La cruzada de los niños

En Polonia, en el año treinta y nueve,

se libró una batalla muy sangrienta

que convirtió en ruinas y desiertos

las ciudades y aldeas.

Allí perdió la hermana al hermano

y la mujer al marido soldado.

Y, entre fuego y escombros, a sus padres

los hijos no encontraron.

No llegaba ya nada de Polonia.

Ni noticias ni cartas.

Pero una extraña historia, en los países

del Este circulaba.

La contaban en una gran ciudad,

y al contarlo nevaba.

Hablaba de unos niños que, en Polonia

partieron en cruzada.

Por los caminos, en rebaño hambriento,

los niños avanzaban.

Se les iban uniendo muchos otros

al cruzar las aldeas bombardeadas.

De batallas y negras pesadillas

querían escapar

para llegar, al fin,

a algún país en el que hubiera paz.

Había, entre ellos, un pequeño jefe

que los organizó.

Pero ignoraba cuál era el camino,

y ésta era su gran preocupación.

Una niña de once años era

para un niño de cuatro la mamá:

le daba todo lo que da una madre,

mas no tierra de paz.

Un pequeno judío iba en el grupo.

Eran de terciopelo sus solapas

y al pan más blanco estaba acostumbrado.

Y, sin embargo, todo lo aguantaba.

Más tarde se sumaron dos hermanos,

y ambos eran muy buenos estrategas

para ocupar las chozas que en el campo

los campesinos cuando llueve dejan.

También había un niño muy delgado

y pálido que siempre estaba aparte.

Tenía una gran culpa sobre sí:

la de venir de una embajada nazi.

Y un músico, además, que en una tienda

volada había encontrado un buen tambor.

Tocarlo les hubiera delatado,

y el niño músico se resignó.

Y hasta un perro llevaban que, al cogerle,

se disponían a sacrificar.

Pero ninguno se atrevía a hacerlo,

y ahora tenían una boca más.

También había una escuela

y en ella un maestrito elemental.

La pizarra era un tanque destrozado

donde aprendían la palabra «paz».

Y, al fin, hubo un concierto entre el estruendo

de un arroyo invernal.

Pudo tocar el niño su tambor

pero no le pudieron escuchar.

No faltó ni siquiera un gran amor:

quince años el galán, doce la amada.

En una vieja choza destruida,

la niña el pelo de su amor peinaba.

Pero el amor no pudo resistir

los fríos que vinieron:

¿cómo pueden crecer los arbolillos

bajo toda la nieve del invierno?

Hubo incluso una guerra

cuando con otro grupo se encontraron.

Pero viendo en seguida que era absurda,

la guerra terminaron.

Cuando era más reñida la contienda

que en tornó á una garita sostenían,

una de las dos partes

se quedó sin comida.

Al saberlo la otra, decidieron

un saco de patatas enviar

al enemigo, porque sin comer

nadie puede luchar.

A la luz de dos velas

un juicio celebraron.

Y, tras audiencia larga y complicada,

el juez fue condenado.

Hubo un entierro, en fin: el de aquel niño

que tenía en el cuello terciopelo.

Dos alemanes junto a dos polacos

enterraron su cuerpo.

No faltaban la fe ni la esperanza,

pero sí les faltaba carne y pan.

Quien les negó su amparo y fue robado

después, nada les puede reprochar.

Mas nadie acuse al pobre que a su mesa

no los hizo sentar.

Para cincuenta niños hace falta

mucha harina: no basta la bondad.

Si se presentan dos, o incluso tres,

es fácil que cualquiera los atienda.

Mas cuando llegan niños en tropel

las puertas se les cierran.

En una hacienda destruida, harina

hallaron en pequeña cantidad.

Una niña en mandil, de once años,

durante siete horas coció pan.

Amasaron la masa largamente,

la leña, bien cortada, ardía bien,

pero el pan no subió

porque ninguno lo sabía cocer.

Decidieron marchar,

buscando sol, al Sur. El Sur

es donde a mediodía todo

está lleno de luz.

A un soldado encontraron

herido en un pinar.

Siete días cuidándole, y pensaban:

«Él nos podrá orientar.»

Mas el soldado dijo: «¡A Bilgoray!»

Debía de tener

mucha fiebre: murió al día siguiente.

Le enterraron también.

Y los indicadores que encontraban

la nieve apenas los dejaba ver.

Pero ya no indicaban el camino,

todos estaban puestos al revés.

Aunque no se trataba de una broma:

sólo era una medida militar.

Buscaron y buscaron Bilgoray,

mas nunca la pudieron encontrar.

Se reunieron todos con el jefe,

confiados en él.

Miró el blanco horizonte y señaló:

«Por allí debe ser.»

Vieron fuego una noche:

decidieron seguir sin acercarse.

Pasaron tanques, otra vez, muy cerca,

pero iban hombres dentro de los tanques.

Al fin, un día, a una ciudad llegaron,

y dieron un rodeo.

Caminaron tan sólo por la noche

hasta que la perdieron.

Por lo que fue el sureste de Polonia,

bajo una gran tormenta, entre la nieve,

de los cincuenta niños

las noticias se pierden.

Con los ojos cerrados,

dentro de mí los veo cómo vagan

de una casa en ruinas

a otra bombardeada.

Por encima de ellos, entre nubes,

caravanas inmensas

penosamente avanzan contra el viento,

y, sin patria ni meta,

van buscando un país donde haya paz,

sin incendios ni truenos,

tan diferente a aquel de donde vienen.

Y, unidas, forman un cortejo inmenso.

Y, al caer el ocaso, ya sus caras

no parecen iguales.

Ahora veo caras de otros niños:

españoles, franceses, orientales…

Y en aquel mes de enero,

en Polonia encontraron

un pobre perro flaco

que llevaba un cartel de cartón al cuello atado.

Decía: «Socorrednos.

Perdimos el camino.

Este perro os traerá.

Somos cincuenta y cinco.

Si no podéis venir,

dejadle continuar.

No le matéis. Sólo el

conoce este lugar.»

Era letra de niño

y campesinos quienes la leyeron.

Ha pasado año y medio desde entonces.

Desde que hallaron, muerto de hambre, un perro.

(Del libro Historias

de almanaque, 1939)