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na civitas importante bajo los romanos, Venta Belgarum había sido la plaza fuerte de los señores belgae antes de la llegada de las legiones; Morcant jamás permitió que nadie olvidara que su linaje alardeaba de una larga y lucrativa cooperación con César, y que los señores de los belgae estaban orgullosos de su pasado. A pesar de que el foro y la basílica habían sido reclamados para uso privado, el rey Morcant cuidaba dignamente de ellos. A decir verdad, no obstante sus continuas referencias a Inglaterra, aún se denominaba a sí mismo gobernador provincial.

Las puertas estaban ya cerradas y atrancadas, pero Morcant nos recibió. El obispo Uflwys era un personaje demasiado importante en Caer Uintan para que se lo pudiera tratar con ligereza o ignominia; dudo que a mí se me hubiera recibido de la misma guisa. Así pues, nos condujeron a una sala adornada con alfombras tejidas en las paredes e iluminada con velas de junco.

—Es tarde para un sacerdote, ¿no es cierto? —inquirió Morcant, sonriendo como si recibir a un obispo en plena noche fuera algo corriente en él—. Tenía entendido que los monjes se levantaban y acostaban con el sol.

—Así como Nuestro Señor Jesucristo está siempre ocupado en sus asuntos, también deben sus siervos estar dispuestos a servir cuando surge la necesidad —le respondió el obispo—, tanto si es de día como de noche.

—Y Merlín… —añadió Morcant, dignándose reconocerme al fin. Aunque me había deshecho de mi atuendo sacerdotal, seguía aún vestido con modestia—. Me sorprende verte. Pensaba que estabas muerto. —Sin duda eso era lo que más deseaba.

—Lord Morcant —respondí con frialdad—, no pensaréis que abandonaría Inglaterra sin una palabra de despedida… Cuando parta, todo el mundo se enterará.

La respuesta fue dada con un cierto aire de desenfado; pero las palabras poseían un leve toque siniestro, y fueron recibidas con un embarazoso silencio.

—Bueno —ofreció Morcant, permitiéndose una maliciosa sonrisa satisfecha—, al menos podemos dar por sentado que disfrutaremos de tu presencia durante bastante tiempo aún. Muy bien, ¿tomaréis un poco de vino conmigo? ¿O acaso el asunto que os ha enviado a tratar vuestro señor requiere una atención más sobria? —El monarca cruzó las manos y no hizo ningún gesto para indicar que trajeran vino. Más bien, tras clavar sus ojos alternativamente en uno y otro, regresó a su sillón y se sentó a esperar los acontecimientos.

El obispo Uflwys no perdió un minuto.

—Ahórrate tus refrigerios —dijo categórico—; sería un desperdicio servir buen vino esta noche. Merlinus me ha traído la noticia de esta guerra en la que estás inmerso. ¿Qué hay de cierto en ello?

Morcant nos contempló con inocente asombro. ¡Había estudiado sus reacciones con todo cuidado!

—¿Guerra? —repitió, como si pronunciara una palabra desconocida—. Debe existir algún error. No sé nada de ninguna guerra. Pero ¡si disfrutamos de paz! Los demonios saecsen…

—No me vengas con los saecsen —le espetó Uflwys—. Corre la voz por los poblados de por aquí que has atacado al rey Madoc, te has apoderado de algunas de sus tierras y has matado a su hijo. ¿Es cierto?

Morcant se las ingenió para mostrar una expresión dolorida.

—¿Es Madoc quien te ha contado esto? —Suspiró y golpeó los brazos del sillón con las manos con aparente exasperación—. ¿Por qué dice estas cosas contra mí?

Pero al obispo no se lo desanimaba con tanta facilidad.

—Te lo vuelvo a preguntar y exijo una respuesta, Morcant: ¿es cierta la acusación? Te advierto que pienses en ti mismo antes de responder, ya que pones tu alma en peligro con una mentira.

Si aquello preocupó a Morcant, éste no lo demostró. Dio a sus facciones un aspecto serio y herido, antes de responder:

—No puedes creer que yo haga algo así.

—Ése es el problema, Morcant; lo creo —insistió Uflwys—. Y aún no te he oído negarlo.

Consciente de la imposibilidad de mantener su posición, Morcant atacó.

—¡Tú! —Saltó de su asiento y me apuntó al rostro con un dedo—. ¡Esto es cosa tuya! ¡Has sugerido a Madoc que invente estos rumores en contra mía!

—No, Morcant; no lo he hecho —respondí con firmeza.

—Entonces es todo cosa de Madoc —repuso él malhumorado—. ¡Ah, lo veo muy claro ahora!

—No has contestado a la acusación, Morcant —declaró el obispo, alzándose de su asiento—. Tomaré tu silencio como prueba de culpabilidad. No permaneceré aquí más tiempo, no sea que perjudiques aún más tu alma. —Avanzó hasta la puerta, donde se detuvo y giró—. Rezaré por ti, falso señor, para que recuperes rápidamente la sensatez y te arrepientas antes de que sea demasiado tarde.

Morcant no hizo la menor intención de detenerlo; muy al contrario, permaneció firme, contemplándonos con enfurecida expresión beligerante. El buen obispo lo tenía bien atrapado. No podía hacer otra cosa que forcejear con los nudos, y apretarlos aún más a cada tirón.

Pelleas y yo seguimos a Uflwys fuera de palacio y a través del patio.

—Había esperado algo mejor de él —suspiró el religioso.

—¿Pero no te sorprende?

—No. Conozco a Morcant demasiado bien. No me sorprende. De todos modos, siempre espero lo mejor. Tal y como dije, su silencio lo condena. Lo hizo. —Uflwys se detuvo y se volvió hacia mí—. ¿Qué haremos ahora?

—Ya se verá. Si Madoc soporta el golpe en silencio, puede terminar ahí. Si no… —Alcé los ojos al cielo nocturno—. La guerra continuará y otros se verán arrastrados a ella. Lo cual, supongo, es la intención de Morcant.

Regresamos a la iglesia, pero nada más se dijo hasta la mañana siguiente, cuando nos presentamos ante el obispo para despedirnos.

—¿Intentarás evitar que la guerra vaya más lejos? —inquirió esperanzado Uflwys.

—Sí. Hay que hacerles comprender que cuando se trata de luchar entre nosotros, los únicos que pueden vencer son los saecsen: permanecerán a un lado observando cómo nos matamos los unos a los otros y luego se abalanzarán sobre nosotros para acabar con los restos.

—En ese caso te encomiendo a tu tarea. Haré lo que pueda aquí, desde luego, y rezaré por una rápida y satisfactoria resolución. —Alzó la mano derecha para bendecirnos—. Id con Dios, amigos, y que el Señor os otorgue toda su gracia.

Al oeste de Caer Uintan el terreno es todo colinas escarpadas y valles ocultos. Los bosques son menos espesos, los poblados más numerosos que en el norte. Las Tierras del Verano se encuentran al oeste; y, un poco más lejos, Ynys Witrin, la antigua Isla de Cristal, llamada ahora Ynys Avallach: hogar de Avallach, el Rey Pescador, y de su hija, Charis, mi madre.

El pueblo de Taliesin había desaparecido de las Tierras del Verano —como se denominaba a la región comprendida entre Belgarum e Ynys Avallach— y el reino era gobernado por un hombre llamado Bedegran. De joven, Bedegran había combatido junto a Aurelius, y yo lo recordaba como un caballero justo y franco.

Al día siguiente llegamos a la fortaleza de Bedegran en Sorvym. El suyo era un reino extenso, y, puesto que quedaba abierto al mar por el río Afen —por donde los chacales del mar a menudo intentaban desembarcar—, había aprendido el valor de la vigilancia.

Bedegran había salido con parte de su ejército cuando llegamos. Su senescal nos aseguró que éramos bienvenidos y nos rogó que aguardásemos el regreso de su señor. Como estábamos tan cerca de Ynys Avallach, estuve a punto de continuar viaje, pero acepté esperar si eso significaba la posibilidad de averiguar algo a través de Bedegran.

Se nos dio de comer mientras aguardábamos, y yo dormí un poco. Pelleas entretanto pasó el rato con el senescal de Bedegran, quien dijo mucho que luego su señor confirmó: Morcant había estado amenazando sus tierras desde hacía algún tiempo, en un intento de provocar un conflicto entre ambos.

Hasta entonces, todo se había reducido a molestias y disgustos: unas pocas cabezas de ganado desaparecidas, campos pisoteados y cosas parecidas. Por el momento, Bedegran había conseguido mantener la calma y evitar un enfrentamiento directo, que era —consideré— lo que Morcant deseaba.

No obstante, esta paz incómoda no podría sobrevivir mucho más tiempo, ya que cuando Bedegran regresó al anochecer la rabia lo envolvía como una capa en llamas.

—¡Te aseguro que ya he soportado los insultos de Morcant durante demasiado tiempo! —se quejó Bedegran mientras penetraba en sus aposentos hecho una furia—. He evitado el derramamiento de sangre y la lucha haciendo la vista gorda. ¡Pero, ahora que ha empezado a obligar a mi gente a abandonar sus pueblos, ya no puedo seguir mirando a otro lado!

Dejó de dar rienda suelta a su cólera el tiempo suficiente para saludarnos.

—Saludos, Merlín Embries, Pelleas. Saludos y bienvenidos. Me alegro de volver a veros. Perdonad mi cólera de hace un momento; no sabía que tenía invitados en casa.

Agité la mano para indicar que la disculpa no era necesaria.

—Estamos al tanto de la traición de Morcant —dije—. Tu cólera está justificada.

—Quiere la guerra —explicó Bedegran categórico—. La he evitado todo este tiempo, pero para mantener la paz se necesitan dos. Si quiere guerra, lucharé, a pesar de que no quiero hacerlo. —Empezó a pasear de un lado a otro ante nosotros—. Pero esto…, ¡este ultraje! Merlín, no puedo permanecer al margen. Debo proteger a mi gente. No intentes persuadirme de lo contrario.

—Protégela como creas conveniente —respondí—. No he venido a enseñarte lo que debes hacer.

—¡Oye cómo desvarío! Tu tutela, sí la aceptaría. Eres el único hombre al que haría caso. —Bedegran sonrió por primera vez desde su llegada—. Así ¿qué? Te escucho. Habla.

—Tengo muy poco que decir. No obstante, te diré lo que sé: Morcant está atacando Dobuni. Se dice que le han arrebatado tierras a Madoc y que han matado a su hijo; pero, hasta ahora, Madoc se ha negado a luchar.

—Madoc se hace viejo. Sabe que no puede vencer a Morcant. Tanto más, cuando Dunaut presiona por el otro flanco. ¡Ahh! Esos dos son peor que víboras.

—¿Están juntos en esto?

—Si lo están yo no he oído nada al respecto. —Bedegran meneó la cabeza negativamente—. Pero, de todos modos, no me había enterado de lo de Madoc hasta ahora. —Hizo una pausa—. Lamento lo de su hijo.

—Una pérdida terrible —musité, y pareció como si la figura de un joven apareciera instantáneamente ante mí, la mano extendida como si suplicara ayuda. Pero no era el hijo de Madoc; este muchacho era más joven…, de la edad de Arturo, no más—. El hijo… No había tenido en cuenta al hijo…

Bedegran enarcó las cejas.

—Merlín, ¿qué sucede?

—¿Tiene un hijo Morcant?

—Sí. Un muchacho. Creo que se llama Cerdic. Sí, Cerdic. ¿Por qué?

Lo vi todo claro al momento. Comprendí lo que los pastores de Madoc querían decir al referirse a cobrar la deuda de sangre. ¡Qué estúpido había sido! Morcant se estaba deshaciendo de sus rivales y dejando el camino expedito para su hijo. Al menos Arturo estaba a salvo bien oculto en el norte. No me había equivocado al cambiarlo de lugar.

Cambiamos a otros temas de conversación, y no tardó el llegar la hora de la cena. Mientras comíamos, Bedegran inquirió:

—¿Qué harás, Merlín Embries?

—Lo que pueda. Por el momento, mi intención es evitar que la guerra devore el sur. ¿Tengo tu compromiso de mantener la paz?

—Lo tienes, Merlín —respondió nuestro anfitrión, pero añadió—: Si consigues mantener a Morcant y a esa serpiente de Dunaut en sus tierras todo irá bien.

Más tarde, estando a solas en nuestros aposentos, comenté a Pelleas:

—Es tan malo como temía. Por suerte, no obstante, no hemos llegado demasiado tarde. Esto es algo que sólo yo puedo hacer, Pelleas. ¿Qué otro puede moverse con impunidad de un rey a otro? Sólo yo separo a Inglaterra del desastre.

¡Ahh, me había emborrachado con la idea! Y creía lo que decía, igual que creía que podía obtenerse la paz entre estos podencos aullantes que se denominaban a sí mismos nobles. Descansé perfectamente aquella noche, y al día siguiente cabalgué lleno de confianza y nobles intenciones dispuesto a salvar a Inglaterra de encenagarse en una guerra que finalmente sólo beneficiaría a los saecsen.

Madoc —hosco, asustado y desconsolado por la pérdida de su hijo— nos recibió con toda la cortesía que podía demostrar dadas las circunstancias. Sufría, y deseé poder darle algún consuelo.

—¿Bien? —inquirió, una vez finalizadas las formalidades de la bienvenida—. ¿Qué desea el eminente Ambrosius de Inglaterra de este anciano?

Puesto que no se iba con rodeos, le respondí de la misma suerte.

—No permitas que Morcant te arrastre a la guerra.

Alzó la barbilla bruscamente.

—¿Arrastrarme a la guerra? No tengo la menor intención de luchar contra él; pero, si piensas disuadirme de cobrar la deuda de sangre que tiene conmigo, ahórrate saliva. Pienso cobrarla.

—Eso es precisamente lo que espera Morcant. Sólo espera que le des motivo para atacar sin tapujos.

—¿Qué te importa a ti eso, gran Ambrosius? ¿Eh? —refunfuñó el anciano monarca—. ¿Qué convierte en asunto tuyo esta cuestión?

—La seguridad de Inglaterra atañe a todos los hombres honrados. Tengo la intención de hacer todo lo posible por mantener la paz.

—¡Entonces vete a ver a los saecsen! —gritó—. ¡Ve a hablar de paz con ellos y déjame tranquilo!

No había modo de razonar con él, de modo que me marché, diciendo:

—No puedes vencer a Morcant; y posiblemente Dunaut lo ayuda en esto. No pienses en conseguir que Bedegran se alíe contigo; ya he hablado con él, y no te apoyará.

—¡No necesito la ayuda de nadie! ¿Lo oyes?

Acompañado de Pelleas fui a ver a Dunaut, para acusarlo de duplicidad. Al igual que Morcant, nos ofreció una bienvenida cordial, aunque falsa. Se sentó en su enorme sillón y sonrió como un gato ladino, pero se negó a contestar seriamente ninguna de mis preguntas. Finalmente, perdí la paciencia.

—Niega que Morcant y tú estáis juntos en esto —lo reté—. Niega que hacéis la guerra a vuestros reyes vecinos.

El astuto Dunaut apretó los labios y se mostró confundido.

—No te comprendo, Merlín —respondió—. Durante todos estos años hemos apoyado tu absurda prueba. Incluso ahora, la Espada de Inglaterra sigue en la piedra a la espera de ser reclamada. Pero tú ¿te das por satisfecho con eso? ¡No! Nos atacas con acusaciones de hacer la guerra. Revoloteas aquí y allá levantando sospechas y enojo. —Calló, adoptando una expresión herida y llena de aflicción—. Regresa a tu Isla de Cristal, regresa a Celyddon o a donde sea que vivas. ¡No te necesitamos aquí, entrometido!

Puesto que no podía sacarle nada más, me sacudí el polvo de los pies y dejé a la víbora en su nido. Morcant y Dunaut estaban resueltos a iniciar una guerra, eso quedaba muy claro. Cegados por la ambición y embrutecidos por la codicia, conspirarían hasta conseguir la caída de Inglaterra.

¡Que Dios nos asista! Siempre sucede lo mismo con los reyezuelos. En cuanto los saecsen los dejan respirar un poco, empiezan a hacerse pedazos los unos a los otros. ¡Resulta tan absurdo!

—Me apena, Pelleas. Me siento desesperado —le confesé una vez que estuvimos lejos. Cabalgamos un buen rato mientras nuestras cabezas daban vueltas a todo aquello.

—¿Y Tewdrig? —inquirió Pelleas al cabo de un rato—. No hay duda de que podría enfrentarse a alguien como Morcant. Quizá —sugirió— deberías dejar que Tewdrig pusiera fin a todo esto.

Medité sobre ello, pero sólo un momento.

—No, el precio es demasiado alto. No somos lo bastante fuertes para pelear entre nosotros y rechazar al mismo tiempo a los saecsen. —Eso al menos resultaba evidente para mí; menos evidente era cómo traer la paz e imponerla a aquellos que no la deseaban—. Debemos obligarlos a comprender, Pelleas.

Dedicamos todo el verano a intentar desesperadamente que los reyezuelos del sur comprendieran que luchar entre ellos debilitaba a Inglaterra y nos condenaba a todos.

—¿Cuánto tiempo creéis que esperarán los saecsen para apoderarse de la tierra que dejáis desprotegida? ¿Cuánto tiempo creéis que pelearán con los señores del norte cuando un sur debilitado los llama?

Mis preguntas, al igual que mis acusaciones, no causaban mella ni obtenían respuestas. Les lancé verdades y recibí mentiras a cambio. Utilicé la persuasión y la gazmoñería, la amenaza y el halago, supliqué, rogué, engatusé y aguijoneé. Morganwg me despreció, Coledac se mostró arrogante y los otros… Madoc, Ogryvan, Rham, Owen Vinddu y el resto fingieron inocencia o indiferencia y maquinaron traiciones interiormente. Todos mis esfuerzos fueron vanos.

Agotado en cuerpo y espíritu, decidí finalmente encaminarme a Ynys Avallach. Ansiaba volver a ver a Avallach y a Charis, y esperaba encontrar consuelo y comprensión. La verdad es que necesitaba desesperadamente un bálsamo que curara mi acongojado ánimo.

El palacio del Rey Pescador seguía inalterable como siempre. El verde montículo de la Torre se alzaba sobre el tranquilo lago, su imagen reflejada en las aguas inmóviles. Innumerables manzanos adornaban las empinadas laderas, ascendiendo hasta las elevadas y elegantes murallas. La paz y el sosiego envolvían la isla como la niebla el lago bordeado de juncos, y se respiraba un aire de tranquilidad suave como la luz que se filtraba por los sombreados senderos. El sol que se ponía proyectaba sus rayos sobre las altísimas murallas y torreones provocando que la pálida piedra enrojeciera como oro al rojo vivo. Este resplandor era de una naturaleza que impregnaba al aire mismo de tal forma que parecía hormiguear sobre la piel; una luz viva que transmutaba todos los elementos más bajos en material mucho más fino y puro.

Avallach, regio y enigmático, la barba rizada y aceitada, nos dio la bienvenida a Pelleas y a mí de todo corazón, y nos trató con gran deferencia. Charis, la Dama del Lago, puede decirse que resplandecía de amor por mí; sus verdes ojos brillaban y la dorada cabellera relucía mientras me conducía, cogido del brazo, por entre los manzanos que cuidaba con tanto esmero. Paseábamos por los umbríos bosquecillos o remábamos en el cristalino lago al atardecer y nos íbamos a la cama con el canto de los ruiseñores resonando en el aire nocturno.

No obstante la paz que se respiraba, yo comía y dormía mal. Estaba preocupado. Ni siquiera pescando con el Rey Pescador en el lago que se extendía a los pies de la Torre, me tranquilizaba. Tampoco podía confiarme a mi madre. Charis, cuya comprensión no conocía límites, me consolaba lo mejor que podía; pero yo no quería que me consolaran. Lo cierto es que no era auxilio lo que necesitaba, sino una visión. Y no me llegaba.

Te pregunto, oh Espíritu de la Sabiduría, dime si puedes: ¿cuál es el remedio para la falta de una visión?

Día a día, mi espíritu se enfriaba. Sentía como si me congelara interiormente, como si mi corazón se endureciera dentro de mi ser. Notaba cómo el alma se me paralizaba y se tornaba pesada como un miembro sin vida. Charis se daba cuenta de todo ello. ¿Cómo podía yo ocultarlo a quien me conocía mejor que nadie?

Una noche, sentado a la mesa con el plato intacto ante mí, me dediqué a escuchar cómo Charis explicaba la labor de los caritativos hermanos de la cercana abadía; había, según nos informó, planes para fundar un lugar de curación.

—Es justo que así sea —decía ella—. Taliesin vio el Reino del Verano como un lugar donde la enfermedad y los achaques habrían desaparecido para siempre. Y muchos llegan aquí en busca de ayuda para sus sufrimientos. El abad ha hecho venir monjes de la Galia y de otros lugares…, hombres que saben mucho de medicina y de artes curativas.

—Sí, claro. —Yo la escuchaba sólo a medias.

Mi madre se interrumpió y posó una mano sobre mi brazo.

—Merlín, ¿qué sucede?

—No es nada —suspiré; intenté sonreír, pero encontré excesivo incluso ese pequeño esfuerzo—. Lo siento. ¿La abadía? Decías…

—Tan sólo que las tareas de curación siguen floreciendo por aquí —respondió ella con rapidez—. Pero hablábamos de ti ahora. Estás triste. Creo que fue un error que vinieras aquí.

—Una estancia en el Reino del Verano jamás es un error —contesté—. Simplemente estoy muy cansado. El Señor sabe que tengo motivos para ello; he estado cabalgando de un lado a otro todo el verano.

Charis se inclinó al frente y tomó mi mano entre las suyas.

—A lo mejor te necesitan en otro lugar —continuó, dejando de lado mi objeción.

—¡No se me necesita en absoluto! —grité, y lo lamenté al momento—. Lo siento, madre. Perdóname.

Ella me apretó aún más la mano.

—Arturo te necesita —respondió con sencillez—; regresa a Celyddon. Si todo lo que dices es cierto, allí es donde está el futuro.

—A menos que los señores del sur abandonen su actitud guerrera, no existe futuro —concluí sombrío. Callé unos instantes, recordando el fogoso temperamento de Uther—. Necesitamos otro Pendragon.

—Ve, halcón mío —dijo mi madre—. Regresa cuando lo hayas encontrado.

Aquella noche dormí muy mal, y desperté antes del amanecer, inquieto.

—Prepara los caballos, Pelleas —ordené lacónico-Partiremos en cuanto hayamos desayunado.

—¿Vamos a Londinium?

—No, hemos terminado aquí; que el sur se las arregle solo. Nos vamos a casa.