Ahora estaba solo, con la única compañía de la amenazante esfera que se encontraba detrás del biombo. Pero esperaba una visita. Fui hasta la puerta que se apoyaba oblicuamente contra la tosca pared de ladrillos exterior, corrí el pestillo, la coloqué en su lugar, dejé caer los pernos en las bisagras, la cerré y volví a trabarla.
Retorné a la recargada habitación. Revisé los cajones y todos los papeles del escritorio. Esperaba encontrar algo…, algo que me diera una idea de lo que proyectaba Bale. No encontré ningún indicio, pero sí un revólver calibre veintidós de cañón largo, cargado. Eso me estimuló. No había pensado en lo que haría cuando llegara Bale. No estaba en condiciones de luchar con él. Ahora tenía una posibilidad razonable de hacerlo.
Escogí un lugar para ocultarme cuando le oyera llegar, un armario del vestíbulo, entre la bomba y la puerta. Encontré un pequeño bar y me serví dos dedos de jerez.
Me senté en una de las sillas de fantasía y traté de relajarme. Estaba empleando demasiada energía a causa de la tensión: sentía un nudo en el estómago. Desde donde estaba sentado veía el borde de la bomba, detrás del biombo. Me pregunté si habría alguna advertencia antes de la detonación. Agucé los oídos esperando oír un chasquido o un estruendo de la silenciosa asesina gris.
El sonido que oí no fue un chasquido, sino un arrastrar de pies sobre la madera, al otro lado de la puerta. Por un instante quedé paralizado, pero en seguida me puse en pie, me dirigí al armario y me deslicé detrás de la puerta. Guardé el revólver en el bolsillo y esperé.
Los sonidos ahora eran más próximos y rechinaban con fuerza en el silencio mortal. Una llave rascó la cerradura y un instante después apareció la alta y delgada figura del inspector principal Bale, el traidor. Su pequeña cabeza calva estaba hundida entre los hombros y echó un vistazo a la estancia, casi furtivamente. Se quitó el abrigo y durante un instante sobrecogedor pensé que se acercaría a mi escondite para colgarlo, pero lo arrojó en el respaldo de una silla.
Se acercó al biombo y miró la bomba. Podría haberle disparado fácilmente, pero eso no me habría servido de nada. Yo necesitaba que Bale me dijera si la bomba estaba en operación y si podía cambiarse de lugar. Era el único hombre de Imperio que sabía manejar aquel maldito artefacto.
Bale se inclinó sobre la bomba, sacó una pequeña caja del bolsillo y la contempló. Miró su reloj y se acercó al teléfono. Apenas oí su murmullo cuando intercambió algunas palabras con alguien. Se dirigió a la otra habitación. Cuando yo me disponía a seguirle para evitar que utilizara la vagoneta, regresó. Consultó la hora otra vez, se sentó en una silla y abrió una pequeña caja de herramientas que estaba sobre la mesa. Empezó a trabajar en la caja de metal con un delgado destornillador. Aquél era, entonces, el detonador. Traté de no respirar demasiado fuerte ni de pensar cuánto me dolían las piernas.
El sonido del teléfono rompió escandalosamente el silencio. Bale levantó la vista sorprendido, dejó el destornillador y la caja sobre la mesa y fue hacia el teléfono. Lo miró, mordiéndose los labios. Después de cinco timbrazos dejó de sonar. Me pregunté quién sería.
Bale se puso de nuevo a su tarea. Volvió a tapar la caja con el ceño fruncido. Se puso en pie, se acercó a la bomba, se humedeció los labios con la lengua y se inclinó sobre ella. Ahora la armaría. Yo no podía esperar más.
Abrí la puerta de par en par. Bale se irguió de un salto, llevó la mano derecha al pecho y corrió a buscar el abrigo que había dejado sobre la silla.
—No se mueva, Bale —ordené—. Sería un auténtico placer dispararle.
Los ojos de Bale casi le salían de las órbitas, tenía la cabeza inclinada hacia atrás y cerraba y abría la boca. Tuve la impresión de que le había desconcertado.
—Siéntese —indiqué—. Allí —señalé con el revólver cuando entré en la habitación.
—Bayard —musitó Bale, roncamente.
No dije nada. Ahora estaba seguro de que la bomba aún no estaba armada. Todo lo que tenía que hacer era esperar a que llegara la dotación que había solicitado y entregarles a Bale. Luego podríamos arrastrar la bomba hasta la nave y seguidamente enviarla a la Mancha. Pero me sentí demasiado débil.
Me acerqué a una silla y me dejé caer en ella. Traté de que Bale no descubriera mi malestar. Me apoyé en el respaldo y respiré hondo por la nariz. Si empezaba a perder el conocimiento, tendría que matar a Bale. No podía dejarle en condiciones de amenazar nuevamente al Imperio.
Me sentí un poco mejor. Bale permanecía rígido, con la vista fija en mí.
—Escuche, Bayard —dijo—. Le dejaré tomar parte conmigo en esto. Le prometo que iremos a medias. Le dejaré quedarse con M-I Dos y yo conservaré esta línea; hay suficiente para los dos. Abandone esa arma…
Se humedeció los labios y empezó a moverse hacia mí. Yo hice un movimiento defensivo y sin querer apreté el gatillo. Una bala atravesó la manga de la camisa de Bale y chocó contra la pared. Él se dejó caer en su silla. Pensé que poco había faltado. Podría haberle matado. Tendría que dominarme.
«También podía impresionarle un poco», pensé.
—Como ve, sé usar este rifle de juguete. A seis milímetros del brazo, disparando desde la cintura. No está mal, ¿no le parece? No intente nada más.
—Tiene que escucharme, Bayard —insistió Bale—. ¿Por qué se preocupa de lo que pueda ocurrirles a estos infelices? Nosotros podemos gobernar como monarcas absolutos.
Bale siguió hablando pero yo no le escuchaba. Me concentraba en mantener la conciencia despierta, esperando oír las sirenas del equipo que vendría en mi ayuda.
— …bastaría un momento y nos largaríamos. ¿Qué me dice?
Bale me miraba con expresión de codicia. Yo ignoraba qué había dicho. Debió de interpretar mi silencio como debilidad; volvió a levantarse y avanzó hacia mí. La habitación me pareció más oscura. Me froté los ojos. Me sentía muy mal, muy débil. El corazón me latía en la garganta, se me retorcía el estómago. No estaba en forma para enfrentar solo la situación.
Bale se detuvo y comprendí que se había dado cuenta, de pronto, de que me estaba desmayando. Se agachó y de un salto se abalanzó sobre mí. Tendría que matarle. Disparé dos veces. Bale retrocedió, sorprendido, pero no cayó.
—Basta, Bayard, por el amor de Dios —gritó.
Yo todavía estaba lo suficientemente lúcido como para matarle. Levanté la pistola, apunté y disparé. Vi que un cuadro caía de la pared. Bale se hizo a un lado. Ignoraba si le había acertado o no. Yo estaba perdiendo el sentido, pero él no saldría bien librado de ésta. Disparé dos veces más y supe que era la luz de mi mente la que se desvanecía, no la de la estancia. Bale chillaba. Comprendí que no se atrevía a correr hasta la puerta que daba al vestíbulo ni a la habitación que daba a la vagoneta: en cualquiera de ambos casos tendría que pasar a mi lado. Volvió a gritar cuando le apunté con manos temblorosas y se lanzó hacia la otra puerta. Apreté el gatillo y oí el eco del disparo a través de un sueño de tinieblas.
No estuve inconsciente más de unos minutos. Recuperé el conocimiento sentado en la silla, con el revólver apoyado en el regazo. El biombo había caído sobre la bomba. Me erguí, dominado por el pánico. Tal vez Bale la había armado… ¿Dónde estaba Bale? Sólo recordé que se había lanzado hacia la otra habitación. Me levanté apoyándome en la silla, recuperé el equilibrio y me acerqué a la puerta. Oí un extraño sonido, un quejido agudo como el de un gato en un callejón lejano. Recorrí la habitación con la mirada, casi esperando ver a Bale tendido en el suelo. No había nada. La luz se colaba por una ventana abierta, una cortina aleteó. «Él debió asustarse y saltar», pensé. Me dirigí a la ventana y el quejido se agudizó aún más.
Bale pendía del alero del edificio, al que se aferraba con las manos, sobre el callejón. El sonido provenía de su garganta. La pierna izquierda de sus pantalones exhibía una extensa mancha rojinegra, y de su zapato caían gotas que chocaban contra el pavimento, cinco pisos más abajo.
—¡Buen Dios, Bale! —exclamé—. ¿Qué ha hecho?
Estaba horrorizado. Estuve dispuesto a matarle, pero verle allí colgado era algo muy distinto.
—Bayard —musitó—, no puedo sostenerme mucho más. Por el amor de Dios…
¿Qué podía hacer? Me sentía demasiado débil para intentar un acto de heroísmo. Frenéticamente eché un vistazo a la habitación, en busca de inspiración. Necesitaba un tablón o una cuerda. No había nada. Arranqué una sábana de la cama, pero era demasiado corta. Ni siquiera servirían dos o tres. Además, aunque yo pudiera arrojarla y Bale sujetarse de ella, yo carecería de la fuerza necesaria para sostenerle. Corrí hacia el teléfono.
—Operadora —grité—. Hay un hombre a punto de caer desde un tejado. Envíe a los bomberos lo antes posible; Ostermalmsgatan setenta y uno, quinto piso.
Dejé caer el auricular y corrí otra vez hacia la ventana.
—Aguante, Bale. La ayuda está en camino.
Seguramente había intentado saltar al tejado de al lado, creyendo que yo le pisaba los talones, y debido a la herida de la pierna no lo había logrado.
Pensé en Bale, que me había enviado a una misión suicida sabiendo que mi caracterización era inútil mientras yo contara con mis propias piernas. Pensé en la nave asesina que me había esperado para aplastarnos en cuanto iniciamos el viaje; en la sala de operaciones de la guarida, donde Bale se proponía darme una forma más adecuada a sus propósitos. Recordé a Bale matando a mi recién encontrado hermano y la noche que había permanecido en la fría celda esperando al carnicero. Pese a todo, no quería verle morir así.
—Aguante, Bale —repetí—. Sólo un poco más. No haga ningún esfuerzo.
Permaneció mudo. De sus zapatos seguía manando sangre. Observé el callejón y me estremecí.
Oí un sonido distante, el ulular de una sirena. Me lancé hacia la puerta, la abrí, escuché. Abajo sonaban apresurados pasos.
—¡Aquí! —grité—. ¡En la planta superior!
Regresé junto a la ventana. Bale seguía tal como le había dejado. Entonces una de sus manos se deslizó y quedó colgando de un brazo, balanceándose ligeramente.
—Ya están aquí. Bale. Unos pocos segundos más y…
No intentó sujetarse nuevamente. No emitió ningún sonido. Los bomberos ya trepaban por las escaleras. Volví a gritar.
Di la espalda a la ventana cuando Bale se deslizó en silencio. No miré. Oí su cuerpo golpear… dos veces.
Retrocedí tambaleándome. Los hombres corpulentos entraron, se asomaron a la ventana y empezaron a circular por todas partes. Regresé a la silla y me hundí en ella. Estaba vacío de emociones. Todo era ruido a mi alrededor; la gente entraba y salía. Apenas tuve conciencia de ello. Después de largo rato vi a Hermann. Un instante después, Barbro estaba inclinada sobre mí. Busqué su mano ansiosamente.
—Llévame a casa, Barbro —le dije.
Entonces vi a Manfred.
—La bomba ya no representa ningún peligro —dije—. Ponedla en la vagoneta y sacadla de aquí.
—En este momento mi equipo la está moviendo, Brion —replicó Manfred.
—Acaba usted de referirse a su casa —intervino Goering—. En mi nombre, y no me caben dudas de que también en el de Manfred, recomendaré con firmeza que, en vista de sus extraordinarios servicios al Imperio, le devuelvan a su tierra en cuanto esté lo bastante bien para partir, si ése es su deseo. Claro que espero que prefiera permanecer con nosotros. Pero debe ser usted quien tome la decisión.
—No tengo nada que decidir —murmuré—. Mi elección ya está hecha. Me gusta estar aquí, por diversas razones. En primer lugar, puedo repetir todas las frases hechas de M-I Tres, y suenan como novedades. En cuanto a mi casa y a mi tierra… —Contemplé a Barbro—. Mi hogar se encuentra donde está mi corazón.
FIN