5

A

bandonamos Caer Edyn tan pronto como Pelleas hubo finalizado los preparativos a su entera satisfacción. Ector nos aconsejó esperar hasta que los senderos se hubieran deshelado otra vez, pero la primavera siempre llega tarde en el norte, y no me atrevía a esperar hasta que las nevadas y las lluvias cesaran. Arturo pidió venir, pero no lo decepcionó tener que quedarse.

El día de la partida amaneció frío y gris, y no mejoró. Acampamos al abrigo de la colina aquella noche, nos levantamos temprano y seguimos nuestro camino. El cielo no despejó, y el viento se volvió cortante, pero no nevó y pudimos continuar, avanzando lentamente a través de las cañadas y por las suaves y heladas colinas… si bien más despacio de lo que hubiera deseado.

La prudencia exigía discreción; que Arturo siguiera estando a salvo dependía de mi habilidad para mantener ocultos su identidad y su paradero. El secreto era mi mejor aliado; pero, puesto que no podíamos evitar todos los poblados y fincas, ni rehuir a los otros viajeros, me volví tan invisible como me fue posible. De este modo empezó lo que iba a convertirse en una costumbre para mí cuando me movía por el país: adoptar diferentes apariencias para facilitar mi paso entre los hombres; ahora un anciano, ahora un joven, un pastor, un mendigo, un ermitaño.

Abrazaba la humildad y la utilizaba como un manto. Rodeado de gentes que nada sospechaban, me dedicaba a los quehaceres más humildes de este mundo, y así pasaba inadvertido por la Isla de los Poderosos, pues los hombres casi nunca prestan atención a las cosas sencillas que los rodean; y a lo que no prestan atención no le ponen trabas. De este modo, atravesamos la región norte y penetramos en las tierras del sur situadas más allá de la Muralla, donde fuimos a dar con una vieja carretera romana justo al sur de Caer Lial. La carretera resultaba aún transitable, y Pelleas se asombró de que así fuera.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Pensabas que estas losas desaparecerían junto con las legiones? ¿O que el emperador arrollaría sus carreteras y se las llevaría de vuelta a Roma?

—¡Mirad! —exclamó Pelleas, alzando una mano en dirección al semioculto sendero que se extendía recto y estrecho ante nosotros—. Se nos allana el camino; el sendero está libre en medio de la maleza. —Sonreí ante su comentario—. Esto viene bien a nuestro propósito, Emrys. Viajaremos más deprisa, y nadie advertirá nuestro paso.

Era cierto; el sendero empedrado seguía siendo liso y llano como siempre y, aunque arbustos, árboles pequeños y matorrales de todas clases se amontonaban en sus márgenes hasta ocultarlo a la vista, la maleza no había borrado la carretera. Ya que otros hombres habían abandonado tiempo atrás las antiguas carreteras en favor de senderos más abiertos, esta misma vegetación tupida nos permitiría libertad de movimientos. Viajaríamos sin ser vistos; apareciendo aquí y allí cuando quisiéramos, o cuando fuera necesario, para desaparecer luego una vez más… y volver a aparecer en otro lugar.

Tuve que darle la razón; las antiguas carreteras romanas parecían un regalo divino, y ensalcé a la Luz Omnipotente por ello. A menudo he observado que, cuando se necesita un camino, aparece un camino. No hay que asombrarse por ello, ni tampoco pasarlo por alto.

Seguimos pues el viaje con más ánimo, aunque faltos de otra compañía humana en su mayor parte, ya que nos mantuvimos alejados de poblados y de las moradas de los hombres, acampando solos y durmiendo al raso. De vez en cuando, nos aventurábamos al interior de algún poblado que encontrábamos junto al camino en busca de provisiones. En todas partes, escuchaba yo con atención lo que nos contaban y sopesaba las palabras con cuidado, realizando una criba de todo lo que oía en busca de algún indicio de los problemas que temía.

Cuando llegamos a las tierras del sur, un clima más cálido anunciaba una primavera temprana, y muy pronto suaves brisas empezaron a murmurar por entre los nuevos brotes de los árboles; las flores no tardaron en aparecer, sembrando las corrientes de aire de una dulce y embriagadora fragancia. Los cauces iban repletos de agua; río, lago y arroyo estaban a rebosar. En un abrir y cerrar de ojos, las colinas se llenaron de brillantes colores: amarillo, rojo y azul. El sol transitaba por un cielo aborregado y plagado de nubes, y la luna orientaba su brillante curso a través de un firmamento cubierto de estrellas.

La paz parecía haber reclamado para sí la tierra, pero aquello no me proporcionó ningún consuelo. Muy al contrario: cuanto más hacia el sur cabalgábamos, más crecía mi preocupación.

—Sigo inquieto, Pelleas —confesé una noche ante el fuego del campamento—. No me gusta lo que percibo aquí.

—No me sorprende —me contestó—; no habríamos llegado tan lejos de lo contrario. A lo mejor significa que nos acercamos al término de nuestra búsqueda.

—Puede —concedí—. Las tierras de Morcant están cerca. Daría mi arpa por saber qué trama.

—Sin duda habrá algún poblado cerca. Quizás alguien podrá decirnos algo.

Al día siguiente partimos en busca de la aldea más cercana, y encontramos una de tamaño considerable a horcajadas sobre el vado de una impetuosa corriente. Un sendero fangoso unía las dos mitades, cuyas casas eran de barro y caña con tejado de juncos, de construcción muy sencilla; aun así, los dos cercados para ganado demostraban riqueza.

Bajo la apariencia de un sacerdote ambulante —una larga túnica informe de lana sin teñir que Pelleas había comprado para mí en una abadía del camino, los cabellos en desorden, el rostro manchado de barro y hollín— inspeccioné el lugar desde la ladera de una colina.

—Éste servirá. Las gentes de aquí comercian con ganado; sabrán qué sucede por la zona.

Mientras nos acercábamos, una premonición de peligro en forma de hormigueo me recorrió la nuca. Me incliné hacia Pelleas para comentarle mis temores, pero éste me indicó con un gesto que no hablase y detuvo el caballo. Irguiéndose en la silla, gritó con voz estentórea:

—¿Hay alguien aquí?

Aguardamos. Ningún sonido surgió de las viviendas. A poco, Pelleas volvió a gritar:

—Estamos esperando, y no partiremos hasta haber dado de beber a nuestros caballos.

Imaginé susurros furtivos tras las paredes de barro que nos rodeaban: insinuaciones, veloces y agudas, arrojadas como puñales a nuestras espaldas.

—Tal vez debiéramos ir a otro lugar —insinuó Pelleas en voz baja.

—No —repuse con firmeza—. Hemos venido aquí de buena fe, y no me harán marchar.

Esperamos. Los caballos bufaron y patearon el suelo impacientes.

Al fin, cuando ya pensaba que debíamos seguir adelante, hizo su aparición un hombre de grueso cuello con un garrote de madera. Tras pasar por el bajo dintel de la casa central, se irguió y avanzó hacia nosotros con un contoneo.

—Saludos —dijo, dando a la palabra un tono más de amenaza que de bienvenida—; no se ve a muchos de los tuyos por aquí. Viajar resulta difícil en estos tiempos.

—Estoy de acuerdo —respondí—. Si la necesidad no fuera grande, no os molestaríamos en busca de hospitalidad.

—¿Hospitalidad? —Era evidente que la palabra no tenía ningún significado para él. Los ojos, de gruesos párpados, se entrecerraron con suspicacia.

Pelleas fingió indiferencia ante la grosería del otro y saltó de la silla.

—Pedimos un poco de agua para los animales, y para nosotros. Luego seguiremos nuestro camino.

—Agua es todo lo que obtendréis, os lo advierto. —El hombre se puso a la defensiva.

—El más precioso don del Señor… No pedimos otra cosa —respondí yo con una sonrisa altanera.

—Ja. —El hombre se dio la vuelta con brusquedad—. Por aquí.

Pelleas me lanzó una mirada sombría y lo siguió; recogí las riendas y fui detrás con los caballos. Nos condujo hasta un abrevadero de piedra que llenaba un hilillo de agua de un manantial de la ladera mediante un antiguo conducto de arcilla.

Pelleas fue el primero en beber, recogiendo agua con las manos. Cuando terminó, me incliné y bebí.

—Dulces son las bendiciones del Señor —dije, secándome las manos en la parte delantera de la túnica—. Os agradezco vuestra amabilidad.

El hombre lanzó un gruñido y balanceó el garrote contra la pierna.

—Hemos estado en el norte —proseguí, mientras Pelleas empezaba a dar de beber a los caballos—. ¿De quién son estas tierras?

—Del rey Madoc-escupió el hombre.

—¿Es un buen rey?

—Hay algunos que eso dirían… aunque otros dirían lo contrario.

—¿Y qué diríais vos?

La bestia que teníamos delante volvió a escupir, y creí que no respondería. Pero simplemente tomaba ánimos para lo que tenía que decir.

—¡Yo digo que Madoc es un estúpido y un cobarde!

—Aquel que llama estúpido a su hermano corre el peligro de atraer sobre sí la cólera de Dios —le recordé—. Sin duda, tenéis una buena razón para tan duro juicio.

—Y muy buena —bufó el otro—. ¡Llamo estúpido a aquel que deja que otro le robe las tierras y no alza una mano para detener al ladrón! Llamo cobarde a aquel que ve cómo asesinan brutalmente a su hijo y no exige venganza.

—Ésta es una cuestión muy seria. Tierras robadas, un príncipe asesinado… ¿Quién ha hecho estas cosas?

El hombre hizo una mueca de disgusto ante mi ignorancia.

—¿Quién va a ser? —respondió despectivo—. ¡Morcant de Belgarum, desde luego! Hace dos veranos que empezó, y desde entonces cada poblado tiene que defenderse a sí mismo, ya que no podemos esperar protección de Madoc.

—Me apena oír esto —repuse, sacudiendo la cabeza tristemente.

—¡Ja! —ladró desdeñoso el hombre—. ¡Que tu pena te defienda! Yo pienso defender lo que tengo. —Sus labios se curvaron en una mueca desagradable—. Ya habéis tomado el agua que queríais; ahora marchaos de aquí. No necesitamos sacerdotes.

—Podría daros una bendición…

El hombre alzó el garrote por toda respuesta.

—Sea como queréis. —Me encogí de hombros y tomé las riendas que me tendía Pelleas. Montamos y nos marchamos por donde habíamos venido; una vez que el lugar quedó fuera de la vista, nos detuvimos para examinar lo que habíamos averiguado.

—Así que Morcant hace la guerra a los otros reyes —dije pensativo—. ¿Con qué propósito? ¿Un poco de tierra, un pequeño botín? No tiene sentido.

—¿Iréis a ver a Madoc?

—No, no puedo hacer nada ahí. Morcant ha creado la discordia entre sus vecinos, y me gustaría saber por qué. Puesto que soy un sacerdote hoy, nos comportaremos como tal y buscaremos consejo en un poder superior.

Los belgae son un tribu antigua cuya sede es Caer Uintan. La paz con Roma les permitió establecerse en la región, y la vieja Uintan Caestir prosperó y creció sirviendo a las legiones. Pero las legiones hacía ya tiempo que habían desaparecido, y la ciudad se encogía ahora sobre sí misma, como una manzana demasiado madura que se marchita allí donde ha caído.

Como Londinium en el sudeste, Caer Uintan conservaba una muralla de piedra alrededor de su perímetro. Pero el vallum de Caer Uintan jamás fue tan alto como el de Londinium porque jamás se necesitó que lo fuera; servía como recordatorio de la fuerza de los belgae, más que de auténtica defensa.

Así pues Pelleas y yo nos quedamos asombrados cuando llegamos a la ciudad al anochecer: la muralla de Caer Uintan había crecido y mucho. Y habían cavado un profundo foso bajo la muralla para que ésta resultara aún más alta. La ciudad de Caer Uintan era ahora una fortaleza.

Las puertas estaban ya cerradas y atrancadas hasta la mañana siguiente, a pesar de que el cielo aún tenía luz. Nos detuvimos en la estrecha calzada que moría ante las puertas y llamamos a los vigilantes. Tuvimos que esperar un buen rato, y, por si fuera poco, se nos contestó con malos modos.

Los ariscos porteros estaban poco dispuestos a admitirnos; pero, como dije tener asuntos que tratar con la iglesia —la iglesia que Aurelius había construido para la ciudad—, de mala gana y con muchas palabrotas abrieron el portón y nos dejaron pasar, no fueran a tener un mal encuentro con el obispo Uflwys, cuyo agudo ingenio, y más aguda lengua, eran famosos en la región.

—¿Vamos directamente a la iglesia? —inquirió Pelleas en cuanto hubimos atravesado la entrada.

Las calles de la ciudad estaban oscurecidas por las sombras y el humo de los fuegos de los hogares que empezaban a brillar tras los gruesos cristales de estrechas ventanas. Caer Uintam seguía siendo una ciudad rica; aquellos de sus habitantes que podían mantener un estilo de vida a la romana vivían bien.

—Sí, quiero hablar con el obispo —respondí—. Uflwys puede que tenga algo que decirnos.

El obispo Uflwys era un hombre alto y austero de elevados pensamientos y profundas convicciones. Se decía que aquellos que acudían a Uflwys en busca del perdón divino para sus pecados y crímenes abandonaban su presencia con una buena repulsa, pero también absueltos de sus culpas. Como obispo no temía a los reyes terrenales ni a los demonios del infierno, y trataba a todo el mundo por igual, es decir, sin ambages.

Había llegado a Caer Uintan para ayudar en la construcción de la iglesia y se había quedado para conducirla con mano férrea. La iglesia, al igual que su guía, permanecía apartada del mundo, sin adornos, dando muestra de una fe firme e inquebrantable. Me interesaba qué podría decirme sobre Morcant.

El obispo nos recibió con cordialidad; aún sentía algún respeto por mí, al parecer, pues había querido mucho a Aurelius. Lo cierto es que Uflwys parecía genuinamente contento de verme.

—¡Merlinus! ¡Querido hermano, casi no te reconozco! —Se alzó cuando nos anunciaron y vino a nuestro encuentro con los brazos extendidos. Fui hasta él y sujeté los brazos que me tendía según el antiguo saludo celta—. Venid, venid, sentaos conmigo. ¿Tenéis hambre? Comeremos. A menudo me he preguntado dónde estarías. ¡Que el Señor te bendiga! ¿Por qué vas vestido como un mendigo?

—Me alegro de verte, Uflwys. A decir verdad, no pensaba venir aquí; pero, ahora que te veo, creo que han guiado mis pasos hasta aquí desde el primer momento.

—A donde el buen Señor indica, sus siervos deben ir, ¿no es así? Y, por tu aspecto, yo diría que te han conducido a una apasionante caza. ¿Qué tramas, Merlinus? —Señaló mis ropas—. ¿No te habrás ordenado por fin?

Antes de que pudiera explicarme, Uflwys alzó las manos.

—No, no digas nada aún. Comeremos primero. Los dos estáis cansados del viaje. Tomemos un bocado, ¿de acuerdo? Ya habrá tiempo más que suficiente para conversar después.

La mesa del obispo era tan frugal como el mismo clérigo: comida sencilla —pan, cerveza, carne, queso— pero buena. Pelleas se sentó a la mesa con nosotros y nos sirvieron dos monjes jóvenes del monasterio cercano. Nuestra conversación durante la comida versó sobre las observaciones habituales en los viajes: el tiempo, la siembra, el comercio, noticias recogidas por el camino. Cuando terminamos, el obispo se alzó de su silla.

—Tomaremos aguamiel en mi habitación —informó a los monjes—; traed una jarra y copas.

Nos acomodamos en la desnuda habitación de Uflwys, una celda encalada con un ventanuco sin cristal y un suelo de tierra batida, y una repisa estrecha sobre la que descansaba un jergón de paja limpia que era su lecho. De todos modos, estaba acostumbrado a recibir invitados en su celda y, en deferencia a ellos, la habitación estaba amueblada con cuatro enormes y elegantes sillones y disponía de una pequeña chimenea.

Acabábamos de sentarnos cuando aparecieron los monjes; uno sostenía una bandeja de madera con una jarra y copas en ella, y el otro llevaba una pequeña mesa de tres patas sobre la que dejar la bandeja. Todo ello lo depositaron junto al sillón del obispo y, tras servir el aguamiel y encender el fuego, los monjes salieron sin decir una palabra.

Uflwys repartió las copas, diciendo:

—¡Bebamos a la salud del Señor! —Sorbimos el dulce líquido perfumado con brezo durante unos instantes, en silencio—. Bien, amigos míos. ¿Me diréis a qué se debe que disfrute del placer de vuestra compañía esta noche?

—Hemos oído que Morcant ha declarado la guerra a su vecino Madoc —empecé, dejando la copa a un lado e inclinándome hacia adelante—. Me gustaría oír qué puedes decirme sobre cómo están las cosas.

—¿Morcant en guerra? —El rostro del religioso se tornó serio—. Tienes que creerme cuando digo que, hasta que pronunciaste la horrible palabra, no había oído nada al respecto. —Paseó la mirada de mí a Pelleas y luego a mí otra vez—. Nada.

—Entonces te contaré lo poco que sé —respondí.

Narré lo que Pelleas y yo habíamos averiguado y expliqué cómo habíamos obtenido nuestra información.

Uflwys se puso en pie y empezó a pasear preocupado ante el fuego.

—Sí —dijo cuando terminé—; estoy seguro de que lo que dices es cierto, ya que explica muchas cosas. No hay duda de que Morcant se ha tomado muchas molestias para ocultármelo, pero ya no será así. —Se volvió de improviso hacia la puerta—. Venid, enfrentaremos al rey con este sucio pecado. No dormiré hasta haberle arrojado al rostro su crimen. No quiero que piense que la iglesia permanecerá indiferente a este atropello.