10

La corriente era suave. A lo lejos, en el río, distinguí una diminuta luz. Nosotros ya íbamos a la deriva. Movía las manos sólo lo suficiente para mantener la nariz por encima del agua. La superficie apenas se movía. Bostecé. Al recordar las horas en blanco de la noche anterior, pensé que me habría gustado dormir, pero transcurriría mucho tiempo antes de que me encontrara con una cama.

Vi un reflejo centelleante más adelante y volví la mirada. Había luz en el segundo piso de la casa que acabábamos de abandonar. Llamé a Gaston y señalé las luces.

—Sí. Las he visto. Creo que no tenemos por qué preocuparnos.

Yo sabía que podían seguirnos fácilmente el rastro hasta el borde del agua, valiéndose sólo de una linterna. Como en respuesta a mis pensamientos, apareció un minúsculo destello a nivel de superficie. La luz osciló y parpadeó entre los árboles. Empezó a balancearse en dirección al río. Vigilé hasta que emergió de entre los árboles. Vi el reflejo amarillo que bailaba en las aguas, en el sitio donde habíamos entrado al río. Siguieron otras luces. Dos, tres.

Seguramente todos los de la casa se habían unido a la cacería. Debían de esperar descubrirme acurrucado en el terreno de las cercanías, exhausto, listo para la mesa de operaciones que habían preparado para mí.

Las luces se abrieron en forma de abanico y avanzaron por el margen del río. Me di cuenta de que les llevábamos mucha ventaja.

—¿Tienen una barca, Gaston?

—No —respondió—. Estamos fuera de peligro.

Seguimos flotando en silencio durante una hora o más. Todo estaba en calma, casi en paz. Bastaba un leve aleteo de las manos para mantener la cabeza encima del agua. De improviso las luces brillaron frente a nosotros sobre el río.

—¡Caray! —musitó Gaston y me salpicó—. Había olvidado el puente de Salan. Nos esperan allí.

Vi el puente mientras las luces relampagueaban sobre los pilotes. Estábamos aproximadamente a cien metros.

—Dirígete a la otra orilla, Gaston. Rápido y sin hacer ruido.

No podía correr el riesgo de nadar con buen estilo, de modo que chapoteé frenéticamente como un perro, con las manos bajo la superficie. Pensé que nos habrían pescado tranquilamente si no hubieran exhibido las luces. Sin ellas no podían vernos, sin embargo; de modo que era un riesgo que debían correr. Debieron de calcular la velocidad de la corriente del río y trataron de localizarnos. No se habían equivocado por mucho. Me concentré en volcar toda mi energía en las brazadas. Mis rodillas chocaron contra el fango y los juncos me rozaron la cara. Me senté y respiré a fondo. Gaston chapoteaba a pocos metros de distancia.

—Aquí —susurré—. No hagas ruido.

De pronto, osciló la luz del puente. Me pregunté qué harían. Si avanzaban por las orillas con las linternas encendidas, tendríamos que volver al agua. Si uno de ellos permanecía en el puente y alumbraba en el momento preciso…

—Andando —dije.

Empecé a ascender la cuesta, agachado. Reaparecieron las luces, esta vez en el borde del agua, iluminando las hierbas altas y las espadañas. Apareció otra luz en la orilla opuesta. Me detuve y presté atención. Unos pies chapotearon en el barro, a unos treinta metros de distancia. Bien, eso apagaría el ruido que hiciéramos nosotros. Mis zapatos húmedos colgaban de sus cordones y me golpeaban el pecho.

Ahora el terreno era más firme y las hierbas más bajas. Me detuve nuevamente, con Gaston pisándome los talones. Me volví. Encontrarían nuestras huellas en cualquier momento. No podíamos perder tiempo. Los bultos con ropa eran una molestia, pero no podíamos pararnos a vestirnos ahora.

—Adelante —susurré, y eché a correr.

A quince metros de la parte más alta nos dejamos caer y empezamos a reptar. No quería que nuestras siluetas se dibujaran contra el cielo cuando llegáramos a lo alto de la elevación.

Nos arrastramos jadeando y gruñendo. A un adulto le resulta difícil arrastrarse. Una vez arriba hicimos una pausa para considerar la situación. El camino que conducía al puente serpenteaba en dirección a un destello distante en el cielo.

—Por allí se va a un depósito de pertrechos del ejército —me explicó Gaston—, no ala ciudad.

Me elevé un poco y me volví para mirar en dirección al río. Dos luces se movían juntas y luego empezaron a alejarse lentamente de la orilla. Oí un débil grito.

—Han encontrado el rastro —dije.

Salté y corrí cuesta abajo, tratando de inspirar en cuatro zancadas y exhalar en las otras cuatro. Es posible correr mucho tiempo si uno se queda sin aliento. Las piedras lastimaban mis pies descalzos.

Avancé oblicuamente hacia la carretera, con la idea de que haciéndolo así pasaríamos mejor. Gaston seguía a mi lado.

—No —resolló—. Tienen una máquina.

Por un instante no comprendí lo que quería decir, pero en seguida oí el sonido de un motor en marcha y vi unos faros que penetraban la oscuridad, con el haz de luz apuntando a las copas de los árboles distantes mientras el coche ascendía la elevación cercana al puente. Faltaban pocos segundos paara que el coche pasara a nuestra parte e iluminara el camino y una amplia franja a ambos costados. Lograría enfocarnos.

Más allá vi una cerca, el reflejo de un alambre: estábamos atascados. Me detuve y comprobé que la cerca bordeaba un camino lateral que se unía a aquel al que estábamos paralelos, a seis metros de distancia. Una alcantarilla… Busqué cobijo precipitadamente.

Un tubo de acero ondulado de unos cincuenta centímetros de diámetro corría junto al camino principal hasta donde se unía al lateral. Anduve a gatas por guijarros y ramitas hasta que llegué a la boca. Los sonidos que produje retumbaron en el interior. Seguí avanzando hacia el otro extremo. Gaston jadeaba detrás. Me detuve y miré por encima del hombro. Gaston había entrado de espaldas y estaba tendido a poca distancia de su extremo. El reflejo de los faros del vehículo me permitió divisar una pesada automática en su mano.

—Buen chico —murmuré—. No dispares si no es imprescindible.

Las luces del coche parpadearon sobre los árboles e iluminaron unas rocas. A través del extremo abierto del tubo vi un conejo a poca distancia. Se volvió y echó a correr.

El coche se acercó lentamente, pasó, y siguió avanzando por el camino. Respiré más tranquilo.

Estaba a punto de volverme para decirle algo a Gaston cuando oí rodar una piedra en la cuneta. Me paralicé. Un leve arrastrar de pies en la grava, otra piedra caída… y el haz de una linterna cruzó la cuneta, jugó sobre el pasto del otro lado y se detuvo en el extremo abierto del tubo de desagüe. Contuve el aliento. Los pasos se acercaron, la luz sondeó el entorno y encontró mi hombro. Hubo un instante de silencio y de inmediato el agudo chasquido de mi pistola golpeándome la palma de la mano. Eché una mirada al coche que ahora estaba a treinta metros de distancia, y oí que el hombre que sostenía la linterna contenía el aliento, dispuesto a gritar. Apunté el arma a la derecha del haz de luz y el retroceso me golpeó el brazo. La linterna cayó al suelo pedregoso y se apagó cuando el cuerpo del hombre chocó pesadamente y quedó rígido. Tanteé el suelo buscándole los pies y tironeé del cadáver en dirección al tubo.

—Gaston —susurré, y mi voz sonó hueca en el oscuro túnel—. Échame una mano.

Seguí tirando de los pies del muerto. Me alegré de que no fuera el médico: no me habría servido de nada.

Salí arrastrándome del tubo y Gaston se puso a mi lado.

—Detrás del coche —le dije.

Se me había ocurrido una idea. Estaba cansado de ser perseguido; la presa se convertiría en cazador.

Salté la zanja al trote, con la cabeza baja, seguido por Gaston. El coche se había detenido a unos cien metros de distancia. Conté tres linternas que se movían en el borde del terreno.

—Bastante cerca —susurré—. Ahora separémonos. Yo cruzaré el camino y apareceré por el otro lado. Allí sólo hay un hombre. Tú sube hasta las hierbas altas y deslízate lo más cerca posible del coche. Obsérvame y sigue mis indicaciones.

Me lancé al camino con mi grotesca figura desnuda y el bulto colgándome de los hombros. Los faros del coche seguían encendidos. Nadie podía vernos desde atrás, ya que si alguien miraba tropezaría con el resplandor. Me dejé caer en la zanja y fruncí el ceño cuando unas agudas astillas se clavaron en mis pies descalzos. El hombre que estaba enfrente daba vueltas, en amplios círculos, a quince metros de distancia del camino. Un grillo cantaba insistentemente.

El coche empezó a retroceder, giró a un costado del camino y luego avanzó; el conductor intentaba dar la vuelta. Debían de subir por el camino para cortarnos el paso, con la idea de volver al río y explorarlo centímetro a centímetro hasta encontrarnos. Nadie parecía echar de menos al que yacía en el tubo de acero.

El coche viró y avanzó a paso de tortuga, con los focos alumbrando el camino que yo acababa de cruzar. Me apreté contra el fondo de la zanja cuando los focos pasaron por encima. El coche avanzó y se detuvo exactamente allí. Vi al conductor, que tenía la vista fija en el parabrisas. Se inclinó hacia delante, escudriñando los alrededores. Me pregunté si estaría buscando al que había bajado a revisar la zanja a pie. Le llevaría tiempo descubrirlo desde allí.

El conductor abrió la puerta y bajó. Apoyó un pie en el estribo del automóvil. El coche era largo y pesado, con parachoques en forma de campana. Las partículas de polvo se apelmazaban y los mosquitos danzaban bajo los haces de luz de los grandes faros en forma de cuenco.

Recogí una piedra grande, me coloqué silenciosamente, apoyando las rodillas y las manos en el suelo, y me arrastré fuera de la zanja. El conductor tenía una mano apoyada en la parte superior de la puerta y observaba por encima del borde. Me instalé detrás de él y le golpeé con todas mis fuerzas en la cabeza. Cayó doblado en el asiento. Lo empujé, salté al interior del coche y cerré la portezuela. No fue fácil quitarle la chaqueta en la oscuridad mientras trataba de mantenerme oculto, pero lo logré. Me la puse y me erguí. No hubo ninguna alarma. Las tres linternas continuaban su recorrido en los campos. El motor funcionaba serenamente.

Observé los controles. El volante estaba en el centro y había tres pedales en el piso. Apreté el del medio; el coche avanzó lentamente. Arrimé el coche al costado del camino y lo dejé rodar muy despacio. «Gaston tiene que estar por aquí», pensé. Escudriñé en la oscuridad: no veía prácticamente nada.

Frené. La linterna más cercana se balanceaba hacia atrás y hacia delante, avanzando en dirección al puente. Me estiré hasta el tablero de instrumentos y apreté una palanca que sobresalía. Se apagaron los faros.

Ahora veía mejor. Las linternas que estaban a mi derecha se inmovilizaron y apuntaron en mi dirección. Hice un saludo con la mano. No creía que distinguieran mi rostro bajo la débil luz de sus linternas a semejante distancia. Uno de los portadores de las linternas pareció satisfecho y continuó su búsqueda; el otro vaciló y enfocó la luz hacia el coche.

Oí un grito y vi a Gaston que corría hacia el coche. Las linternas coincidieron en él cuando cruzó de un salto la zanja y salió al camino. Las luces le perseguían y alguien chilló. Gaston se detuvo, giró hacia la linterna más cercana, con la pistola en alto. Se oyó un silbido agudo. Las dos luces del camino se apagaron. Pensé que no estaba mal para una pistola del calibre cuarenta y cinco. Detrás se oyó un débil grito del hombre que quedaba al otro lado del camino y el chasquido de una pistola. El disparo produjo un sonido brusco al golpear el pesado acero del coche. Pisé el pedal del centro y el de la izquierda; el coche dio un salto hacia delante y quedó en punto muerto. Otro disparo dio en la ventanilla de mi lado y diseminó astillas de vidrio en mi pelo. Levanté el pie y volvía probar. El coche avanzó. Encendí los faros. Gaston estaba a mi lado. Los neumáticos chirriaron. Más adelante, una figura cruzó la zanja y se asomó al camino, agitando los brazos. Durante un segundo vi la boca abierta en su pálido rostro sarcástico bajo la luz de los faros, antes de atropellarlo con un impacto que nos hizo rebotar en nuestros asientos.

Más adelante se veía el puente angosto, arqueado y elevado. Lo tomamos a toda velocidad, apretados contra los asientos cuando subimos la cuesta, flotando cuando bajamos por el otro lado. El camino bordeado de altos árboles torcía a la izquierda. Las ruedas gimieron cuando tomamos la curva y salimos disparados.

—Esto es grandioso, Mazazo —gritó Gaston—. Nunca había viajado en una de estas máquinas.

—Yo tampoco —comenté.