1
Cuando Empédocles de Agrigento
hubo logrado los honores de sus conciudadanos
—y los achaques de la vejez—,
decidió morir. Pero como
amaba a algunos y era correspondido por ellos,
no quiso anularse en su presencia, sino que prefirió
entrar en la Nada.
Los invitó a una excursión. Pero no a todos:
se olvidó de algunos
para que la iniciativa
pareciera casual.
Subieron al Etna.
El esfuerzo de la ascensión
les imponía el silencio. Nadie dijo
palabras sabias. Ya arriba,
respiraron profundamente para recuperar el pulso normal,
gozando del panorama, alegres de haber llegado a la meta.
Sin que lo advirtieran, el maestro los dejó.
Al empezar a hablar de nuevo, no notaron
nada todavía; pero, a poco,
echaron de menos, aquí y allá, una palabra, y le buscaron por los alrededores.
Él caminaba ya por la cumbre sin apresurarse. Sólo una vez
se detuvo: oyó
a lo lejos, al otro lado de la cima,
cómo la conversación se reanudaba. Ya no entendía
las palabras aisladas: había empezado la muerte.
Cuando estuvo ante el cráter
volvió la cabeza, no queriendo saber lo que iba a seguir,
pues ya no le atañía a él; lentamente, el anciano se inclinó,
se quitó con cuidado una sandalia y, sonriendo,
la arrojó unos pasos atrás, de modo
que no la encontraran demasiado pronto, sino en el momento justo,
es decir, antes de que se pudriera. Entonces
avanzó hacia el cráter. Cuando sus amigos
regresaron sin él, tras haberle buscado,
a lo largo de semanas y meses, poco a poco, fue creándose
su desaparición, tal como él había deseado. Algunos
le esperaban todavía, otros
buscaban ya explicaciones. Lentamente, como se alejan
en el cielo las nubes, inmutables, cada vez más pequeñas, sin embargo,
sin dejar de moverse cuando no se las mira y ya lejanas al mirarlas de nuevo, acaso
confundidas con otras, así fue él alejándose suavemente de la costumbre.
Y fue naciendo el rumor
de que no había muerto, puesto que, se decía, no era mortal.
Le envolvía el misterio. Se llegó a creer
que existía algo fuera de lo terrenal, que el curso de las cosas humanas
puede alterarse para un hombre. Tales eran las habladurías que surgían.
Mas se encontró por entonces su sandalia, su sandalia de cuero,
palpable, usada, terrena. Había sido legada a aquellos
que cuando no ven, en seguida empiezan a creer.
El fin de su vida
volvió a ser natural. Había muerto como todos los hombres.
2
Describen otros lo ocurrido
de forma diferente. Según ellos, Empédocles
quiso realmente asegurarse honores divinos;
con una misteriosa desaparición, arrojándose
de modo astuto y sin testigos en el Etna, intentó crear la leyenda
de que él no era de especie humana, de que no estaba sometido
a las leyes de la destrucción; pero, entonces,
su sandalia le gastó la broma de caer en manos de sus semejantes.
(Algunos afirman, incluso, que el mismo cráter, enojado
ante semejante propósito, escupió sencillamente la sandalia
de aquel degenerado bastardo.) Pero nosotros preferimos creer
que si realmente no se quitó la sandalia, lo que debió ocurrir es
que se olvidaría de nuestra estupidez, sin pensar que nosotros
en seguida nos apresuramos a oscurecer aún más lo oscuro
y antes que buscar una razón suficiente, creemos en lo absurdo. Y la montaña, entonces
—aunque no indignada por aquel olvido ni creyendo
que Empédocles hubiera querido engañarnos para alcanzar honores divinos
(pues la montaña ni tiene creencias ni se ocupa de nosotros),
pero sí escupiendo fuego como siempre—, nos arrojó
la sandalia, y de esta forma sus discípulos
—que ya estarían muy ocupados husmeando algún gran misterio—,
desarrollando alguna profunda metafísica
se encontraron, de repente, consternados, con la sandalia del maestro entre las manos;
una sandalia de cuero, palpable, usada, terrena.