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o cierto es que nos quedamos con Tewdrig toda la primavera, y nos habríamos quedado más tiempo de no haber sido por la visita de Bleddyn ap Cynfal, que residía en Caer Tryfan allá en el norte. Los señores de Rheged mantenían una estrecha alianza con los señores de Dyfed en el sur para asegurar su mutua protección. Tewdrig y Bleddyn estaban emparentados, y se visitaban a menudo para comerciar y discutir sus asuntos.

Yo no conocía a Bleddyn pero él me conocía a mí.

—Se os saluda, lord Emrys —dijo Bleddyn, haciéndome el cumplido de llevarse el dorso de la mano a la frente en señal de respeto—. Hace mucho tiempo que deseaba conoceros. Espero que algún día pueda mostraros la generosidad de mi hogar.

—Vuestra oferta es muy amable, lord Bleddyn —respondí—. Podéis estar seguro de que, si alguna vez necesito un amigo en el norte, os iré a ver.

—Los dos somos parientes y amigos —intervino Tewdrig—. Confía en Bleddyn como confiarías en mí.

Bleddyn aceptó el cumplido de Tewdrig con afabilidad.

—Pudiera ser, lord Emrys, que precisarais de un amigo en el norte antes de lo que creéis.

—¿Cómo es eso? —inquirí, percibiendo la sutil advertencia que encerraban sus palabras.

—Se dice que Dunaut y Morcant están revolviendo incluso las piedras en su búsqueda del bastardo de Uther. Se dice que buscan al niño para protegerlo de cualquier mal, pero quien crea eso, es más estúpido que Urbanus.

—Así pues, ya ha empezado. Han tardado más de lo que esperaba en acordarse de Arturo.

—En cuanto a eso —repuso Bleddyn—, la reina de Uther acaba de dar a luz una niña. Sin duda se han limitado a esperar para estar seguros de en qué dirección saltar. Desde luego, a mí me da igual una cosa o la otra; pero, si el niño es hijo de Uther, sería una vergüenza permitir que cualquiera de esos dos le pusiera las manos encima. Sería, en mi opinión, una adopción muy breve. Demasiado breve, quizá, para vuestro gusto… o el del niño.

Por entonces, muchos nobles mantenían aún la costumbre de la adopción, por la cual los jóvenes se criaban con las familias de parientes de confianza. Los beneficios de tal práctica eran muchos; el más importante era el fortalecimiento y aumento de los lazos de parentesco. El mismo Bleddyn había traído con él a su pequeño hijo Bedwyr, un niño de cuatro o cinco abriles, para que pasara una corta estancia en Caer Myrddin.

Medité sus palabras con cuidado, y, antes de que pudiera responder, siguió:

—Vamos, lord Emrys. Regresad con nosotros cuando vayamos de vuelta a nuestras tierras. Seréis muy bien recibido allí.

—Ha pasado mucho tiempo desde que estuve en el norte —respondí, ya decidido—. Muy bien, regresaremos con vosotros. Que Morcant intente encontrarnos.

Así pues, cuando Bleddyn regresó a Caer Tryfan, cuatro más cabalgaban con él: Pelleas, Enid y Arturo, y yo. Acampamos por el camino, evitando en todo lo posible cualquier contacto con aquellos por cuyas tierras pasábamos, en especial las fortalezas de señores feudales y jefes guerreros. Sin duda habríamos recibido calurosas bienvenidas, pero era mejor que nadie conociera mis movimientos.

Caer Tryfan demostró ser un lugar perfecto para nosotros. Aunque hubiera explorado todas las cañadas del norte, no habría podido escoger lugar mejor: protegido por elevados riscos de escarpadas rocas, al abrigo tanto de los fortísimos vientos del norte como de las miradas fisgonas de los orgullosos señores del sur. Bleddyn nos ofreció un gran recibimiento y se mostró como el generoso señor de unas gentes abiertas y desprendidas.

Nos instalamos allí entre ellos. Otoño, invierno, primavera, verano; las estaciones transcurrían sin incidentes. Enid continuó cuidando de Arturo, y parecía muy satisfecha con su nuevo hogar; con el tiempo se casó incluso e inició su propia familia. Arturo crecía fuerte como un roble, aumentando sus energías a medida que iba dominando las pequeñas tareas propias de la infancia. Casi sin darnos cuenta, llegó el momento del regreso del hijo más pequeño de Bleddyn, quien encontró en el joven Arturo a un amigo bien dispuesto. Bedwyr —un chiquillo delgado y agraciado, tan moreno como rubio era Arturo— tomó a mi protegido bajo su cuidado.

Los dos se convirtieron en amigos íntimos, inseparables: dorada aguamiel y vino tinto vertidos en la misma copa. Era una delicia verlos jugar. El ardor con que se entregaban a sus actividades no se veía menguado por el hecho de que sus espadas fueran de madera. Eran fieros como gatos monteses e igual de salvajes. Cada día regresaban de su entrenamiento con las armas envueltos en nubes de gloria.

A causa de la amistad entre los dos muchachos, Bleddyn retrasaba el envío de Bedwyr a su segundo pupilaje. Pero el momento no podía posponerse eternamente. Más tarde o más temprano, Bedwyr y Arturo deberían separarse, y yo temía aquel momento por Arturo. Entonces, justo después de la recolección, y cuando Arturo tenía ya siete años, llevamos a los chiquillos a la Asamblea de Guerreros.

Una vez al año, los señores del norte reunían a sus ejércitos durante unos días para celebrar una gran fiesta y pruebas de destreza con las armas. Se trataba de un simple entretenimiento, pero resultaba muy beneficioso al permitir a los más jóvenes la posibilidad de poner a prueba sus habilidades contra guerreros más experimentados, de comprobar su temple antes de una auténtica batalla… bien que a veces de una forma dolorosa. No obstante, era mejor un cardenal recibido de un amigo que una sangría a manos de un enemigo. Y los saecsen no eran famosos por abandonar al grito de: «¡Me rindo!».

Bedwyr y Arturo averiguaron lo de la Asamblea y empezaron a importunarme con ella.

—Por favor, dejad que vayamos, Emrys —suplicó Bedwyr—. Ni os enteraréis de que estamos allí, ni tampoco los demás. Decid que sí, Myrddin.

La Asamblea era para guerreros que ya se habían unido a un ejército. Por lo general a los niños no se les permitía asistir, y ambos lo sabían, de modo que yo estaba a punto de decir que no basándome en ello.

—Sería bueno para nosotros ir —insistió Arturo con toda seriedad—. Nos ayudaría en nuestra preparación.

No podía discutir la lógica de aquellas palabras; no era en absoluto una mala idea. Aun así, no era costumbre, y dudé.

—Preguntaré a Bleddyn —les dije—, si prometéis acatar su decisión.

Bedwyr puso cara larga.

—Entonces nos quedaremos aquí otro año. Mi padre nunca nos dejará ir.

—¿Otro año? —me asombré—. No recuerdo que pidierais ir el año pasado.

El joven príncipe se encogió de hombros.

—Yo quería pedirlo, pero Arturo se negó. Dijo que éramos aún muy jóvenes, y que no nos haría ningún bien ir. Así pues, esperamos para pedirlo este año.

—¿Habéis estado esperando todo el año? —pregunté, volviéndome hacia Arturo.

—Me pareció lo mejor —respondió éste al tiempo que asentía con la cabeza.

Algo más tarde, aquella misma noche, discutí su caso con Bleddyn.

—Esa forma de pensar demuestra sensatez, y debiera ser recompensada. No hay duda de que aprenderían mucho. Mi opinión es que se los debería dejar ir.

Bleddyn recapacitó sobre ello unos instantes.

—Digamos que lo permito —contestó al fin—, ¿qué harían en la Asamblea?

—Con toda sinceridad, no puedo decirlo —respondí con una carcajada—; pero no creo que importara demasiado si permanecen en un rincón y observan. Y Arturo tiene razón: ayudaría en su preparación.

—El año próximo puede que sí; quizás estén preparados para ello —concedió Bleddyn—. Son demasiado jóvenes aún.

—Eso les dije yo, pero Bedwyr me comunicó que ya han esperado un año. —Bleddyn enarcó las cejas sorprendido, de modo que se lo expliqué rápidamente—. Es cierto. Querían ir el año pasado, pero Arturo decidió que tendrían más posibilidades si posponían la petición hasta este año, cuando fueran un poco mayores. Así que han esperado.

—Extraordinario —repuso Bleddyn, pensativo—. Tanta paciencia y previsión resulta muy rara en alguien tan joven. Tienes razón, Myrddin, hay que recompensarla. Muy bien, lo permitiré; pero tú y Pelleas tendréis que cuidar de ellos y evitar que se metan en líos. Yo tengo cosas que tratar con los señores del norte.

Así fue como Pelleas y yo nos convertimos en niñeras de dos jovencitos montados en ponis lanudos, durante la Asamblea de Guerreros.

El ejército de Bleddyn, el más grande de entre los clanes del norte, contaba con más de un centenar de hombres, pero los cinco señores que debían lealtad a Bleddyn presumían también de ejércitos casi igual de grandes. De este modo, con una presencia de varios cientos de guerreros, la Asamblea de Celyddon no era una insignificancia. En años posteriores, las Asambleas atraerían a poblados enteros, clanes y jefes guerreros, para contemplar el espectáculo; pero en aquella época eran tan sólo para nobles y sus hombres… y dos jóvenes aspirantes a guerreros que tenían la venia del rey para asistir.

Dentro del mismo bosque de Celyddon no existía un claro lo bastante grande para celebrar una reunión de muchos hombres. Pero al norte de Celyddon, donde el bosque volvía a dar paso a elevados páramos azotados por el viento, había muchos valles amplios muy apropiados para tal empresa.

Un soleado día de otoño, en cuanto la cosecha quedó recogida y guardada para el invierno, Bleddyn puso en marcha a su ejército, y salimos en dirección a las colinas. Durante dos días cabalgamos por el bosque, aprovechando al mismo tiempo para cazar.

Los guerreros se sentían muy animados; todo eran bromas y peleas amistosas. El bosque retumbaba con el sonido de las risas y las canciones. Por la noche, los hombres encendían enormes hogueras y pedían a gritos relatos de hechos valerosos; yo enviaba a Pelleas en busca de mi arpa y les cantaba. Bedwyr y Arturo se colocaban delante de todos, desde luego, los ojos encendidos y la atención entusiasta hasta la última nota.

A primeras horas del quinto día alcanzamos el final del bosque, y al anochecer llegamos al lugar de reunión: un valle amplio formado por la confluencia de dos ríos. El sol ya se había ocultado tras una elevada colina, pero el cielo estaba iluminado por esa suave luz dorada característica de las tierras del norte.

Bañados en esta luz ambarina, coronamos una alargada loma y nos detuvimos para bajar la mirada hacia el valle. Ya había allí tres o cuatro ejércitos, y el humo de las hogueras en que preparaban la cena flotaba plateado en el inmóvil aire vespertino.

A la vista de las fogatas que ardían allá abajo como estrellas recién caídas del firmamento, los muchachos se detuvieron.

—Nunca imaginé que serían tantos —exclamó Bedwyr, casi sin habla—. ¡Debe de haber diez mil!

—No tantos como eso —le aseguré—; pero sí que son más de los que se han reunido en muchos años.

—¿Por qué? —preguntó Arturo.

—Porque los señores aumentan sus ejércitos cada año. Necesitamos más guerreros para combatir a los saecsen.

—Entonces es bueno que Bedwyr y yo hayamos venido —respondió meditabundo.

Bedwyr azotó su poni y se dirigió hacia el primero de los guerreros que empezaban a descender al valle.

—¡Arturo! —gritó Bedwyr—. ¡Vamos! ¡Date prisa!

Los dos muchachos lanzaron sus caballos a una veloz carrera y descendieron por la ladera gritando como bheansídhe.

—Espero y deseo que no hayamos cometido un error —comentó Pelleas, contemplando cómo los dos chiquillos se alejaban. Cuando él y yo finalmente los alcanzamos otra vez, estaban sentados junto a una fogata escuchando a un arpista que entonaba la Batalla de los Árboles. Puesto que no habría forma de moverlos de allí hasta que terminara la canción, nos acomodamos junto a ellos, sentados en el suelo con las piernas cruzadas, a esperar.

El arpista pertenecía a la casa de uno de los parientes de Bleddyn, un hombre con un nombre romano: Ectorius. Este Ectorius poseía tierras algo al norte y este de Celyddon, junto al mar, una región difícil de proteger, ya que los saecsen y sus secuaces —frisones, anglos, jutos y otros— desembarcaban en alguna de las innumerables y anónimas bahías rocosas, calas y ensenadas de la zona.

Era un hombretón de llameante barba roja y rizada melena de cabellos cobrizos que llevaba sujetos en la nuca. Aunque no era alto, se erguía sobre unas piernas robustas como tocones de roble, y se decía de él que en una ocasión había aplastado un tonel apretándolo entre los gruesos brazos. Si sus proezas con la fuerza física eran bien conocidas, su habilidad con las armas era legendaria. Un veloz golpe de su espada podía separar la flor de la cabezuela del cardo, o, con la misma facilidad, partir en dos a un hombre.

Ectorius era tan jovial como intrépido. Si alguien reía, Ectorius reía más fuerte y durante más tiempo. Y nadie disfrutaba más con una buena canción, o con la cerveza, o la comida. Si bien su sentido del gusto no resultaba particularmente bueno, también hay que decir en su favor que su capacidad de aceptación era amplísima.

Ningún arpista, por mediocre que fuera, fue jamás expulsado del hogar de Ectorius. En tanto que el infeliz pudiera gorjear su relato hasta el final, su patrón se sentía en el séptimo cielo; en consecuencia, su generosidad para con los bardos era bien conocida y casi nunca le faltaba entretenimiento nocturno. Los mejores bardos pugnaban por una oportunidad de cantar para él.

Así pues, fue la hoguera de Ectorius la que atrajo a los muchachos. Allí se les dio la bienvenida, y no se les recordó excesivamente su corta edad.

El arpista conocía bien su relato, y cantaba con fervor, si bien con voz bastante discordante. No obstante, a nadie parecía importarle, y menos a Arturo y Bedwyr, cuyos rostros resplandecían de satisfacción a la luz del fuego.

Cuando, finalmente, el relato concluyó, se elevaron los vítores, y el intérprete aceptó la ovación con una humilde reverencia a sus oyentes. Ectorius se abrió paso a codazos y dio una palmada al cantante en la espalda, alabándolo a grandes voces:

—¡Bien hecho! Bien hecho, Tegfan. La Batalla de los Árboles… ¡Espléndido!

Entonces la mirada del señor feudal cayó sobre los muchachos, cuando nos incorporábamos para regresar a nuestro campamento.

—¡Eh! —exclamó—. ¡Esperad, caballeros! ¿Qué tenemos aquí?

—Lord Ectorius —dije yo—, permitid que os presente al hijo del rey Bleddyn, Bedwyr, y a su hermano de armas, Arturo.

Tanto Arturo como Bedwyr saludaron al noble llevándose el dorso de la mano a la frente, según nuestra antigua señal de respeto.

Con una amplia sonrisa, nuestro anfitrión posó una enorme mano en el hombro de cada uno de los muchachos y la cerró con fuerza.

—Unos jovencitos fuertes. ¡Os saludo! Deseo que todo os vaya muy bien mientras estéis entre nosotros.

Bedwyr y Arturo intercambiaron una discreta mirada, y Arturo dijo con osadía:

—Nosotros no vamos a participar, lord Ectorius.

—No se nos considera lo bastante mayores como para poner a prueba nuestras habilidades —explicó Bedwyr, dirigiéndome una mirada cargada de reproche; como si yo fuera la causa de todos sus problemas en este mundo.

—Vaya, ¿es cierto eso? —repuso Ectorius, sonriendo aún más—. Entonces quizá tengamos que cambiar eso. Venid a verme mañana y veré qué puede hacerse.

Los muchachos le dieron las gracias y se marcharon corriendo, ansiosos por meterse en la cama al instante para así poder despertar más temprano a la mañana siguiente. Momentos antes de cerrar los ojos, ambos volvieron a agradecerme que les hubiera permitido asistir a la Asamblea.

—Me alegro de que estemos aquí —bostezó Bedwyr rebosante de felicidad—. Ésta será una Asamblea para recordar. Espera y verás, Artús.

—Estoy seguro de que jamás la olvidaré —le aseguró él muy serio.

Lo cierto es que no creo que la olvidara jamás.