Me coloqué delante de un espejo de cuerpo entero y me observé, no sin aprobación. Dos sastres me habían rondado como abejas durante media hora para dar los toques finales a su obra. Tuve que reconocer que lo habían hecho estupendamente.
Ahora lucía pantalones de montar angostos, de fino paño gris, botas cortas, negras, de cuero meticulosamente cosido y lustrado, una camisa de hilo blanco sin cuello ni puños debajo de una chaqueta azul marino, abotonada hasta el mentón. Una franja azul con bordes dorados descendía por los lados del pantalón, y pesadas presillas de galón dorado rodeaban las mangas desde la muñeca hasta el codo. Un cinturón de piel negra con una gran hebilla cuadrada que ostentaba el blasón real sueco sostenía una vaina enjoyada que contenía un delgado estoque de vistosa empuñadura.
En la posición adecuada, en el costado izquierdo del pecho descubrí, con gran sorpresa, un conjunto perfectamente correcto de mis medallas de la segunda guerra mundial y la estrella de plata. En las hombreras resplandecían las brillantes águilas plateadas de un coronel de los Estados Unidos. Llevaba el uniforme de gala de mi nuevo rango en la sociedad imperial.
Entonces me alegré de no haberme dejado llevar a la deteriorada y fofa mala salud del funcionario medio del Servicio Exterior, blando y pálido tras largas horas de permanecer en oficinas y largas noches de alcohol en interminables reuniones diplomáticas. Mis hombros eran razonablemente anchos, mi espalda razonablemente erguida, y no había panza que echara a perder las líneas de mis nuevas galas. Aquel traje hacía que un hombre pareciera un hombre. ¿Cómo diablos habíamos adquirido la costumbre de envolvernos en informes trajes cruzados de color pardusco e idéntico corte?
Goering estaba sentado en un sillón de brocado, en la lujosa suite que Richthofen le había asignado en su villa.
—Tiene una figura marcial, Brion —opinó aquél—. Evidentemente, tiene una aptitud natural para su nuevo cargo.
—Yo no estaría tan seguro, Hermann —respondí.
Su comentario me había recordado la otra cara de la moneda: los mortíferos planes que el Imperio tenía para mí. Bien, ya arreglaría eso más adelante. Aquella noche iba a disfrutar.
Mientras comíamos faisán servido en la soleada terraza del largo atardecer del verano sueco, Richthofen me había explicado que no tener ningún título en la sociedad sueca representaba un estorbo social altamente incómodo. No es que fuera necesaria una posición encumbrada, me aseguró, pero era preciso que los demás supieran cómo dirigirse a uno: Herr Doctor, Herr Professor, Ingenjor, Redaktor… Mi graduación militar simplificaría mi ingreso en el mundo del Imperio.
En ese momento entró Winter, que llevaba en la mano algo parecido a una bola de cristal.
—Su sombrero, señor —me entregó la bola con un floreo.
Se trataba de un casco blindado de acerocromo, con una varilla a lo largo del borde superior, de la que sobresalía una pluma dorada.
—¡Por Dios! —exclamé—. ¿No estamos exagerando un poco?
Descubrí que el casco era liviano como una pluma. Se acercó el sastre, me lo encasquetó, me entregó un par de guantes de piel blanca y se esfumó.
—Es necesario que lo use, amigo —replicó Winter ante mi observación—. Corresponde a los Dragones.
—Ahora está completo —comentó Hermann—. Una verdadera obra de arte.
Él llevaba un uniforme gris oscuro, con adornos negros e insignias blancas. Lucía un respetable pero no excesivo despliegue de cintas y órdenes.
—Hermann —dije en tono afable—, tendría que haberse visto cargado de medallas allá en mi mundo. Le llegaban hasta aquí —me señalé las rodillas.
Goering lanzó una carcajada. Salimos juntos de la suite y nos dirigimos al estudio de la planta baja. Noté que Winter se había cambiado la chaqueta blanca por otra de color amarillo pálido, con pesados galones plateados, en la que se destacaba una Luger niquelada.
Instantes después apareció Richthofen; su traje parecía un frac de fines del siglo pasado, con botones dorados y una boina blanca.
—Somos una pandilla de órdago —opiné.
Me sentía elegantísimo. Me miré de reojo en el espejo.
—Fantástico, papá —murmuré.
Un mayordomo de librea nos abrió las puertas de cristal y descendimos los peldaños hasta el coche que nos aguardaba. Esta vez era un automóvil descubierto, de color amarillo. Nos acomodamos en nuestros asientos, de cuero también amarillo, y el coche arrancó.
Era una noche magnífica, con nubes altas y una luna brillante. A lo lejos parpadeaban las luces de la ciudad. Avanzamos suavemente con el motor tan silencioso que resultaba claramente audible el sonido del viento en los elevados árboles que bordeaban el camino.
A Goering se le había ocurrido llevar consigo una pequeña botella y, en el momento en que cada uno terminó de tomar dos tragos, cruzamos el portal de hierro del palacio de verano. Focos de colores bañaban los jardines, y los asistentes ya llenaban la terraza de los lados sur y oeste del edificio. El coche nos dejó ante la gigantesca entrada y se marchó. Nos abrimos paso a través de la multitud y entramos en el vestíbulo de recepción.
Las luces que despedían enormes arañas de cristal rutilaban sobre trajes de noche y uniformes, botas lustrosas y joyas, sedas, brocados y terciopelos. Un hombre de espalda erguida, vestido de color rosa, se inclinó sobre la mano de una encantadora rubia de traje blanco. Un joven delgado, galas negras y adornos, que llevaba un fajín dorado y blanco, escoltaba a una dama vestida de verde y oro en dirección al salón de baile. El tintineo de risas y conversaciones casi apagaba los acordes del vals que se oía como telón de fondo.
—Estupendo, muchachos —aplaudí—. ¿Dónde está la ponchera?
No suelo beber alcohol, pero cuando lo hago no creo en medias tintas. Me sentía maravillosamente bien y quería mantenerme así. En aquel momento no sentía los cardenales de la caída, mi indignación por haber sido secuestrado había desaparecido, y en cuanto al día siguiente, nada me importaba menos… Lo estaba pasando de primera. Confiaba en no volver a ver el rostro agrio de Bale.
Todos hablaban, me hacían preguntas entusiastas, me presentaban. Me encontré hablando con alguien a quien finalmente reconocí como Douglas Fairbanks (padre). Era un anciano de aspecto duro, con uniforme naval. Conocía condes, duques, oficiales de una docena de jerarquías de las que nunca había oído hablar, varios príncipes y, por último, a un hombre bajo de anchos hombros, muy bronceado, que lucía una sonrisa desenfadada; finalmente comprendí que se trataba del hijo del emperador.
Yo seguía deambulando y conversando perfectamente bien, pero, en algún momento, había perdido el poco tacto que normalmente poseía.
—Bien, príncipe William —dije, vacilando un poco sobre mis pies—, tenía entendido que aquí la línea dominante era la casa Hanover-Windsor. Pero en el lugar de donde yo vengo, todos los Hanover y los Windsor son altos, escuálidos y melancólicos.
El príncipe sonrió:
—Aquí, coronel, se instauró una política que puso fin a esa desgraciada situación. La constitución exige que el heredero se case con una plebeya. Esto no sólo vuelve más agradable la vida para el heredero, con tantas plebeyas hermosas para escoger, sino que mantiene el vigor de la descendencia. A veces produce hombres bajos de rostro feliz.
Seguí caminando, conociendo gente, comiendo bocaditos, bebiendo de todo, desde aguardiente hasta cerveza, y bailando con una serie interminable de chicas de aspecto celestial. Por primera vez en mi vida, mis diez años de codeo en las embajadas me venían como anillo al dedo. En mis diez años de horrible experiencia adquirida a través de siete noches semanales de sostener un vaso en la mano desde el crepúsculo hasta medianoche, mientras sonsacaba a otros miembros del cuerpo diplomático que creían sonsacarme, había desarrollado una habilidad: tenía cultura alcohólica.
En algún momento sentí la necesidad de respirar aire fresco y crucé los ventanales que llevaban a una galería con balaustrada, que a su vez daba a los jardines. Me apoyé en la pesada barandilla de piedra, levanté la vista a las estrellas visibles a través de las altas copas de los árboles y esperé a que el zumbido que sentía en la cabeza amainara.
El aire nocturno corría en frío torrente por la hierba oscura, acercándome el aroma de las flores. A mis espaldas, la orquesta interpretaba una melodía que era casi, aunque no cabalmente, un vals de Strauss.
Me quité los guantes blancos que Richthofen me había advertido debía mantener puestos cuando dejé mi casco en el guardarropas. Me desabroché el botón superior de la ceñida chaqueta.
«Me estoy volviendo viejo —pensé—; o quizá sólo esté cansado».
—¿Y por qué está cansado, coronel? —inquirió una voz femenina a mis espaldas.
Me volví:
—Ah, es usted. Me alegro. Prefiero ser culpable de hablar en voz alta que de imaginar voces.
Intenté enfocar la mirada con más precisión. Era pelirroja y llevaba un vestido de fiesta rosa pálido, de escote bajo y muy ceñido.
—La verdad es que me alegro mucho —añadí—. Me gustan las pelirrojas hermosas que surgen de la nada.
—De la nada no, coronel —respondió mi interlocutora—. De allí, donde hace tanto calor y hay tanta gente.
Hablaba un excelente inglés, en tono bajo y con suficiente acento sueco para volver encantador su trivial lenguaje.
—Exactamente —coincidí—. Toda esa gente me estaba mareando, de modo que salí a recuperarme.
Sonreí como un tonto. Lo pasaba muy bien, mostrándome tan elocuente y hábil con aquella deliciosa joven.
—Mi padre me ha contado que usted no nació en el Imperio, coronel —dijo la pelirroja—. Y que es originario de un mundo donde todo es igual, aunque distinto. ¡Sería tan interesante que me hablara de todo eso!
—¿Para qué hablar de ese lugar? Allí hemos olvidado cómo divertirnos. Nos tomamos demasiado en serio a nosotros mismos, e imaginamos las excusas más elaboradas para hacernos las cosas más viles los unos a los otros… —Sacudí la cabeza: no me gustaban nada mis pensamientos—. Siempre me expreso así cuando no tengo puestos los guantes. —Volví a calzármelos—. Y ahora, ¿puedo tener el placer de que me conceda este baile? —dije grandilocuentemente.
Transcurrió media hora antes de que entráramos a visitar la ponchera. La orquesta acababa de atacar un vals cuando un estallido demoledor sacudió el suelo y se quebraron las altas puertas de cristal del lado este del salón de baile. En medio de la nube de polvo que siguió a la explosión, saltó al salón una multitud de hombres vestidos con uniformes de retazos multicolores. El líder, un gigante de barba negra, llevaba una chaqueta de batalla del tipo que usaba el ejército de los Estados Unidos, desteñida y zurcida, y pantalones demasiado holgados. El hombre alzó la palanca lateral de una ametralladora corta y lanzó una prolongada ráfaga al grueso de la muchedumbre.
Hombres y mujeres cayeron bajo el criminal ataque, pero todos los hombres que quedaron de pie se lanzaron sin vacilación contra el atacante más cercano. De pie en los escombros, un pelirrojo de rostro erizado, que lucía una blusa de sargento británico demasiado ajustada, disparó ocho tiros desde la cadera, con cada uno de los cuales abatió a un oficial del Imperio. Cuando retrocedió para meter otra carga en la M-I, el noveno oficial que apareció le atravesó la garganta con un estoque enjoyado.
Yo estaba paralizado, cogido de la mano de mi pelirroja. Giré hacia ella y empecé a gritarle qué huyera, que corriera, pero la serena mirada que vi en sus ojos me detuvo. Prefería morir decentemente a escapar.
Desenvainé mi espada de juguete de su funda, me arrimé a la pared y así avancé hasta el borde de la mellada abertura. Cuando el siguiente hombre atravesó la nube de polvo y humo y se asomó aferrando una escopeta, le hundí con firmeza la punta de la espada en el cuello y la extraje antes de que se me escapara de las manos. El hombre se tambaleó, ahogado, y el arma se le cayó al suelo con estruendo. Me estiré, la recogí y en ese momento apareció otro. Éste llevaba un Colt cuarenta y cinco en la mano izquierda y me vio al mismo tiempo que yo a él. Giró para disparar y, mientras lo hacía, le di con el filo de la espada en el brazo. Su disparo se desvió al piso y la pistola se le deslizó de la mano. Cayó contra la pisoteada multitud.
Otro individuo apareció en medio de la polvareda y me vio. Equilibró un pesado rifle sobre la cadera, apoyado en el antebrazo izquierdo, y avanzó lenta y torpemente. Observé que su mano izquierda pendía a la altura de la muñeca. Aferré la escopeta y le reventé la cara. Habían transcurrido aproximadamente dos minutos desde la explosión.
Esperé un momento, pero nadie más apareció a través del destrozado ventanal. Entonces vi a un nervudo rufián de largo pelo rubio que retrocedía en mi dirección mientras metía otro cargador en un rifle automático Browning. Avancé dos pasos, apoyé la punta de la espada a la altura de los riñones y la introduje a fondo, con ambas manos. «Mi estilo no es muy elegante —pensé—, pero sólo soy un principiante».
Entonces vi a Goering, que rodeaba con sus brazos a un tipo alto que maldecía y luchaba por levantar su maltrecha metralleta. Una descarga rugió en mi oído y sentí que me ardía el cuello. Comprendí que mi salto me había salvado el pellejo. Corrí alrededor de los dos hombres abrazados e inserté la espada en las costillas del atacante. Mi estoque rechinó y se atascó, pero el tipo aflojó. «Tampoco soy un buen deportista —pensé—, pero supongo que armas de fuego contra trinchantes de cerdo lo justifica».
Hermann retrocedió, escupió disgustado y se lanzó contra el bandido más cercano. Tiré de mi espada, pero ésta se negó a volver a mis manos. La abandoné y cogí la metralleta. Un villano de largas piernas estaba cerrando la cámara de su revólver cuando lancé una ráfaga en su vientre. Vi que salía tierra de su harapiento ropaje cuando las esquirlas de metal lo penetraron.
Eché un vistazo a mi alrededor. Varios hombres del Imperio disparaban armas capturadas a los atacantes y el resto de los invasores había reculado hacia la destrozada pared. Las balas los derribaban mientras permanecían acorralados, sin dejar de disparar. Ninguno de ellos intentó huir.
Corrí hacia delante con la sensación de que algo andaba mal. Elevé mi arma y tumbé a un hombre de rostro ensangrentado que no dejaba de disparar con una automática cuarenta y cinco en cada mano. Mi última descarga acertó a un tipo fornido que llevaba una carabina y el tambor quedó vacío. Recogí otra arma del suelo mientras un asesino solitario golpeaba el pestillo de su rifle con la palma de la mano.
—Agarradlo vivo —gritó alguien.
El fuego se interrumpió y una docena de hombres aferraron al luchador. La multitud se arremolinó, las mujeres se inclinaron sobre los que estaban tendidos en el piso, los hombres jadeaban por el esfuerzo. Corrí hacia los ondeantes cortinajes.
—Vamos —chillé—. Afuera…
No tuve tiempo ni aliento para decir nada más, ni para ver si alguien se acercaba. Salté por entre los escombros, salí a la destartalada terraza, crucé de un salto la barandilla y aterricé en el jardín un tanto despatarrado, pero no dejé de moverme. Bajo la luz de los focos de colores vi una furgoneta de color gris, excesivamente cargada, atravesada sobre los macizos. A su lado, tres andrajosos miembros de la dotación luchaban con un voluminoso bulto. Sobre la hierba había un pequeño trípode, a la espera de que montaran su carga. Tuve tiempo de captar una instantánea visión mental de lo que haría una bomba de fisión al palacio de verano, antes de precipitarme sobre ellos lanzando un alarido. Disparé la pistola a tanta velocidad como pude apretar el gatillo; los tres hombres vacilaron, chocaron entre sí, maldijeron e iniciaron la retirada hacia la puerta abierta de la furgoneta con la bomba. Uno de ellos cayó y comprendí que alguien estaba disparando certeramente a mis espaldas. Otro de los tripulantes aulló, corrió unos pocos metros y se desplomó sobre el césped. El tercero saltó por la portezuela abierta; un momento más tarde una ráfaga de aire arrojó polvo contra mi cara, mientras la furgoneta se evaporaba. El sonido era similar al de un tanque de gasolina incendiado.
La voluminosa carga permanecía en el jardín, amenazante, pero yo tenía la certeza de que todavía no estaba armada. Volví hacia los demás.
—¡No toquen eso! —grité—. Estoy seguro de que es una especie de bomba atómica.
—Buen trabajo, amigo —dijo una voz familiar: era Winter, que tenía salpicaduras de sangre en el amarillo pálido de su túnica—. Tendría que haberme dado cuenta de que los tipos llevaban a cabo su acción para despistar… ¿Se encuentra bien?
—Sí —contesté sin aliento—. Volvamos adentro. Necesitarán torniquetes y hombres para enroscarlos.
Nos abrimos paso a través de vidrios rotos, fragmentos de baldosas y astillas de marcos. Cruzamos las aleteantes cortinas y entramos en el salón de baile brillantemente iluminado y cubierto de basura.
Muertos y heridos yacían en grosero semicírculo alrededor de la destrozada pared. Reconocí a una preciosa morena de vestido azul con la que había bailado, echada en el suelo, con el rostro del color de la cera. Todos tenían salpicaduras carmesí. Miré a mi alrededor frenéticamente, en busca de mi pelirroja, y la vi arrodillada junto a un hombre herido, al que le vendaba la cabeza.
Se oyó un grito. Winter y yo nos volvimos. Uno de los intrusos heridos se movió, arrojó algo y cayó bajo una descarga. Oí el ruido sordo y el tableteo del objeto lanzado, y como en un sueño observé que la granada rodaba y rodaba, se detenía a tres metros de distancia y giraba. Sentí que me congelaba. «Se acabó», pensé, y ni siquiera sabía cómo se llamaba mi pelirroja.
Oí un jadeo a mis espaldas cuando Winter saltó hacia delante y aterrizó sobre la granada con los miembros extendidos. Ésta estalló con ruido sordo y levantó a Winter más de medio metro en el aire.
Me tambaleé y aparté la mirada. Todo daba vueltas vertiginosamente a mi alrededor. Pobre Winter. Pobre y condenado Winter.
Sentí que me desmayaba y me arrodillé. El piso oscilaba.
Ella estaba inclinada sobre mí, con el rostro pálido, pero todavía serena. Me estiré y le toqué la mano:
—¿Cómo te llamas?
—¿Cómo me llamo? —se extrañó—. Barbro Lundane. Pensé que conocías mi nombre.
Parecía un tanto aturdida. Me incorporé:
—Será mejor que ayudes a alguien que esté peor que yo, Barbro. Yo sólo soy un débil.
—No —replicó ella—. Has perdido mucha sangre.
En ese momento apareció Richthofen, ceñudo. Me ayudó a levantarme. Me dolían el cuello y la cabeza.
—Gracias a Dios está vivo —murmuró Richthofen.
—Gracias a Winter estoy vivo —protesté—. Supongo que no hay ninguna probabilidad…
—Murió instantáneamente —me informó Richthofen. Sabía cuál era su deber.
—Pobre tipo. Tendría que haber sido yo —comenté.
—Tuvimos la suerte de que no fuera usted —continuó Richthofen—. Pero poco faltó. Ha perdido mucha sangre. Ahora debe descansar.
—Quiero permanecer aquí —insistí—. Tal vez pueda hace algo útil.
Apareció Goering, me tendió un brazo sobre los hombros y me alejó de allí.
—Ahora, manténgase sereno, amigo mío —me dijo—. No tiene por qué lamentarlo tan profundamente. Winter murió en cumplimiento de su deber, como había deseado.
Hermann sabía qué era lo que me fastidiaba: yo pude haber interceptado la granada con la misma facilidad que Winter, pero ni siquiera se me había ocurrido; si no hubiera estado paralizado, habría salido corriendo.
No hice ningún esfuerzo por avanzar; me sentía vacío y repentinamente empecé a padecer una resaca prematura. Manfred se reunió con nosotros en el coche y regresamos a su casa prácticamente en silencio. Pregunté por la bomba y Goering me informó que los hombres de Bale se habían hecho cargo de ella.
—Dígales que la arrojen al mar —sugerí.
Cuando llegamos a la villa, vi que alguien nos esperaba en los peldaños de la entrada. Reconocí la robusta figura de Bale, con su cabeza excesivamente pequeña. Ni le miré cuando apoyó una mano en el hombro de Hermann.
Entré en el comedor, me serví una bebida fuerte que cogí del aparador y me senté.
Los demás llegaron pisándome los talones. Conversaban. Me pregunté dónde habría estado Bale toda la noche.
Bale se sentó y me observó. Quería saber todo con respecto al ataque. Parecía aceptar las noticias serena pero amargamente. Me miró y frunció los labios:
—El señor Goering me ha dicho que durante la refriega comportó usted muy satisfactoriamente, señor Bayard. Tal vez me haya apresurado en mi juicio sobre su persona.
—¿A quién demonios le importa lo que usted piensa, dale? —estallé—. ¿Dónde estaba usted cuando el plomo se derretía? ¿Debajo de la alfombra?
Bale se puso blanco como un papel. Se levantó de la silla y abandonó, ofendido, la habitación. Goering carraspeó y Manfred me lanzó una mirada extraña cuando se levantó para cumplir su obligación de anfitrión y acompañar a Bale hasta la puerta.
—No es fácil relacionarse con el inspector Bale —afirmó Hermann—. Comprendo lo que usted siente. Considero que debo informarle que se enfrenta a uno de los hombres más diestros con el sable y la pistola. No tome ninguna decisión apresurada…
—¿De qué decisión me habla? —inquirí.
—Ya tiene usted una herida dolorosa. No podemos permitir que se debilite en este momento crítico. ¿Está plenamente seguro de su destreza con una pistola?
—¿Qué herida? —quise saber—. ¿Se refiere a mi cuello?
Levanté la mano para tocarme e hice un gesto de dolor: tenía una cavidad profunda, cubierta de sangre seca. En ese momento me di cuenta de que la espalda de mi chaqueta estaba empapada. Aquel fallo aproximado había sido más próximo de lo que yo creía.
—Espero que nos conceda a Manfred y a mí el honor de apadrinarle —continuó Hermann—, y tal vez aconsejarle…
—¿A qué se refiere, Hermann? —pregunté—. ¿Qué quiere decir… apadrinarme?
Goering parecía confundido:
—Queremos estar a su lado en su encuentro con Bale.
—¿Mi encuentro con Bale? —repetí.
Era consciente de que no me mostraba excesivamente brillante. Comencé a comprender lo asqueroso que me sentía. Goering se detuvo y me miró.
—El inspector Bale es un hombre muy sensible en cuanto a su dignidad personal. Le ha puesto usted como un trapo sucio ante testigos, y se lo tenía merecido, pero sin duda alguna exigirá una satisfacción. —Comprendió que yo aún no entendía cabalmente—. Bale le retará a un duelo, Brion —aseguró—. Tendrá que enfrentarse con él.