7

Intenté relajarme en mi asiento de la estrecha vagoneta. Frente a mí, el operador permanecía tenso ante un diminuto tablero iluminado, mirando de cerca cuadrantes de instrumentos y dando golpecitos a los botones de lo que parecía una calculadora en miniatura. Un silencioso zumbido llenaba el aire y penetraba en mis huesos.

Me moví, buscando una posición más cómoda. La nuca y el costado semicicatrizados volvían a entumecerse. Fragmentos de la incesante información de los últimos diez días ocupaban mi mente. Inteligencia Imperial no había logrado reunir tanto material como quería en relación con el mariscal del Estado Bayard, pero era más de lo que yo podía asimilar conscientemente. Abrigué la esperanza de que las sesiones hipnóticas que había padecido todas las noches durante una semana, en lugar de un auténtico sueño, hubiesen penetrado en un nivel en el que los datos surgieran cuando los necesitara.

Bayard era un hombre misterioso, incluso para su propio pueblo. Rara vez le veían, excepto a través de lo que los desconcertados hombres de Inteligencia decían que parecía una especie de aparato fotoeléctrico. Intenté explicarles que la televisión era corriente en mi mundo, pero no pudieron comprenderlo.

Me habían dejado dormir en paz las tres últimas noches, y me habían sometido a una dura hora diaria de calistenia, inteligentemente organizada. Mis heridas habían cicatrizado bien, de modo que me encontraba físicamente preparado para la aventura; mentalmente, sin embargo, estaba fatigado. El resultado se traducía en una ansiedad por lanzarme a la cuestión y descubrir lo peor de aquello que debía enfrentar. Ya estaba bien de palabras: ahora necesitaba el alivio de la acción.

Repasé mi equipo. Llevaba una casaca militar que imitaba la que se veía en el retrato oficial de Bayard. Como no teníamos información sobre lo que usaba debajo, sugerí pantalones de color gris-oliva haciendo juego con lo que reconocí como la chaqueta francesa de reglamento.

También por consejo mío habíamos pasado por alto las cintas y órdenes que aparecían en la foto; no creí que las usara en su apartamento privado, en situaciones informales. Por el mismo motivo, yo llevaba la corbata floja y el cuello desabrochado.

Me habían mantenido con una dieta de bistec magro para tratar de adelgazar mi rostro. Un peluquero especializado me había dado masajes vigorosamente en el cuero cabelludo todas las mañanas y todas las noches, insistiendo en que no debía lavarme la cabeza. La intención consistía en estimular un rápido crecimiento y lograr el aspecto continental, de pelo sin cortar, de la fotografía del dictador.

Sujeta al cinturón llevaba una pequeña cartuchera de red que contenía mi transmisor. Habíamos decidido dejarlo a la vista en lugar de tratar de ocultarlo con dudoso éxito. El micrófono estaba entretejido en el pesado galón de mis solapas. Llevaba un grueso fajo de billetes del Estado Nacional Popular en la billetera.

Moví cuidadosamente la mano derecha, buscando la presión del resorte de liberación que, con la correcta flexión de la muñeca, colocaba en mi mano el arma del tamaño de mi palma.

La diminuta arma era una maravilla mortífera. Por su forma se parecía a una piedra desgastada por el agua, lisa y gris. Podía dejarla en el suelo sin que la descubriesen, característica que podría resultarme de suma importancia en una situación de emergencia.

En el interior de la pistola, un conducto del tamaño de un pelo descendía en espiral hasta la empuñadura. Un gas comprimido que llenaba el minúsculo hueco servía al mismo tiempo de propulsor y de proyectil. Mediante una presión en el punto adecuado, que no estaba marcado, salía disparada a toda velocidad una gota de ese gas licuado. Una vez libre del confinamiento de las paredes del tambor de dura aleación, la gota se expandía explosivamente hasta alcanzar el volumen de un pie cúbico. El resultado era un estallido casi insonoro, capaz de hacer añicos una plancha de acero de un cuarto de pulgada, instantáneamente fatal en un radio de tres metros.

Era el tipo de arma que yo necesitaba: poco llamativa, silenciosa y mortal a corto alcance. El dispositivo del resorte casi lo convertía en parte de la mano, si ésta era experta.

Había practicado el movimiento durante horas, mientras escuchaba la información, mientras comía, incluso mientras estaba acostado. Había sido muy concienzudo con respecto a esa parte de mi entrenamiento: era mi póliza de seguro. Traté de no pensar en la otra póliza, inserta en el puente hueco que había reemplazado a una muela.

Todas las noches, después de la dura rutina diaria, me había divertido con mis nuevos amigos, conocido el Ballet Imperial, los teatros, la ópera y un animado espectáculo de variedades. Con Barbro había cenado regiamente en media docena de fabulosos restaurantes y paseado después en jardines iluminados por la Luna, bebido café a la salida del Sol y conversado. Cuando llegó el día de mi partida, sentía algo más que un deseo desinteresado de retornar. Cuanto antes partiera, antes estaría de vuelta.

El operador giró la cabeza:

—Coronel, prepárese. Aquí hay algo que no comprendo.

Me puse tenso, pero no hice ningún comentario. Imaginé que me informaría en cuanto supiera algo más. Moví la ruano a modo de prueba contra el resorte de liberación de mi arma. Ya había adquirido el hábito.

—He detectado un cuerpo móvil en la Red —dijo el piloto—. Parece que intenta emparejar nuestro curso. Mi posición espacial en él indica que está muy cercano.

El Imperio llevaba décadas de atraso con respecto a mi mundo en física nuclear, en televisión, en aerodinámica, etcétera, pero cuando se trataba del instrumental y de la operación de esos ingenios de Maxoni, eran fantásticos. A fin de cuentas, habían dedicado sus mejores esfuerzos científicos a esa tarea durante casi sesenta años.

El operador revoloteó entre los controles del panel como un organista nervioso.

—Capto una masa de alrededor de mil quinientos kilos —me informó—. No está mal para un explorador liviano, pero no puede ser uno de los nuestros…

Hubo un tenso silencio durante varios minutos.

—Nos sigue los pasos, coronel —anunció el piloto—. O tienen mejor instrumental del que creíamos, o ese tipo tiene una racha de buena suerte. Estaba esperando.

Ambos suponíamos que el desconocido sólo podía ser un vehículo de M-I Dos.

Súbitamente, el operador se puso rígido y se le helaron las manos.

—Viene hacia nosotros, coronel —dijo—. Va a chocar con nosotros. Volaremos hasta el cielo si cruza nuestra posición.

Mis pensamientos volaron como el rayo hacia el arma… y hacia la muela hueca; me pregunté qué ocurriría cuando el otro nos atacara. Por alguna razón, en ningún momento había pensado que todo acabaría entonces. La terrible tensión sólo duró unos segundos. El piloto se relajó.

—Ha fallado —me informó—. Aparentemente, sus maniobras espaciales no son tan buenas como su movilidad en la Red. Pero volverá. Busca camorra.

Se me ocurrió una idea y pregunté:

—Nuestro alcance máximo está controlado por la energía de la entropía normal, ¿no es así?

El operador asintió.

—¿Y si fuéramos a menor velocidad? —inquirí—. Quizás entonces el otro se nos adelante.

Desde donde estaba sentado vi que el sudor cubría la nuca de mi piloto.

—Es arriesgado hacer eso en la Mancha señor, pero tendremos que intentarlo.

Sabía lo difícil que era para un operador pronunciar esas palabras. Aquel joven había vivido seis años de intenso entrenamiento y no había transcurrido un solo día sin que le advirtieran que no debían hacerse cambios innecesarios de control en la Mancha.

El sonido de los generadores cambió, el silbido que descendía a un rango audible disminuyó.

—Sigue con nosotros, coronel —comentó.

El tono zumbante siguió descendiendo. Ignoraba qué punta crítico se alcanzaría cuando perdiéramos nuestra orientación artificial y rodáramos en la entropía normal. Permanecimos rígidos, aguardando. El sonido volvió a bajar, convirtiéndose casi en barítono. El operador volvió a pulsar un botón mientras observaba un cuadrante.

El zumbido de impulso era ahora un áspero murmullo: no podríamos llegar muy lejos sin que se produjera el desastre… Claro que lo mismo le ocurriría al enemigo, pensé.

—Permanece a nuestro lado, coronel, pero… —De pronto el operador elevó la voz—: ¡Lo perdimos, coronel! Parece que sus controles no son tan buenos como los nuestros en una línea; cayó en la identidad.

Me hundí en el asiento cuando el quejido de nuestro generador MC volvió a aumentar. Las palmas de las manos estaban húmedas. Me pregunté en cuál de los infiernos de la Mancha habría desaparecido el enemigo. Pero dentro de pocos minutos tendría que enfrentar otro problema: no era el momento de jugar con mis nervios.

—Buen trabajo, operador —dije por fin—. ¿Cuánto falta pira llegar?

—Aproximadamente… ¡Buen Dios! Diez minutos, señor —respondió—. Ese asuntillo llevó más tiempo del que creía.

Inicié un control de último momento. Tenía la boca seca. Todo parecía estar en su lugar. Apreté el botón de mi comunicador.

—¡Hola, Talismán! Aquí Lobo feroz —dije—. ¿Me oyes bien? Cambio.

—Hola, Lobo feroz, aquí Talismán. Tu voz llega clara y nítida, cambio.

La vocecilla del altavoz del botón de mi hombrera sonó casi en mis oídos.

Me gustó la respuesta instantánea: me hizo sentir un poco menos solo.

Estudié el mecanismo de la nave para la puerta de escape. Debía esperar a que el operador dijera «¡A tierra!», y golpear la palanca. Entonces tendría exactamente dos segundos para retirar el brazo y colocar el arma en mi palma, antes de que el asiento me descargara automáticamente, de pie, en la salida. La vagoneta habría desaparecido antes de que mis pies tocaran el suelo.

Durante los últimos días había estado tan inmerso en la cuestión inmediata que en realidad no había pensado en el momento de mi arribo al mundo de M-I Dos. El manejo sutilmente profesional de mi veloz preparación había adjudicado a todo una calidad práctica y un aire de realismo. Ahora, a punto de ser lanzado en medio del enemigo, empecé a considerar los aspectos suicidas de la misión. Pero era demasiado tarde para pensarlo dos veces… y en cierto sentido me alegré: ahora estaba comprometido en aquel mundo del Imperio, y era una parte de mi vida por la que valía la pena arriesgar algo.

Yo era una carta del Imperio y ahora correspondía ml jugada; también era un bien valioso, pero ese valor sólo podía estimarse poniéndome en el escenario de esta manera, cuanto antes mejor. No tenía ninguna seguridad de que el dictador estuviese en ese momento en su residencia del palacio; podía imaginarme oculto en sus habitaciones, esperando su retorno, durante Dios sabe cuánto tiempo, si es que tenía la suerte de llegar tan lejos… Abrigaba la esperanza de que nuestra localización de la suite fuera correcta, ya que se basaba en la información extraída al cautivo prendido en el salón de baile, bajo profunda narcohipnosis. De lo contrario, podía encontrarme volando por los aires, a cincuenta metros de altura.

Oí que el operador pulsaba diversos botones y le vi girar en su asiento.

—¡A tierra, Lobo feroz! —gritó—. Buena caza.

Me estiré y golpeé la palanca; con el brazo a un costado, hice que el arma saltara a su lugar, en la palma de mi mano. Con un ruido metálico y una ráfaga de aire se abrió la salida, y una mano gigantesca me lanzó a lo desconocido. Un horrible instante de vértigo, de un paso mal dado en la oscuridad, y luego mis pies rozaron un piso alfombrado. El aire azotó mi rostro cuando los ecos del estampido de partida de la vagoneta todavía vibraban en el pasillo.

Recordé mis instrucciones. Permanecí quieto, volviendo sólo la cabeza para mirar a mis espaldas. No había nadie a la vista. El pasillo estaba a oscuras, excepto la tenue luz proveniente de un instalación del techo en el siguiente recodo. Había llegado.

Volví a deslizar la pistola en su sujetador, bajo el puño de la camisa. No tenía sentido permanecer allí de pie; lentamente comencé a caminar en dirección a la luz. Las puertas que bordeaban el pasillo eran idénticas, y ninguna tenía inscripción. Me detuve e intenté abrir una de ellas. Estaba cerrada con llave, lo mismo que la siguiente. La tercera se abrió. Me asomé con prudencia a una sala de estar. Seguí mi camino. Lo que yo quería era el dormitorio del dictador, si lograba encontrarlo. Si él estaba allí, sabía qué tenía que hacer; en caso contrario, le esperaría el tiempo suficiente, va que probablemente regresaría. Entretanto, no quería toparme con nadie.

Oí que se abría la puerta de un ascensor en el primer palo lateral. Me detuve. Retrocedí hasta la última puerta que había probado, la abrí y entré, cerrándola mientras entraba. El corazón me latía dolorosamente. No me sentía audaz, sino un ladrón furtivo. Oí débiles pisadas que seguían mi camino.

Terminé de cerrar la puerta cuidadosamente, ocupándome de que el pestillo no chasqueara. Me apoyé en ella un instante, pero de inmediato decidí que sería mejor ocultarme, por si acaso. Eché un vistazo a mi alrededor mientras avanzaba hacia el centro de la habitación. Apenas podía distinguir contornos en la oscuridad. Contra la pared vislumbré una sombra elevada… Supuse que sería un armario. Corrí hacia él, abrí la puerta y me introduje entre la ropa colgada.

Presté atención un momento, sintiéndome como un tonto, pero en seguida me paralicé al oír que la puerta del pasillo se abría y se cerraba suavemente. No hubo ruido de pisadas pero se encendió una luz. La puerta del armario estaba abierta exactamente lo suficiente para permitirme ver la espalda de un hombre que se alejaba de la lámpara. Oí que corría una silla y luego el tintineo de unas llaves. Hubo débiles sonidos metálicos, una pausa, más sonidos metálicos débiles. Aparentemente el hombre probaba las llaves en la cerradura de una mesa o de un escritorio.

Permanecí absolutamente rígido. Apenas respiraba, e intenté no hacer caso a una repentina comezón en la mejilla. Observé el hombro de la chaqueta que colgaba a mi izquierda y que era casi idéntica a la que yo llevaba. Las solapa estaban adornadas con pesados galones. Sentí cierto alivio: al menos me había deslizado en la habitación que correspondía. Pero mi víctima debía ser el hombre que se encontraba en la habitación, y jamás en mi vida me había sentido menos inclinado a matar a alguien.

Los sonidos no cesaron. Desde donde estaba, oía la pesada respiración del otro. De pronto me pregunté qué aspecto tendría mi doble. ¿Se parecería realmente a mí o, más exactamente, me parecería lo bastante a él como para ocupar su lugar?

El hecho de que tardara tanto en encontrar la llave correspondiente despertó mi curiosidad. Entonces me asaltó otra idea. ¿Aquellos sonidos no señalaban mejor a alguien que trataba de abrir el escritorio de otro? Moví la cabeza unos milímetros. Las ropas se corrieron silenciosamente Y me asomé algo más. Entonces le vi. Estaba encorvado en la silla y probaba impaciente la cerradura. Era bajo y de pelo ralo. No se me parecía en lo más mínimo. No era el dictador.

Éste era un nuevo factor en el que debía pensar de prisa. Obviamente, el dictador no se encontraba allí; de lo contrario, aquel sujeto no intentaría violar su escritorio. Es decir, que alrededor del dictador había personas que no escapaban al fisgoneo. Aquel rostro podría resultarme útil más adelante.

Le llevó cinco minutos encontrar una llave que encajara. Me dolían los músculos por la postura que había adoptado tratando de evitar que alguna tela me rozara la nariz y me produjera un estornudo. Percibí el crujir de los papeles al ser revueltos y débiles murmullos del hombre cuando echaba una ojeada a sus descubrimientos. Por fin escuché el sonido del cajón al cerrarse y el chasquido de la llave en la cerradura. El hombre se puso de pie, empujó la silla hacia atrás y, por un instante, sólo hubo silencio. Sus pisadas avanzaban en mi dirección. Sentí que me helaba y crispé la muñeca, decidido a dispararle, si era preciso, en el momento mismo en que abriera la puerta del armario. No estaba dispuesto a iniciar mi impostura agazapado en un mueble.

Suspiré aliviado cuando el otro pasó junto al armario y desapareció. Oí más sonidos mientras revisaba los cajones de un escritorio o de una cómoda. De pronto, se abrió la puerta del pasillo y oí otros pasos por la habitación. Mi hombre se paralizó. Unos segundos más tarde habló, en francés gutural.

—Ah, eres tú, Maurice.

Hubo una pausa y luego la voz de Maurice, insinuante:

—Sí. Creí ver luz en el estudio del jefe. Me pareció extraño, ya que pasará fuera toda la noche.

El primer hombre retrocedió hasta el centro de la estancia.

—Consideré que debía comprobar que todo estaba bien aquí.

Maurice rió entre dientes:

—No trates de robarle a un ladrón, Georges. Sé por qué estás aquí… Por la misma razón que yo.

—¿Qué buscas? —siseó el primero—. ¿Qué deseas?

—Siéntate, poli. No te enfades, así es como te llaman…

Evidentemente, Maurice disfrutaba de la situación. Escuché atentamente durante media hora, mientras Maurice provocaba, halagaba y presionaba al otro. Me enteré de que el primero era Georges Pinay, jefe de las fuerzas de seguridad del dictador. El otro era un civil, consejero militar del Buró de Propaganda y Educación. Parecía que Pinay había sido menos listo de lo que creía al planificar un coup para derrocar a Bayard. Maurice conocía todo el plan y había esperado su hora propicia. Ahora sería él quien daría las órdenes. A Pinay no le cayó nada bien, pero aceptó después de que Maurice mencionara algunas cuestiones que se suponía nadie conocía acerca de un avión oculto y de un depósito de monedas de oro enterrado a pocas millas de distancia, en las afueras de la ciudad.

Presté atención sin moverme, y un rato después hasta la comezón desapareció. Pinay reconoció que había estado buscando listas de nombres: pensaba conseguir más partidarios mostrándoles sus nombres escritos con la caligrafía del dictador en el programa de purgas. No pensaba mencionar que él mismo había sugerido sus nombres para dicha lista.

Cometí el error de confiarme demasiado. Estaba aguardando que concluyeran su conversación cuando se produjo un repentino silencio. Ignoraba qué error había cometido, pero en seguida comprendí lo que ocurría. Sus pisadas apenas se oían y hubo una pausa antes de que la puerta del armario quedara abierta de par en par. Abrigué la esperanza de que mi disfraz estuviera en orden.

Salí de mi encierro y le eché una fría mirada a Pinay.

—Bien, Georges —le dije—, es muy grato saber que te mantienes ocupado cuando no estoy —utilicé el mismo dialecto francés que ellos, mientras volvía a apretar la pequeña palanca de mi muñeca.

—¡Demonios! —estalló Maurice.

Maurice me observó con ojos desorbitados. Por un instante pensé que saldría bien librado de la situación. Pero en ese momento Pinay se lanzó contra mí. Giré y me volví de lado; la pistola se apoyó en la palma de mi mano.

—¡Quieto! —rugí.

Pinay ignoró la orden y volvió a la carga. Apreté el arma e hice presión en el retroceso. Se oyó un sólido porrazo y Pinay se tambaleó de costado; aterrizó de espaldas y quedó inmóvil. Entonces Maurice me dio un golpe lateral. Trastabillé por la habitación, tropecé y caí. Maurice se arrojó sobre mí. Traté de hacer funcionar el arma, pero estaba mareado. Además, Maurice era veloz y fuerte como un toro. Me sujetó y me mantuvo ambos brazos en la espalda, con una llave de judo. Se instaló a horcajadas sobre mi cuerpo, respirando pesadamente.

—¿Quién eres? —susurró.

—Creí que me reconocerías, Maurice.

Tanteé con infinito cuidado la pistola, tratando de acomodarla en el puño de la camisa. Oí el chasquido y me relajé.

—Eso pensabas, ¿eh? —rió Maurice.

Tenía la cara enrojecida y húmeda. Sacó una pesada cachiporra del bolsillo y se puso de pie.

—Levántate —ordenó, observándome de arriba abajo—. ¡Dios! —exclamó—. Fantástico. ¿Quién te envió?

No respondí. Tuve la sensación de que no le había engañado ni un segundo. Me pregunté qué sería lo que no funcionaba. Sin embargo, a Nlaurice le pareció interesante mi aspecto. Se adelantó y me golpeó el cuello con la cachiporra, en un movimiento controlado. Podría haberme roto la nuca, pero lo que hizo fue más doloroso. Sentí que empezaba a manar sangre de mi herida semicicatrizada. Él también lo vio y pareció desconcertarse un instante. Pronto su rostro se despejó.

—Disculpa —dijo sonriente—. La próxima vez buscaré un sitio ileso. Y responde cuando te hablo.

La voz de Maurice contenía algo vicioso que me recordó el ataque al palacio. Aquellos hombres habían hecho el infierno en la Tierra y ya no eran plenamente humanos.

Me miró apreciativamente, mientras daba golpes con la palma de la mano en la cachiporra.

—Conversaremos abajo —dijo—. Mantén las manos a la vista.

Sus ojos se movieron como una saeta, aparentemente buscando mi pistola. Se sentía muy seguro de sí mismo: ni siquiera se preocupó cuando no la descubrió. No quería apartar su mirada de mí el tiempo suficiente para hacer una búsqueda concienzuda.

—Mantente cerca, pequeño. Así, ahora avanza.

Mantuve las manos apartadas del costado del cuerpo y le seguía hasta el teléfono. No era tan bueno como creía, pues en cualquier momento podía haberme lanzado sobre él. Empero, tuve la corazonada de que sería mejor seguirle un rato la corriente para descubrir algo más.

Maurice levantó el auricular, habló en voz baja y colgó. Sus ojos seguían fijos en mí.

—¿Cuánto tardarán en llegar? —pregunté. Maurice entrecerró los ojos y no respondió—. Tal vez tengamos tiempo de hacer un trato.

La boca de Maurice se curvó en algo parecido a una sonsonrisa.

—Haremos un trato, pequeño —me aseguró—. Tú cantarás alto y claro, y quizás yo les diga a los muchachos que acaben contigo rápidamente.

—Yo soy un as en tu manga, Maurice. No dejes que se te escape de las manos.

Volvió a golpear con la palma la cachiporra:

—¿Qué idea se te ha ocurrido, pequeño?

—Yo opero solo —traté de elaborar a toda velocidad un pensamiento convincente—. Estoy seguro de que ignoraba que Brion tenía un hermano gemelo. Él me suprimió, de modo que pensé en participar por mi cuenta.

Maurice parecía interesado.

—¡Demonios! Sospecho que hace mucho que no ves a tu encantador hermano mellizo —sonrió.

Me pregunté dónde estaría la gracia.

—Salgamos de aquí —dije—, y arreglaremos esto entre nosotros dos.

Maurice le echó un vistazo a Pinay.

—Olvídalo. Está muerto —afirmé.

—Eso es lo que te gustaría, ¿verdad, pequeño? Sólo nosotros dos y más tarde, tal vez, la posibilidad de que quede sólo uno. —Su expresión sarcástica se convirtió repentinamente en una mueca; le temblaron las aletas de la nariz—. Tú intentarías matarme, hombrecillo de paja…

Se inclinó hacia mí y aflojó el brazo para lanzarme un golpe lateral. Comprendí que estaba enloquecido y dispuesto a matarme en un instante de furia.

—Ya verás quién es el asesino entre nosotros dos —me amenazó.

Sus ojos destellaron mientras balanceaba la cachiporra.

No podía esperar más tiempo. La pistola saltó a mi mano y apunté a Maurice. Sentí que yo mismo empezaba a responder a su sed de sangre, y odié todo lo que él representaba.

—Eres un estúpido, Maurice. Estúpido y lento, y dentro de un instante estarás muerto. Pero primero me dirás cómo supiste que yo no era Bayard.

Fue un espléndido intento, pero no dio resultado.

Maurice dio un salto y el proyectil le dio de costado. Cayó como un saco de patatas. Me dolía el brazo por el esfuerzo. Poseer aquella arma era engañoso: el cargador contenía aproximadamente cincuenta disparos, y a ese ritmo no me duraría un día.

Tenía que salir rápidamente. Me estiré y rompí la bombilla del techo y la lámpara de la mesa, para retardar la acción de los demás cuando llegaran. Salí al pasillo y me encaminé hacia el extremo oscuro. Oí que se abría la puerta del ascensor a mis espaldas. Habían llegado. Empujé la puerta de vidrio, que se abrió silenciosamente. No me quedé para presenciar su reacción cuando encontraran a Maurice y a Georges. Bajé los peldaños de la escalera de dos en dos, a la mayor velocidad posible. Recordé el comunicador, )cro decidí no usarlo: no tenía nada bueno que informar.

Atravesé tres rellanos y llegué a un vestíbulo. Aquél sería el nivel del antiguo tejado. Traté de recordar dónde aparecía la escalera en la réplica que teníamos en Cero Cero. Divisé una pequeña puerta en un hueco. Pensé que allí estaría.

De una habitación del otro lado del vestíbulo salió un hombre y miró en mi dirección. Me froté la boca pensativamente mientras me encaminaba a la pequeña puerta: en aquel momento el parecido era más un obstáculo que una ventaja. El hombre siguió su camino y yo intenté abrir la puerta. Estaba cerrada con llave, pero no parecía muy resistente. Apoyé la cadera y empujé. Cedió casi silenciosamente. Allí estaban las escaleras. Empecé a descender.

No tenía ningún plan, salvo salir al aire libre. Era evidente que mi imitación era un rotundo fracaso. Todo lo que podía hacer era llegar a un lugar seguro y pedir instrucciones. Había bajado dos pisos cuando oí el timbre de alarma.

Sentí un escalofrío. Tenía que librarme del llamativo uniforme. Me quité la chaqueta y me dediqué a arrancar el galón de las muñecas y a sacarme las hombreras. No podía suprimir el galón de las solapas: en él estaba entretejido el micrófono. Nada más podía hacer para cambiar mi aspecto.

Probablemente aquella escalera en desuso era una vía de salida como cualquier otra. Seguí avanzando. Probé las puertas de cada piso. Todas estaban cerradas con llave. Buena señal, pensé. La escalera concluía en un callejón sin salida lleno de toneles y mohosas cajas de cartón. Volví a subir al primer rellano y presté atención. Al otro lado de la puerta escuché voces altas y estruendo de pisadas. Recordé que la puerta de la escalera estaba cerca de la entrada principal de la antigua mansión. Parecía que estaba atrapado.

Volví a bajar y corrí uno de los toneles a un costado. Observé la pared y descubrí el borde del marco de una puerta. Cambié de lugar otro tonel y encontré el pomo. Estaba atascado. Me pregunté cuánto ruido podría hacer sin que me oyeran. Decidí que no demasiado.

Necesitaba algo para hacer palanca. Las cajas de cartón parecían ofrecer una posibilidad; arranqué las solapas de una de ellas y analicé el contenido. Estaba llena de mohosos libros de contabilidad: no me servían para nada.

En la siguiente tuve más suerte: antigua platería, ollas y cacerolas. Encontré una pesada cuchilla de carnicero y deslicé la hoja en la rendija de la puerta, que resultó tan sólida como una caja fuerte. Volví a intentarlo. Me parecía imposible que fuera tan resistente, pero no logré moverla.

Di un paso atrás. Tal vez lo único inteligente fuera olvidar toda precaución y atravesarla de un empujón. Me apoyé para buscar el punto menos resistente y… retrocedí, apretándome contra la pared, con la pistola en la mano: el pomo de la puerta estaba girando.