo Arturo, apartándose—. ¡Pero a pesar de ello has llegado a tiempo para la cacería de otoño! Temí que te la perdieses. Lord Ector dice que Cai y yo podemos ir este año. Quiero cabalgar contigo, Myrddin, para que puedas verme. Algunos de los señores del norte vendrán, y lord Ector dice que podemos…

—¡Poco a poco, Arturo! ¿Qué me cuentas de la Asamblea? —pregunté. ¿Nos habríamos perdido también eso?

Arturo frunció el entrecejo por un brevísimo instante, y eso me dio la respuesta.

—No hubo Asamblea este año —respondió—. Debido a problemas en no sé dónde, Custennin dijo que la Asamblea no podía tener lugar.

—Oh —repuse, meneando la cabeza—; qué lástima.

—Pero —continuó Arturo, animándose de inmediato—, Ectorius dice que el año próximo tendremos una Asamblea aún mayor…, ¡el doble de grande! Eso hace que casi valga la pena esperar. —Se dio la vuelta y echó a correr—. ¡Venid, os mostraré lo bien que arrojo la lanza! ¡He estado practicando todo el verano!

Desapareció en un instante.

—¿Bien? —Me volví a Pelleas—. Creo que tendremos que presenciar una prueba de lanzamiento. La excelente cerveza de Ectorius tendrá que aguardar un poco, me parece; esto es más importante. Envía al señor de la casa nuestras disculpas; dile que ha surgido un asunto de cierta importancia, y que nos reuniremos con él tan pronto como sea posible.

Pelleas se marchó a toda prisa a hacer lo que le había ordenado y cuando regresó nos encontró a Arturo y a mí en el terreno situado detrás de la residencia de los muchachos. Allí Arturo nos demostró su considerable pericia al dar una y otra vez en el blanco; hazaña más extraordinaria aún por el hecho de que utilizaba la lanza larga de los guerreros, y no la otra más corta que utilizaban los niños en sus entrenamientos.

El día que moría alargó nuestras sombras sobre el terreno y permanecimos allí inmóviles contemplando cómo Arturo, incansable, arrojaba y recuperaba la lanza, el rostro enrojecido por el arrebol del orgullo ante esta nueva habilidad suya. Vitoreamos su éxito y alabamos sus proezas mientras el llameante sol se hundía aún más a nuestra espalda.

Tras un último «Bien hecho», rodeé al muchacho con mi brazo y emprendimos el regreso al salón donde se preparaba el banquete.

—Posees el toque del campeón-dije.

—¿Eso crees? Puedo hacerlo mejor… Sé que puedo.

—Te creo. —Me detuve y posé ambas manos sobre los hombros de Arturo—. Te convertiré en rey, Arturo.

El muchacho no pareció impresionado por aquella promesa.

—Eso dices tú. ¡Yo sólo quiero luchar contra los saecsen!

—Ya lo creo que lucharás contra los saecsen, hijo mío —le aseguré—. Serás un guerrero: ¡el mejor guerrero del mundo! Y muchas otras cosas además.

Arturo se sintió feliz con esta profecía. Pero en aquellos momentos se habría sentido igual de feliz con una nueva lanza o una espada propia. Se marchó a toda prisa para devolver la lanza al arsenal, y regresó corriendo a los pocos instantes.

Lo esperé, y contemplé cómo corría.

—Míralo, Pelleas. No sabe nada de los poderes formados contra nosotros; y, aunque lo supiera, creo que le importaría tan poco como el polvo que pisa.

Resulta algo extraño y sutil, pero ahora creo que yo tenía que fracasar —darme cuenta de que todos mis esfuerzos por lograr la paz no servían de nada— antes de poder reconocer la realidad, allí ante mí, cruda como la vida misma. Para poder dar la bienvenida a la redención, se debe abrazar primero la total desesperación del fracaso. ¿Cómo puede el hombre buscar auxilio a menos que sepa que está realmente perdido? Estaba allí antes —¡estuvo ahí siempre!— pero yo no podía verlo. Ahora lo vi tal y como era, y tal y como sería más adelante. ¡Sí! Recuerdo el momento a la perfección. Ciertamente, aquella tarde dorada con Arturo tan feliz a mi lado sigue siendo una de las más espléndidas que recuerdo. Pues en aquel breve período de tiempo vi la forma que tomaría nuestra salvación. ¡Luz Omnipotente, y pensar que se me podría haber pasado por alto!

Por desgracia, la gloria del momento resultó muy efímera. Malas noticias nos esperaban. Ector levantó la vista, el entrecejo fruncido, cuando penetramos en sus aposentos. Estaba sentado en su lugar favorito: un sillón hecho con cornamentas de ciervos rojos y colmillos de jabalí entrelazados.

—¡Aquí estáis! —exclamó con brusquedad, y puso un rollo de pergamino ante nuestras narices en cuanto nos detuvimos junto a él—. ¡Leed esto! —Lo dijo como si lo que allí estaba escrito fuera cosa mía.

Cogí el rollo, lo desenrollé y escudriñé la apretada escritura antes de entregar el pergamino a Pelleas. Éste lo leyó rápidamente y lo devolvió a Ector.

—Esto —gruñó Ectorius— me estaba esperando cuando llegué. Es de Lot. Se han visto grupos de guerreros saecsen en el norte. Hay mujeres y niños con ellos. —Cada palabra llevaba con ella una carga de temor—. Se están instalando. Los pictos les han dado la bienvenida; Lot cree que han formado una alianza, y eso es lo que parece.

—¿Dónde está el hombre que trajo la carta? —pregunté.

—Se ha ido —respondió Ectorius—; él y los hombres que lo acompañaban descansaron sólo un día antes de regresar. No nos encontramos con ellos por este poco. —Alzó el pulgar y el índice para mostrar lo poco que había faltado.

—Saecsen instalándose en el norte —refunfuñé sombrío—. De modo que empieza de nuevo. La confusión que temíamos ya está aquí.

Ectorius, que esperaba algún consuelo por mi parte, intentó ahora suavizar el golpe él mismo.

—De todos modos, las cosas podrían estar peor. Unos cuantos colonos. Eso es todo. Seguramente, no pueden causar… —empezó sin entusiasmo.

—¡No es únicamente unos cuantos colonos, como tú bien sabes! —lo interrumpí.

Ectorius me lanzó una mirada furiosa; su mandíbula se hinchó peligrosamente pero se mordió la lengua.

—¡Piensa un poco, hombre! Lo que ocurre en el norte, también pasa en el sur: las primeras de las poderosas oleadas que a partir de ahora se abatirán sobre esta isla han caído ya sobre nuestras costas, y con ellas han llegado los primeros de los grandes señores guerreros que reclamarán Inglaterra para sí.

—¡Eso que dices es una locura! —replicó Ectorius, saltando de su sillón—. No sabes que sea así.

—Es cierto, Ector. La Costa Saecsen ha caído. En estos instantes los bárbaros erigen fortalezas en las que reunir a sus ejércitos, y desde allí se extenderán como una plaga para arrasar el país. Y luego —concluí solemne—, cuando hayan robado lo suficiente para sustentarse, intentarán someter a Inglaterra a su pagano gobierno.

Ectorius, confirmados sus peores temores, contempló ceñudo el pergamino durante unos instantes y luego lo arrojó al suelo.

—No me das muchos ánimos —dijo con aspereza—. No obstante, no es ni más ni menos que lo que me decía el corazón, y eso que tenía la esperanza de que Aurelius y Uther los hubieran desanimado.

—Lo hicieron, pero sólo un estúpido pensaría que iba a durar eternamente. Tal y como están las cosas, hemos disfrutado de una cierta paz durante estos últimos años. Con todo, si tenemos suerte, puede que durante un tiempo se contenten con establecer sus poblados antes de iniciar los ataques.

—Que empiecen cuando quieran —declaró lord Ectorius—. Por el Señor que me ha creado, Emrys, que pienso defender lo que es mío. No me expulsarán de mis tierras.

—Muy bien dicho —repuse—; pero la fuerza sola no triunfará esta vez.

—¿Cómo entonces? ¿Qué otra cosa podemos hacer?

—Rezar, buen Ector —salmodié en voz baja—. Rezar para que Dios esté con nosotros. Rezar para obtener la fuerza de la verdad y el valor de la justicia. Pues te digo con toda franqueza que sin estas dos cosas Inglaterra no será nuestra ni un día más de lo que nos sea concedido.

Ectorius, la expresión hosca, meneó la cabeza despacio mientras la verdad de lo que le decía iba penetrando en su interior.

—Éste es un trago muy amargo, Emrys. Te lo digo con franqueza, y no me da ningún ánimo.

—Que ésta sea tu esperanza entonces, amigo mío: hay alguien bajo tu cuidado que ya ahora lleva en su interior todo lo que se necesitará llegado el día. Alguien cuya vida se encendió en este mundo para ese solo propósito.

—Pero ¡si no es más que un chiquillo! —Ectorius me contempló asombrado.

—En el día de hoy he visto el futuro, Ector —le aseguré—. Y brillaba en la afectuosa bienvenida del rostro de ese muchacho.