n los días que siguieron, no vi para nada a Bleddyn, que estaba ocupado tratando sus asuntos con los otros señores de la Asamblea, de la misma forma en que yo estaba ocupado en mis cosas. Como nadie parecía prestar atención a Arturo —para los jefes guerreros del norte no era más que otro chiquillo— dejé al muchacho al cuidado de Pelleas y cabalgué solo hasta las colinas. Allí, busqué a aquellos cuyos ojos eran más agudos que los míos, y cuyo consejo compensaría con creces el esfuerzo. Imposible para cualquier otro, tardé varios días en descubrir una huella siquiera de los Pequeños Seres Oscuros.
Al anochecer del segundo día, mientras rastreaba por entre las desoladas colinas azotadas por el viento en busca de los rastros que yo sabía que se encontraban allí, tropecé con un sendero apenas perceptible. Acampé allí mismo para no volver a perderlo, y al día siguiente seguí el casi invisible camino a lo largo de las cimas de la cadena montañosa hasta un poblado del Pueblo de las Colinas. Las pequeñas elevaciones de tierra bajo las que se encontraban las viviendas, o raths, se hallaban en un recóndito pliegue de una cañada aislada. Pero el poblado parecía abandonado.
El día tocaba casi a su fin, de modo que acampé. Tras atar mi caballo en el exterior de una de las viviendas, fui en busca de agua al arroyo que discurría por el fondo de la cañada, no muy lejos de allí. Bebí hasta hartarme; luego volví a llenar mi odre y regresé al campamento, donde encontré mi montura rodeada por siete hombrecillos montados sobre peludos ponis. Ni los había oído ni los había visto acercarse, como si hubieran surgido de las hileras de matas de brezo que nos rodeaban. Con los arcos cargados y listos para disparar, me contemplaron fríamente, una profunda desconfianza pintada en los oscuros ojos.
Alcé la mano en señal de saludo.
—Sámhneach, breáthairi —dije en su propio idioma—. Paz, hermanos. —Rocé con los dedos la descolorida marca fhain azul de mi mejilla—. Amsarahd Fhain —expliqué—. Fhain del Halcón.
Me miraron y luego intercambiaron miradas entre ellos, sorprendidos. ¿Quién era este miembro de los hombres-altos que hablaba su lengua y afirmaba ser miembro de un clan? Uno de los hombres, no más alto que un muchacho de doce años, saltó de su montura y fue a mi encuentro.
—Vrandubh Fhain —dijo, tocando su marca fbain—. Fhain del Cuervo.
—Que Lugh-Sol te sea propicio —respondí—. Soy Myrddin.
Abrió unos ojos como platos y se volvió hacia sus compañeros.
—¡Ken-ti gern! —gritó—. ¡Ha venido el Ken-ti-gern!
Al oír esto los hombres saltaron de sus ponis, y del interior de los ratbs salieron mujeres y niños en tropel. En menos de tres segundos, me vi rodeado de seres de las colinas que extendían ansiosos las manos para tocarme y darme palmadas.
La jefe del clan hizo su aparición, una mujer joven vestida con suave piel de venado y con plumas de cuervo adornando las tirantes trenzas de negros cabellos.
—Saludos, Ken-ti gern —dijo, sonriendo con alegría. El tono bronceado de su piel hacía que los dientes, perfectos y blancos, resaltaran aún más—. Yo, Rina, te doy la bienvenida. Siéntate con nosotros —invitó—. Comparte nuestra comida esta noche.
—Me sentaré con vosotros, Rina —contesté—. Compartiré vuestra comida.
Con gran algarabía y ceremonia, se me condujo hasta la más grande de las tres viviendas. En su interior, presidiendo un fuego de turba, se hallaba una anciana de largos cabellos blancos y un rostro tan arrugado que me pregunté cómo podría ver por entre los pliegues. Pero ella ladeó la cabeza y me contempló con lúcidos ojos negros cuando me arrodillé ante ella.
—El Ken-ti gern ha venido a compartir la comida —explicó Rina a la anciana, que asintió en silencio, como si ya supiera que un día yo iba a aparecer en su hogar.
—Saludos, Gern y-fhain. Que Lugh-Sol te sea propicio —saludé e, introduciendo la mano en la bolsa que pendía de mi cinturón, saqué un pequeño brazalete de oro que había traído conmigo para tal ocasión—. Toma esto, Gern y fhain. Espero que te produzca buenos beneficios.
La hechicera me dedicó una sonrisa regia, y aceptó el regalo con una lenta inclinación de cabeza. Luego, volviéndome hacia Rina, que se encontraba junto a mí, saqué una pequeña daga de bronce con una empuñadura de cuerno de ciervo. Los ojos de la mujer se iluminaron con inocente satisfacción a la vista del cuchillo.
—Toma esto, Rina —dije, al tiempo que colocaba el trofeo en su palma extendida—. Deseo te sea útil.
Los dedos de Rina se cerraron sobre la daga y la mujer alzó el arma ante los brillantes ojos, claramente abrumada por su buena suerte. Lo cierto es que no era nada; un pedazo de bronce y hueso. Un cuchillo de acero le habría sido de más utilidad, pero los pryranis temían al hierro y desconfiaban del acero; ambos se oxidan, lo que les sugiere enfermedad y descomposición.
La Gern y-fhain dio dos fuertes palmadas, y una de las mujeres trajo un cuenco lleno de un espumeante líquido de olor acre. La hechicera bebió y luego me pasó el cuenco. Sujeté el recipiente con ambas manos y tomé un buen trago, saboreando el gusto agridulce de la cerveza de brezo. El sabor llenó de lágrimas mis ojos al traer a mi memoria tiempos pasados; recordé la última vez que había bebido aquel delicioso brebaje embriagador: la noche en que me había despedido del fha1n del Halcón.
Bebí como si recuperara con ello mi antigua vida, engullendo a grandes sorbos el espléndido recuerdo, y casi a regañadientes pasé el cuenco a Rina. Cuando la ceremonia del cuenco de bienvenida se hubo cumplido tal y como marca el protocolo, los hombres del clan —que habían aguardado apelotonados en la entrada— penetraron desordenadamente en el rath. Niños, pequeños y morenos, ágiles como cervatos, aparecieron entre nosotros, y mujeres jóvenes, que acunaban diminutos bebés de cabellos rizados, se deslizaron al interior para acomodarse detrás de la mujer sabia del clan. Comprendí que se me ofrecía una visión del tesoro del fhain —su eurn, su riqueza en niños—, un gran honor para un extranjero perteneciente a los hombres-altos.
Los hombres empezaron a preparar nuestra comida, cortando tiras de carne del muslo de un pequeño venado. Las tiras las arrollaban a brochetas de madera que luego clavaban en la tierra alrededor del fuego de turba para irles dando la vuelta de vez en cuando. Mientras la carne se cocinaba, comenzamos a hablar de aquel año.
El invierno había sido húmedo, pero no demasiado frío, dijeron. Y la primavera lo mismo. El verano era más seco y cálido, y las ovejas habían engordado mucho. El fhain del Cuervo había sabido que se celebraría la Asamblea, y sabía también cuánta gente asistía y de dónde eran los participantes, pero al Pueblo de las Colinas no parecía importarles la presencia de los guerreros.
—Ellos no saquean como los hombres seaxes —explicó Rina.
—Los hombres del cuchillo largo roban nuestras ovejas y matan a nuestros niños —añadió la Gern y fhain con amargura—. Muy pronto nuestros Progenitores nos llevarán con ellos.
—¿Habéis visto a los Cuchillo Largo? —inquirí.
La hechicera movió levemente la cabeza.
—No esta temporada —contestó—; pero regresarán pronto.
Uno de los hombres tomó entonces la palabra.
—Hemos visto naves pictas navegando hacia el norte y el este. Se ha lanzado el cran-tara, y los hombres seaxes vendrán.
Estas palabras fueron pronunciadas sin amargura ni rencor, pero percibí el gran dolor que había en ellas. Los Pequeños Seres Oscuros veían cómo su mundo cambiaba, cómo se reducía ante sus ojos. Creían, no obstante, que sus Progenitores —la diosa Tierra y su consorte Lugh-Sol— los llevarían a su auténtico hogar: un paraíso en el mar occidental. Después de todo, ellos eran los Primogénitos de entre todo el caudal de niños de la Madre, ¿no era así? Ocupaban un lugar especial en su inmenso y amoroso corazón; y ella les había preparado una patria lejos, muy lejos de los endemoniados hombres-altos. Suspiraban por aquel día, el cual, considerando las cada vez mayores depredaciones que sufrían, no podía tardar en llegar.
Escuché la relación de sus problemas, y deseé poder ayudarlos en alguna forma. Pero lo único que podría haberlos ayudado era una larga temporada de paz y estabilidad en el territorio, y eso era algo que yo no tenía el poder para conceder.
Pelleas cuidó de Arturo y Bedwyr mientras estuve ausente. Levantándose temprano para empezar el día, y resistiéndose al sueño hasta el último momento para prolongar su participación, los dos ávidos cachorros rondaban por la Asamblea: lobos jóvenes dispuestos a devorar toda la vida de guerrero a la que pudieran hincar el diente.
Observaban las pruebas dé habilidad y fuerza con enorme interés y entusiasmo; casi siempre en la compañía de lord Ectorius, que los recibía como a nobles y hermanos de armas. Sus agudos gritos de alegría podían escucharse por encima incluso de los rugidos de aprobación de Ectorius cada vez que se asestaba un buen golpe o se llevaba a cabo una maniobra perfecta. No perdían ni una oportunidad de contemplar las pruebas y, cuando no había ninguna, practicaban por su cuenta, imitando lo que habían visto.
El tiempo se mantuvo espléndido en todo momento, y, cuando la Asamblea llegaba ya a su fin, regresé al campamento y permanecí cerca de los muchachos, pero sin que se dieran cuenta.
—¿Qué sucede, señor? ¿Estáis preocupado? —me preguntó Pelleas en una ocasión al ver que estaba solo. Los muchachos contemplaban en aquellos momentos una prueba de puntería con lanza sobre el lomo de un caballo al galope.
—No —respondí, sacudiendo levemente la cabeza y sin que mis ojos se apartaran ni un momento de la escena que se desarrollaba ante ellos—. No estoy preocupado. Tan sólo deseo que hubiera un modo de que permanecieran juntos. —Señalé a los dos chiquillos.
—Sería bueno para ambos si permanecieran juntos —asintió Pelleas—. Se quieren mucho.
—Pero no podrá ser.
—¿No?
—No. Cuando finalice la Asamblea, Bedwyr irá a vivir con Ennion en Rheged, y nosotros debemos regresar a Caer Tryfan.
—A lo mejor Arturo preferiría ir con Ectorius —sugirió Pelleas como quien no quiere la cosa, pero yo me di cuenta de que había estado pensando en ello.
—Podría arreglarse —repuse pensativo. Bleddyn no pondría objeciones, me dije, y por lo que había visto de Ectorius, el joven Arturo sería bien recibido en su casa.
—Pero no es eso lo que os ha mantenido alejado del campamento durante estos últimos días —dijo Pelleas, volviendo los pacientes ojos hacia mí.
—Estás en lo cierto, Pelleas. Los pictos y los escotos han lanzado el cran-tara: la llamada a la guerra. En la primavera juntarán sus fuerzas en los campamentos y descenderán hacia el sur para saquear.
—¿Es algo que habéis visto?
—Es algo que los Primogénitos han visto. —Le conté dónde había estado aquellos días: vagando por entre las colinas huecas en busca de los Pequeños Seres Oscuros—. Esperaba poder encontrar a algunos de ellos aquí arriba este verano, y tuve éxito… o, más bien, fueron ellos quienes permitieron que los encontrara.
—¿El fhain del Halcón?
—No, otro: el fhain del Cuervo. Pero reconocieron mi marca fhain. —Me llevé la mano a la pequeña espiral azul de mi mejilla, el recuerdo de la época pasada con el Pueblo de las Colinas, y no pude reprimir una sonrisa—. Me reconocieron, Pelleas; me recordaban. Ken-ti gern, así es como se me conoce entre ellos ahora. Significa «el hombre sabio de los hombres-altos».
—¿Ellos os hablaron del cran-tara? ¿Es seguro?
—Su gern, la mujer sabia del fhain, me lo dijo: «Hemos visto sus barcos volando hacia el este en dirección a Ierna y al oeste hacia la tierra saecsen; volaban como gaviotas, como humo que desaparece sobre las inmensas aguas. El viento nos ha traído sus juramentos de sangre. Hemos visto cómo el sol se alzaba negro en el norte». —Hice una pausa—. Sí, es seguro.
—Pero, señor —dijo Pelleas—, no comprendo cómo esto puede impedir que los muchachos sigan juntos.
—Lo que han de aprender es mejor que lo aprendan solos —expliqué—. Juntos, no harían más que estorbarse el uno al otro. Su amistad es algo importante y sagrado y hay que preservarla cuidadosamente. Inglaterra necesitará su fuerza en años venideros.
Pelleas aceptó aquello; estaba acostumbrado a mis razonamientos.
—¿Queréis que yo les hable?
—Gracias, Pelleas, pero no. Yo se lo diré a los muchachos. —Me di la vuelta—. Pero eso puede esperar hasta mañana, creo. Vamos, hemos de ir a hablar con Bleddyn y sus nobles; nos esperan.
Bleddyn nos recibió en su tienda, y nos ofreció vino y pasteles de cebada. Tras intercambiar observaciones sobre la Asamblea, Bleddyn nos presentó a uno de los señores feudales que lo acompañaban, un noble llamado Hywel, quien, tras habernos saludado, dijo:
—Traigo una noticia que puede seros valiosa.
—En ese caso tenéis toda mi atención —repuse, disponiéndome a escuchar.
Hywel se inclinó hacia mí.
—Hemos visto campamentos bárbaros en Druim, y a lo largo de la costa de Cait. Cinco en total; algunos lo bastante grandes para dar cabida a trescientos hombres. Los encontramos abandonados, pero no hacía mucho de eso. Al parecer han sido utilizados a principios del verano.
—El cran-tara —dije, asintiendo ante esta confirmación de las palabras de la Gern y-fhain.
—¿Ya lo sabías? —se asombró Bleddyn.
—Sólo que se ha lanzado la llamada a la guerra. Falta por ver si alguien responderá.
Hywel me contempló atentamente durante un instante.
—Creí poder seros útil, pero parece que estáis mejor informado que yo.
—Hay algo que podéis hacer, si lo deseáis.
—No tenéis más que nombrarlo, lord Emrys.
—Poned vigilancia durante la primavera y enviad un mensaje a Caer Edyn si sucede algo relacionado con el cran-tara.
—Así se hará, lord Emrys.
—¿Por qué Caer Edyn? —quiso saber Bleddyn cuando volvimos a quedarnos solos.
—Porque es allí donde estaré —respondí. Bleddyn se mostró sorprendido, de modo que me expliqué—. Ha llegado el momento del tutelaje de Bedwyr, y Arturo debe iniciar el suyo. No tengo palabras para ensalzar como se merece tu generosidad, ni para agradecerte como es debido todo lo que has hecho por Arturo.
—Tenía intención de cuidar del muchacho —protestó Bleddyn.
—Y lo harías bien, de eso no tengo duda —le dije-Estos últimos años han sido muy buenos, pero no debemos bajar la guardia. Creo que es hora de seguir nuestro camino.
Bleddyn aceptó mis razones, pero se sintió entristecido de todos modos.
—Lo que yo pierdo lo ganará Ectorius —proclamó—. Temía la llegada de este día, y esperaba poder posponerlo un poco más.
—Ojalá pudiera ser de otra forma —respondí—. Pero el mundo no espera. Hemos de movernos con él, o nos quedaremos atrás.
—Lamento veros marchar. —El monarca me contempló con tristeza.
—Ya conoces el camino hasta Caer Edyn. No tienes más que ensillar un caballo y estarás allí. Aunque sería mejor que olvidaras haber oído hablar jamás de Arturo… al menos durante algún tiempo.
Al día siguiente —el último día de la Asamblea— fui a nuestra tienda al anochecer cuando los muchachos se encontraban allí cenando juntos ante un pequeño fuego encendido por Pelleas. Arturo me dio la bienvenida calurosamente y, cuando me senté en el suelo junto a él, se quejó:
—Has sido tan difícil de ver como las plumas de jabalí, Myrddin. Y te has perdido casi todas las pruebas. Te busqué. ¿Dónde has estado?
—He estado buscando por aquí y por allí —respondí, rodeando los hombros de Arturo con mi brazo—, y averiguando el estado en que se encuentra la Isla de los Poderosos. De lanzas y espadas y ejercicios a caballo, ya he tenido suficientes.
—¿Suficientes? —preguntó Bedwyr sorprendido—. Nunca cabalgáis con los guerreros, Myrddin.
Sacudí la cabeza despacio.
—Tienes razón; no he cabalgado con el ejército desde hace muchos años. Pero lo hice tiempo atrás.
La expresión de asombro del muchacho no me pasó inadvertida.
—¿Tan difícil de creer resulta? —exclamé—. Entonces te contaré algo aún más difícil: hubo una vez en que yo conduje el ejército de Dyfed.
—¿Es cierto? —Bedwyr se había quedado sin habla.
—Yo le creo —dijo Arturo, leal.
—Bueno, no he venido a hablar de mis tiempos como guerrero, sino de vosotros. —Los muchachos se inclinaron al frente llenos de curiosidad—. Mañana finalizará la Asamblea, y todo el mundo regresará a sus casas…, todo el mundo excepto nosotros cuatro.
Esto era algo nuevo. Las dos criaturas se miraron nerviosas y miraron también a Pelleas. ¿Qué era aquello? ¿Qué significaba?
—Un príncipe debe recibir tutelaje en la casa de un rey —planteé la situación tal y como era—. ¿No es cierto?
—Lo es —respondió Bedwyr con un rápido gesto de asentimiento.
—Desde tiempo inmemorial, los nobles han intercambiado a sus hijos para que se educaran en casa de sus aliados. Así es como debe ser. Vosotros dos tenéis ya la edad de iniciar vuestra preparación y, por lo tanto, se ha dispuesto vuestro tutelaje.
El entusiasmo inicial creado por esta declaración se desvaneció rápidamente en cuanto se dieron cuenta de lo que entrañaba. Bedwyr no tardó en expresar en voz alta sus temores.
—No estaremos juntos, ¿verdad?
—No. —Volví a negar con la cabeza lentamente—. Eso no sería lo más aconsejable.
¡Con qué rapidez cambia el estado de ánimo de los jóvenes! Una nube negra pareció posarse sobre los muchachos; igual que si se les hubiera dicho que debían decidir cuál de ellos había de ser vendido como esclavo a los saecsen.
Aunque me dolía hacerlo, dejé que experimentaran su tristeza durante un momento antes de ofrecer consuelo. Entonces, con voz suave, dije:
—Seréis grandes señores, cada uno de vosotros. Lo he visto. Lo que es más, pasaréis el resto de vuestra vida juntos; también esto lo he visto. Así pues, tened ánimo. Aplicaos en las tareas que os aguardan, y el tiempo transcurrirá más deprisa. Muy pronto cabalgaréis juntos como auténticos hermanos de armas. Y el mundo temblará a vuestro paso.
Esto los contentó sobremanera. Arturo se incorporó de un salto y, por falta de espada, alzó el puño al aire.
—¡Saludos, hermano! Vayamos de buen grado a nuestros nuevos hogares, puesto que es para nuestro bien.
Bedwyr, de pie también, se hizo eco de este sentimiento.
—Recuerda —continuó Arturo—: nos encontraremos otra vez en la Asamblea del próximo año.
—¡Y en la que vendrá después! —exclamó Bedwyr. Si antes estaban satisfechos ahora estaban encantados.
—¡Salve, Arturo! —gritaron a todo pulmón, los puños alzados en el aire—. ¡Salve, Bedwyr!
—Bien dicho —aprobé, poniéndome en pie—. Cada año durante la Asamblea os encontraréis para cabalgar y divertiros… hasta el día en que ya no volveréis a separaros.
Por la mañana, cuando los acuerdos fueron explicados debidamente, los muchachos aceptaron las decisiones de sus mayores de buen grado. Mientras se levantaba el campamento y los primeros ejércitos iniciaban la marcha de regreso a sus respectivos hogares, los dos amigos permanecieron juntos, jurándose y volviendo a jurarse amistad hasta que a Bedwyr lo llamaron para partir.
—Tengo que irme —dijo el chiquillo con voz ligeramente temblorosa—. Te echaré de menos, Artús.
—Y yo te echaré de menos a ti, Bedwyn.
—Lord Ectorius posee un buen ejército. Te irá bien.
—Y el ejército de lord Ennion no le va en zaga. Ocúpate de aprender todo lo que puedas. —Arturo dio una palmada a Bedwyr en la espalda.
El labio inferior de Bedwyr empezó a temblar, y el niño se abrazó a Arturo. Los dos amigos permanecieron abrazados unos instantes, hasta que recordaron su amor propio.
—Que te vaya bien, Arturo —se despidió Bedwyr, aspirando con fuerza para contener una lágrima.
—Que te vaya bien, hermano —repuso Arturo—. ¡Hasta el año próximo!
—¡Hasta el año próximo!
Ennion no tardó en partir, y Arturo cabalgó hasta la cima de la colina para poder contemplarlos hasta que se perdieran de vista. Al cabo de un rato, fui en su busca y lo encontré allí, observando aún, a pesar de que Ennion, su ejército y Bedwyr ya habían desaparecido de la vista.
—Es hora, Arturo. Lord Ectorius se marcha ya. —No contestó—. El año pasará deprisa —le dije, malinterpretando su silencio—. Volverás a ver a Bedwyr antes de darte cuenta.
Se volvió hacia mí, los azules ojos solemnes y oscuros como la pizarra.
—No me di cuenta hasta ahora de que tú y Pelleas tampoco vendríais. No sé por qué, pero pensaba que estaríamos juntos siempre…
—Pero estaremos juntos —respondí—. Al menos casi todo el tiempo.
Se animó al oír lo que le decía.
—¿De verdad, Myrddin? ¿Seguro? ¿Y Pelleas, vendrá también él con nosotros?
—Desde luego.
Arturo se quedó repentinamente pensativo.
—Dijiste que seríamos señores. ¿Te referías también a mí?
La incertidumbre sobre su nacimiento acechaba tras aquellas palabras: no sabía quién era su padre.
—Llevas con Myrddin mucho tiempo, muchacho. ¿Has oído alguna vez que pronunciara una profecía falsa, o que bromeara con tales cuestiones?
Mi respuesta lo llenó de alegría. Con una sonrisa de oreja a oreja, golpeó con las riendas el cuello de su montura y descendió al galope por la colina, ansioso por iniciar su nueva vida en la fortaleza de Ectorius, a orillas del mar. Lo seguí con mi caballo, pero más despacio, avergonzado conmigo mismo por haber eludido su inocente pregunta. Cuando había pronunciado las palabras éstas habían parecido auténticas. Pero ¿por qué vacilaba ahora? ¿Por qué no contarle mis sueños sobre su futuro? ¿Por qué no colocar la visión ante él y dejar que viera por sí mismo las posibilidades?
La tentación era grande, pero no. No. El momento no había llegado. Era aún demasiado joven, demasiado joven para cargar con algo así. Una vez que se hiciera cargo de aquel peso, lo llevaría hasta la tumba. Era mejor dejarlo vivir libre un poco más.