Estaba tendido en una cama limpia, en una habitación soleada, apoyado sobre almohadas. Se parecía algo a otro dormitorio en el que había despertado hacía mucho, pero con una diferencia importante: Barbro estaba sentada junto a mi lecho, tejiendo unos calcetines de lana roja. Llevaba el pelo sujeto en un moño en lo altó de la cabeza que, al ser atravesado por los rayos del sol, adquiría un color cobrizo. Tenía ojos castaños y rasgos perfectos. Me gustó permanecer allí tendido, mirándola. Desde mi retorno al Imperio me había visitado todos los días, había leído para mí, había hablado conmigo, me había dado la sopa en la boca y me había sacudido las almohadas. Yo disfrutaba de mi convalecencia.
—Si eres bueno, Brion —dijo Barbro—, y terminas la sopa, quizá mañana por la noche estés lo bastante fuerte para aceptar la invitación del rey.
—Trato hecho —respondí.
—El baile del emperador —prosiguió Barbro— es el acontecimiento más brillante del año, y los tres reyes y el emperador con sus esposas se reunirán allí.
No respondí. Pensaba… Parecía como si faltara algo. Había dejado todos los problemas en manos de los hombres de Inteligencia, pero sabía más que ellos acerca de Bale.
Pensé en la última reunión importante y en el brutal ataque sufrido. Sospeché que aquella vez todos los hombres llevarían armas bajo sus puños con galones. Pero la batalla en el salón de baile sólo había sido una diversión destinada a permitir que la tripulación instalara una bomba atómica.
Me erguí bruscamente. Esta vez no habría un ataque sorpresa de la nave, con toda una tripulación alerta buscando huellas de actividad MC no programada. Claro que esta vez no había necesidad de traer una bomba: Bale la tenía allí.
—¿Qué ocurre, Brion? —inquirió Barbro, inclinándose hacia delante.
—¿Qué hizo Bale con aquella bomba? —pregunté—. La que trataron de hacer explotar en el baile. ¿Dónde está ahora?
—No lo sé. Se la entregaron al inspector Bale…
—¿Cuándo llegan los miembros de la corte para el baile del emperador?
—Ya están en la ciudad —me informó Barbro—, en Drottningholm.
Sentí que el corazón me latía más rápido. Bale no dejaría pasar esta oportunidad. Con los tres reyes en la ciudad y una bomba atómica escondida en algún sitio, tenía que actuar. De un solo golpe podría barrer a los líderes del Imperio y completar un ataque en gran escala. Contra sus armas atómicas no cabía la esperanza de luchar.
—Telefonea a Manfred, Barbro. Dile que es imprescindible encontrar esa bomba. Será necesario evacuar a los reyes, de la ciudad, habrá que postergar el baile…
Barbro habló por teléfono y me miró:
—Ha salido del edificio, Brion. ¿Quieres que trate de encontrar a Goering?
—Sí —respondí.
Quise decirle que se diera prisa, pero ya estaba hablando con alguien del despacho de Goering. Barbro tenía buenos reflejos.
—Él tampoco está. ¿Algún otro?
Pensé frenéticamente. Manfred o Hermann prestaría: atención a cualquier cosa que yo dijera, pero no ocurrirlo mismo con los miembros de su personal. Aplazar el día de la celebración, molestar a las delegaciones reales, alarmar a la ciudad, eran asuntos muy graves. Nadie tomaría medidas sólo por mis vagas sospechas. Tenía que encontrar inmediatamente a mis amigos… o a Bale.
Inteligencia Imperial había hecho un registro, sin encontrar nada. El apartamento de Bale estaba vacío, lo mismo que su pequeña casa de las afueras de la ciudad. Los monitores no habían detectado ninguna nave ignorada por el Imperio que se trasladara por la Red.
Había varias posibilidades. Una de ellas consistía en que Bale hubiera regresado casi al mismo tiempo que yo, deslizándose subrepticiamente antes de que se conociera la situación, en tanto algunos de los suyos controlaban las estaciones de alerta. Otra consistía en que planificara llegar preparado, dispuesto a defenderse hasta hacer estallar la bomba. También existía la posibilidad de que un cómplice le sustituyera.
Por alguna razón, la posibilidad que más me convencía era la primera. Parecía más acorde con lo que yo sabía de 3ale: más prudente, menos peligrosa. Si estaba en lo cierto, en ese momento Bale se encontraba en algún lugar de Estocolmo, esperando la hora de cubrir la ciudad de cenizas radiactivas.
En cuanto a la hora, esperaría la llegada del emperador, pero ni un minuto más.
—¿Cuándo llega el emperador, Barbro?
—No estoy segura, Brion —respondió—. Probablemente, esta noche. Aunque es posible que lo haga por la tarde.
Eso no me daba mucho tiempo. Salté de la cama y me tambaleé.
—Allá voy, curado o no —afirmé—. No puedo seguir en la cama, Barbro. ¿Tienes coche?
—Sí, está abajo, Brion. Siéntate y deja que te ayude.
Se acercó al armario mientras yo me hundía en el asiento. En los últimos tiempos, siempre parecía estar recuperándome. Pocos días atrás me había levantado con piernas temblorosas, y ahora empezaba de nuevo. Barbro se volvió, con el traje marrón en la mano.
—Es todo lo que hay, Brion. Es el uniforme del dictador. El que llevabas puesto cuando ingresaste en el hospital.
—Tendrá que servir —afirmé.
Barbro me ayudó a vestirme. Abandonamos la habitación en cuanto pude caminar. Pasó una enfermera, que nos observó y continuó su camino. Me sentía mareado y empecé a jadear.
El ascensor me ayudó. Me hundí en el asiento. Mi cabeza era un torbellino.
Sentí algo duro en el bolsillo de la chaqueta y repentinamente tuve un vívido recuerdo de Gaston entregándome una tarjeta mientras avanzábamos agachados detrás del escondite cercano a Argel, diciéndome que creía que era el domicilio del cuartel general del gran jefe fuera de la ciudad. Cogí la tarjeta y entrecerré los ojos a fin de leer bajo la tenue luz de la bombilla del interior del coche cuando detuvo ante una señal de alto.
Con caligrafía temblorosa alguien había garabateado: Ostermalmsgatan 71. Recordé que cuando Gaston me la entregó no le había prestado el mínimo interés, ya que en ese momento esperaba algo más útil. Ahora podía ser la clave que salvara a un imperio.
—¿De qué se trata, Brion? —quiso saber Barbro—. ¿Has encontrado algo?
—No lo sé. Quizá sólo sea un callejón sin salida, quita no. —Le extendí la tarjeta—. ¿Sabes dónde queda?
Barbro leyó la dirección.
—Me parece que conozco la calle. No está lejos de los muelles, en la zona de los almacenes.
—Vamos allá —dije, con la ardiente esperanza de que estuviéramos en el buen rumbo y de que no llegáramos demasiado tarde.
Los neumáticos chirriaron al dar la vuelta a una esquina. Disminuimos la velocidad en una calle atestada de lúgubres almacenes, ventanas con persianas metálicas en fachadas de ladrillos rojos, con letras de un metro de altura que identificaban a las compañías navieras a las que pertenecían.
—Ésta es la calle —dijo Barbro—. ¿El número era setenta y uno?
—Eso es. Estamos en el setenta y tres. Frena aquí.
Salimos a una acera arenosa, sombreada por la mole de los edificios, en silencio. Olía a alquitrán, a cáñamo y, levemente, a salitre.
Observé el edificio que tenía ante mis ojos. En la parte frontal había una pequeña puerta, junto a una plataforma. Subí y probé el pomo. Estaba cerrada con llave. Me apoyé en ella para descansar.
—Barbro —llamé—. Tráeme la manivela del gato o cualquier otra herramienta de tu coche.
Detestaba arrastrar a Barbro a semejante aventura, pero no tenía otra posibilidad. No podía hacerlo solo.
Barbro volvió con una pieza chata de acero de unos cincuenta centímetros de largo. La introduje en la rendija de la puerta y empujé. Algo sonó y la puerta se abrió de golpe. Vi una escalera en la oscuridad. Barbro me tomó del brazo y empezamos a subir. La dificultad del ascenso me ayudaba a mantener la mente alejada del sol que podría brillar en el cielo de Estocolmo en cualquier momento.
Cinco pisos. Llegamos a un rellano. La puerta con la que nos enfrentamos era de madera roja, sólida, con la cerradura nueva. Observé los pernos de la bisagra: no parecían tan buenos como la cerradura.
Me ocupó quince minutos, cada uno de los cuales se llevó un año de mi vida, pero después de un esfuerzo final empujando con la barra de acero, el último perno cayó al suelo. La puerta se desprendió de sus pivotes y cayó contra la pared.
—Espera aquí —indiqué a Barbro.
Empecé a avanzar por el empapelado vestíbulo.
—Iré contigo, Brion —afirmó Barbro.
No discutí.
Nos encontramos en un elegante apartamento, quizás algo ostentosamente amueblado. Alfombras persas cubrían el suelo, y bajo los rayos de sol que se filtraban a través de las persianas los muebles de madera de teca. En oscuros estantes, bajo cintas de seda japonesa, se destacaban lustrosas figuritas de marfil. En el centro de la estancia había un biombo recargado de adornos. Rodeé una otomana de brocado, me acerqué al biombo y miré qué había detrás. En un trípode liviano de varillas de aluminio reposaba la bomba.
En la cara inferior, dos pesadas piezas de fundición unidas alrededor de un reborde central, con unos pocos cables que corrían hasta una pequeña caja de metal. Aproximadamente en la mitad de la curva lateral, cuatro pequeños agujeros, dispuestos en forma de cuadrado. Eso era todo lo que había, aunque suficiente para producir un inmenso cráter en el lugar de la ciudad.
No tenía forma de saber si estaba armada o no. Me incliné y presté atención. No logré oír nada semejante a un mecanismo de relojería. Pensé en cortar los cables que estaban a la vista, pero no podía correr ese riesgo: eso podría poner en marcha el dispositivo.
—Aquí está —dije en voz alta—. Pero… ¿para cuándo estará programada?
Tuve una extraña sensación de intangibilidad, como si ya fuera una partícula de gas incandescente. Traté de pensar.
—Empieza a registrarlo todo, Barbro —dije—. Puedes encontrar algo que nos dé un indicio. Telefonearé a la oficina de Manfred y haré venir un escuadrón para ver si podemos moverla sin que estalle.
Marqué el número de Inteligencia Imperial. Manfred no estaba allí y el que atendió el teléfono ignoraba qué hacer.
—Envíe un equipo de inmediato —grité—. Que venga alguien que pueda saber cómo interrumpir esto.
Mi interlocutor me dijo que hablaría con no se qué general.
—¿Cuándo llega el emperador? —Le pregunté.
Respondió que lo lamentaba, pero no estaba autorizada a discutir los movimientos del emperador. Colgué el teléfono de un golpe.
—Brion —llamó Barbro—, mira lo que he encontrado.
Me acerqué a la puerta que daba a la otra habitación. Una nave para dos personas ocupaba el espacio. Tenía la puerta abierta. Me asomé al interior. Estaba dispuesta lujosamente; Bale se cuidaba bien, incluso en los viajes cortos. Aquél era el vehículo que utilizaba para viajar desde Cero Cero hasta M-I Dos y viceversa. El hecho de que estuviera allí indicaba que también Bale estaba en Cero Cero y que regresaría antes de que la bomba estallara.
—Barbro, tienes que encontrar a Manfred o a Hermann. Yo me quedaré aquí para esperar a Bale. Si los encuentras, diles que envíen de inmediato a hombres que puedan desarmar esta bomba. Yo no me atrevo a moverla, y por lo menos se necesitan dos hombres para hacerlo. Si lo logramos, podemos meterla en la nave y apartarla de aquí. Seguiré telefoneando, pero haz todo lo posible por encontrarlos.
—Preferiría quedarme contigo, Brion. —Barbro me miró—. Pero comprendo que no debo hacerlo.
—Eres una muchacha fabulosa.