Una mañana temprano, mucho antes del primer canto del gallo,
despertado por un silbido, me asomé a la ventana.
Subido a un cerezo —el alba inundaba mi jardín—,
había sentado un joven con el pantalón remendado
que cogía alegremente mis cerezas. Al verme
me saludó con la cabeza, mientras con ambas manos
pasaba las cerezas de las ramas a sus bolsillos.
Largo rato, de vuelta ya en mi cama,
le estuve oyendo silbar su alegre cancioncilla.