No es mucho lo que recuerdo del viaje al escondite de la organización en el campo. Sé que caminé interminablemente y que luego Gaston me llevó sobre sus hombros. Recuerdo un calor espantoso y un dolor agonizante en mi magullado rostro, en mis heridas de bala semicicatrizadas y en mis innumerables cardenales. Y recuerdo por fin una habitación fresca y una cama suave.
Desperté lentamente. Los sueños y los recuerdos se mezclaban, pero ninguno de ellos era agradable. Permanecí tendido de espaldas, apoyado en enormes cojines plumosos, con el sol del atardecer iluminando la habitación a través del cortinaje parcialmente corrido de una amplia buhardilla. Durante un rato me esforcé por darme cuenta de dónde estaba. Gradualmente recordé mi último pensamiento consciente.
Aquél era el lugar en el campo al que Gros se había dirigido. Gaston se había tomado en serio su misión, a pesar de su propia insinuación de que me liquidaran y de que Miche y Gros habían muerto.
Traté de moverme y contuve el aliento. También eso me dolió. El pecho, las costillas y el estómago eran una enorme masa de dolor. Aparté el edredón y traté de examinar los daños. Bajo los bordes de un ancho vendaje aparecían contusiones purpúreas a lo largo de mi costado derecho.
Doblar el cuello había sido un error: la herida de bala que Maurice había reabierto con la cachiporra empezó a palpitar. Estaba hecho un desastre. No corrí el riesgo de mover la cara; sabía el aspecto que debía tener.
Como hombre del servicio secreto era un fiasco absoluto, pensé. Mi disfraz cuidadosamente preparado no había engañado a nadie excepto, quizás, a Araña. En las pocas horas que había pasado en el terreno del dictador, me había visto sujeto a más patadas, golpes y amenazas de muerte que en mis cuarenta y dos años anteriores, y no había logrado nada. Había perdido el comunicador y ahora también la pistola; la reconfortante presión en la muñeca había desaparecido. De cualquier modo, no me había ayudado demasiado. Me sentía mareado a raíz del pequeño esfuerzo que acababa de hacer.
Tal vez había hecho algún progreso, sin embargo… en un sentido negativo. Sabía que entrar caminando y adoptar una postura no era suficiente para que me confundieran con el dictador Bayard, a pesar de la cara. Y también me había enterado de que el régimen del dictador estaba plagado de subversivos y descontentos. Quizá más adelante pudiéramos usar a estos últimos en nuestro beneficio.
«Si puedo regresar con la información», pensé. Insistí en esta línea de pensamientos. ¿Cómo haría para volver? No tenía forma de comunicarme. Ahora había de actuar exclusivamente por mi cuenta.
Antes sabía que en cualquier momento podía transmitir un mensaje pidiendo ayuda y contar con que me rescatarían en el plazo de una hora. Richthofen había dispuesto un control de veinticuatro horas en mi banda de comunicaciones, atento a mi llamada. Ahora no podía contar con eso. Si había de retornar al Imperio, tendría que secuestrar una de las toscas vagonetas de este mundo o, mejor aún, comandarla como dictador. Debía volver al palacio con un disfraz correcto o concluiría mis días en aquel mundo de pesadilla.
Oí voces que se acercaban desde el exterior. Cerré los ojos cuando abrieron la puerta. Si fingía dormir podría enterarme de algo más.
El tono de las voces descendió y percibí que varias personas rodeaban la cama.
—¿Cuánto tiempo lleva dormido? —preguntó una voz desconocida.
¿O no era desconocida? De algún modo me resultaba familiar, pero la relacioné con otro sitio.
—El médico le puso unas inyecciones —respondió alguien—. Le trajimos ayer a esta hora.
Se produjo una pausa. Luego volví a oír la voz semiconocida:
—No me alegra que esté vivo. No obstante… quizá podamos utilizarlo.
—Gros lo quería vivo —dijo otra voz. Reconocía Gaston, que parecía malhumorado—. Tenía grandes planes para él.
El otro refunfuñó. Hubo un prolongado silencio.
—No nos sirve para nada hasta que se le cicatrice la cara. Mantenedle aquí hasta que enviemos nuevas instrucciones.
No me gustó nada lo que oí, pero por el momento no tenía otra opción, salvo la de permanecer allí y tratar de recuperar mis fuerzas. Al menos estaba cómodamente instalado en aquella gigantesca cama. Volví a sumergirme en el sueño.
Cuando desperté, Gaston estaba sentado junto al lecho, fumando. Se incorporó instantáneamente cuando abrí los ojos, aplastó el cigarrillo en un cenicero que había sobre la mesa y se inclinó hacia delante.
—¿Cómo te sientes, Mazazo?
—Descansado —repliqué.
Mi voz salió en un débil susurro. Me sorprendió su debilidad.
—Sí, los pájaros te hicieron pasar un mal momento, Mazazo. No entiendo por qué no empleaste antes tus puños con ellos. Tengo algo de comida para ti —concluyó.
Apoyó en su regazo una bandeja que retiró de la mesilla de noche y me ofreció una cucharada de sopa. Yo tenía hambre; abrí la boca. Nunca habría imaginado que tendría a un gorila como enfermera.
Gaston era bueno en su trabajo. Durante los tres días siguientes me alimentó regularmente, cambió mi ropa de cama y desempeñó todas las tareas de una enfermera hábil, ya que no graciosa. Poco a poco recuperé las fuerzas, pero me cuidé de ocultar la medida de mis progresos a Gaston y a quienes ocasionalmente entraban a verme. Ignoraba qué me esperaba y quería tomar mis previsiones.
Gaston me habló mucho sobre la organización durante aquellos días. Supe que el grupo dirigido por Gros y Miche era sólo una de varias células semejantes; había centenares de miembros en media docena de lugares dispersos de Argelia, cada uno de los cuales mantenía la vigilancia sobre alguna instalación vital del régimen. Su objetivo último era el derrocamiento del Gobierno de Bayard, permitiéndoles participar en el saqueo.
Cada grupo contaba con dos líderes, todos los cuales rendían cuentas al gran jefe, un extranjero del que Gaston sabía muy poco. El gran jefe aparecía de manera irregular y nadie sabía su nombre ni dónde se encontraban sus cuarteles generales. Me di cuenta de que a Gaston no le gustaba eso.
El tercer día le pedí a Gaston que me ayudara a levantarme y a dar unos pasos. Aparenté extrema debilidad, pero me alegré al descubrir que me sentía mejor de lo que esperaba. Después, Gaston me ayudó a volver a meterme en la cama y abandonó la habitación. Volví a levantarme y ensayé algunos pasos. Me mareé y sentí náuseas pero me apoyé en el pilar de la cama, esperé a que se me asentara el estómago y continué. Permanecí de pie quince minutos y luego dormí profundamente. A partir de ese momento, cada vez que me despertaba, fuera de día o de noche, me levantaba y caminaba. Me metía de un salto en la cama cuando oía pisadas.
Cuando Gaston insistió en hacerme caminar después de aquella primera vez, proseguí fingiendo los mismos síntomas de entonces. En una ocasión hicieron que el médico me visitara, pero éste aseguró que mis reacciones eran absolutamente normales y que no debía esperar una auténtica mejoría hasta una semana más tarde, teniendo en cuenta la cantidad de sangre que había perdido. Su opinión me convenía. Necesitaba tiempo para enterarme de más detalles.
Traté de sonsacar a Gaston sobre el fallo de mi disfraz, sutilmente. No quería ponerle en guardia ni proporcionarle ningún indicio de lo que tenía en mente. Pero fui demasiado sutil: Gaston eludió el tema.
Busqué mi ropa, pero el armario estaba cerrado con llave y no podía correr el riesgo de forzar la cerradura.
Una semana después de mi llegada me permití la mejoría suficiente para dar una caminata por la casa y bajar a un delicioso jardín que había en el fondo. La disposición de la casa era sencilla. Desde el jardín no vi señales de guardianes. Tuve la sensación de que podría salir andando en cualquier momento, pero dominé mi impulso.
Después de transcurridos diez días me sentía muy inquieto. No podía seguir fingiendo mi invalidez mucho más tiempo sin despertar sospechas. La inactividad me ponía los nervios de punta. Había pasado la noche despierto, pensando, levantándome de vez en cuando para recorrer el dormitorio. Al amanecer había logrado fatigarme, pero no había pegado un ojo.
Tenía que hacer algo. Me decidí y recorrí la casa después de que Gaston retirara la bandeja de mi desayuno. Desde las ventanas del piso superior tuve un amplio panorama de los alrededores. El frente de la casa daba a una carretera pavimentada en buen estado. Supuse que era una ruta a Argel. Detrás de la vivienda se extendían unos campos labrados de aproximadamente medio kilómetro, hasta una hilera de árboles. Tal vez allí había un río. No vi ninguna casa cerca.
Pensé en largarme, y que lo mejor que podía hacer era saltar la pared en la oscuridad y ponerme al abrigo de los árboles. Tenía la impresión de que la arboleda y el camino convergían hacia el oeste, de modo que tal vez podía tomar la ruta a cierta distancia de la casa y encaminarme a la ciudad. Volví a mi habitación a esperar.
Era casi la hora de la cena cuando oí que alguien se acercaba a mi puerta. Estaba echado, de manera que permanecí así y aguardé. Entró Gaston con el médico. Éste estaba pálido y sudaba copiosamente. Evitó mi mirada cuando acercó una silla, se sentó e inició su examen. No me dirigió la palabra e ignoró todas las preguntas que le hice. Entonces permanecí en silencio mientras me tanteaba y me palpaba. Un rato después se levantó súbitamente, guardó su equipo y abandonó la habitación.
—¿Qué le ocurre al médico, Gaston? —quise saber.
—Algo le preocupa —respondió.
También Gaston parecía preocupado. Ocurría algo, algo que también me inquietó a mí.
—Vamos, Gaston —insistí—. Dime qué sucede.
Al principio creí que no me respondería, pero por último me dio una explicación:
—Van a hacer lo que tú querías. Se están preparando para hacerte ocupar el lugar de Bayard.
—Eso es estupendo —opiné.
A fin de cuentas, aquélla era la razón por la que estaba allí. Esta forma de hacer las cosas era tan buena como cualquier otra. Pero había algo extraño en todo ello.
—¿Y para qué tanto secreto? —pregunté—. ¿Por qué no se presenta personalmente el gran jefe? Me gustaría hablar con él.
Gaston vaciló. Tuve la sensación de que quería decirme algo pero no podía.
—Todavía tienen que ultimar algunos detalles —dijo sin mirarme.
No le di importancia.
Cuando Gaston se retiró del dormitorio me dirigí al vestíbulo. A través de las ventanas traseras abiertas oí el murmullo de una conversación y me acerqué para escuchar a hurtadillas.
Tres hombres caminaban por el jardín, de espaldas a mi. Uno de ellos era el médico; no reconocí a los otros dos. Me habría gustado ver sus rostros.
—No estudié para esto —decía el médico, moviendo las manos agitadamente—. No soy un carnicero al que le piden Un trozo de cordero.
No logré oír la respuesta.
Bajé al rellano de la escalera y presté atención. Todo era silencio. Descendí hasta el vestíbulo de la planta baja y volví a prestar atención. En algún lugar sonaba el tictac de un reloj.
Entré en el comedor principal: la mesa estaba dispuesta para tres personas, pero no había comida a la vista. Probé en el otro comedor: nada. Lo crucé y me asomé a la puerta del salón. Allí no había nadie; parecía tan abandonado como de costumbre.
Pasé junto a la puerta que en otra ocasión había encontrado cerrada con llave y noté que se filtraba luz desde dentro. Retrocedí e intenté abrirla. Mientras hacía girar el pomo pensé que probablemente era el cuarto de los trastos. Se abrió de par en par.
Me quedé inmóvil. En el centro de la estancia había una mesa blanca almohadillada, y en un extremo dos focos montados en altos trípodes. Sobre una mesilla, brillantes instrumentos. Encima de un atril, junto a la mesa de operaciones, vi escalpelos, suturas, pesadas agujas curvadas. Una hermosa sierra semejante a las de arco para metales, y grandes tijeras. En el suelo, debajo de la mesa, una enorme tina de acero galvanizado.
No comprendí. Entonces me encaminé hacia la puerta… y oí pasos.
Miré a mi alrededor, vi una puerta, salté hacia ella y la abrí de un empujón. Cuando los dos hombres entraron en el lugar, yo estaba rígido en la oscuridad de la despensa, con la puerta entornada.
Los focos se encendieron y se apagaron. Oí un sonido de metal contra metal.
—Dejen eso en paz —dijo una voz nasal—. Está todo dispuesto. Lo comprobé personalmente.
Silencio. Yo apenas me atrevía a respirar.
—Están chiflados —prosiguió la voz nasal—. ¿Por qué no esperan hasta mañana y aprovechan la luz del sol? Pero no, prefieren trabajar con luz artificial.
—Yo no entiendo nada —dijo una voz delgada—. No entiendo qué es lo que se supone que tienen de malo las piernas de ese tipo para que tengan que cortárselas. En realidad…
—Tú eres un retrasado, Mac —le interrumpió la voz nasal roncamente—. Éste es un asunto importante; van a poner a este lelo cuando liquiden al viejo.
—Sí, a eso me refiero —dijo la voz delgada—. ¿Para qué quitarle las piernas?
—Tú no sabes nada, ¿verdad, ignorante? Pues te voy a contar una novedad. Bayard no tiene piernas de la rodilla para abajo. No lo sabías, ¿eh? Por eso nunca lo ves caminar en televisión; siempre está sentado detrás de un escritorio. Esto no lo sabe mucha gente —agregó—. Guarda el secreto.
—¡Caray! —exclamó el de la voz delgada, con voz más delgada que nunca—. ¿No tiene piernas?
—Así es. Yo estaba con él un año antes del aterrizaje. Pertenecía a su equipo cuando le ocurrió. Esquirlas de ametralladora en las dos rodillas. Olvídalo. Quizás ahora lo comprendas mejor.
—¡Caray! —repitió la voz delgada—. ¿Y dónde encontraron un tipo lo bastante loco como para aceptar semejante acuerdo?
—¿Cómo puedo saberlo? —respondió el otro; su tono de voz parecía lamentar haber revelado el secreto—. De cualquier manera, esos revolucionarios están todos chiflados.
Me sentía mareado y un cosquilleo en las piernas. Por fin, comprendía que nadie me confundiese con el dictador cada vez que entraba andando a algún sitio, y por qué Araña se había dejado engañar al verme sentado.
Me largaría, pero no mañana ni esta noche, sino ahora mismo. No tenía pistola, ni papeles, ni mapas, ni planes, pero me largaría.
Era casi de noche. Me dirigí al fondo de la casa. A través de una ventana vi que los hombres que estaban en el jardín se habían acomodado debajo de un pequeño cerezo, y quo no habían concluido su conversación. Descubrí una puerta y la examiné bajo la tenue luz del anochecer. Era del tipo que se abre en dos secciones. La parte superior tenía echado el cerrojo, pero la inferior era de vaivén y se abría silenciosamente… por debajo de la línea de visión de los que estaban afuera. Me agaché y salí.
Un corto sendero conducía al camino lateral a la casa; lo descarté y repté junto a la pared, a través de macizos llenos de hierbajos.
Me volví para empezar a cruzar el campo arado y una forma oscura apareció ante mis ojos. Retrocedí y presioné mi muñeca en un gesto que se había vuelto automático, pero no apareció ninguna pistola en la palma de mi mano. Estaba desarmado, débil y tembloroso. El otro se inclinó sobre mí como una mole.
—Vamos, Mazazo —susurró.
Era Gaston.
—Me largo, Gaston —afirmé—. No trates de detenerme.
Vagas ideas amenazantes poblaron mi mente: a fin de cuentas me había llamado Mazazo. Vino detrás de mí.
—Mantente así —dijo—. Me preguntaba cuándo te decidirías. Estuviste bastante inquieto los últimos días.
—¿Quién no? —dije, evitando contestar directamente.
—Tienes más coraje que yo, Mazazo —afirmó Gaston—. Yo me habría largado hace una semana. Tendrías muchas ganas de ver al gran jefe para aguantar tanto tiempo.
—Hoy he visto lo suficiente. No quiero ver nada más.
—¿Le conoces? —inquirió Gaston, con tono interesado.
—No. No vi su rostro. Pero he perdido la curiosidad.
Gaston lanzó una sonora carcajada.
—De acuerdo, jefe. —Me extendió una tarjeta sucia que tenía algo garabateado—. Tal vez esto te sirva para algo. Es el domicilio del gran jefe fuera de la ciudad. La robé. Es todo cuanto encontré. Ahora larguémonos de aquí.
Guardé la tarjeta en el bolsillo. Estaba algo confundido.
—Espera un minuto, Gaston. ¿Quieres decir que me ayudarás a escapar?
—Gros me dijo que debía cuidarte; ocuparme de que no tuvieras ningún accidente —replicó Gaston—. Siempre acerté haciendo lo que mi hermano me decía; no veo por qué dejaría de hacerlo ahora sólo porque lo mataron.
—¡Tu hermano!
—Gros era mi hermano —prosiguió Gaston—. Yo no soy inteligente como él, pero Gros siempre se ocupó de mí. Y yo siempre hice lo que él me decía. Lo último que me dijo fue que te cuidara, Mazazo.
—¿Y qué me dices de eso? —hice un gesto en dirección a la casa—. No les gustará nada descubrir que faltamos los dos.
Gaston escupió:
—Esos gorilas pueden irse al infierno.
Empecé a sentir alegría.
—Oye, Gaston, ¿puedes regresar allí y conseguir la ropa que tenía puesta cuando llegué?
Gaston señaló en la oscuridad un saco que colgaba de su hombro.
—Pensé que necesitarías ese traje, Mazazo. Te mostraste muy firme con Miche en ese sentido.
Gaston me entregó un bulto. Lo reconocí al tacto: era el uniforme.
—Gaston, eres una maravilla —le dije—. Supongo que no habrás traído también el pequeño truco que llevaba en la muñeca.
—Creo que lo metí en el bolsillo. Pero alguien birló los guantes que había en el cinturón. Lo siento mucho.
Palpé la casaca y sentí el bulto en el bolsillo. Con aquella pistola en la mano estaba dispuesto a barrer el mundo, si se me enfrentaba.
—No te preocupes por los guantes, Gaston. No los necesito.
Sujeté el broche a mi muñeca y ajusté el arma. Me quité la chaqueta que llevaba y me vestí la casaca. Entonces me sentí mejor.
Observé la casa. Todo era paz. Ahora había oscuridad suficiente para que no nos vieran cruzar el campo. Era el momento preciso.
—Vamos —dije.
Eché un vistazo a una estrella brillante y empecé a cruzar el terreno.
En cincuenta pasos la casa quedó fuera de la vista. La pared y el alto follaje oscurecían las luces del piso inferior. Arriba, la casa seguía a oscuras. Volví a mirar la estrella y tropecé. Ignoraba lo difícil que era caminar por el campo labrado en la oscuridad.
Transcurrieron quince minutos antes de descubrir una oscuridad más profunda contra el cielo débilmente iluminado. Debía de ser la hilera de árboles que bordeaba el río. Aún suponía que allí existía un río.
De pronto nos encontramos entre los árboles, avanzando lentamente. El terreno era inclinado, y un instante después me encontré deslizándome por una orilla fangosa de aguas poco profundas.
—Sí, hay un río —murmuré.
Avancé con dificultad, sin dejar de mirar hacia el oeste. No veía nada. Si teníamos que seguir nuestro camino a través de los árboles toda la noche, sin la luz de la Luna, al amanecer no habríamos avanzado ni un kilómetro.
—¿En qué dirección corre el río, Gaston? —pregunté a mi compañero.
—Hacia allá —respondió—. Hacia Argel… Hacia la ciudad.
—¿Sabes nadar?
—Claro. Nado muy bien.
—Bien. Desnúdate y haz un revoltijo con tu ropa. Coloca en medio lo que no quieras que se moje y átate el bulto a los hombros con el cinturón.
Refunfuñamos y nos desvestimos a tientas en la oscuridad.
Concluí mi atado y metí los pies en el agua. Hacía calor, y aquello resultó un alivio. No me había quitado el arma de la muñeca. La quería cerca.
Chapoteé cuando perdí pie y di unas brazadas para librarme de los juncos que crecían cerca de la orilla. Todo era negrura alrededor. Sólo las brillantes estrellas atenuaban la sensación de vacío.
—¿Estás bien, Gaston?
Le oí chapotear.
—Claro —respondió.
—Alejémonos un poco más y luego lo tomaremos con calma. Dejaremos que trabaje el río.