13

—Vuélvase, Bayard —rugió Bale—. ¡Maldita suerte! Necesitaba vivo a ese cerdo para colgarle. —Me levanté lentamente; él me miró fijamente y se mordió los labios—. A usted le quería muerto, y ese imbécil cambió su vida por la suya.

Parecía hablar para sí mismo. Demasiado tarde reconocí su voz. Bale era el gran jefe. Lo que me había despistado era su habla francesa.

—Está bien —dijo, repentinamente decidido—. También él cambiará su muerte por la suya. Le colgaremos a usted en su lugar. La plebe tendrá su circo. Usted quería ocupar su lugar y lo ocupará.

Entró en la habitación e hizo señas a otros para que le siguieran. Unos rufianes de rostros malignos cruzaron la puerta y observaron a Bale en espera de órdenes.

—Ponedle en una celda —ordenó—. Cassu, procura mantener tus sucias manos lejos de él. Quiero que esté fuerte para la operación.

Cassu gruñó, me retorció el brazo hasta que crujieron las coyunturas y me empujó más allá del cadáver del hombre al que en una noche había llegado a considerar como a un hermano.

Me llevaron por el pasillo, me empujaron al interior de Un ascensor, volvieron a sacarme a través de una muchedumbre de hombres ruidosos armados hasta los dientes, me guiaron por unos peldaños de piedra, a lo largo de un húmedo túnel cavado en las rocas y, finalmente, me arrojaron de una patada en la negra oscuridad de una celda.

Mi mente aturdida trató de asimilar lo que había ocurrido. ¡Bale! No un doble. Él era Bale del Imperio, un traidor, y todo el tiempo había sabido quién era yo. Eso respondía a muchos interrogantes. Explicaba la perfecta sincronización del ataque al palacio y la razón por la que Bale había estado demasiado ocupado para asistir a la gala aquella noche. Comprendí por qué razón me había atraído afuera más tarde: abrigaba la esperanza de que me mataran, naturalmente. Eso habría simplificado todo para él. Y el duelo… Nunca había logrado entender por qué el jefe de Inteligencia se arriesgaba a matarme cuando yo era esencia en el proyecto de controlar al dictador. Todas las mentiras con respecto a la corrupción del Bayard de M-I Dos eran inventos de Bale, destinados a impedir el establecimiento de relaciones amistosas entre el Imperio y este desdichado mundo.

¿Cuál era la causa?, me pregunté a mí mismo. ¿Pensaba Bale gobernar personalmente este infierno, convirtiéndolo en su dominio privado? Así parecía.

Comprendí que Bale no tenía la intención de contentarse con este mundo. Ésta sería, meramente, una base de operaciones, una fuente de soldados y armas…, incluyendo bombas atómicas. El propio Bale era el autor de los ataques al Imperio. Allí había robado naves o sus componentes, las había dotado de tripulación en M-I Dos y las había lanzado a una carrera de piratería. El paso siguiente sería el asalto al Imperio mismo, un ataque a gran escala, propagador de la muerte atómica. Los hombres del Imperio llevarían alegres uniformes y sables al combate contra cañones atómicos.

Me pregunté cómo no lo había comprendido antes. La fantástica improbabilidad del desarrollo del impulso MC por el mundo devastado por la guerra de M-I Dos ahora me parecía obvia.

Mientras celebrábamos una solemne conferencia planificando movimientos contra los agresores, el principal promotor estaba entre nosotros. No era de extrañar que un explorador enemigo estuviese esperándome cuando salí con destino a mi misión.

Cuando Bale me encontró en la guarida, seguramente se dedicó de inmediato a planificar la mejor forma de aprovechar su inesperado golpe de suerte. Cuando escapé, se vio obligado a moverse a toda velocidad.

Yo sólo podía suponer que ahora el Estado estaba en sus manos y que se había programado el espectáculo de la ejecución de Bayard por la mañana, para impresionar al populacho con la realidad del cambio de régimen.

Ahora me colgarían a mí en lugar del dictador. Recordé lo que Bale había dicho: quería que estuviera fuerte para la operación. Aquella tina sería útil después de todo. Había suficientes personas que conocían el secreto del dictador como para que un cadáver con piernas resultara fastidioso.

Me inundarían de drogas, llevarían a cabo la intervención quirúrgica, cerrarían los muñones, vestirían mi cuerpo inconsciente con un uniforme y me colgarían. El cadáver no engañaría al público. Así podrían ver el color de la vida en mi rostro, aunque siguiera anestesiado cuando se ajustara el lazo.

Oí pisadas y vi el balanceo de una luz en el pasillo a través de las rejas. Me abracé a mí mismo. Tal vez aquel fuera el hombre con las sierras y las pesadas tijeras.

Dos hombres se detuvieron ante la puerta de la celda, la abrieron y entraron. Parpadeé ante el resplandor de la linterna. Uno de los dos dejó caer algo al suelo.

—Póntelo —dijo—. El jefe dijo que quería que llevaras esto para la ceremonia.

Vi mi viejo traje, el que había lavado, y pensé que por lo menos estaba limpio. Consideré cuán extraño era que las cosas intrascendentes siguieran teniendo importancia.

El que había hablado me empujó con el pie:

—¡Póntelo!

—Sí —murmuré.

Me quité la bata, me puse la chaqueta de lana liviana y los pantalones, me abroché el cinturón… No había zapatos. Adiviné que Bale suponía que no los necesitaría.

—Está bien —aceptó el que llevaba la voz cantante—. Vámonos, Hiem.

Me senté y escuché cómo volvía a cerrarse la puerta. La Luz se alejó dejándome a oscuras.

Tanteé con los dedos las solapas de la chaqueta. El comunicador no me había servido de mucho. Palpé los alambres rotos, los minúsculos filamentos que se proyectaban desde el borde de la tela. ¡Bello Joe había maldecido al tropezar con ellos!

Bajé la vista. Infinitesimales chispas azules centellearon en la oscuridad cuando los alambres se tocaron.

Permanecí inmóvil. Mi frente chorreaba sudor. No me atrevía a moverme. El dolor de la esperanza que despertaba contra toda esperanza era peor que la resignación ante la muerte.

Mis manos temblaban. Volví a buscar a tientas los alambres y junté sus extremos: una chispa, otra…

Traté de pensar. El comunicador seguía sujeto a mi cinturón, el emisor y el micrófono habían desaparecido, pero la fuente de energía seguía allí. ¿Existía la posibilidad de que uniendo los alambres se transmitiera una señal? Lo ignoraba. Pero podía intentarlo.

No conocía el código Morse ni ningún otro, pero sabía la señal del SOS. Tres puntos, tres rayas, tres puntos. Lo repetí una y otra vez; mientras tanto, sufría la agonía de la esperanza.

Transcurrió un largo rato. Golpeé los alambres y espera. Estuve a punto de caer del camastro en un instante de somnolencia. No podía detenerme: tenía que intentarlo mientras me quedara tiempo.

Les oí llegar en la distancia. Escuché el primer rechinar del cuero en la piedra polvorienta, y luego un sonido metálico. Tenía la boca seca y me hormigueaban las piernas. Pensé en la muela vacía y la toqué con la lengua. Había llegado el momento de emplearla. Me pregunté qué sabor tendría y si sería doloroso; me pregunté también si Bale la habría olvidado o si, sencillamente, ignoraba su existencia.

Más sonidos en el pasillo, rumor de hombres y voces altas, el rechinar de algo pesado. Pensé que intentaban instalar la mesa de operaciones allí, en la celda. Me acerqué a la minúscula abertura de la puerta y espié. Sólo percibí una oscuridad casi total. De improviso centellearon unas luces y salté, enceguecido.

Más ruidos y un grito. Pensé que les debía resultar difícil meter todo aquello en el estrecho pasillo. Me dolían los ojos, me temblaban las piernas, se me retorcía el estómago. Tuve náuseas. Esperaba no derrumbarme. Ahora había llegado el momento de recurrir a la muela. Pensé en lo decepcionado que se sentiría Bale cuando me encontrara muerto en la celda. La idea me ayudó un poco, pero seguí vacilando. No quería morir. Aún tenía mucho que hacer en la vida.

Alguien gritó muy cerca:

—¡Lobo feroz!

Levanté la cabeza. Mi nombre en clave. Traté de gritar, impresionado.

—Aquí —susurré.

Llegué de un salto a las rejas y empecé a gritar.

—Lobo feroz, ¿dónde demonios…?

—¡Aquí! —chillé—. ¡Aquí!

—Retírese, coronel —dijo alguien—. Métase en el rincón y cúbrase.

Retrocedí y me agaché. Coloqué los brazos sobre la cabeza. Se oyó un agudo siseo y un poderoso estallido que hizo temblar el suelo bajo mis pies. Minúsculas partículas volaron por el aire y sentí sabor a polvo en la boca. Con gran estruendo, la puerta estalló en la celda.

Unos brazos me cogieron y me arrastraron a través del polvo hirviente. Sólo me liberaron al llegar a la zona iluminada. Tropecé, pisé escombros.

Unos hombres rodeaban la masa que bloqueaba el pasillo. Apoyada contra la pared había una enorme caja de la que colgaba una puerta que despedía luz. Otros brazos me ayudaron a cruzarla y vi cables, bobinas, cajas de empalmes unidos a madera nueva, con hierros en ángulo de trecho en trecho. Unos hombres de uniforme blanco se apiñaban en aquel espacio. Una figura bambolearte fue arrojada a través de la puerta.

—Cuenta completa —gritó alguien—. ¡Arriba!

La madera se astilló bajo el impulso de una bala. La puerta se cerró de golpe y la caja tembló mientras el estruendo se convertía en un quejido, hasta que dejó de ser audible…

Alguien me apretó el brazo.

—¡Dios mío, Brion! Ha debido de pasarlo muy mal.

Era Richthofen, con uniforme gris y un corte en la cara. Me contempló.

—No es nada —dije—. Su sincronización… fue buena.

—Tuvimos un monitor en su banda día y noche, esperando algo —me explicó Richthofen—. Le dimos por perdido, pero no podíamos resignarnos a abandonar toda esperanza. Entonces, hace cuatro semanas, empezamos a recibir un golpeteo. Lo situaron con localizadores y le descubrieron aquí, en la bodega. Las patrullas exploradoras no podían entrar aquí, no hay lugar suficiente. Entre todos armamos este aparejo y entramos.

—Trabajaron rápido —comenté.

Pensé en el viaje en aquella caja de pino a través de la temible Mancha. Sentí cierto orgullo por los hombres del Imperio.

—Hacedle sitio al coronel Bayard —dijo alguien.

Se despejó el suelo y tendieron en él sus chaquetas. Richthofen me sostenía, pero tuve que hacer un poderoso esfuerzo. Llegué al improvisado jergón y me desplomé. Richthofen dijo algo, pero no lo oí. Me pregunté qué habría demorado tanto tiempo a los carniceros, pero en seguida lo olvidé. Debía decirles algo, advertirles… No pude recordar…