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e dice que soy un mago, un hechicero, un druida que realiza prácticas siniestras. ¡Si así fuera, haría aparecer hombres mejores que los que gobiernan esta isla ahora! Traería de vuelta a aquellos cuyos simples nombres son de por sí amuletos de poder: Cai, Bedwyr, Pelleas, Gwalchavad, Llenlleawg, Gwalcmai, Bors, Rhys, Cador, y otros: Gwenhwyvar, Charis, Ygerna. Hombres y mujeres que convirtieron a esta roca ceñida por el mar en la Isla de los Poderosos.

No necesito ningún recipiente de predicciones, ni negra agua de roble, o llameantes ascuas para percibir su presencia. Me acompañan siempre. No están muertos; simplemente duermen. ¡Escucha! No tengo más que pronunciar sus nombres en voz alta y despertarán y se alzarán de nuevo. Luz Omnipotente, ¿cuánto tiempo he de esperar?

Asciendo solo a las verdes colinas de la Isla de Cristal, y utilizo un nombre diferente. ¡Ah!, tengo muchos nombres: Myrddin Emrys entre los cymry, y Merlín Embries para las gentes del sur; soy Merlinus Ambrosius para los que hablan latín: Merlín el Inmortal. Soy Ken-ti gern para los menudos y morenos miembros del Pueblo de las Colinas, allá en el desolado norte. Pero el nombre que utilizo ahora es uno que yo mismo he escogido, un nombre sencillo, sin importancia para nadie, y de este modo defiendo y protejo mi poder. Así es como debe ser. Algún día aquellos que duermen despertarán, y los que custodian su sueño saldrán a la luz. Y, en ese día, el Pendragon reclamará el trono que hace tanto tiempo abandonó. ¡Que así sea! ¡Ah, pero yo soy muy impaciente! Es la maldición de mi raza. Sin embargo, al tiempo no se le puede dar prisas y debo contentarme con la tarea que se me ha encomendado: mantener viva la soberanía de Arturo hasta que él regrese para volver a tomar posesión de ella. Créeme cuando digo que en esta época de imbéciles y ladrones no es en absoluto empresa fácil.

Aunque tampoco lo fue nunca. Ya desde el principio, tuve que emplear a fondo todas mis habilidades para preservar el estado soberano de Inglaterra para aquel cuya mano estaba destinada a conducirlo. A decir verdad, en aquellos primeros años no resultó tarea sencilla salvaguardar aquella pequeña mano. Los reyezuelos habrían asado vivo al chiquillo y lo habrían servido en una fuente de haberlo sabido.

¿Por qué? Bien puedes preguntarlo, porque toda la historia se ha vuelto muy confusa con el tiempo. Escúchame pues, si deseas saber: Arturo era hijo de Aurelius, y sobrino de Uther; su madre, Ygerna, fue la reina de ambos hombres. Y aunque Inglaterra no había sucumbido aún a la costumbre de pasar el trono de padres a hijos, como hacían los saecsen, cada vez eran más lo que escogían a sus señores entre los descendientes del rey anterior, fueran éstos hijos o sobrinos; en especial si aquel monarca había inspirado afecto, tenido suerte en sus acuerdos y resultado favorecido en las batallas. Así pues, Aurelius y Uther habían transmitido un legado prodigioso a la criatura, ya que jamás existió monarca más querido que Aurelius, ni monarca con más suerte en el combate que Uther.

De modo que a Arturo, un niño de pecho todavía, se lo tenía que proteger de los chacales sedientos de poder que podían considerarlo una amenaza a sus ambiciones. En esa época yo no sabía que Arturo se convertiría en el Pendragon. Tal y como lo cuenta la gente, parece como si yo lo supiera desde el principio. Pero no; yo no era totalmente consciente de lo que se me había confiado. Los hombres raramente lo son, según he podido comprobar. Mis propias hazañas y actividades ocupaban más mi tiempo que su insignificante existencia, y ésa es la verdad.

No obstante, recuerdo los primeros débiles destellos del esplendor que estaba por venir. Aunque tardó mucho en llegar, cuando finalmente estalló, aquella gloria resplandecía con una luz tan potente que creo que brillará para siempre.

Escucha con atención:

Los nobles de Inglaterra habían sido llamados a consejo en Londinium a la muerte de Uther Pendragon para decidir quién debía ser Supremo Monarca, y había muchos que deseaban ocupar su lugar. Cuando quedó claro que no se llegaría a ningún acuerdo —y antes que ver cómo un sapo siseante como Dunaut o una víbora como Morcant se apoderaban del trono— hundí la Espada de Inglaterra en la piedra angular del arco incompleto que había en el patio de la iglesia.

—Pedís una señal —exclamé con voz enfurecida—. Aquí la tenéis: quienquiera que saque la espada de la piedra será el auténtico rey de Inglaterra. Hasta ese día el país sufrirá tales conflictos y luchas como jamás se han conocido en la Isla de los Poderosos, y nadie lo gobernará.

Tras esto, Pelleas y yo abandonamos la ciudad asqueados. Me era imposible seguir soportando la intrigante hipocresía de los reyezuelos, de modo que abandoné el consejo y cabalgué a toda prisa para ir en busca de Arturo. Desde luego que existía una cierta urgencia en mi determinación; pero incluso entonces no comprendí del todo qué era lo que me impulsaba. No lo consideraba el futuro rey, sino tan sólo una criatura necesitada de protección; aún más cuando seguía pendiente la cuestión de quién ocuparía el Trono Supremo. Pese a ello, sentía un deseo casi arrollador de ver al niño. El awen del bardo se había apoderado de mí, y no podía hacer otra cosa que seguir sus indicaciones.

Más tarde, sí: la comprensión llegaría en su momento. Pero, cuando ese día ordené a Pelleas que ensillara los caballos, me limité a decir:

—Vamos, Pelleas, quiero ver al niño.

Y de este modo huimos de Londinium como si nos persiguieran todos aquellos señores enfurecidos que dejábamos atrás. Fue en algún punto de la carretera que conducía a Caer Myrddin cuando empecé a preguntarme si en nuestra prisa no existiría algo más que un simple deseo de ver a Arturo.

Lo cierto es que algo en mí había cambiado. Puede que fuera la tensión de tener que disputar con los reyezuelos; o a lo mejor sucedió en el momento en que hundí la Espada de Inglaterra en la piedra. Fuera como fuera, esto sí lo sé: el Merlín que había cabalgado hasta Londinium tan lleno de esperanza y expectación no era el mismo Merlín que lo abandonaba. Sentía en mi interior que el curso de mi existencia había dado un vuelco inesperado, y que ahora debía prepararme para una guerra mucho más insidiosa que cualquiera que hubiera conocido hasta entonces.

Alea jacta est, dijo el viejo César, un hombre que conocía bien el poder y sus perversidades. Para bién o para mal, la suerte estaba echada. ¡Así sea!

Tras dejar Londinium y los gañidos de los reyezuelos a nuestra espalda, Pelleas y yo cabalgamos directamente hasta Caer Myrddin. Viajamos amigablemente; la carretera no nos causó problemas, y el viaje resultó agradable. No hace falta mencionar que nuestra llegada aquella ventosa mañana de invierno fue toda una sorpresa. El leal Tewdrig, que a petición mía había ocultado fielmente al niño, seguía en el Consejo de los Reyes, y no se nos esperaba.

Al llegar a Caer Myrddin nos encontramos con el espectáculo del joven Arturo y los gatos enfurecidos. Vi a un niño que asía con fuerza dos gatos bastante crecidos, uno en cada mano, y me pareció una señal.

—¡He aquí al Oso de Inglaterra! —declaré con la mirada puesta en la gordezuela criatura—. Un osezno travieso, fíjate. No obstante, se le debe enseñar, como a todo animal joven. Nos espera una buena tarea, Pelleas.

Mientras desmontábamos de nuestras cabalgaduras, los hombres de Tewdrig llegaron corriendo para darnos la bienvenida. Caer Myrddin —Maridunum en épocas pasadas— parecía rebosar riqueza, y me satisfizo ver a mi antiguo poblado tan próspero. Por encima del fragor de las bienvenidas me llegó el repiqueteo de un martillo de hierro y lo comenté.

—Lord Tewdrig ha encontrado un herrero —explicó uno de los hombres mientras tomaba las riendas que le tendía—. Y nos pasamos el día corriendo de un lado a otro para cumplir sus encargos.

—¡Mejor eso que tener que correr para huir de los chacales del mar! —declaró otro.

Con sus palabras sonando en los oídos, contemplé al niño y escuché con atención el tañido del acero recién forjado que flotaba en el aire. Mis dorados ojos penetraron más allá del fino velo del reino de este mundo para llegar hasta el otro mundo, y distinguí allí la figura de un hombre, erguido y alto, un hombre formidable, nacido para ser rey. Ciertamente, ésta fue mi primera premonición sobre el futuro de Arturo. ¡Puedes creerlo!

A poco, volví en mí y me di la vuelta para saludar a Llawr Eilerw, jefe guerrero y consejero de lord Tewdrig, que gobernaba el caer en ausencia de su señor.

—¡Bienvenido, Myrddin Emrys! ¡Bienvenido, Pelleas! —Llawr nos saludó sujetándonos por los brazos—. ¡Vaya, cómo me alegra veros a los dos!

Justo en ese momento oímos un chillido y nos giramos.

Una joven había hecho su aparición y se encontraba frente a Arturo, regañándolo. Le palmeó las manos para obligarlo a soltar los gatos, y el chiquillo lanzó un grito —de rabia, no de dolor— y los dejó ir de mala gana. La mujer se inclinó entonces y cogió al niño en brazos; al darse cuenta de que la observábamos, enrojeció y se alejó a toda prisa.

—¿Está ella al cuidado del niño? —pregunté.

—Lo está, lord Emrys.

—¿Qué ha sido de Enid, la mujer que yo traje?

Llawr me contempló con franca expresión de desconcierto.

—Ésa es Enid, la misma que trajiste. No ha habido nadie más.

—Extraordinario —confesé, muy sorprendido—. No la hubiera reconocido. Ha cambiado y, desde luego, para mejorar.

—La haré venir, si lo deseas.

—Más tarde, quizá —respondí—; no es necesario ahora.

—Desde luego —dijo Llawr—, perdóname. Habéis cabalgado muchas horas y debéis de estar sedientos. Alzaremos juntos la copa de bienvenida.

La cerveza era negra y deliciosamente espumosa, y en la sala de Tewdrig reinaba un agradable calorcillo. La jarra dio la vuelta varias veces y conversamos tranquilamente con Llawr y algunos de los hombres que nos habían recibido. Como era de esperar, nadie se atrevió a preguntar abiertamente por qué estábamos allí; eso era impensable. Sabían que habíamos asistido al consejo, y sin duda estaban a punto de estallar de curiosidad: «¿Quién es el nuevo Supremo Monarca? ¿A quién se ha escogido? ¿Qué ha sucedido?». No obstante, se mostraron muy respetuosos y nos permitieron abordar el tema cuando nos pareció más conveniente.

—Ha habido mucha tranquilidad durante todo el año —observó Llawr—. Y, ahora que ha llegado el invierno, no tenemos por qué preocuparnos; la nieve mantendrá a los chacales del mar en sus madrigueras.

—¡Ya lo creo! —respondió el hombre que se sentaba a su lado—; ha nevado más que el año anterior. Al ganado no le gusta, sin embargo. No resulta fácil para ellos.

—Pero es bueno para las cosechas —intervino otro.

—Si la cosecha de este año es tan abundante como la última —comentó Llawr—, tendremos grano sobrante para comerciar, incluso con los nuevos graneros.

—Ya me fijé en ellos —indiqué—. Cuatro graneros nuevos. ¿Por qué? ¿Tanto está creciendo el caer?

—Estamos creciendo, es cierto —repuso uno de los hombres, llamado Ruel—; pero lord Tewdrig quiere empezar a almacenar más grano. «Cuanto más guardemos ahora», dice él, «menos necesitaremos luego». Eso es lo que nos repite.

—Y nosotros estamos de acuerdo con él —interpuso Llawr con cierta aspereza—. Los tiempos ya son bastante inseguros. No es posible vivir de una cosecha a otra y contentarse; hemos de preocuparnos por el futuro.

—Hay una gran sensatez en eso —opiné—. En estos tiempos aciagos sólo un loco confiaría en que los beneficios pasados vayan a continuar.

Los hombres me contemplaron con desconfianza. Llawr forzó una sonrisa e intentó animar el ambiente.

—¿Tiempos aciagos? Sin duda, Emrys, las cosas no están tan mal como eso. Los saecsen se han ido, y los irlandeses no han atacado en todo el año. Tenemos paz y riqueza suficiente, y como tengamos mucha más nos volveremos blandos y perezosos. —El resto asintió con la cabeza dando la razón a su jefe.

—Disfrutad de vuestra paz y riqueza, amigos míos. Ya no volveréis a conocerlas en esta vida.

La sonrisa se esfumó del rostro de Llawr. Los otros se miraron estupefactos. Con el paso de los años aumentaría este efecto mío sobre las personas.

No obstante, resulta imposible para los cymry permanecer abatidos durante un período largo de tiempo. El ambiente volvió a animarse rápidamente, y también me animé yo al derivar la conversación hacia otras cuestiones. Cuando la cerveza se acabó, los demás se despidieron y nos quedamos a solas con Llawr.

—De estar aquí lord Tewdrig —dijo éste—, no hay duda de que ordenaría que se celebrase una fiesta en vuestro honor. Pero… —extendió las manos en un gesto de impotencia—, no sé cuándo regresará.

Se trataba de un intento por parte de Llawr Eilerw de llevar la conversación hacia el motivo de nuestra visita. Ahora que estábamos solos, no me importó complacerlo.

—Creo que tu señor no tardará en llegar —le respondí—. Como sin duda habrás adivinado, abandonamos el consejo antes que los demás.

Llawr asintió comprensivo; como si estuviera al tanto del espíritu de contradicción de los reyes, lo que sin duda era así.

—Será mejor que te lo cuente —continué—, puesto que no tardarás en averiguarlo, y tampoco es ningún secreto: no habrá nuevo Supremo Monarca. El consejo llegó a un punto muerto. Resultó imposible alcanzar un acuerdo; no se escogió a nadie.

—Ya lo temía —suspiró Llawr—. ¡Tiempos aciagos, dijiste! ¡Sí!, tenías razón. —Reflexionó sobre esto último, y luego preguntó—: ¿Qué sucederá ahora?

—Eso queda por ver —contesté.

Llawr podría haber preguntado: «¿Y tú lo has visto?». Pero, si la pregunta pasó por su mente, se abstuvo de hacerla.

—Bien —dijo impasible—, hemos vivido todo este tiempo y muchas otras épocas sin un Supremo Monarca. Regresaremos a nuestra antigua forma de vivir.

Ante esto, meneé la cabeza con suavidad.

—Nada —musité, mirando más allá de Llawr y a través del vano de la puerta (como si mirara al corazón mismo del futuro)—, nada volverá a ser como antes.

Aquella noche cenamos parcamente y nos fuimos a dormir temprano. Tras desayunar a la mañana siguiente, hice llamar a Enid. La esperamos en la habitación de Tewdrig, conversando en voz baja.

—Menos mal que hemos venido aquí —dije a Pelleas—. Esta mañana me siento contento, como no lo he estado en mucho tiempo.

—Me alegro de oírlo —repuso él.

Al poco rato apareció la joven Enid. Traía a Arturo con ella y se detuvo tímidamente en el umbral, apretando contra sí al niño, como si temiera que fuéramos a robárselo.

—Acércate más, Enid —la insté con dulzura—; deja que os contemple a los dos.

Como si de un ciervo se tratara, avanzó con suma cautela, pero sólo un paso o dos. Sonreí y la llamé con la mano. Puedo ser muy persuasivo cuando quiero: ¿acaso no pertenezco a la raza de los Seres Fantásticos? Enid me devolvió la sonrisa, y observé cómo sus hombros se relajaban ligeramente.

—Cuando te vi ayer, no te reconocí. Te has convertido en una mujercita muy hermosa, Enid —le dije. Ella inclinó la cabeza con timidez—. Y me satisface ver que has cuidado a la perfección del niño.

Ella asintió, pero no alzó los ojos.

—¿Qué dirías si te dijera que debe marcharse de aquí?

La cabeza de Enid se alzó con brusquedad y de sus ojos brotaron chispas.

—¡No! ¡No debéis! Pertenece aquí. —Apretó al chiquillo con más fuerza, y Arturo se debatió en sus brazos—. Soy… Éste es su hogar. No sería feliz en otro sitio.

—¿Tanto quieres a este niño?

—Éste es su hogar —suplicó, como si aquello fuera lo más querido para ella—. No debéis llevároslo.

—Tiene enemigos, Enid —expliqué con suavidad—; o pronto los tendrá, cuando se acuerden de su existencia. Y ahora ya no tardarán mucho en recordar. Dejará de estar a salvo aquí. Los más astutos de entre ellos me buscarán a mí y esperarán encontrarlo a él.

Enid inclinó la cabeza y no dijo nada. Sostenía la mejilla de Arturo contra la suya, y el chiquillo enredó una mano menuda en sus suaves cabellos castaños.

—No te he hecho venir aquí para asustarte —dije, alzándome—. Sólo quería preguntar cómo estaba el niño. —Me acerqué más a ella, y el niño extendió una mano hacia mí para agarrar el borde de mi capa—. Siéntate; por el momento no hablaremos más de la partida.

Nos sentamos el uno junto al otro, y Enid colocó a Arturo entre sus pies. El niño se encaminó tambaleante hacia Pelleas y se detuvo con los ojos levantados hacia él. Mi compañero sonrió, se inclinó para cogerle la mano, y, presa de repentina inspiración, se le ocurrió poner a prueba a la criatura. Permitiendo a Arturo sujetar dos dedos de cada una de sus manos, Pelleas las alzó despacio, de modo que los pies de Arturo abandonaron el suelo y quedaron colgando en el aire. Al niño le gustó el juego y chilló de alegría.

Manteniéndolo en el aire, Pelleas empezó a balancear al chiquillo muy despacio de un lado a otro; Arturo no se soltó, sino que empezó a reír. Pelleas lo balanceó con más fuerza, y Arturo se puso a reír con más fuerza. El balanceo aumentó más y más, y el niño bramó de alegría. Con toda deliberación, Pelleas soltó una de sus manos, pero él se sujetó con más fuerza a la otra y rió aún más fuerte. Aunque lo habíamos visto con los gatos el día anterior, y hubiéramos debido estar preparados, la fuerza de las manos del chiquillo me sorprendió. La resistencia de aquellos deditos gordezuelos era considerable.

Por fin, Pelleas dejó a Arturo en el suelo sin hacer caso de sus protestas: ¡el chiquillo quería repetir el juego! Arrodillándome ante el niño, tomé entre las mías una de las diminutas manos, la abrí y miré su palma como si lo hiciera en el recipiente de las predicciones.

—Esa mano está hecha para empuñar una espada —murmuró Pelleas.

Mantuve la mirada fija durante un buen rato en el ancho rostro inocente y los risueños ojos azules de la criatura; luego reanudé mi charla con Enid.

Eso fue todo: un instante brevísimo; pero, a partir de ese momento, Pelleas jamás volvió a referirse a Arturo como «el niño», sino que utilizaba su nombre de pila, o alguna variación de éste.

—Tengo intención de discutir esto con Tewdrig cuando llegue —continué, devolviendo mi atención de nuevo a Enid—. Entretanto, no te inquietes por ello. A lo mejor me equivoco. ¿Quién sabe? Tal y como están las cosas, no existe peligro en estos momentos. —Le dediqué una sonrisa para tranquilizarla—. Puedes irte ahora, Enid.

La joven se puso en pie, levantó a Arturo, que se había aferrado a sus rodillas, y fue hacia la puerta.

—Enid —dije, incorporándome y dando un paso hacia ella, que se quedó medio girada en el umbral—, no tienes nada que temer de mí. No te quitaré a Arturo; ni permitiré que os suceda nada malo a ninguno de los dos.

Enid inclinó la cabeza en solemne asentimiento; luego se dio la vuelta y se marchó a toda prisa.

—Espero que Tewdrig regrese pronto —observó Pelleas—. Me parece que tendrá algo que contarnos.

—Sientes curiosidad por saber que sucedió en el consejo tras nuestra partida-respondí.

—La verdad es que sí —admitió él con una franca sonrisa—; pero mi curiosidad no es vana, Emrys.

—¿He sugerido yo otra cosa?

No tuvimos que aguardar mucho. Tewdrig llegó al día siguiente. Se alegró de encontrarnos allí esperándolo, y no perdió un momento en convocar a sus consejeros para que se reunieran con él en sus aposentos.

—Quiero a mis consejeros y quiero mi copa. He cabalgado desde un extremo de la isla hasta el otro y estoy sediento. —Tras rogarme que lo esperase, se dirigió directamente a su habitación, situada al otro extremo de la sala.

Meurig, que había estado en Londimum con su padre, ordenó que trajesen cerveza. El joven refunfuñó:

—¡Parecía como si su casa estuviera en llamas! Llevamos sobre la silla desde antes del amanecer, Myrddin, y no he comido nada desde entonces.

Justo en ese momento la voz de Tewdrig surgió desde detrás de la cortina del fondo de la sala.

—¡Meurig! ¡Estoy aguardando!

El joven volvió a suspirar, e hizo intención de marcharse a toda prisa.

—Pelleas se ocupará de la cerveza —le dije al tiempo que despedía a Pelleas con una mirada—. Vayamos con lord Tewdrig.

—Te aseguro, Myrddin, que esta vez has hundido un bastón muy afilado en la colmena —declaró Tewdrig en cuanto me vio—. Coledac estaba tan furioso que no podía hablar. El rostro de Dunaut se volvió negro de rabia, y, en cuanto a Morcant, lo cierto es que creí que la vieja serpiente iba a hincharse hasta estallar. —Rió sin alegría—. ¡Lo que habría dado por verlo!

—Jamás he visto una rabia así que no encontrara salida en un enfrentamiento a espada. —Meurig se dio un masaje en la nuca con la mano—. Pero tú habías desaparecido, Myrddin Emrys. ¿Qué podían hacer?

—Te aseguro —dijo Tewdrig en tono solemne— que, si no te hubieras marchado cuando lo hiciste, a estas horas serías hombre muerto. Juro sobre el altar de Dafyd que tu cabeza estaría colgada sobre las puertas de Londinium.

Dunaut habría insistido en ello.

—¿Saben adónde he ido? —inquirí.

—No veo cómo nadie podría saberlo —respondió Tewdrig sacudiendo la cabeza—; yo lo ignoraba.

—En ese caso aún tenemos tiempo —repuse, más para mí mismo, pues en aquel momento Pelleas hizo su aparición con copas y jarras.

Meurig dio una fuerte palmada.

—Ah, aquí está la cerveza. ¡Estupendo! ¡Llena las copas, Pelleas, y no dejes de llenarlas hasta que yo diga bastante!

—¿Tiempo para qué? —preguntó Tewdrig mientras se pasaban las copas.

—Para desaparecer.

—Un plan muy sensato, sin duda. —Tewdrig me miró con curiosidad—. ¿Adónde irás?

—A Goddeu, en Celyddon. Arturo estará más seguro con Custennin.

—De modo —repuso Tewdrig despacio— que todavía consideras que el niño representa un peligro para sí mismo.

—¿Qué puede ofrecer Custennin que nosotros no podamos? —exigió Meurig, limpiándose la espuma del bigote—. Que vengan. Si hay un lugar seguro en toda la Isla de los Poderosos, éste es Caer Myrddin. Podemos proteger a los nuestros.

—No —repliqué—; no puede ser de ese modo.

—¿Cuándo os iréis? —quiso saber Tewdrig.

—Pronto; depende de lo que haya sucedido en el consejo.

Tewdrig levantó su copa y me contempló con incredulidad.

—¡Ja! —bufó—. ¡Lo sabes tan bien como yo!

—Quiero decir —expliqué—, ¿acatarán el desafío de la espada?

—Bueno, fue difícil. No nos lo pusiste fácil. —El jefe guerrero se pasó una mano por los cabellos—. Pero al final se decidió que haríamos honor a tu reto. —Tewdrig sacudió la cabeza despacio—. ¡Ah, fuiste muy astuto, Myrddin! Creo que Dunaut y Morcant y los otros creyeron que podrían obtener la espada sólo gracias a la fuerza. Los muy estúpidos debieran haber sabido que no sería tan sencillo como eso.

Tewdrig tomó un buen trago de la copa que sostenía, y cuando la bajó de nuevo lanzó una carcajada, diciendo:

—¡Tendrías que haberlos visto! Les sería más fácil desarraigar Yr Wyddfa que mover esa espada. Está bien hundida y yo lo sé bien: lo probé. ¡Dos veces!

—He de confesar, Myrddin —dijo Meurig con una sonrisa pesarosa—, que yo también lo intenté. Pero, aunque hubiera sido el mismísimo gigante Ricca, no habría podido sacar la espada.

—Has dicho que acatarán la prueba… ¿Estás seguro?

—¿Qué otra cosa pueden hacer? —contestó Tewdrig—. Al principio, esperaban que uno de ellos obtuviera la espada y resolviera la cuestión definitivamente. Cuando se dieron cuenta de su error ya era demasiado tarde: todos habíamos jurado acatar la decisión de la espada. Ninguno de ellos imaginó que fuera a resultar tan difícil, de lo contrario no habrían hecho el juramento. Retractarse ahora significaría admitir la derrota. Los hombres como Dunaut preferirían morir antes que darte la razón, Myrddin; así pues, la situación se mantiene.

—Al ver que nadie lo conseguía —intervino Meurig—, el obispo Urbanus declaró que los señores deberían reunirse de nuevo para la Misa de la Natividad y volver a probar suerte con la espada entonces.

Sí, ése era Urbanus: ávido de cualquier mendrugo que los reyes le arrojaran. Muy bien, si eso los volvía a reunir en la iglesia, que así fuera. Yo no quería saber nada más de ellos; en aquellos momentos veía un sendero diferente extendiéndose ante mí, y estaba ansioso por descubrir adónde conducía.

—¿Creéis que irán? —preguntó Pelleas.

Tewdrig se encogió de hombros.

—¿Quién puede decirlo? Falta mucho para el próximo solsticio de invierno y pueden suceder muchas cosas. Puede que se olviden de la espada clavada en la piedra. —Volvió a lanzar una sonora carcajada—. ¡Pero, por el Dios que me hizo, Myrddin Emrys, no se olvidarán de ti!