Soñé. Estaba en la playa y el sol se reflejaba en las aguas espejeantes. Relumbró en mis ojos y me giré. Me retorcí en la silla y abrí los ojos. Me pesaba la cabeza.
Contemplé las claras paredes verdes de la habitación, al otro lado de la alfombra verdigrís. Había un silencio absoluto y no me moví. La puerta estaba abierta.
Lo único que recordé era que había apagado la luz. Alguien la había encendido, y alguien había abierto la puerta. Me había deslizado como un asesino en las sombras nocturnas y sin embargo alguien me había encontrado dormido, traicionado por mi propio agotamiento.
Me erguí en el asiento y en ese preciso instante me di cuenta de que no estaba solo. Volví la cabeza y observé al hombre que permanecía tranquilamente sentado en el sillón de mi izquierda, reclinado contra el respaldo, con las piernas rígidamente extendidas ante sí y las manos levemente aferradas a los brazos del sillón de palo de rosa tapizado en piel negra. Sonrió y se inclinó hacia delante. Fue como mirarme en un espejo.
No me moví. No podía apartar la mirada de su cuerpo. Su rostro era más delgado que el mío, más arrugado, de cutis bronceado y pelo aclarado por el sol africano; pero era yo. Ni un gemelo, ni un doble, ni un actor inteligente: era yo, sentado en un sillón, que me estaba mirando.
—Has dormido profundamente —dijo.
Me pareció escuchar mi voz en una cinta magnetofónica, aunque expresándose en impecable francés.
Moví levemente la mano. La pistola seguía en su lugar y el hombre a quien debía matar estaba sentado a menos de tres metros de distancia, solo, desprotegido. Pero no me moví. No estaba preparado. Todavía no. Tal vez nunca.
—¿Descansaste lo suficiente o prefieres seguir durmiendo antes de que conversemos?
—Estoy descansado —repliqué.
—No sé cómo entraste aquí —dijo—, pero tu presencia ya es suficiente. Ignoraba qué don me otorgaría la marea de la fortuna, pero no puede haber nada mejor: un hermano.
No sé qué esperaba yo que fuera el dictador Bayard, si un rufián hosco, un megalómano de ojos salvajes o un taimado intrigante…, pero no esperaba una imagen viviente de mí mismo, con una cálida sonrisa y un lenguaje poético, un hombre que me llamaba hermano.
Me observó con expresión de intenso interés.
—Hablas un excelente francés, aunque con acento inglés —señaló—. ¿O americano? —Sonrió—. Debes disculpar mi curiosidad. La lingüística, los acentos, son uno de mis pasatiempos predilectos. Y, en tu caso, estoy doblemente intrigado.
—Americano —informé.
—Sorprendente. Yo mismo podría haber nacido americano…, pero es una historia larga y aburrida que dejaremos para otro momento.
Pensé que no era necesario. Mi madre me la contaba a menudo, cuando yo era un niño.
Prosiguió con su voz intensa pero cordial, amistosamente:
—Hace diez días, cuando retorné a Argel, me informaron que un hombre parecido a mí había sido visto en este apartamento. También encontraron a dos hombres muertos en mi estudio. Hubo mucha excitación y un informe falseado. Pero me impresionó oír hablar de un hombre igual a mi. Sentí deseos de verle, de hablar con él. He estado muy solo aquí. Mi imaginación echó a volar. Naturalmente, ignoraba qué había traído aquí a ese hombre; me hablaron incluso de peligros… —Extendió las manos en un gesto galo—. Pero cuando entré en esta habitación y te encontré dormido comprendí que tu actitud sólo podía ser amistosa. Me conmovió ver que habías entrado solo y te habías confiado a mí. —No pude replicar, y tampoco lo intenté—. Cuando encendí la lámpara y vi tu rostro, supe de inmediato que esto era algo más que una imitación superficial. Vi en ti mi rostro, no tan marcado por la guerra como el mío, las arrugas menos profundas, pero sentí la llamada de la sangre: te reconocí como mi hermano.
Me humedecí los labios, tragué saliva. Él se inclinó hacia delante, apoyó su mano en la mía y la apretó con firmeza. Luego volvió a inclinarse en el respaldo del sillón y suspiró.
—Discúlpame otra vez, hermano. Sospecho que caigo fácilmente en la oratoria, hábito que tendría que romper. Tendremos tiempo de hacer planes más adelante. Ahora, háblame de ti. Sé que por tus venas corre la sangre de los Bayard.
—Sí, soy un Bayard.
—Sin duda estabas ansioso por conocerme, para venir aquí solo y desarmado. Nadie ha cruzado nunca esas paredes sin escolta y muchos papeles.
No podía seguir allí en silencio, pero tampoco podía decirle a aquel hombre cuál había sido el verdadero propósito de mi llegada. Recordé el tratamiento que habían recibido los embajadores imperiales y lo que Bale me había contado aquella mañana en la reunión con Bernadotte. Pero no había en él nada de la crueldad tiránica que esperaba. Me encontré acusando el impacto de su espontánea bienvenida.
Tenía que decirle algo. Una vez más vinieron en mi ayuda mis años de experiencia diplomática. Descubrí que podía mentir diplomáticamente:
—Tienes razón al pensar que puedo ayudarte, Brion. —Me sorprendí al llamarle por mi nombre de pila con tanta facilidad, pero eso me pareció lo natural—. Aunque te equivocas al suponer que tu Estado es el único centro superviviente de la civilización. Hay otra potencia fuerte, dinámica y amistosa a la que le gustaría establecer relaciones amistosas contigo. Yo soy el emisario de ese Gobierno.
—¿Por qué no te dirigiste a mí abiertamente? El curso que escogiste, tan audaz, era sumamente peligroso. Seguro que conocías la traición que me rodeaba y temiste que mis enemigos te alejaran de mí.
Parecía tan ansioso por comprender, que él mismo respondía a sus propias preguntas. Consideré que era el momento oportuno de encarar el tema de los dos agentes de Bale que se habían acercado a él con credenciales diplomáticas y que se habían visto sujetos a golpes, torturas y muerte. Ésta era una contradicción del carácter del dictador, sobre la cual yo quería arrojar alguna luz.
—Recuerdo que los dos hombres que vinieron a entrevistarse contigo hace un año no fueron bien recibidos —dije—. Yo no estaba seguro de cuál sería la recepción que me esperaba. Quería verte personalmente, cara a cara.
La expresión de Bayard se tensó.
—¿Dos hombres? No he oído hablar de ningún embajador.
—Primero los recibió el coronel general Yang, y más tarde los interrogaste personalmente.
Bayard se ruborizó.
—Hay un oficial bribón que manda un grupo de asesinos para impedir cualquier cambio… Se llama Yang. Si ha molestado a una legación enviada por tu país, te prometo su cabeza.
—Me dijeron que tú mismo mataste a uno de ellos —presioné.
Bayard apretó el brazo del sillón y fijó su mirada en mí.
—Te juro por el honor de la casa Bayard que hasta esto momento jamás había oído hablar de tu embajada —anunció con firmeza—, y que no pueden haber sido perjudicados por ningún acto mío.
Le creí y empecé a dudar de una serie de cuestiones. Parecía sincero al apoyar cordialmente la idea de una alianza con una potencia civilizada. Pero yo había visto con mis propios ojos la matanza llevada a cabo por sus hombres en el palacio, y la bomba atómica que intentaban hacer detonar allá.
—Bien —dije—. En nombre de mi Gobierno acepto tu declaración, pero si hacemos un tratado contigo ahora, ¿qué garantía tendremos de que no se repetirán los bombardeos?
—¿Bombardeos? —me miró sorprendido—. Gracias a Dios que viniste a mí por la noche, en secreto. Ahora está claro para mí que el control de mis asuntos se ha escapado de mis manos aun más de lo que temía.
—Se produjeron siete ataques el año pasado. Cuatro de ellos acompañados de bombas atómicas. El más reciente, hace menos de un mes.
Ahora su voz sonó apagada:
—Por orden mía, hasta el último gramo de material nuclear cuya existencia conocía fue arrojado al mar el día que instauré mi Gobierno. Sé que hay traidores a mi servicio, pero no sospechaba que hubiera dementes que quisieran iniciar nuevamente todo el horror.
Se volvió y fijó la vista en un cuadro en el que la luz del sol brillaba a través de las hojas de los árboles y prosiguió, sin mirarme:
—Luché contra ellos cuando incendiaron las bibliotecas, cuando derritieron las piezas de altar de Cellini, cuando pisotearon a la Mona Lisa en las ruinas del Louvre. Sólo pude salvar un fragmento aquí, un resto allá. Siempre diciéndome que todavía no era demasiado tarde. Pero transcurrieron los años y nada ha cambiado. Se ha puesto fin ala industria, a la agricultura, a la vida familiar. Incluso con todo lo que nos rodea y podemos tomar, los hombres siguen luchando por tres cosas: oro, alcohol y mujeres. Intenté despertar el espíritu de reconstrucción para el día en que se agotaran incluso las minas, pero es inútil. Sólo les contiene mi rígida ley marcial. Te confesaré que había perdido las esperanzas. Hay demasiada decadencia a mi alrededor. En mi propia casa, entre mis asesores más íntimos, sólo oigo hablar de armamentos, de fuerzas expedicionarias, de dominación, de guerra renovada contra las ruinas exteriores a nuestra pequeña isla de orden. Guerras huecas, insignificantes jefaturas supremas de naciones muertas. Esperaban gastar nuestros limitados recursos acabando con toda huella de logro humano que no se someta a nuestra supremacía.
Cuando me miró pensé en la expresión «ojos abrasadores».
—Ahora me siento renovado —concluyó—. Con un hermano a mi lado, triunfaremos.
Medité en sus palabras. El Imperio me había dado plenos poderes. Los emplearía.
—Estoy en condiciones de asegurarte que lo peor ha pasado —dije—. Mi Gobierno tiene recursos, puedes pedir lo que necesites: hombres, provisiones, equipos. Sólo te pedimos una cosa: amistad y justicia entre nosotros.
Se apoyó en el respaldo del sillón y cerró los ojos:
—La larga noche ha concluido.
Todavía era necesario aclarar algunos puntos importantes, pero tuve la certeza de que la imagen de Bayard estaba desvirtuada ante mí y ante el Imperio. Me pregunté cómo y por qué Inteligencia Imperial se había engañado tanto. Bale había dicho que tenía a un equipo de sus mejores hombres aquí, que constantemente le enviaban datos.
También existía el problema de mi transporte al mundo Cero Cero del Imperio. Bayard no había mencionado las naves MC. En realidad, pensando en todo lo que había dicho, me di cuenta de que hablaba como si no existieran. Quizá me ocultaba algo, a pesar de su aparente franqueza.
Bayard abrió los ojos.
—Ya ha habido bastante solemnidad por el momento. Creo que corresponde un poco de júbilo entre nosotros. No sé si compartes mi placer por un ágape improvisado en una ocasión como ésta.
—Me encanta comer a medianoche —repliqué—, sobre todo cuando no he cenado.
—Eres un auténtico Bayard.
Alargó la mano hasta la mesa que había a mi lado y apretó un botón. Volvió a reclinarse y unió las yemas de los dedos de ambas manos.
—Ahora debemos pensar en el menú —frunció los labios y pareció reflexionar—. Permíteme que esta noche lo elija yo. Veremos si nuestros paladares son tan similares como nosotros mismos.
—De acuerdo —acepté.
Llamaron a la puerta.
—Adelante —respondió Brion.
Se abrió la puerta y entró un menudo cincuentón de rostro agrio. Me vio y se sobresaltó, luego palideció. Se acercó al sillón del dictador, compuso su expresión y dijo:
—Vine lo más rápido que pude, mayor.
—Está bien, está bien, Luc. Tranquilo. Mi hermano y yo tenemos hambre. Tenemos un hambre muy especial y quiero que tú, Luc, te ocupes de que nuestra cena haga honor a la cocina.
Luc me observó por el rabillo del ojo:
—Ya veo que el caballero tiene cierto parecido con el mayor.
—Un parecido sorprendente. Bien… —contempló el techo mientras hablaba—. Creo que empezaremos con un madeira muy seco: Sercial de mil ochocientos setenta y cinco. Luego saciaremos nuestro apetito con Les Huitres de Wltistable, acompañadas de un borgoña blanco: Chablis Vaudesir. Creo que todavía hay un poco de la cosecha del veintinueve.
Me incliné hacia delante. Aquello sonaba como algo especial. Yo había comido ostras Whistable con anterioridad, pero los vinos correspondían a cosechas de las que sólo había oído hablar. Bayard continuó:
—De sopa, Consomme Double aux Cepes; luego, Le Supreme de Brochet au Beurre Blanc, y como primer borgoña tinto, Romance-Conti de mil novecientos cuatro.
Brion siguió dando instrucciones para el suntuoso menú. Luc abandonó la habitación en silencio. Si era capaz de retener todo eso en la mente, era el tipo de camarero que yo siempre había deseado encontrar.
—Luc está conmigo desde hace muchos años —me informó Brion—. Es un amigo leal. Habrás notado que me ha llamado mayor. Ése fue el último rango oficial que tuve en el ejército de France-in-Exile, antes del colapso. Después me designaron coronel de un regimiento de Superviviente, de la batalla de Gibraltar, cuando comprendimos que estibamos solos. Más tarde aun, cuando comprendí lo que había de hacerse y tomé en mis manos la tarea de la reconstrucción, mis partidarios me concedieron otros títulos, y confieso que yo mismo me conferí uno o dos. Me pareció una medida psicológica necesaria. Pero para Luc siempre he seguido siendo «mayor». El mismo fue suboficial: sargento del regimiento.
—Sé muy poco de los acontecimientos de los últimos años en Europa —intervine—. ¿Puedes explicarme algo al respecto?
Permaneció pensativo un momento y a continuación prosiguió:
—Las cosas anduvieron de mal en peor desde el desdichado día de la Paz de Munich en 1919. América se enfrentó sola a las Potencias Centrales y el fin era inevitable. Cuando América sucumbió bajo la matanza del treinta y dos, parecía cercano el sueño del Káiser de un mundo dominado por Alemania. Entonces se produjeron los levantamiento. Yo era teniente segundo en el ejército de France-in-Exile. Fuimos punta de lanza de la resistencia organizada, y el movimiento se propagó como un incendio. Parecía que los hombres ya no vivirían como esclavos. En aquellos tiempos teníamos grandes esperanzas. Pero pasaron los años y el estancamiento nos desgastó. Finalmente el Káiser fue derrotado por un golpe palaciego y elegimos ese momento pare realizar nuestro último asalto. Conduje a mi batallón sobre Gibraltar y recibí una descarga de acero a la altura de ambas rodillas.
Pendiente de un hilo, escuché las palabras de aquel hombre que se decía mi hermano.
—Nunca olvidaré aquellas horas de agonía mientras permanecí en la tienda de campaña del cirujano. No había morfina y los médicos trabajaban en casos de poca monta, tratando de que los hombres retornaran al campo bélico. Yo estaba fuera de batalla y, en consecuencia, ocupé el último turno. Esto era razonable, pero en aquel momento no lo comprendí.
—¿Cuándo te hirieron?
—Jamás olvidaré aquel día. El quince de abril del cuarenta y cinco.
Quedé anonadado. Yo había sido herido por una descarga de ametralladora alemana en Jena y había esperado a que los médicos de la estación de primeros auxilios me atendieran… el quince de abril del cuarenta y cinco. Había una extraña afinidad que unía la vida de Bayard con la mía, incluso a través del inimaginable vacío de la Red.
Agotamos el brandy y seguimos hablando en medio de la noche africana, trazando ambiciosos planes para la reconstrucción de la civilización. Disfrutamos mutuamente de nuestra compañía y toda rigidez se esfumó. Cerré los ojos y me parece que dormité un rato. Algo me despertó.
El alba esparcía claridad por el cielo. Brion permanecía en silencio, con el ceño fruncido. Inclinó la cabeza:
—Presta atención.
Presté atención. Creo que oí un débil grito y un estallido en la distancia. Miré inquisitivamente a mi anfitrión. Su expresión denotaba gravedad.
—No todo anda bien.
Se aferró a los brazos del sillón, se levantó, cogió sus bastones y empezó a dar la vuelta a la mesa.
Yo también me levanté, atravesé las puertas de cristal y entré en el dormitorio. Estaba mareado a causa del vino y el brandy. Oí un grito más fuerte proveniente del vestíbulo y un ruido sordo, apagado. La puerta tembló, se astilló y cayó hacia el interior.
En la puerta apareció, con un ceñido uniforme negro, el inspector principal Bale, muy excitado. En la mano derecha llevaba una pistola automática Mauser, de cañón largo. Me observó desconcertado y retrocedió; de repente, sonriendo, levantó la pistola y disparó.
Un segundo antes del disparo percibí un movimiento confuso a mi derecha. Brion se interpuso casi frente a mí. Cayó con el estampido. Me estiré y le cogí de los hombros cuando comprendí lo que ocurría. La sangre que corría pe el cuello de su camisa se extendió por todo su cuerpo. Demasiada sangre: la sangre de una vida. Estaba observando mi rostro cuando la luz de sus ojos se apagó.