No podría resistir mucho tiempo los golpes de aquel gorila. La pandilla seguía apiñada en un rincón, pero empezó a avanzar hacia donde estábamos. Todos se mostraban encantados y estimulaban a Miche. Gros seguía sentado, y Chica no dejaba de mirarnos, de pie contra la pared.

Retrocedí, mareado, esquivando golpes. Sólo me quedaba una posibilidad y necesitaba un rincón oscuro para aprovecharla. Miche me perseguía. Estaba enfurecido: no le había gustado el derechazo en la mandíbula delante de los demás. Eso me ayudó. Olvidó las artes del boxeo y me lanzó un puñetazo tras otro. Quería derribarme para recuperar la dignidad. Yo seguía escurriendo el bulto y retrocediendo.

Seguí reculando hacia las sombras más profundas de la habitación, más allá de la despensa de Chica. Tenía que llegar rápido, antes de que los espectadores ocuparan el lugar.

Miche volvió a balancearse, izquierda, derecha, izquierda, derecha. Oí el silbido del aire cuando su puño me rozó. Retrocedí otro paso, casi hasta el lugar previsto. Ahora deba quedar entre él y el resto de los que ocupaban la estancia. Pegué un salto ante un salvaje golpe lateral, le lancé un derechazo a la oreja y seguí avanzando. Giré, deslicé la pistola en la palma de mi mano, y cuando Miche embestía le disparé en el vientre, al tiempo que fingía aplicarle poderosos puñetazos mientras se inclinaba y caía cuan largo era a mis pies. Coloqué de nuevo el arma en el puño de la camisa y me volví.

—No veo nada —gritó alguien—. Acerquen una luz.

La pandilla avanzó y formó una especie de círculo a nuestro alrededor. Se detuvieron cuando vieron que sólo yo estaba de pie.

—Miche ha caído —gritó un tipo—. El nuevo le ha cascado.

Gros se abrió camino, vaciló, pero de inmediato se acercó al despatarrado cuerpo de Miche. Se agachó e hizo una señal al hombre que sostenía la vela.

Gros tendió a Miche de espaldas, acercó su cara y le palpó el pecho para comprobar si el corazón latía. Levantó la vista bruscamente y se puso de pie.

—Está muerto. Miche ha muerto. —Me miró con expresión extraña—. Tienes una buena pegada.

—Traté de no usarla —expliqué—. Pero volveré a hacerlo si es necesario.

—Registradlo, muchachos —ordenó Gros.

Me cachearon y me palparon íntegramente, salvo la muñeca.

—No tiene nada, Gros —dijo alguien.

Gros revisó el cadáver minuciosamente, buscando huellas de una herida. Todos se amontonaron a su alrededor.

—Ninguna marca —dijo por fin—. Las costillas rotas y las tripas revueltas. Lo hizo a mano limpia.

Abrigué la esperanza de que siguieran creyéndolo. Era el mejor modo de asegurarme que no se repitiera una escena semejante.

Quería que me temieran, y la ética de la cuestión me importaba un comino.

—Bien —dijo Gros a sus hombres— volvamos a la tarea. Miche se lo buscó. Puso a nuestro hombre el mote de Bocazas. A partir de ahora yo le apodaré Mazazo.

Pensé que ese momento era tan bueno como cualquier otro para ganar terreno.

—Te aconsejo que les informes que ocuparé el lugar de Miche, Gros —insinué decididamente—. Trabajaremos juntos, a medias.

Gros me miró de soslayo.

—Sí, eso parece —aceptó Gros, aunque tuve la sensación de que tenía sus reservas.

—A propósito —agregué—, conservaré el uniforme.

—De acuerdo —concedió Gros—. Conservará el uniforme —dijo a sus hombres—. Nos largaremos de aquí dentro de media hora. ¡En marcha!

En el extremo del oscuro túnel se filtraba un débil rayo de luz. Gros indicó a sus hombres que se detuvieran, y éstos se amontonaron, llenando el pasadizo.

—La mayor parte de vosotros no conoce este camino —afirmó—. Por tanto, escuchadme bien. De aquí saldremos a la calle de los Olivos. Se trata de una callejuela lateral que corre debajo de los muros del palacio. Enfrente hay una caseta maltrecha; ignorad a la vieja que la ocupa. Salid de uno en uno y dirigíos al este, o sea, a la derecha. Todos tenéis papeles. Si el tipo de la puerta los solicita, mostrádselos. De lo contrario, no os mostréis ansiosos ni se los ofrezcáis voluntariamente. Si ocurre algo a vuestras espaldas, no os detengáis. Nos reuniremos en el Mercado de los Ladrones. Agachad la cabeza.

Indicó al primer hombre que saliera y parpadeó bajo el destello cuando el andrajoso toldo alquitranado quedó a un lado. Después de medio minuto pasó el segundo. Me acerqué a Gros.

—¿Para qué nos acompaña esta muchedumbre? —inquirí en voz baja—. ¿No sería más fácil que lo hiciéramos unos pocos?

Gros hizo una señal negativa con la cabeza:

—No quiero quitarles un ojo de encima a estas bestias. Ignoro qué ideas podrían ocurrírseles si estuvieran solos unos días y no puedo permitirme el lujo de que se descubra este pasadizo. Además, los necesitaré en el campo. Aquí no pueden hacer nada si no estoy cerca para darles las órdenes.

Me sonó a camelo, pero lo dejé pasar. Todos desaparecieron, uno a uno. No hubo ninguna alarma.

—De acuerdo —dijo Gros, satisfecho—. No te separes de mí.

Gros se deslizó bajo el mohoso colgante y le seguí cuando pasó junto a una mesa destartalada cubierta de vasijas. Una vieja que estaba acurrucada en una silla de tijera ignoró nuestro paso. Gros echó un vistazo a la estrecha callejuela de tierra y en seguida se mezcló con la multitud. Nos abrimos paso a través de compradores gritones y gesticulantes, de pequeños mercaderes sentados en cuclillas junto a estantes de comida o de ajadas revistas y cubiertos de moscas, de tambaleantes mendigos y de sucios golfillos. La calle estaba llena de desperdicios. Algunos perros famélicos vagabundeaban lánguidamente en medio de la muchedumbre. Nadie nos prestó la más mínima atención. Parecía que lograríamos superar la situación sin ningún problema.

Yo transpiraba bajo el pesado capote que Gros me había prestado. Las moscas revoloteaban alrededor de mi cara hinchada. Un mendigo gimiente me extendió su flaca mano. Gros esquivó a dos gordos que discutían. Cuando ellos se movieron, tuve que hacerme a un lado y empujarles para pasar. Apenas veía a Gros entre la multitud.

Repentinamente divisé un uniforme. Un tipo de rostro duro, con chaqueta de color caqui amarillento que avanzaba groseramente por entre la muchedumbre apiñada. Una gallina aleteó y me cloqueó en la cara. Se oyó un grito; la gente empezó a amontonarse y a empujarme. Divisé a Gros con el rostro vuelto hacia el soldado y los ojos desorbitados en su pálida faz. Echó a correr. El uniformado dio dos zancadas, le cogió del hombro y le obligó a girar. Un perro gimió, se apretó contra mis piernas y huyó precipitadamente. El brazo del soldado se elevó y cayó, para golpear a Gros con una pesada cachiporra antidisturbios.

Oí un disparo a lo lejos, y casi instantáneamente otro más cercano. Gros se había soltado y corría, con la cabeza ensangrentada, mientras el soldado se desplomaba entre el gentío. Me arrimé a la pared tratando de alcanzar a Gros o, al menos, de mantenerlo a la vista. La multitud se dispersaba, haciéndole sitio, mientras él corría con la pistola en la mano. Volvió a disparar: el balazo apenas se oyó en medio del griterío.

Frente a mí saltó otro uniformado con la cachiporra levantada y me protegí levantando un brazo. El hombre retrocedió de un salto y me hizo la venia. Le oí decir «perdón, señor» cuando pasé corriendo a su lado. Sin duda había vislumbrado mi uniforme bajo el capote.

Más adelante Gros cayó al suelo, pero logró ponerse de rodillas, con la cabeza gacha. De una callejuela surgió un soldado, le apuntó y le disparó a la cabeza. Gros se tambaleó, volvió a caer y rodó hasta quedar de espaldas. El polvo había secado la sangre de su rostro. La multitud se atropelló. Desde el momento en que lo descubrieron, no le quedaba la menor posiblidad.

Me detuve y traté de recordar lo que Gros había dicho a sus hombres. Había cometido el error de suponer demasiado, creyendo que Gros me guiaría para salir de allí. Recordaba algo acerca de una puerta; todos tenían papeles, había dicho Gros. Todos menos yo. Repentinamente comprendí que ésa era la razón por la que debían salir con la luz del día. Probablemente la puerta se cerraba a la caída del sol.

Seguí avanzando, ya que no deseaba llamar la atención quedándome parado. Traté de mantener el capote cerrado para ocultar el uniforme. No convenía que lo vieran otros soldados, pues el siguiente podía no tener tanta prisa.

Gros había dicho a sus hombres que se reunirían en el Mercado de los Ladrones. Traté de recordar lo que había conocido de Argel, en una visita de tres días, años atrás; sólo logré pensar en la Casbah y en las calles iluminadas del sector comercial europeo.

Pasé junto a un tropel de personas que estiraba el cuello para ver el cadáver del soldado. Seguí andando. Otro grupo rodeaba el sitio donde Gros había caído muerto. Ahora había soldados por todas partes, que balanceaban sus porras descuidadamente, dispersando a la multitud. Seguí avanzando, con la cabeza gacha, esquivando los golpes, hasta que llegué a un lugar despejado. La calle ascendía y torcía a la izquierda. Todavía había algunos marchantes en aquella zona, aunque menor cantidad de tiendas y quioscos. En las barandillas de los diminutos balcones de las casas colgaba la ropa húmeda.

Vi la puerta más adelante. Alrededor de ella se agolpaba un gentío, mientras un soldado examinaba los papeles que le presentaban. A un lado, otros tres uniformados miraban hacia el escenario del incidente.

Me encaminé hacia la puerta. Ahora no podía retroceder. Había una nueva torre de vigilancia de madera instalada a un lado del antiguo muro de ladrillos bajo el cual pasaba el alcantarillado. En la parte superior había un reflector de arco voltaico y un hombre con una pistola automática colgada del hombro. Me pareció ver a uno de los hombres de la organización entre la muchedumbre que aguardaba para trasponer la puerta.

Uno de los soldados se fijó en mí, se irguió y le hizo una seña al que estaba a su lado. El otro también me observó. Decidí que mi única oportunidad consistía en dar la cara con audacia. Le hice señas a uno de ellos, dejando que el capote se abriera lo suficiente para dejar ver fugazmente el uniforme. El soldado se me acercó, aún dudoso. Abrigué la esperanza de que el rostro magullado no le resultara familiar.

—Despierte, soldado —bufé en mi mejor tono de École Militaire; el hombre se detuvo a mi lado y me saludó: no le di la ocasión de tomar la iniciativa—. La mayor parte de la pandilla atravesó la puerta antes de que la cerrarais, imbéciles —farfullé—. Hacedme paso rápidamente y no llaméis más la atención sobre mí. No llevo esta tienda de campaña por diversión —concluí, dando un tirón al capote.

El soldado se volvió, empujó la puerta y dijo unas palabras al otro, mientras me señalaba. Su acompañante, que llevaba galones de sargento, me miró. Yo echaba chispas por los ojos cuando se acercó:

—Ignóreme. Si eso se estropea le haré fusilar.

Pasé a su lado como un rayo y crucé la puerta cuando el soldado la abrió. Seguí avanzando, a la espera de oír el sonido de un cargador en la recámara de la pistola automática del vigía de la torre. Por un callejón apareció un macho cabrío que se dedicó a contemplarme. El sudor corría por mis mejillas. Más allá vi un árbol que proyectaba sombra. Me pregunté si podría llegar tan lejos.

Lo logré y respiré aliviado.

Pero todavía tenía problemas, muchos problemas. Debía encontrar en primer lugar, el Mercado de los Ladrones. Tenía un vago recuerdo de algo semejante, pero ignoraba dónde se encontraba. Seguí avanzando por el camino y dejé atrás un edificio de estuco desgastado con una sucia taberna abajo y desastradas habitaciones arriba, destruido por el bombardeo en un extremo. La entrada no estaba a la vista.

Delante había más viviendas bombardeadas, ruinas y, a lo lejos, el campo abierto. A la derecha, un río. Allí vi poca gente, que caminaba lánguidamente bajo el calor matinal. Parecían ignorar la barahúnda del interior de la ciudad amurallada. No podía arriesgarme a preguntarles dónde se encontraba el lugar que buscaba: ignoraba quién podía ser informante de la policía o policía propiamente dicho. Caí en la cuenta de que nos estaban esperando… O sea, que Gros no era tan clandestino como creía. Probablemente la policía habría podido limpiar su escondrijo del palacio en cualquier momento. Supuse que los habían tolerado en espera de un momento como éste. La emboscada había sido clara. Me pregunté si alguno de sus hombres había logrado atravesar la puerta.

Aparentemente no se había corrido la voz de que era necesario estar en guardia contra un hombre disfrazado de oficial. Yo ignoraba qué había dicho Maurice cuando telefoneó a sus hombres, pero la aceptación del engaño en la puerta indicaba que nadie estaba advertido de mi personificación.

Me detuve. Quizá lo mejor fuera entrar en la taberna, pedir una bebida y tratar de enterarme de algo. Delante no había nada que estimulara.

Retrocedí unos metros hasta la entrada sin puerta. No había nadie a la vista. Entré, y una vez dentro apenas pude distinguir o detectar la posición de las mesas y las sillas en las tinieblas. Las ventanas sin vidrio estaban entabladas. Parpadeé y divisé un bulto en la barra. Afuera, el polvoriento camino parecía blanco.

Detrás de la barra apareció un tipo de respiración ronca. No dijo ni una palabra.

—Vino tinto —pedí.

El hombre puso un vaso para agua sobre la barra y lo llenó con el líquido que contenía un cazo de hojalata. Lo probé. Era repugnante. Supuse que los buenos modales estaban fuera de lugar allí, de modo que me volví y escupí el vino en el suelo. Empujé el vaso por encima de la barra.

—Quiero vino, no lo que exprime del trapo de limpiar la barra —gruñí, arrojando sobre el mostrador un ajado billete de mil francos.

El tipo murmuró algo cuando se dio media vuelta, y seguía murmurando al regresar con una botella lacrada y un vaso para vino. Quitó el corcho, llenó el vaso hasta la mitad y se guardó los mil francos en el bolsillo. No me ofreció la vuelta.

Lo probé: no estaba mal. Bebí a sorbos, aguardando que mis ojos se acostumbraran a la tenue luz. El camarero se alejó y empezó a arrastrar una pila de cajas, sin dejar de murmurar.

No tenía una idea clara de qué haría si encontraba a los supervivientes de la organización. En el mejor de los casos podría descubrir lo que fallaba en mi disfraz y utilizar sus canales para volver a entrar al palacio. Claro que en cualquier momento podía pedir ayuda por el comunicador y hacer que volvieran a dejarme allí como la otra vez con la vagoneta, pero no me gustaba la idea de volver a correr ese riesgo. La vez anterior estuvieron a punto de atraparme a mi llegada. Nada funcionaría si habíamos despertado sospechas.

En el vano de la puerta apareció un hombre, cuya silueta se dibujó contra la luz. Entró y se acercó a la barra. El camarero lo ignoró.

Otros dos atravesaron la puerta, pasaron a mi lado y se apoyaron en el mostrador. El camarero continuó arrastrando cajas, sin prestar la menor atención a sus parroquianos. Empecé a preguntar cuál sería la razón.

El que estaba más cerca se puso a mi lado.

—Eh, tú —movió la cabeza en dirección a la puerta—. ¿Oíste el tiroteo?

Era una pregunta capciosa. Dudé de que el sonido de los disparos hubiera sido audible fuera de la ciudad amurallada. Gruñí:

—¿A quién buscan? —me preguntó.

Traté de ver su expresión, pero su cara estaba en sombras. Era un tipo fuerte y delgado, que tenía un codo apoyado en el mostrador. «Empezamos de nuevo», pensé.

—¿Cómo voy a saberlo? —inquirí.

—Hace un poco de calor para llevar esa capa, ¿no? —y extendió la mano como para tocar mi capote.

Retrocedí, y dos pares de brazos me aferraron por la espalda con un doble apretón.

El que estaba frente a mí me abrió la capa de un tirón. Me miró de arriba abajo.

—¡Asqueroso ducal! —exclamó, dándome un revés en la boca; probé el sabor de la sangre.

—Sujetadle los brazos —dijo otro a mis espaldas.

A éste no le había visto. Sentí curiosidad por saber cuántos más habría en el lugar. El recién llegado cogió el capote y me lo arrancó.

—Mirad esto —dijo—. Aquí tenemos a un piojoso general.

Introdujo un dedo bajo la parte superior de la solapa con galones y tiró de ella. La solapa se desgarró, pero permaneció en su sitio. Entonces empecé a luchar. Estaban a punto de arrancarme el comunicador para robarme los hilos de oro. No tenía muchas esperanzas de librarme, pero tal vez lograra distraerles si pataleaba un poco. Sacudí una bota y le di al forzudo más abajo de la pantorrilla. El hombre gritó y reculó de un salto para darme un puñetazo en la cara, pero me moví y sólo rozó la mejilla. Me eché hacia atrás gritando, tratando de hacer perder el equilibrio a alguno de ellos.

—Retenedle —susurró uno.

Trataban de no hacer demasiado ruido. El delgado se acercó, vio su oportunidad y me dio un puñetazo en el estómago. Sentí que agonizaba; me retorcí y vomité.

Los que me sostenían me arrastraron hasta una pared y me empujaron contra ella, con los brazos extendidos. El que quería el galón se aproximó con un cuchillo en la mano. Yo trataba de respirar, resollando y retorciéndome. Me agarró del pelo y por un instante creí que me cortaría la garganta. Pero lo que hizo fue quitarme las solapas, maldiciendo cada vez que la hoja raspaba el metal.

—Quítale también los botones, Bello Joe —sugirió una voz ronca.

El dolor se había calmado, pero me aflojé, fingiendo estar más débil de lo que en realidad estaba. Había perdido el comunicador, al menos el extremo emisor. Todo lo que podía intentar ahora era salvar mi vida.

Los botones sólo le ocuparon un instante. Retrocedió y guardó el cuchillo en la funda que llevaba en la cadera. Se apoyó en la pierna que le había pateado. Entonces vi su rostro. Tenía rasgos finos y hermosos.

—Soltadle —dijo.

Caí pesadamente al suelo. Por primera vez tenía las manos libres desde el principio de la reyerta. Tal vez ahora tuviera una oportunidad: no había perdido la pistola. Estremecido, logré ponerme a cuatro patas. Le observé atentamente. Me lanzó una patada a las costillas.

—De pie, general —me ordenó—. Le enseñaré a patear a sus superiores.

Los demás rieron, dieron voces, nos rodearon. Había olor a tierra y a vino agrio.

—Ese general es un auténtico luchador, ¿verdad? —gritó alguien—. Pelea sentado.

Sus palabras resultaron graciosísimas. Todos lanzaron estridentes carcajadas.

Cogí el pie que se acercaba, lo retorcí y arrojé al tipo al suelo. Blasfemó, aterrizó sobre mi cuerpo, pero se levantó instantáneamente. El círculo que nos rodeaba se amplió y alguien me empujó. Me tambaleé adrede y gané algo de terreno en dirección al rincón oscuro. Ahora veía mejor, lo suficiente para divisar pistolas y navajas en todos los cinturones. Si se daban cuenta de que iba armado, las usarían. Debía esperar.

Bello Joe estaba otra vez junto a mí. Me lanzó un zurdazo. Lo esquivé y me tiró un par de golpes cortos. Retrocedí dos pasos y miré a los espectadores: estaban relativamente alejados. Había llegado el momento de jugar mi baza. El cuerpo del otro me cubría. Dejé que el arma se deslizara en la palma de mi mano, pero en ese instante me pateó salvajemente. Tuvo suerte; no había visto mi arma, pero su patada me la arrancó de la mano y fue a parar a un rincón oscuro. Dejé de representar.

Me abalancé sobre él y le lancé un poderoso izquierdazo a la cara, seguido de un derechazo al estómago. Lo enderecé de otro izquierdazo. Bello Joe era un mal boxeador.

A los demás no les gusto mi reacción: me rodearon y me aferraron. Sus nudillos rebotaron en mi mandíbula mientras un puño me daba en la espalda. Dos de ellos me arrastraron hacia atrás y me aplastaron contra la pared. Me zumbaba la cabeza y estaba aturdido. Entonces caí y me dejaron tendido. Necesitaba ese descanso.

«Al demonio con el secreto», pensé. Me arrodillé y empecé a arrastrarme en dirección al rincón oscuro. Ahora todos reían y gritaban, olvidados de que no debían hacer ruido.

—Arrástrese, general —gritó uno—. Arrástrese, asqueroso espía.

—Un, dos, soldado —chilló otro—. Arrástrese al ritmo de los números, general. Un, dos…

Éste también resultó gracioso: todos rugieron y se palmearon entre sí. ¿Dónde demonios estaba aquel tipo?

Me cogió de la chaqueta y me obligó a ponerme de pie. La cabeza me daba vueltas. «Debo de tener conmoción cerebral», pensé. Me golpeaba pero me apoyé en él, impidiéndole tomar impulso para darme un buen golpe. Los otros se rieron de él, disfrutando de la parodia.

—Vigílalo, Bello Joe —gritó alguien—. Es posible que despierte si lo sacudes así.

Bello Joe retrocedió y me apuntó un derechazo a la mandíbula, pero yo me dejé caer y volví a acercarme al rincón donde había caído mi pistola. Él me pateó una vez más y me empujó contra la pared. Mi mano tropezó con el arma…

Bello Joe saltó sobre mí, me hizo dar una vuelta y retrocedió. Permanecí agazapado en el rincón, observándole. Ahora él disfrutaba. Murmuraba palabras para sus adentros, sonriendo a pesar de que le sangraba la boca. Tenía intención de mantenerme arrinconado y golpearme hasta matarme. Cuando se aproximó, levanté la pistola y le disparé en la cara.

Me disgusté conmigo mismo. Se sacudió como un trapo y aterrizó de cabeza, no sin que antes lograra ver su cara: Joe había dejado de ser bello.

Dejé caer la mano de costado, a la espera del siguiente contrincante. El mismo individuo que antes me había sujetado corrió hacia mí. Saltó por encima del cadáver y giró para aplastarme el cráneo. Levanté el arma unos pocos centímetros y le disparé al vientre. El tiro produjo un ruido seco en el momento que los pies del hombre se separaron del suelo: chocó contra la pared porque me hice a un lado.

Los otros tres se abrieron en forma de abanico. Había demasiada oscuridad para ver nada claramente, y todavía no sabían lo que había ocurrido. Pensaban que yo había bajado a los otros dos a puñetazos. Ahora saltarían juntos sobre mí y me liquidarían.

—¡Alto, conejos! —gritó una voz desde la puerta.

Todos nos volvimos hacia la silueta de un hombrón bestial y quedó claramente a la vista la pistola que sostenía en la mano.

—Os veo, ratas —prosiguió la bestia—. Estoy acostumbrado a la oscuridad. No intentéis nada.

El recién llegado hizo señas de que entrara a otro que estaba detrás de él. Uno de los tres que había en la taberna intentó deslizarse hacia el fondo, pero recibió un balazo de la pistola con silenciador del hombrón que seguía en la puerta. La víctima resbaló de costado y cayó espatarrada.

—Vamos, Mazazo —decidió el grandote—. Salgamos de aquí. Estos pájaros no quieren jugar más.

Reconocí la voz de Gaston, el grandote que había querido que me liquidaran. Gros le había designado guardaespaldas mío, pero se había retrasado un poco. Me habían dado una terrible paliza. Escondí torpemente el arma y avancé.

—Caray, Mazazo —Gaston se adelantó para que me apoyara en él—, no sabía que los conejitos te hubiesen agarrado. Creí que los estabas entreteniendo, y preguntándome cuándo harías sonar tu maza. —Se detuvo y contempló a Bello Joe—. Le dejaste la jeta hecha papilla. Eh, Touhey, alcánzame la tienda de campaña de Mazazo. Andando —y echó otra mirada a su alrededor—. Adiós, conejitos.

Ninguno de los dos que quedaban respondió.