8

Estar arrinconado me provocó una sensación de pánico. No sabía qué hacer. Tenía montones de instrucciones sobre la forma de manejar la cuestión de tomar el poder después de matar al dictador, pero ninguna para cubrir la retirada después de haber fracasado.

Oí un crujido y cayó polvo de la parte superior de la puerta. Permanecí en posición rígida, lo más lejos que pude llegar, y aguardé. Sentí el impulso de empezar a disparar el arma, pero lo dominé. Esperar y ver.

Se abrió una rendija en la puerta. Aquello no me gustó. A mí me veían, pero yo no podía ver nada. Al menos quien me observara creería que estaba desarmado, ya que la diminuta pistola seguía oculta en mi cuerpo. En realidad, tampoco logré decidir si eso representaba una ventaja.

No me gusta el suspense.

—Muy bien —grité—. Hay corriente de aire. Adentro o afuera —me expresé en el parisino gutural que había oído arriba.

Se abrió más la puerta y al otro lado vi a un individuo de cara mugrienta. Parpadeó y se asomó a la escalera. Me hizo una seña.

—Por aquí —dijo en un ronco susurro.

No encontré ninguna razón para rechazar su invitación, dadas las circunstancias. Traspuse los toneles y me agaché para pasar al otro lado. Cuando el hombre cerró la puerta deslicé la pistola en su sujetador. Me encontré de pie en un húmedo túnel de paredes de piedra, iluminado por un farol eléctrico apoyado en el suelo. Permanecí de espaldas a la lámpara. No quería que el otro viera mi rostro todavía, al menos con buena luz.

—¿Quién eres? —pregunté.

El tipo pasó a mi lado y levantó su farol. Apenas me miró.

—Soy mudo —afirmó—. No hago preguntas y tampoco las respondo. Vamos.

No podía permitirme el lujo de discutir, de modo que le seguí. Avanzamos a lo largo del pasadizo cavado a mano y luego descendimos unos retorcidos peldaños que daban a una cámara en tinieblas, sin ventanas. Dos hombres y una muchacha de cabello oscuro estaban sentados alrededor de una mesa destartalada en la que chisporroteaba una vela.

—Llámalos, Miche —dijo mi guía—. Aquí está el pájaro.

Miche se repantigó en el asiento y me hizo señas de que me acercara. Levantó de la mesa algo que parecía un cortapapeles y se escarbó las muelas, sin dejar de mirarme de soslayo. Me hice el propósito de no acercarme demasiado.

—Por el uniforme, es uno de los perros guardianes —dijo—. ¿Qué ocurre, mordiste la mano que te alimentó? —rió cómicamente.

No dije nada. Consideraba que le había dado la posibilidad de decirme algo primero si tenía ganas.

—Y con rango, a juzgar por el galón —prosiguió—. Bien, se estarán preguntando dónde te metiste. —Su tono cambió—. Oigamos tu historia. ¿Por qué huyes?

—No permitáis que mi traje os engañe. Lo pedí prestado. Pero parece que a la gente de allá arriba les disgusté a primera vista.

—Acércate —insistió el otro—. A la luz.

No podía dilatarlo eternamente. Avancé hasta la mesa. Para que comprendieran, levanté la vela y la mantuve junto a mi cara.

Miche se sobresaltó y dejó la punta de la navaja entre los dientes. La muchacha pegó un saltó y se persignó. El otro individuo me clavó la mirada, fascinado. El efecto había sido el esperado. Volví a dejar la vela sobre la mesa y me senté como al descuido en la silla vacía.

—Tal vez podáis decirme por qué no se tragaron el anzuelo.

El segundo hombre se decidió a hablar:

—¿Entraste así, andando, y saltaste sobre ellos?

Moví la cabeza afirmativamente.

El que había hablado y Miche intercambiaron una mirada.

—En ti hay un bien muy valioso, amigo mío —continuó el otro—, pero necesitas alguna ayuda. Chica, trae vino para nuestro nuevo amigo.

La muchacha, que seguía con los ojos desorbitados, se arrastró hasta un repugnante aparador y buscó a tientas una botella, sin dejar de observarme por encima del hombro.

—Míralo ahí sentado, Gros —dijo Miche—. ¡Es algo serio!

—Tienes razón, es algo serio —replicó Gros—. Si es que Ya no se arruinó todo. —Se inclinó por encima de la mesa—. ¿Qué ocurrió arriba? —me preguntó—. ¿Cuánto tiempo estuviste en el palacio? ¿Cuántas personas te han visto?

Hice un resumen de lo ocurrido, sin mencionar cómo había llegado. Parecieron satisfechos.

—Sólo dos vieron su cara, Gros —dijo Miche—, y están fuera de juego. Buen trabajo, señor; buen trabajo el de cargarse a Souvet. Tampoco nadie va a echar de menos a Pinay. A propósito, ¿dónde está el arma? Será mejor que me la entregue —extendió la mano.

—No tuve más remedio que abandonarla —mentí—. Tropecé y se me cayó en la oscuridad.

Miche refunfuñó.

—Al jefe le interesará —comentó Gros—. Querrá verle.

Oí que alguien jadeaba en la escalera y el tercer sujeto entró en la habitación.

—Oye, la armamos gorda en la torre… —se interrumpió, mortalmente pálido cuando me vio.

Se agachó, con expresión atónita en el rostro, y su mano voló en busca de un arma en la cadera. No encontró nada, y su mirada paseó de uno a otro de los presentes:

—¿Qué…, qué…?

Gros y Miche lanzaron estridentes carcajadas, palmearon la mesa y aullaron de risa.

—Tranquilo, Araña —logró decir Miche—. Bayard se unió a nosotros.

Ante semejante explicación, hasta Chica rió tontamente. Araña seguía agachado.

—Bien, ¿de qué se trata? —jadeó—. No comprendo…

Araña paseó la vista por la habitación, aún pálido. Estaba muerto de miedo. Miche se secó la cara, lanzó un último alarido y escupió en el suelo.

—Bien, Araña. Éste es el pájaro. Ahora vete a buscar a los muchachos. ¡Andando!

Araña se esfumó. Yo estaba desconcertado. ¿Por qué algunos me miraban sorprendidos y en seguida se relajaban, en tanto éste había quedado totalmente convencido? Tenía que descubrir la razón. Debía de haber algo que yo no hacia bien.

—¿Os molesta decirme qué es lo que no funciona en mi atavío?

Miche y Gros volvieron a intercambiar una mirada.

—Amigo mío, nada que no podamos solucionar nosotros —respondió Gros—. Tómatelo con calma, que te dejaremos a punto. ¿No querías entrar, sacar al viejo y ocupar su lugar? Bien, con el respaldo de la organización puedes considerarte como si ya estuvieras dentro.

—¿Qué es la organización? —pregunté.

Miche estalló:

—Por el momento somos nosotros los que interrogamos. ¿Cómo te llamas? ¿Qué papel representas aquí?

Paseé la mirada de Miche a Gros. Me pregunté cuál de los dos era el jefe.

—Me llamo Bayard.

Miche entornó los ojos, se levantó y dio la vuelta a la mesa. Era un tipo enorme, de ojos pequeños.

—Te he preguntado por tu nombre, señor —me miró amenazante—. Por lo general no repito dos veces la misma pregunta.

—Espera, Miche, tiene razón —intervino Gros—. Si hace las cosas bien, tiene que seguir representando su papel… y será mejor que las haga bien. Dejémoslo así: es Bayard.

Miche volvió a mirarme.

—De acuerdo.

Tuve la sensación de que Miche y yo no nos llevaríamos bien.

—¿Quién te respalda, Bayard? —preguntó Gros.

—Juego solo —contesté—. Hasta el momento, al menos. Pero parece que me equivoqué en algo. Si vuestra organización puede hacerme entrar, seguiré adelante.

—Te haremos entrar —aseguró Miche.

No me gustaban las miradas de aquel par de matones, pero no podía esperar en aquel lugar una compañía de altos vuelos. Por lo que pude deducir, la organización era un partido clandestino opuesto a Bayard. La estancia parecía excavada en las paredes del palacio. Aparentemente, tenían montada una operación de espionaje a través de todo el edificio, mediante pasadizos secretos.

Nuevos individuos entraron en la habitación, algunos por la escalera y otros a través de una puerta que estaba en el extremo más alejado. Evidentemente, se había corrido la voz. Me rodearon, me estudiaron con curiosidad, hicieron comentarios entre sí, pero no se sorprendieron.

—Éstos son los muchachos —presentó Gros—. Las ratas de las paredes.

Les observé. Gros los había descrito bien: una docena de matones, con caras de piratas. Miré a Gros.

—De acuerdo. ¿Por dónde empezamos?

No eran el tipo de compañeros que yo habría escogido, pero si eran capaces de solucionar los fallos de mi disfraz y ayudarme a ocupar el lugar de Bayard, podía estar agradecido a mi buena suerte.

—No tan rápido —me contuvo Miche—. Esto llevará tiempo. Tenemos que llegar a una guarida de las afueras de la ciudad. Nos espera una buena faena.

—Yo estoy aquí ahora —protesté—. ¿Por qué no lanzarnos hoy? ¿Para qué alejarnos?

—Tenemos que hacer algunas modificaciones en tu disfraz —explicó Gros—, y hay que trazar los planes. Decidir cómo aprovechamos al máximo esta oportunidad y asegurarnos de que no hay infiltraciones.

—Ni trampas —agregó Miche.

Tomó la palabra un gamberro peludo de la pandilla:

—Este tío no me gusta nada, Miche. Prefiero que lo liquidemos.

El que habló llevaba una desgastada navaja en una funda fijada horizontalmente en la hebilla del cinturón. Tuve la certeza de que estaba ansioso por usarla. Miche me lanzó una mirada.

—Por ahora no, Gaston —dijo.

Gros se frotó la barbilla.

—No os preocupéis por el señor Bayard, muchachos. No le quitaremos la vista de encima, —miró a Gaston—. Puedes hacer un esfuerzo especial en este caso, Gaston, pero no te anticipes. Digamos que si sufre algún accidente, tú sufrirás uno peor.

La sensación del resorte bajo mi muñeca resultaba reconfortante. Pensé que Gaston era el único de ese grupo al que le disgustaban los extraños.

—Supongo que el tiempo es muy importante —sugerí—. Empecemos a movernos.

Miche se me acercó y me empujó la pierna con la bota.

—Tienes la lengua muy suelta, señor. Aquí las órdenes las damos Gros y yo.

—Claro —coincidió Gros—. Nuestro amigo tiene mucho que aprender, pero no le falta razón en cuanto al tiempo. Bayard regresará mañana, lo que significa que debemos salir hoy si no queremos encontrar el lugar lleno de ducales, además de los regulares. Miche, haz que los muchachos se pongan en movimiento. Quiero que todo se haga rápido y en silencio, y que los mejores hombres se encuentren en la tripulación de apoyo. —Se volvió hacia mí; Miche daba órdenes a los demás—. Tal vez sea mejor que ahora comas algo. Será un día muy largo.

Me sorprendí. Creía que era de noche. Comprobé la hora en mi reloj. Sólo había transcurrido una hora y diez minutos desde que había llegado al palacio. «El tiempo pasa rápido cuando todos se divierten», pensé.

Chica buscó una hogaza de pan y un trozo de queso en el aparador y los dejó sobre la mesa, con un cuchillo al lado. Me mostré prudente:

—¿Puedo coger el cuchillo?

—Claro —asintió Gros—. Adelante —y metió una mano bajo la mesa; la sacó con un revólver corto, que apoyó encima.

Miche volvió a la mesa mientras yo masticaba un bocado de pan. Buen pan. Probé el vino. No estaba mal. El queso también era bueno.

—Coméis bien —comenté—. Eso está muy bueno.

Chica me dedicó una sonrisa agradecida.

—Sabemos hacer las cosas —alardeó Gros.

—Será mejor que el bocazas se quite ese disfraz —dijo Miche, señalándome—. Alguien podría dispararle sin pensarlo dos veces. Los muchachos se ponen nerviosos cuando ven esos trajes.

Gros me observó.

—Por supuesto —dijo—. Miche te proporcionará otra ropa. Este uniforme no cae muy bien por aquí.

No me gustaba nada el curso que tomaban los acontecimientos. Mi comunicador estaba entretejido en las solapas. Tenía que negarme e imponerme.

—Lo siento —dije—. No me quitaré la ropa. Es parte de la representación. Si es necesario, me echaré encima un abrigo.

Miche apoyó un pie en mi silla y la empujó. Le vi venir y logré ponerme de pie antes de caer con la silla. Miche me miró fijamente.

—Desnúdate, señor. Ya has oído a ese hombre.

Los que seguían en la habitación guardaron silencio y prestaron atención. Miré a Miche. Esperaba que Gros interviniera, pero nadie abrió la boca. Miré a Gros. Él nos miraba simultáneamente a Miche y a mí.

Miche llevó una mano a la espalda y sacó una navaja. La hoja rechinó. Refunfuñó:

—¿O tendré que cortártelo puesto?

—Quita esa navaja, Miche —ordenó Gros, amablemente—. Supongo que no querrás cortar a tiras nuestra arma secreta. Necesitamos el uniforme entero…

—Está bien —reconoció Miche—, de acuerdo.

Miche dejó caer la navaja sobre la mesa y se me acercó. Por la forma en que se había agachado y su facilidad para arrastrar los pies, comprendí que se trataba de un profesional. Decidí no esperarlo. Me lancé hacia delante y con todo mi peso le lancé un izquierdazo a la mandíbula. Mi golpe cogió de sorpresa a Miche, acertó en su mentón y lo hizo trastabillar. Intenté darle otro porrazo antes de que recobrara el equilibrio, pero era un veterano. Se cubrió, retrocedió, sacudió la cabeza y me largó un derechazo que explotó en la sien. Estuve a punto de desmayarme. Me tambaleé. Volvió a golpearme, esta vez directamente en la nariz. Empecé a sangrar.