aer Edyn estaba situado sobre un acantilado que dominaba una amplia extensión de brillantes aguas llamada Muir Giudan, una bahía abierta al este que desembocaba en lo que había dado en llamarse el mar Saecsen. Lord Ectorius gobernaba su territorio con mano firme. Imparcial, generoso, tan dispuesto para un festejo como para una pelea, Ectorius descendía de un largo linaje de oficiales romanos —centuriones en su mayoría, y un tribuno o dos también— que habían servido en las guarniciones marítimas de la costa oriental.
El noble caudillo continuaba el ancestral oficio de la familia: vigilar las aguas en busca de los negros cascos en forma de cuchillo de las naves enemigas.
Pero el bravo Ector servía a un rey y no a un legado; su servicio era de por vida, no los veinte años del ejército romano; y, en lugar del dios Mitra de los legionarios, adoraba al Cristo de los santos ingleses. Aparte de estas diferencias sin importancia, la vida para Ectorius no era muy distinta de la que habrían conocido sus antepasados.
Su fortaleza amurallada se encontraba a tres días de camino del lugar donde se había celebrado la Asamblea. Un paseo agradable a través de las colinas Eildon situadas al norte y este del mar. Arturo permaneció cerca de mí todo el camino; no por temor, en mi opinión. Simplemente parecía contento de tener a alguien conocido a su lado. Charlamos sobre lo que habíamos visto en la Asamblea: los guerreros, sus habilidades con las diferentes armas, las diferencias en las formas de combatir.
Arturo tenía buen ojo para la sutileza, cualidad que no se asoció con él a menudo en épocas posteriores. Pero podía distinguir la diferencia entre un bocado cuadrado y uno redondo en la boca de un caballo por la forma en que el animal se comportaba mientras su jinete maniobraba sobre el terreno. O de qué clase de madera estaba hecha el asta de una lanza por el ruido que producía al chocar contra un escudo.
Charlar con Arturo no era como charlar con cualquier otro niño de su edad. A los ocho años, había adquirido ya amplios y prácticos conocimientos; leía y escribía bien en latín, y lo hablaba con la suficiente corrección como para ser entendido por el clérigo más exigente.
Conocía también el arte y el saber popular sobre bosques y campos: los diferentes árboles y arbustos y para qué servían; las hierbas apropiadas para realizar medicinas sencillas y pociones; las plantas silvestres comestibles y dónde se las encontraba; todos los pájaros y animales y sus costumbres… y muchas otras cosas además.
Sí, yo era responsable de todo esto. Desde que habíamos empezado a ocuparnos de él, Pelleas y yo habíamos instruido al chiquillo en toda clase de saber popular, llenando su cabeza con las maravillas del mundo que lo rodeaba. Y Arturo, el pequeño Arturo, se entregó a ello como se entregaba a todo: con una fiebre de pasión y determinación.
En esto se notaba su clase. Había heredado todo el ardor e intensidad de Aurelius, y la aguda inteligencia de Ygerna. Poseía también una abundante porción de la intrépida tenacidad de Uther, que a veces se manifestaba como valentía, y otras veces como franca obstinación.
Era poseedor también de la curiosa inocencia de Aurelius en la batalla: el audaz descuido que lo impelía a intentar y conseguir lo imposible. Claro está que esto no empezaría a notarse hasta mucho más adelante, pero incluso ahora se le advertía una cierta despreocupación por la propia seguridad. La reconocí perfectamente, y supe enseguida de dónde procedía, porque ya había cabalgado junto a Aurelius.
En cualquier otro se podría haber considerado descuido, o más bien insensatez. Pero jamás lo fue. Arturo simplemente no sentía miedo. Osadía, bravura, audacia, valor: éstas son cualidades que ayudan a vencer el temor. ¿Qué es entonces, cuando no existe el miedo?
Tal y como he dicho, charlamos de la Asamblea y del año próximo. Comprendí que Arturo estaba decidido a aprovechar al máximo su necesario exilio. Le gustaba Ectorius, y lo respetaba como gobernante y guerrero; estaba ansioso por aprender todo lo que Ectorius pudiera enseñarle.
Al anochecer del tercer día llegamos a Caer Edyn y nos aproximamos por el oeste siguiendo una amplia y sinuosa cañada. Llegados al final del valle iniciamos el ascenso del acantilado. La fortaleza se alzaba sobre la desnuda joroba de una roca enorme, dominando casi toda la bahía que se abría a sus pies.
Muros de roca rematados por una empalizada de madera y rodeados por un foso grande y profundo atestiguaban que Caer Edyn había sufrido más de un ataque saecsen y sobrevivido.
Bajo la luz dorada de una llameante puesta de sol septentrional, la piedra y la madera brillaban como si fueran de bronce: sólidas e invencibles. Y, aunque el terreno que rodeaba la fortaleza parecía bastante agradable —protegido como estaba tras los elevados acantilados—, comprendí que el clima de aquel reino del norte sería severo e implacable.
Las aves marinas que volaban en círculos sobre la edificación y la vista sin obstáculos del amplio y desierto mar hacían que Caer Edyn pareciera un lugar solitario. Arturo también lo sintió y se replegó en sí mismo mientras ascendíamos por el estrecho sendero de la colina que conducía hasta la fortaleza. Pero toda melancolía se disipó al instante en cuanto llegamos a la cima.
—¡Myrddin! —Arturo me llamó con la mano—. ¡Mira!
Cabalgué hasta donde él se encontraba y nos quedamos allí inmóviles contemplando la larga y curvada faja de agua azul que formaba Muir Giudan. Al otro lado de la bahía, colinas arboladas, escarpadas y oscuras, descendían hasta la misma orilla, mientras que, algo más lejos en dirección norte, se distinguía una tenue columna de humo procedente de un pequeño poblado costero.
—Peanfahel —nos dijo uno de los guerreros, que se había detenido junto a nosotros para contemplar el panorama—. Y más allá —siguió, señalando más al norte y al oeste—, aquello es Manau Gododdin. Los saecsen están empeñados en instalarse allí. Hemos combatido en Gododdin muchas veces, y volveremos a hacerlo.
El hombre continuó su camino hacia el caer. Otros guerreros se apresuraban ya hacia allí.
—¿Qué te parece tu nuevo hogar, Arturo? —pregunté.
—Me agrada, creo. Es más abierto que Caer Tryfan…, más parecido a Caer Myrddin. —Se volvió sobre la silla para mirarme—. Y aquí no estoy tan lejos de Bedwyr. A lo mejor podremos vernos de vez en cuando.
—A lo mejor —concedí—; pero las comunicaciones con Rheged siguen siendo muy difíciles.
—Bueno, algún día… puede… —Clavó la mirada al otro lado de la bahía y en las oscuras colinas de la otra orilla, como si contemplara las Islas Órcadas y se preguntara cómo llegar hasta ellas. Por fin, levantó las riendas para instar a su poni a seguir adelante, y continuamos la marcha hasta el caer.
Ectorius nos esperaba cuando penetramos en el patio enlosado.
—¡Bienvenidos, amigos míos! —saludó, la voz retumbando en la piedra—. ¡Bienvenidos a Caer Edyn, el último puesto avanzado del imperio!
De este modo iniciamos nuestra estancia en el norte.
Aquella primera noche en Caer Edyn, Arturo echó terriblemente de menos a Bedwyr, pues eran muchos los años que habían estado juntos. El chiquillo durmió mal, despertó temprano, y se encaminó inmediatamente a los establos para ver a su poni. Satisfecho de que todo estaba en orden, regresó y con paso lento penetró en el salón donde Ectorius lo aguardaba con una sorpresa.
—¡Mi hijo, Caius! —anunció lord Ectorius con evidente orgullo al tiempo que presentaba a un joven robusto y fuerte algunos años mayor que Arturo. El muchacho frunció el entrecejo, no muy seguro de si podía confiar en nosotros—. Éste es Arturo —presentó Ectorius a su hijo—, vivirá aquí a partir de ahora. Dale la bienvenida, hijo.
—Bi… bienvenido, A… a… Artu… ro —murmuró Caius. Luego se dio la vuelta y se alejó cojeando a toda prisa, arrastrando casi la pierna derecha.
—De muy pequeño, el muchacho cayó de una roca y se rompió la pierna —explicó Ectorius con suavidad—. El hueso no soldó bien, de modo que Caius cojea desde entonces. —No mencionó el tartamudeo; defecto que sólo resultaba evidente cuando se excitaba, se sentía frustrado o, como ahora, preocupado.
Estaba claro que Ectorius esperaba que los dos muchachos se llevaran a la perfección.
—El muchacho se siente muy solo aquí —añadió—. Pero acabarán siendo buenos amigos, creo. Sí.
También yo me pregunté cómo se llevaría Arturo con el arisco Caius. Pero, puesto que no existe poder en el mundo que pueda convertir en amigos a dos muchachos que no quieren serlo, dejé estar la cuestión.
Dio la casualidad que el asunto se resolvió con gran rapidez, pues, más entrado el día, Arturo indujo a un Caius del todo reticente a que le mostrara algo del territorio que rodeaba el caer.
Cabalgaron hasta el pequeño poblado costero de Peanbahel, y, durante el trayecto, Arturo averiguó algo extraordinario sobre su remiso nuevo amigo: el muchacho montaba como un joven dios, o como los bhean sidhe de las colinas huecas, cuyos caballos descendían de los corceles de los Inmortales de la Isla de Cristal en el Mar Occidental.
Caius había compensado con creces su defecto aprendíendo a montar con tal habilidad y gracia que, una vez sobre la silla, se convertía en alguien totalmente distinto; en uno de esos seres mitad caballo que aparecían en los libros latinos. Podía conseguir milagros de cualquier animal que montara; incluso la bestia más lastimosa funcionaba mejor que nunca con Caius sobre su lomo.
Como el día era caluroso, los dos chiquillos se detuvieron en el poblado para dar de beber a los caballos en el vado que desembocaba en la playa. Algunos niños del lugar jugaban en las cercanías y, cuando los muchachos se acercaron, los rodearon; pronto se percataron de la pierna lisiada de Caius.
No necesitaron nada más. Al momento empezaron a mofarse y a insultarlo.
—¡Tullido! ¡Tullido! —gritaron, imitando su cojera. Reían a carcajadas, y Caius bajó la cabeza.
Arturo contempló la escena unos instantes, horrorizado. Jamás había presenciado crueldad tan deliberada. Las burlas ya eran bastante desagradables, pero, cuando los niños mayores empezaron a arrojar piedras contra Caius, Arturo decidió que aquello ya había ido demasiado lejos. Apretando los puños, lanzó un grito salvaje y cargó con la cabeza baja contra el rufián de más tamaño, al que alcanzó en pleno estómago. El sobresaltado joven cayó de espaldas, las piernas en el aire, con Arturo sobre el pecho. Aunque el contrincante le llevaba tres años, el tamaño de Arturo igualó la lucha.
Fue una pelea corta. Sin aire en los pulmones —y con Arturo sentado sobre su pecho de modo que no pudiera volver a llenarlos— el muchacho, mareado, perdió el conocimiento durante unos segundos.
La burlas enmudecieron, y los chiquillos contemplaron la escena con asombro. Arturo se incorporó despacio y, con mirada enfurecida, inquirió si alguien más tenía algo que decir. Nadie respondió. El bribonzuelo recuperó el sentido y salió huyendo; el resto no tardó en desperdigarse. Caius y Arturo volvieron a montar y continuaron el paseo por la orilla.
Cuando regresaron al caer a últimas horas del día eran ya amigos íntimos, y Arturo había dado al nombre de Caius un toque celta. A partir de aquel momento sería Cai para siempre.
Supongo que, debido a que admiraba abiertamente la habilidad de Cai como jinete, a Arturo jamás se le ocurrió burlarse de la forma en que éste andaba o hablaba… algo que demasiada gente hacía, y con descorazonadora regularidad.
Pero nunca Arturo. Y, por esto, Arturo se vio recompensado con la eterna lealtad y devoción del muchacho.
¡Cai, que el Señor lo bendiga! El de los cabellos rojos como el fuego y el genio vivo; cuyos claros ojos azules podían oscurecerse tan deprisa como el cielo estival sobre Caer Edyn bajo la violenta furia de la tormenta; cuya poco frecuente sonrisa podía, cuando la mostraba, ablandar el corazón más duro; cuya estridente voz se dejaba oír como un cuerno de caza por las cañadas tal y como algún día llamaría a los hombres al campo de batalla… Cal, el intrépido; Cai, el obstinado, dispuesto a luchar y a seguir luchando cuando otro ya habría abandonado el combate mucho antes dándolo por perdido.
Pasamos aquellos primeros días soleados de otoño descubriendo Caer Edyn y el terreno que lo rodeaba. Arturo lo convirtió en una especie de juego: comprobar hasta dónde podía cabalgar, fuera de la vista de la Roca —como él la llamaba—, antes de intentar encontrar el camino de vuelta. Pelleas y yo lo acompañábamos a veces; pero casi siempre era Cai quien iba con él.
Era, como aprendió deprisa, un territorio extraño, lleno de sorpresas. La primera fue el gran número de gente que vivía en los estrechos y rugosos valles que unían las escarpadas colinas. Existían cientos de estas cañadas, cada una con su pequeña propiedad o poblado. No tardamos en verlo como algo intrínseco del paisaje: unas cuantas casas de roca y turba; alargados campos de centeno, avena y cebada junto a los arroyos; un cercado para ganado y ovejas; el redondeado montículo de un granero de piedra; un horno o dos quemando madera o turba acre. Había pequeños grupos de gente sembrados por todo el territorio, separados unos de otros por las elevadas y desoladas colinas.
Existían bosques en abundancia, también, y la caza era buena: jabalí y oso, ciervo, venado, ovejas y liebres salvajes, y varias clases de aves, algunas, como el urogallo, que no se encontraban en las tierras del sur. Abundaban las águilas y los halcones, y había peces de innumerables variedades de río, lago y mar.
En resumen, Arturo no tardó en considerar Caer Edyn y sus terrenos como una especie de paraíso, y desde luego no el lugar de exilio que en un principio había esperado. Habría sido perfecto de no haber sido por el inenarrable invierno.
No obstante, lo superamos y gozamos con la corta y brillante primavera. En conjunto, Caer Edyn resultaba un hogar espléndido para un muchacho. A instancias mías, Ectorius buscó y obtuvo los servicios de un tutor para Arturo y Cai —uno de los hermanos de la recién construida abadía en Abercurnig—, y de este modo se reanudaron las clases de latín, así como las de lectura y escritura, bajo la indulgente dirección de Melumpus.
Además de esto, Ectorius empezó a instruir a Arturo en el arte de reinar: impartiéndole todos los conocimientos necesarios para sostener un reino y gobernar con eficiencia a los hombres. El adiestramiento con las armas siguió adelante, tornándose más exigente a medida que aumentaba la habilidad de los muchachos.
Así pues, la existencia adoptó un tranquilo ritmo de ocio y aprendizaje, trabajo y juego. Las estaciones fueron pasando, y Arturo dejó de añorar a Bedwyr, para aplicarse en sus diferentes estudios con diligencia, si no fervor, hasta convertirse en un buen alumno.
En conjunto, debiera haber sido una buena época para mí. Pero yo no estaba contento. Pensamientos sobre el cran-tara me corroían, y no podía sacudírmelos de encima. A medida que el invierno se cernía sobre nosotros, empecé a sentirme atrapado en la roca de Caer Edyn. Había, imaginaba, acontecimientos que tenían lugar en el amplio mundo; acontecimientos de los que yo no sabía nada. Tras años de actividad, mi obligado encierro me irritaba ahora. Día a día, fui encerrándome en mí mismo, sin hablar con nadie. Y en los fríos días grises de viento y lluvia paseaba por el salón ante el hogar con un estado de ánimo tan triste, me temo, como el día.
Finalmente, se me metió en la cabeza que los reyezuelos, encabezados por Dunaut y Morcant, habían descubierto nuestro escondite y avanzaban contra nosotros en aquellos momentos. Aunque sabía que Ector recibiría aviso con mucha antelación de cualquier enemigo que se moviera por los límites de su reino, empecé a sentir preocupación, y el miedo irracional, sí, pero potente de todos modos, se enroscó en mi corazón.
Pelleas me observaba y se inquietaba.
—Señor, ¿qué sucede? —preguntó al fin, incapaz de soportar por más tiempo mi tormentosa agitación—. ¿No queréis decirlo?
—Me ahogo aquí, Pelleas —contesté sin rodeos.
—Pero Ectorius es un noble de gran generosidad. El…
—No es eso lo que quiero decir —le espeté—. Estoy preocupado y no puedo tranquilizarme. Temo, Pelleas, que hemos cometido un error al venir aquí.
No dudó de mis palabras; pero tampoco las comprendió.
—No nos han llegado noticias de ningún disturbio en el sur. Creía que eso os animaría.
—¡Muy al contrario! —exclamé—. No ha hecho más que volverme suspicaz. No cometas un error: Dunaut y los de su ralea jamás descansan. En estos mismos instantes traman cómo apoderarse del trono… Lo siento —me golpeé el pecho con el puño—. Lo siento y me llena de temor.
Las llamas se agitaron movidas por una corriente de aire que se deslizó bajo la puerta, y un podenco tendido junto al hogar alzó la cabeza y miró a su alrededor despacio, para acto seguido volver a posar el hocico sobre las enormes patas.
Un suceso fortuito, que nada significaba; no creo en los presagios. De todos modos, sentí un escalofrío en la espalda, y pareció como si la luz de la sala perdiera brillo.
—¿Qué haréis? —preguntó Pelleas al cabo de un instante.
Un largo silencio se extendió entre nosotros. El viento gimió y el fuego chisporroteó, pero la extraña sensación no regresó. Una ola marina lanzada contra una roca que había vuelto a retroceder.
—¿Qué es lo que teméis: que los reyezuelos nos descubran aquí, o que ya no les interese buscar? —inquirió Pelleas al ver que yo no contestaba.
Con los ojos clavados en el fuego, vi cómo las llamas cambiaban de forma y chocaban entre ellas y me pareció que los ejércitos se reunían, que el poder se acumulaba en algún lugar y que yo debía encontrarlo para dirigirlo de forma correcta.
—Las dos cosas, Pelleas. Y no sé decir cuál me preocupa más.
La solución que me dio fue muy sencilla.
—En ese caso debemos ir y ver cómo están las cosas en el sur. Prepararé caballos y provisiones. Partiremos al amanecer.
Meneé la cabeza despacio, y forcé una sonrisa.
—Qué bien me conoces, Pelleas. Pero iré solo. Tu lugar está aquí; Arturo te necesita.
—Mucho menos de lo que os necesita a vos —replicó con aspereza—. Ectorius es muy competente y capaz. Cumplirá con su deber con respecto a Arturo con todo honor… tanto si nos quedamos como si no.
La verdad es que no tenía demasiados deseos de pasar el invierno en el bosque solo, de modo que cedí.
—Sea como quieres, Pelleas. ¡Nos vamos! Y que el Señor nos acompañe.