Sobre una muchacha ahogada

Sin hundirse, la ahogada descendía

por los arroyos y los grandes ríos,

y el cielo de ópalo resplandecía

como si acariciara su cadáver.

Las algas se enredaban en el cuerpo

y aumentaba su peso lentamente.

Le rozaban las piernas fríos peces.

Todo frenaba su último viaje.

El cielo, anocheciendo, era de humo,

y a la noche hubo estrellas vacilantes.

Pero el alba fue clara para que aún

tuviera la muchacha un nuevo día.

Al pudrirse en el agua el cuerpo pálido,

la fue olvidando Dios: primero el rostro,

luego las manos y, por fin, el pelo.

Ya no era sino un nuevo cadáver de los ríos.