11

La noche estaba oscura como boca de lobo. No había. Luna. El siguiente problema consistía en entrar en la ciudad amurallada. Según Gaston, el camino seguía por la orilla del río hasta el centro de la ciudad. La fortaleza del dictador estaba en el límite de la ciudad, al norte de la carretera en la que ahora nos encontrábamos. Había fortificado la zona, encerrando tiendas y viviendas dentro de un muro circundante, a la manera de una ciudad medieval, creando una comunidad autosuficiente para sustentar al castillo y a sus ocupantes, fácilmente patrullada y vigilada. No representaba ninguna defensa contra un ejército, pero resultaba práctica contra asesinos y subversivos.

—Eso somos nosotros —dije en voz alta—. Asesinos y subversivos.

—Claro, jefe —replicó Gaston.

En veinte minutos llegamos al extremo bombardeado de la ciudad. Ante nuestros ojos sólo escombros. De vez en cuando, una chabola o una minúscula parcela de jardín. A la derecha se erguía la mole del castillo, apenas visible por el reflejo de las calles que pasaban por debajo, invisibles desde detrás del muro. A la antigua casona de campo original, Bayard había agregado laberínticos accesorios, enormes alas desparejas y la desproporcionada torre.

Arrimé el coche a un costado y apagué los faros. Gaston y yo observamos en silencio las luces de la torre. Él encendió un cigarrillo.

¿Cómo haremos para entrar allí, Gaston? —pregunté—. ¿Cómo pasaremos al otro lado del muro?

Gaston reflexionó:

—Oye, Mazazo. Tú me esperas aquí, mientras yo recorro un poco los alrededores. Soy bastante bueno en reconocimiento de terrenos y conozco éste desde el interior; si existe un sitio para pasar, lo encontraré. Cuídate de las pandillas callejeras.

Me dispuse a esperar. Subí las ventanillas y puse el seguro a las portezuelas. No vi ninguna señal de vida en las cercanías de las paredes resquebrajadas que me rodeaban. En algún lugar maulló un gato.

Verifiqué mi atuendo. Me faltaban las dos solapas; el minúsculo equipo seguía sujeto a mi cinturón, pero sin el micrófono era inútil. Pasé la lengua por la muela que contenía el cianuro. Todavía podía necesitarlo.

La puerta se estremeció. Me había quedado dormido. Vi la cara de Gaston apretada contra el vidrio. Quité el seguro. Se deslizó a mi lado.

—Bueno, Mazazo. Creo que encontré el lugar. Avanzamos por el borde de la zanja del alcantarillado hasta el punto en que pasa bajo el muro. Entonces bajamos al interior y pasamos bajo la torre de guardia. Salimos al otro lado.

Bajé y seguí a Gaston hasta la zanja, pisando piedras. Era casi un riachuelo que despedía un olor insoportable.

Gaston me guió por el borde unos cien metros, hasta que el muro quedó sobre nosotros, exactamente más allá del círculo de luz de la torre. Divisé a un hombre con una pistola automática, apoyado contra un poste en lo alto de la torre, que miraba hacia la calle interior al muro. A su lado había dos grandes focos apagados.

Gaston acercó su boca a mi oído.

—Apesta, pero la pared es bastante escarpada, así que pienso que lo lograremos.

Se deslizó por el borde, descubrió un asidero para el pie y desapareció. Me deslicé tras él, buscando un saliente con el pie. La pared era irregular, con montones de grietas y piedras sobresalientes, pero resbaladiza a causa del musgo. Seguí avanzando a tientas, paso a paso. Superamos el sitio donde se reflejaba la luz sobre las aguas oscuras, arrimados contra la parte en sombras. Después nos encontramos bajo el muro, que se arqueaba sólido como un macizo sobre nosotros. Allí el sonido del agua que goteaba era más fuerte.

Traté de ver qué ocurría delante. Gaston se había detenido y estaba descendiendo. Apenas logré distinguir su figura, hundida hasta las rodillas en la hedionda corriente. Me acerqué. Entonces vi la rejilla. Era de barras de hierro y bloqueaba completamente el paso.

Trepé hasta la rejilla y me apoyé contra el hierro oxidado para descansar los brazos. El sistema de defensa no contaba con el agujero que creíamos. Gaston se desplazaba, investigando bajo la superficie, tratando de descubrir un borde. Quizá pudiéramos pasar agachados bajo la valla.

Repentinamente sentí que me deslizaba.

Abajo, Gaston maldecía y empujaba hacia arriba. Instantáneamente comprendí que yo estaba firmemente agarrado y que lo que se deslizaba era la rejilla. Cayó otros veinte centímetros con un raspón apagado y un rechinar metálico. El metal oxidado había cedido bajo nuestro peso. Los extremos corroídos de las barras se habían roto del lado izquierdo. No había lugar suficiente para pasar, pero tal vez pudiéramos forzarla un poco más.

Gaston se apoyó contra la pared y empujó con los hombros. Yo me puse en posición, a su lado, y sumé mi peso. El marco se movió un poco y quedó atascado.

—Gaston —le dije—. Quizás yo pueda ponerme debajo ahora y empujar desde el otro lado.

Gaston retrocedió. Me dejé caer en el agua maloliente. Pasé un brazo y descendí con el agua hasta la cintura, hasta el pecho… Empujé. El áspero metal me raspó la cara y la ropa pero pasé al otro lado.

Me arrastré de espaldas, calado hasta los huesos. Descansé. Desde la oscuridad, detrás de Gaston, partió un ruido de engranajes de metal aceitados y en seguida la caverna retumbó con el sonido atronador de una descarga de ametralladora. Con el destello vi a Gaston paralizado contra la rejilla y luego caer. Quedó colgado de una mano, atrapado por la rejilla. Se oyeron gritos. Unos hombres cayeron sobre la albardilla de piedra de la boca de la alcantarilla. Gaston se sacudió y buscó a tientas su pistola.

—Gaston —le dije—. Rápido, bajo las barras…

Yo no podía hacer nada: sabía que Gaston era demasiado corpulento y no lograría pasar.

Apareció un hombre, que se colgó de la albardilla con una mano y descendió para entrar por la oscura abertura. Nos lanzó un destello. Gaston, que todavía colgaba de la mano izquierda, disparó. El hombre cayó a las hediondas aguas produciendo un tremendo salpicón.

—Eso es… todo… —jadeó Gastón.

La pistola se le cayó de la mano y se hundió en el agua ennegrecida.

Empecé a avanzar a toda velocidad, de un asidero a otro; deslizándome y sujetándome, perdiendo pie… pero no cae. Logré echar una mirada a mis espaldas cuando llegué al aire libre. Dos hombres tiraban del cadáver atascado en la abertura: incluso muerte, Gaston me cubría la retirada.

Salí al otro lado y me apoyé contra la pared, con la pistola en la mano. La calle estaba desierta. Seguramente imaginaban que nos tenían atrapados: de este lado no había un alma. Me encontré directamente debajo de la torre. Avancé unos metros y estiré el cuello. Una sombra se movía en lo alto de la torre. Todavía quedaba allí un hombre de guardia. Seguramente había oído la caída de la rejilla y había pedido refuerzos.

Observé el entorno. Reconocí la calle de los olivos, la misma que había atravesado con Gros diez días atrás. Descendía y luego torcía a la derecha. Allí debía dirigirme, a la calle vacía, expuesto al fuego. Me gustaba el lugar donde estaba, bajo la protección de la torre, pero no podía permanecer en él. Di un salto y corrí para salvar mi vida. El foco se encendió, giró, me descubrió, alumbró mi sombra que brincaba contra paredes polvorientas y adoquines sueltos del empedrado. El instinto me aconsejó que saltara a un costado. Cuando lo hice, sonó un disparo y las esquirlas del metal rechinaron contra las piedras, a mi izquierda. Ahora estaba fuera del campo de luz, y corría buscar protección en la pared curvada que me esperaba más adelante. El haz de luz seguía buscándome a tientas cuando giré en la esquina. Ahora que ninguna luz me perseguía, corrí en absoluto silencio. Los habitantes de aquellas viviendas destartaladas habían aprendido a permanecer callados detrás de sus ventanas con rejas cuando hablaban las armas en las estrechas callejuelas.

Pasé por el sitio donde había muerto Gros y seguí avanzando. Oí un silbido a distancia, un disparo que levantó una nube de polvo ante mis ojos. No me detuve.

Oí que alguien corría detrás de mí. Divisé los míseros quioscos, vacíos y oscuros. Traté de descubrir el que habíamos utilizado el día que abandonamos el palacio, donde estaba la vieja acurrucada junto a su mesa llena de vasijas de arcilla. Era diminuto, enfrente colgaba un harapiento toldo gris y había visto cacharros rotos en la parte delantera.

Casi lo pasé por alto, pero logré frenar; patiné y me zambullí hasta el fondo. Palpé las rígidas colgaduras alquitranadas, descubrí la entrada y penetré.

Resollé en la más completa oscuridad. Desde fuera llegaban voces de hombres que se gritaban, buscándome. Tuve un momento de respiro: no conocían aquella entrada.

Miré la hora en mi reloj. Las cosas ocurrían de prisa en aquel mundo bélico; todavía no habían dado las nueve y media. Había dejado la casa de campo a las siete. En esas dos horas había matado a tres hombres y uno había muerto por mí. Reflexioné en la facilidad con que un hombre se remonta a su papel de cazador más sanguinario de la naturaleza.

De pronto sentí que me inundaba la fatiga. Bostecé y me senté en el suelo. Sentí el impulso de echarme a dormir, pero me levanté y empecé a abrirme camino en dirección al pasadizo. Aún no había concluido. Estaba en palacio, ileso y armado. Poseía todo lo que tenía derecho a esperar: una posibilidad de lucha.

Ya no era un ansioso neófito ignorante de las realidades. Fortalecido por la necesidad, me había convertido en un luchador endurecido, en un asesino práctico. Estaba armado y desesperado. Llevaba conmigo las cicatrices del combate: no tenía la menor intención de fracasar.

Media hora más tarde, abrí silenciosamente la puerta y me encontré en el mismo vestíbulo en que me había dejado la vagoneta dos semanas antes. Nada había cambiado. Entré y probé la primera puerta. Se abrió y vi que se trataba de un dormitorio. Penetré en él y bajo la tenue luz que se filtraba a través de las cortinas observé una gran cama, un enorme escritorio contra la pared más alejada, la puerta de un armario, una butaca; a través de una puerta entornada divisé un espacioso cuarto de baño a la derecha. Cerré la puerta a mi, espaldas y me acerqué a las ventanas. Las contraventana ~i eran de acero y estaban pintadas de verde pálido para combinar con las paredes. Las cerré. Me aproximé al escritorio y encendí la lámpara. Por una noche ya tenía suficiente de andar a tientas en la oscuridad.

La habitación era muy elegante y amplia. Había una espesa alfombra verdigrís, y un par de acuarelas en la pared. Repentinamente tuve conciencia de mí mismo: las vestimentas parecían reptar por mi espalda. Me había arrastrado por el barro, había vadeado una cloaca y había gateado por la tierra. Sin pensarlo dos veces, me arranqué la casaca, arroja toda la ropa en una pila y entré en el cuarto de baño.

Me tomé media hora para enjabonarme. Cuando salí de la bañera recogí mi uniforme. No tenía otra ropa, pero no quise ponérmelo tal como estaba. Lo enjaboné, lo aclaré todo y lo colgué del borde de la bañera. Vi una bata blanca en la puerta. Me envolví en ella y regresé al dormitorio.

A mi mente embotada se le ocurrió que estaba actuando peligrosamente. Intenté sacudir una vez más mi desconfianza. Pero no hubo alarma en mi interior. Me sentía absolutamente sano, seguro, cómodo. «Esto no funcionará», pensé «Me voy a quedar dormido de pie». Bostecé.

Me senté en el sillón que vi frente a la puerta y me preparé a esperar. Como si hubiera recapacitado, me levanté y apagué la luz. No recuerdo haber vuelto a sentarme.